Pirexia: Todos serán uno | Un cuerpo hueco
Los Fosos del Dros apestan.
Te encuentras en la base de la bóveda, mirando hacia la pared humeante del pozo. Hueles el necrógeno desde aquí, en la cima de la Basílica. Un poco de la sustancia se arremolina sobre ti, como figuras que te invitan a subir. El movimiento entre las esferas está fuertemente vigilado, pero este pozo está lo bastante alejado como para que nadie lo observe. Al menos, nadie con esperanzas de detenerte.
Extiendes las alas, saboreando el tirón en los hombros mientras tu cuerpo hace aquello para lo que fue creado. Unos pocos aletazos bastan para impulsarte hacia el pozo y hiendes las nubes de necrógeno, dejando una estela a tu paso. Nada te desafía, aunque un par de alimañas aferradas a las resbaladizas paredes se vuelven hacia ti y profieren gruñidos retumbantes que pronto se convierten en gritos patéticos cuando les cercenas la cabeza con un movimiento de tu lanza. Hueles los fluidos derramados mientras gotean hasta la esfera inferior, donde tu superiora espera noticias de tu éxito.
—¿Conoces a Geth el traidor?
Inclinas la cabeza y permaneces callada mientras sientes el frío toque del mármol en tus rodillas. No es una pregunta que necesite respuesta. Todo el mundo conoce al liche, el pirexiano mancillado de cabeza imperfecta. Una marca impura sobre lino inmaculado.
—Quiero que lo busques, Ixhel. Quiero que acabes con él.
Alzas lentamente la vista del suelo.
Encima de ti está el trono, un estrado coronado por una destellante confección de hueso y porcelana de pura factura pirexiana. El asiento está vacío; cuando no tiene que asistir a las reuniones del consejo, Elesh Norn, la Madre de las Máquinas, retoma su solitaria contemplación. En lugar de ante ella, te arrodillas ante Atraxa, la gran unificadora, y la razón por la que respiras.
—Geth es uno de los siete Barones del Acero de los Fosos del Dros, una esfera que ya nos causó considerables molestias —dice Atraxa con una voz enérgica como un látigo—. Te pido que reduzcas ese número a seis. Tráeme su repugnante cabeza.
—Lo haré —respondes entonando las palabras—. No preveo dificultades.
—Pues claro que no —responde Atraxa tras hacer un quiebro desde el fondo de su garganta—. No podría ser de otro modo. Eres mi creación más perfecta.
Atraxa te tiende la mano y rápidamente vuelves a dejar caer la mirada sobre el rojo sangriento de la alfombra. Te acaricia la mejilla con las yemas de los dedos y sientes que algo bulle brevemente en tu interior, donde estaría el corazón de una criatura menor. Es algo más grande que la lealtad, más inmenso que el justo anhelo de propagar la Ortodoxia de las Máquinas por el Multiverso.
Lo ignoras y esperas que desaparezca.
De momento, siempre lo hace.
Localizas una pequeña elevación del terreno, lo cual es más fácil de decir que de hacer. No en vano, esta esfera se conoce como los Fosos del Dros. El paisaje es llano, salpicado de charcos brillantes de necrógeno líquido, venenoso y reluciente. Unas estructuras encorvadas y toscas de hueso dorado y negro se recortan contra el horizonte. Sientes que se te tuerce la boca. Sabes que cada esfera cumple una finalidad en la unidad perfecta de Nueva Phyrexia, pero no puedes evitar sