Episodio 2: El despertar de los troles
Tumbada en la popa del drakkar de Cósima, Kaya contemplaba el paso del firmamento. En realidad era lo único que podía hacer, ya que el barco no tenía remos ni timón. En cuanto había subido a bordo, la embarcación había zarpado súbitamente y Kaya había comprendido que Alrund hablaba en sentido literal cuando dijo que “el barco la ayudaría en su misión”. En ese caso, no había nada que hacer salvo descansar y reflexionar.
En circunstancias normales, los reinos de Kaldheim no eran más próximos entre sí que otros planos individuales. De hecho, el abismo que los separaba era más absoluto, ya que la habilidad de Kaya para viajar entre los planos no le permitía cruzar entre los reinos. Atravesar el cosmos no era una tarea sencilla, ni siquiera para los dioses de aquel mundo.
Aun así, había excepciones, según Inga. Debido al ingenio de los mortales o al puro azar, en ocasiones podían abrirse rutas entre dos reinos, conocidas como caminos del presagio. Sin embargo, esos fenómenos podían provocar los temidos ruinaskars: colisiones celestiales que siempre parecían derivar en calamidades. En el último choque entre Bretagard y Karfell, un reino gélido de espectros y cadáveres ambulantes, una legión de muertos vivientes había logrado abrirse paso hasta el bastión de los beskir, donde finalmente cayó derrotada. En toda la historia conocida, ningún ruinaskar había unido Bretagard con Immersturm, el reino de los demonios, pero resultaba difícil imaginar las posibles consecuencias. La última vez que un solo demonio había llegado a Bretagard, había provocado una catástrofe tan horrible que los habitantes del reino le pusieron el nombre de la misma a la época más oscura y desalentadora del año.
En definitiva, sonaba exactamente como el tipo de sucesos que Kaya se había propuesto evitar. “Céntrate. Tienes que encontrar a un monstruo peligroso y posiblemente extraplanar. Ya es bastante de lo que ocuparse”.
Un leve golpe seco la despertó de su somnolencia sin sueños y Kaya acercó una mano a la empuñadura de una daga antes de darse cuenta de dónde estaba.
Pero... ¿dónde estaba?
Se incorporó e hizo una mueca de dolor cuando sintió un pinchazo en la espalda. Puede que el drakkar fuera un artefacto poderoso y capaz de navegar entre las energías mágicas del cosmos, pero no era tan adecuado como una cama para descansar. Una niebla densa cubría el agua que había tras el barco, devorándolo todo excepto el sonido de la marea al lamer la popa. En el lado opuesto, la proa se alzaba sobre una orilla embarrada y cubierta de raíces que surgían de un bosque aledaño.
―Así que esta es mi parada ―dijo Kaya para nadie.
Cuando bajó de la nave, sus botas se hundieron de inmediato en la tierra húmeda y oscura. Mientras se preguntaba si debería amarrar el barco a alguna de las raíces gruesas que sobresalían de la orilla, el drakkar zarpó hacia las olas como si alguien lo hubiera empujado y no tardó en desaparecer entre la niebla.
―Gracias por traerme ―murmuró ella. ¿Qué haría si el monstruo volviese a saltar entre los reinos? En fin, ya se preocuparía por eso más adelante. Tras recoger una rama alargada para usarla como bastón, Kaya subió por la orilla y se dirigió hacia el bosque.
Estaba acostumbrada a adentrarse en lugares antiguos. Cuando te especializas en cazar presas que deberían estar muertas pero no era el caso, la vida te lleva a todo tipo de tumbas abandonadas y ciudades olvidadas. Aun así, nunca había estado en un lugar salvaje que le diese la sensación de ser tan antiguo. Todos los árboles estaban encorvados y semejaban muy ancianos; incluso los más jóvenes parecían llevar allí varias generaciones. También vio obras de cantería en ruinas dispersas, apenas reconocibles bajo el musgo que crecía por doquier. El conjunto parecía una reliquia de una edad perdida, una concesión a la victoria definitiva del tiempo. Al cabo de una hora andando, Kaya solo encontró una estructura intacta: un imponente arco de piedra. Seguramente había albergado las puertas de una gran fortaleza ya desaparecida; o eso, o quien había construido aquel lugar necesitaba entradas de seis metros de altura.
El bosque parecía extenderse hasta el infinito. Mientras lo recorría, Kaya observaba en busca de las vetas de metal de aspecto orgánico que había visto en la cueva del Aldergard. “También me valdrían unas huellas enormes e intimidantes. O quizá unas marcas de garras”. Pero no había nada, ni un indicio de que el monstruo hubiera pasado por allí.
Mientras se sentaba a descansar en el tronco de un árbol caído, oyó el rumor de unas voces lejanas y se levantó al instante. “Por los dioses brillantes de este plano, al fin...”. Quienquiera que hubiese allí, probablemente no fuera tan hospitalario como los buscapresagios, pero al menos podría preguntar dónde estaba.
Kaya siguió el sonido apartando ramas colgantes y agachándose bajo salientes musgosos por el camino. Finalmente, llegó a un claro. En un extremo había un gran bloque de piedra labrada, cubierta de patrones desgastados con forma de nudos y escalones llenos de setas. El resto del claro estaba ocupado por un grupo variopinto de seres extraños y ruidosos.
Aunque estaban encorvados, tenían casi la misma altura que ella, por lo que seguramente fuesen bastante más altos si se irguiesen. Todos eran verdes; algunos de un tono pálido, otros de tono oscuro y otros con un feo patrón moteado. Sus melenas largas y oscuras colgaban de sus siluetas delgadas como un mantón, y unos formidables colmillos repiqueteaban cuando abrían y cerraban la boca, hablando en un idioma que ella no entendía. “Troles”. Aún no había visto ninguno en Kaldheim, pero era imposible no reconocerlos. Además, según los buscapresagios, la variedad local de aquellas criaturas tenía muy mal genio.
Por suerte, parecía que estaban demasiado distraídos hablando y dándose algún que otro manotazo como para fijarse en ella. Mientras retrocedía paso a paso y con cautela por donde había llegado, una figura se encaramó al gran bloque de piedra. No era un trol, sino un hombre que llevaba una capucha con discos de oro que tintineaban. En su cinturón colgaba una espada envainada.
Alrededor de la piedra, cuatro troles mayores que cualquiera de la multitud surgieron de las sombras. Vestían armaduras de malla oxidada que no se habían hecho para alguien de su tamaño y portaban diversas armas: garrotes, hachas rudimentarias y espadas rotas. Uno de ellos aporreó el bloque de piedra con su hacha y bramó algo con una voz áspera y gutural. El estruendo de la multitud cesó y el hombre encapuchado hizo un gesto hacia su público extendiendo los brazos.
―Amigos ―dijo con una voz grave y sonora―, me conocéis por muchos nombres. Algunos me llaman el Embaucador; otros, el Maquinador de Ardides. Hay quienes me llaman el Príncipe de las Travesuras y también el Dios de las Mentiras. Todos me conocen como Valki, y mi primer obsequio para vosotros, el don de los idiomas, es gratis. Escuchad mis palabras y asimiladlas, pues lo que debo deciros es de gran importancia.
“¿Un dios? ¿Aquí? Al menos este no finge ser un simple anciano, aunque...”. Kaya pensó que había algo extraño en él, pero no supo decir de qué se trataba.
―¡Se avecina una época de grandes conflictos! ¡Muy pronto se abrirá un camino hacia mundos crueles y extraños, habitados por seres pérfidos y avariciosos! ¡Si se los deja a sus anchas, esos salvajes reducirán a cenizas los bosques de Gnottvold y pasarán a espada a los orgullosos clanes de troles! ―Las únicas respuestas que obtuvo fueron el silencio y el ocasional castañeteo nervioso de dientes―. ¡Esos viles invasores pretenden...! ―Hizo una pausa, como si buscase las palabras adecuadas―. ¡Pretenden apoderarse de los tesoros de vuestros hogares!
Al oír aquello, la muchedumbre estalló en gritos de furia. Valki esperó unos segundos antes de levantar las manos para pedir silencio. Como los ánimos no se calmaban, uno de los matones armados aporreó a un trol de la primera fila con su garrote, y entonces regresó el silencio.
―Solo hay una solución para evitar esto: ¡los clanes de Gnottvold deben atacar primero! ¡Vuestras pequeñas rivalidades os dividen desde hace demasiado tiempo! ¡Si golpeáis como un solo clan, nadie podrá deteneros!
Entonces, Kaya comprendió qué era lo que la extrañaba: Valki desprendía un brillo tenue. Al principio era sutil, muy distinto del resplandor que rebosaba de Alrund. Hubiera sido fácil no percatarse, pero Kaya era una cazadora de enemigos intangibles desde hacía mucho tiempo y estaba acostumbrada a percibir pequeñas corrientes de energía. Lo que estaba viendo era una ilusión... y tenía la certeza de que aquel espejismo no podía ser obra del dios de las mentiras.
En silencio, empezó a preparar un hechizo. Nada del otro mundo: un poco de purificación, una pizca de visión más allá del velo, una pequeña brisa y
Sopló con suavidad en dirección a Valki y unas motitas de luz blanca surgieron de sus labios. El hechizo salió disparado, arremolinando el aire y levantando una ráfaga que agitó de un lado a otro las melenas de la multitud de troles. Cuando llegó hasta Valki, disipó de golpe su aspecto de encapuchado. El dios de las mentiras se esfumó, reemplazado por un hombre de piel roja con dos cuernos prominentes y una expresión de sorpresa en el rostro.
―¿Quién osa...? ¡Muéstrate! ―escupió con ira.
“Mala idea”, pensó Kaya, aunque ¿cuántas de sus ideas habían sido buenas de momento? Se levantó y salió de detrás del árbol donde se escondía.
―Pensabas que te saldrías con la tuya usando una ilusión de pacotilla, ¿verdad? Como estos tontos no iban a notar la diferencia... Pues mala suerte, Tibalt.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del embaucador, pero la expresión no suavizó su rabia:
―Tienes unos ojos muy agudos. Dime, ¿ya nos conocíamos?
―Me temo que no, pero tu reputación te precede, como se suele decir. ―Kaya había oído montones de historias sobre el planeswalker diabólico... y ninguna hablaba bien de él.
―Gracias por el cumplido. ¿Y con quién tengo el placer de hablar?
―Me llamo Kaya.
―Mm. Me suena. Eres una fisgona y una ladronzuela, si no recuerdo mal. Una asesina.
―Una acusación muy grave, viniendo de quien viene. ¿Qué haces aquí?
―Lo mismo te podría preguntar ―respondió Tibalt encogiéndose de hombros―. Los planeswalkers somos entrometidos por naturaleza, ¿verdad? Como te habrás dado cuenta, estaba en medio de un asunto antes de que me interrumpieras con tanta brusquedad, así que, si me disculpas... ¡Matadla!
La multitud de troles miró a Kaya y a Tibalt sin saber qué hacer. En cambio, los que estaban junto al bloque de piedra no dudaron: saltando como animales, embistieron a través de la multitud, derribando a los de menor tamaño. El primero que llegó hasta Kaya le lanzó un hachazo con ambas manos mientras gritaba como un loco. El arma atravesó la parte intangible de su cuerpo y el impulso hizo que el trol trastabillase hacia delante y tropezase con una raíz.
El segundo le lanzó una estocada con una espada oxidada de aspecto antiguo. Kaya se apartó y lo empujó con fuerza. Justo antes de que el trol chocase contra el árbol que había al lado, lo volvió incorpóreo temporalmente. Cuando se hizo tangible de nuevo, el resultado fue una espantosa amalgama de extremidades verdes que surgían del tronco del árbol como ramas horribles. Los otros dos troles permanecieron junto a la multitud; era evidente que se lo estaban pensando dos veces tras ver lo que les había ocurrido a sus compañeros.
―Ajá ―dijo Kaya―. Yo no lo haría.
Sus oponentes se miraron el uno al otro. Un momento después, los dos soltaron las armas y huyeron. Kaya levantó la vista justo a tiempo de ver a Tibalt huyendo hacia el bosque. “Ese cabrito me va a hacer correr detrás de él”.
Lo siguió a través de la espesura. Tibalt le sacaba ventaja, pero él no podía hacer que su cuerpo se volviese intangible a voluntad. Poco a poco, atravesando los árboles caídos y los arcos de piedra desmoronados, Kaya redujo la distancia. Finalmente, en una zona abierta entre colinas musgosas y alguna que otra estructura de madera desvencijada, lo adelantó y le cortó el paso. Tibalt se inclinó hacia delante para recuperar el aliento.
―¡Corres como alma que lleva el diablo! ―dijo entre risas y resuellos.
―¿Hemos terminado con los jueguecitos? ―preguntó Kaya―. Dime qué estás tramando. ¿Qué ganas encolerizando a un grupo de troles? ¿En qué te beneficia?
―Querida mía... ―dijo Tibalt mostrándole sus numerosos dientes afilados―. El caos es la propia recompensa y nada me hace sonreír tanto como un pequeño alboroto. Lo que no entiendo es por qué te importa a ti. Ni este sitio es tu hogar ni esta es tu gente.
Sí, eso mismo había pensado ella. Pero lo cierto era que tenía asuntos pendientes allí.
―Hay un monstruo en Kaldheim, un ser que no pertenece al plano. No habrás tenido algo que ver con eso, ¿verdad?
―¿Un monstruo? ―preguntó Tibalt ladeando la cabeza―. ¡Ahora sí que estoy temblando! ¡Tengo que encontrar un sitio donde esconderme! Si me disculpas...
―No vas a ir a ninguna parte y tus secuaces ya no están aquí para ayudarte. Aunque tampoco fueron capaces de detenerme.
―¡Oh, claro que no! ―dijo Tibalt con una sonrisa que intranquilizó a Kaya―. Te las has arreglado muy bien contra los troles hagi, pero en cuanto a sus primos, los torga... Bueno, creo que ellos tendrán más probabilidades.
Tibalt se llevó dos dedos a la boca y soltó el silbido más ruidoso y estridente que Kaya había oído jamás. Se tapó las orejas con las manos y se dobló hacia delante con una mueca de molestia. Cuando el ruido cesó, Kaya miró alrededor a toda prisa, dispuesta a enfrentarse a una legión de troles procedentes de los bosques, pero lo único que vio fueron las colinas onduladas y las ruinas de madera carcomida.
―Parece que tus feroces amigos no van a venir ―dijo ella―. ¿Qué te parece si...?
Un temblor bajo sus pies la interrumpió y el montículo más próximo a Tibalt se elevó unos centímetros, al igual que su sonrisa siniestra.
―Vaya, vaya ―dijo Tibalt―. Resulta que tus ojos no son tan agudos como te pensabas.
Uno detrás de otro, los troles surgieron del suelo provocando una lluvia de trozos de tierra negra en el claro. En uno de los flancos de Kaya, las estructuras parecieron desmoronarse al revés cuando una silueta enorme emergió de la tierra, desencajando las partes de madera sueltas.
Aquellos troles eran enormes, de al menos seis metros de altura, y las crestas óseas de sus cuerpos parecían parte del paisaje. Lo que más atrajo la atención de Kaya fueron sus puños, que tenían el tamaño y la forma de peñascos. En su pelo largo y liso crecían el musgo y la hierba, mientras que el que había surgido de debajo de la estructura de madera tenía tablones y vigas colgando de su cuerpo, como si fuesen una armadura primitiva. En las cuencas de sus rostros geológicos se vislumbraban unos ojos rojos como sarpullidos. Un trol abrió las fauces cuando se alzó, revelando una dentadura de colmillos retorcidos y amarillos.
―Por si no lo sabías, los torga odian que los despierten de su letargo ―dijo Tibalt―. Y cuando alguien lo hace, tienen la desafortunada tendencia de despedazar a cualquiera que esté en los alrededores.
―¡¿Estás loco?! ―siseó Kaya mientras se giraba hacia los troles que había detrás de ella. Contó seis en total―. ¡Nos matarán a los dos!
Entonces oyó un sonido extraño a sus espaldas: un ruido silbante y agudo, como si algo estuviese afilando el mismísimo aire. Cuando se giró, vio que Tibalt había desenvainado su espada. Era evidente que se trataba de una obra de arte. Estaba forjada de algún tipo de cristal y parecía contener un espectro cambiante de colores que solo había visto una vez en su vida: surgiendo del propio Alrund.
Junto a Tibalt había un agujero en el mundo. No había otra forma de describirlo; era una abertura en el aire, con bordes irregulares y que brillaban levemente. El agujero parecía emitir calor y un aire sulfuroso. A través de la grieta, Kaya vislumbró una tierra negra y dividida por fisuras volcánicas.
―Funciona de maravilla ―dijo Tibalt levantando la espada y mirándola con una sonrisita―. Te desearía buena suerte, pero eso me convertiría en un mentiroso, ¿verdad?
Y entonces cruzó el portal. Detrás de él, los bordes volvieron a unirse y desaparecieron, dejándola a ella con los troles.
Kaya desenvainó sus dagas lo más despacio que pudo. Tal vez hubiera una forma de salir de allí sin necesidad de luchar.
—Escuchad, el tipo que acaba de irse es el que os ha despertado. Si me dais un momento para explicar lo que...
Uno de los troles le lanzó un golpetazo con la mano abierta, como si intentase aplastar a un insecto. Y lo habría conseguido si Kaya no se hubiese vuelto intangible antes de apartarse. Aunque evitó el golpe, el impacto contra el suelo hizo que los dientes le castañeteasen.
―De acuerdo, lo he intentado.
Clavó una de sus dagas en el brazo del trol. O, mejor dicho, lo intentó. Se sintió casi como si hubiese intentado apuñalar un trozo de roca. El impacto produjo un chasquido vibrante y Kaya vio cómo la daga que había tenido desde sus días en Tolvada se partía en dos. El asombro apenas duró un instante, pero bastó para que el trol le diese un manotazo y la lanzase rodando por el claro.
La cabeza le palpitaba mientras se ponía en pie. Hacía mucho tiempo que no la golpeaban así de fuerte. Hizo girar en la mano la daga que le quedaba y la sujetó con la punta hacia abajo.
―Me gustaba esa arma.
Había aterrizado al alcance de otro trol, que intentó golpearla con un árbol arrancado, pero ella lo evitó haciéndose incorpórea. Una vez al otro lado, le lanzó una cuchillada a la pierna expuesta. El corte rascó la piel gruesa y rebotó en ella, dejando apenas un fino arañazo.
―Venga ya... ―protestó mientras esquivaba un revés de un segundo trol.
Rodó entre las piernas de un tercero y esquivó por poco su torpe intento de atraparla. “Habrá que jugar sucio”. Envolviendo su daga en energía etérea, Kaya la hundió entre dos grandes vértebras y retiró la mano justo a tiempo de rematerializarla. Calcular el momento preciso fue complicado..., pero se vio recompensada con un bramido grave cuando la daga se solidificó en el espinazo del trol y este se desplomó con un sonoro estruendo.
—¿Quién quiere ser el siguiente? —dijo volviéndose hacia los otros. Vale, se había quedado desarmada unos instantes por usar aquel truquito, pero podía hacer algo para recuperar la...
Un dolor le estalló en el costado izquierdo y de pronto se encontró rodando por el suelo. El trol que había derribado hace unos segundos, el que la había mandado por los aires, se estaba levantando. Kaya vio que la herida que le había hecho en la pierna se estaba cerrando. “Encima se regeneran”, pensó entre náuseas. ¿Cómo era posible que todas las criaturas de aquel plano se regenerasen?
Los demás troles rugieron y estamparon los puños en el suelo, separándose en un semicírculo que eclipsó el sol. Una contra seis. Había ganado peleas en peor inferioridad numérica, pero, claro, en aquellas peleas había estado armada. En esta tenía una daga rota y la otra estaba clavada en un trol iracundo. Kaya respiró hondo e hizo una mueca de dolor al sentir un pinchazo en las costillas.
―¿Necesitas ayuda? ―preguntó una voz a su izquierda.
En uno de los árboles ancianos y retorcidos se apoyaba un hombre pelirrojo con largas trenzas. Por sus orejas puntiagudas, Kaya vio que se trataba de un elfo, aunque su cuerpo era más musculoso de lo que estaba acostumbrada a ver en ellos. Además, era obvio que se sentía orgulloso de ello, porque tenía el torso desnudo a pesar del frío. De cintura para arriba solo llevaba una colección de collares con talismanes y un par de brazaletes, uno de los cuales tenía anexada una cuchilla larga de latón. Había algo en su postura relajada que le hacía parecer joven incluso para un pueblo que siempre lo semejaba.
―¿Cuánto tiempo llevas ahí mirando? ―preguntó Kaya.
―El suficiente para ver que no estás arreglándotelas muy bien. ¡Pero no lo digo con mala intención! Un trol torga no es un oponente fácil, y menos aún si son seis. Por suerte para ti, pasaba por este sitio.
Aquello la molestó. Por un momento, Kaya dio la espalda a los troles que se aproximaban y seguían teniendo intención de hacerla papilla.
―Escucha, chiquillo. Vete de aquí antes de que te hagan daño. Puedo arreglármelas por mi cuenta.
—Yo no lo veo tan claro. Al fin y al cabo, has perdido tus dagas, mientras que yo conservo mi arma secreta.
―¿Esa cosa que llevas en la muñeca?
―Ah, no. Me refiero a esto. ―El elfo lanzó hacia arriba una piedrecita plana, la atrapó al caer y la hizo girar entre sus largos dedos.
―¿Esa es tu arma secreta? ¿Una piedra? ―preguntó Kaya con incredulidad.
El desconocido sonrió y caminó hacia los troles como si no tuviese la más mínima preocupación.
—¡Eh! ¡Ten cuidado! ―le gritó ella. Aquel crío estúpido iba a obligarla a salvarlo a él también. Ahora ya no podía escapar sin más. Avanzó hacia él mientras se preparaba para volverlo intangible, pero había bastante distancia entre ambos.
Por lo que parecía, los troles eran ecuánimes, porque estaban igual de dispuestos a hacer pedazos a su nuevo oponente. Cuando se acercó, uno de ellos le lanzó un puñetazo con una mano cubierta de barro, pero el elfo se apartó sin dejar de avanzar.
Kaya tuvo que admitir que era rápido. Incluso sin la capacidad de volverse incorpóreo, parecía imposible que los torpes troles lo alcanzaran. Aporreaban el suelo donde había estado el elfo justo antes de danzar hacia un lado, y sus intentos de apresarlo entre ambas manos terminaban en palmadas cuando su oponente retrocedía con una voltereta hacia atrás. Era como si intentasen atrapar una voluta de humo o un relámpago. En más de una ocasión, Kaya lo vio demorarse un poco más de lo necesario para que los golpes de sus adversarios fallaran por cuestión de centímetros, aunque los hubiera visto venir a kilómetros. “O sea, que también es un presumido”.
Entretanto, el puño en el que aferraba la piedra sufrió una transformación: la piel del brazo y la mano pareció volverse lustrosa y dura, adoptando casi exactamente el mismo tono gris que la piedra. Cuando uno de los troles intentó aplastar a su ágil adversario contra el suelo de la colina, el elfo saltó hacia él en vez de apartarse. Sin embargo, no atacó al trol con la cuchilla de latón que llevaba en el brazo, sino que le tocó una pierna con la nueva mano pétrea.
De pronto, la misma transformación que cubría el brazo del joven elfo empezó a extenderse rápidamente por la pierna del trol. Su piel gris verdosa, ya picada y arrugada de por sí, se convirtió en piedra áspera. La textura rocosa se propagó por el torso, reptando hacia arriba a un ritmo alarmante. La pesada criatura solo tuvo tiempo de abrir sus mandíbulas colmilludas antes de que la onda de piedra cubriera su cara, congelándola en una expresión de sorpresa.
El trol armado con el árbol lo blandió en un arco amplio, pero el elfo saltó por encima de él contorsionándose entre dos ramas y aterrizó rodando al otro lado. Entonces tocó el codo del trol con su mano pétrea y, en cuestión de segundos, la criatura se convirtió en roca.
El elfo esquivó otro golpe, convirtió en piedra a un tercer trol y luego hizo lo mismo uno a uno con los demás. Tardó menos de un minuto de principio a fin. Cuando los derrotó a todos, el elfo plantó los pies en el suelo y se llevó las manos a la cadera, observando con orgullo las enormes estatuas como si las hubiera esculpido él mismo. Parecía tan satisfecho de sí mismo que Kaya odió admitir que estaba impresionada.
―No está mal, chiquillo.
―¿Te importaría dejar de llamarme así? ―dijo él con expresión amarga.
―¿Y cómo debería llamarte?
―Tyvar Kell, príncipe de los elfos de Skemfar, el mayor héroe de todos los reinos y tu salvador personal.
―Tyvar, pues ―dijo ella conteniendo un suspiro―. Yo soy Kaya. Agradezco la ayuda, pero ¿qué hace un gran héroe como tú en medio de los bosques? ¿No estarías siguiéndome?
―No te seguía a ti, sino a Valki.
―Te equivocas con ese tipo: no es Valki ―dijo Kaya mientras caminaba hacia la daga que se había partido. Guardó la hoja metálica en la vaina y colgó la empuñadura del cinturón―. Se llama Tibalt. ―“¿Cuál es el trol al que le clavé la otra daga?”, pensó. Ahora resultaba difícil distinguirlos, sobre todo porque se habían convertido en estatuas. Tanteó con cuidado a través de uno, pero notó que era totalmente de piedra y maldijo entre dientes.
―Cierto, lo vi gracias a tu oportuno hechizo de disipación, aunque llevaba un tiempo sospechando de él, desde que visitó a mi hermano en la corte hace no mucho. Ignoro qué mentiras le contó a Hárald, pero los elfos están preparándose para la guerra desde entonces. Se rumorea que tienen intención de marchar contra los mismísimos dioses.
Kaya se giró hacia él justo a tiempo de ver que toda su bravuconería y su arrogancia se habían esfumado. Parecía joven y preocupado..., pero un instante después se puso derecho, aunque no lo bastante rápido como para que ella no lo viese. Si Tibalt estaba sembrando el caos entre su pueblo, entendía que estuviese un tanto inquieto.
―Lo que ignoro ―continuó él― es cómo pretenden las legiones llegar al reino de los dioses.
“Oh, por los antiguos...”.
―Con un ruinaskar. Alrund dijo que se avecinaba uno ―dijo Kaya.
―¿Un ruinaskar? ―Tyvar parecía tan sorprendido como las estatuas que había detrás de él―. ¿Y eso te lo dijo el mismísimo Alrund?
―Sí, es un señor simpático. Hasta me prestó un barco.
―¿Y ese tal... Tibalt es un enemigo tuyo?
―No somos amigos, eso desde luego. No sé lo que está tramando, pero nos meterá en problemas de una forma u otra.
―En ese caso, lo perseguiremos juntos. Es obvio que necesitas mi ayuda ―dijo Tyvar con aquella sonrisa que siempre la irritaba.
“Con esa actitud, este chiquillo va a conseguir que lo maten”, pensó Kaya, aunque eso no era problema de ella.
―Escucha, tengo otros asuntos de los que ocuparme. No puedo lanzarme a perseguir a cualquier villano que asome los cuernos. Además, tampoco sé cómo podríamos seguir su rastro.
―¿A qué te refieres?
―Ha utilizado una espada para abrir una especie de portal.
―¿Conseguiste ver algo al otro lado? ―preguntó Tyvar.
―Poca cosa. Solo se abrió unos segundos ―respondió Kaya mientras hacía memoria―. Recuerdo que vi fuego y que la tierra parecía ennegrecida, chamuscada.
―Entonces, era Immersturm ―dijo Tyvar.
Ese nombre le sentó como un golpe en el estómago. Inga había susurrado historias acerca de aquel lugar. “El reino de los demonios...”. Sorprendentemente, Tyvar parecía entusiasmado.
―Bueno, pues a menos que tengas un barco mágico por aquí... ―empezó a decir Kaya.
Pero Tyvar ya había cerrado los ojos. Cuando levantó las manos hacia delante, Kaya retrocedió un paso por instinto. Poco a poco, en el aire de los alrededores, las corrientes de maná empezaron a girar y arremolinarse formando patrones complejos de nudos que brillaban. Kaya se dio cuenta de que ya había visto aquella clase de magia: Alrund apenas había tenido que esforzarse para abrir un acceso a otro mundo, pero los fundamentos eran los mismos. Cuando el portal se abrió y reveló el paisaje nocturno y resplandeciente del cosmos, Kaya notó una extraña descomprensión en los oídos, como si todo el aire del claro hubiese desaparecido de pronto. Tyvar abrió los ojos de nuevo y observó la entrada que había creado ante ellos.
―¿Dónde diablos aprendiste a hacer eso? ―preguntó Kaya en voz baja.
―Los hechiceros de Skemfar son expertos en su oficio, y a mí puedes considerarme un experto entre los expertos ―dijo el elfo con una sonrisa―. He viajado por todos los reinos de Kaldheim. Mis dones naturales se expresan de modos ligeramente distintos en cada uno.
Kaya se acercó un paso a él y un detalle captó su atención: en la maraña de talismanes que le colgaban del cuello, entre los huesos, las gemas y los trocitos de metal, había un pequeño octaedro de piedra oscura. Las superficies de la pieza estaban cubiertas de un grabado preciso, un diseño que ya había visto antes. “Pero no aquí”.
―Ah ―dijo el elfo al notar adónde miraba. Tomó el pequeño octaedro entre los dedos y lo sostuvo a la luz del portal―. Ten, admíralo cuanto gustes. Este lo encontré en un reino lejano, uno que ni siquiera se menciona en las sagas. Se llamaba...
―Zendikar ―lo interrumpió ella―. Por los antiguos... Eres un planeswalker.
La sonrisa de Tyvar flaqueó con incertidumbre.
―¿Qué es un planeswalker?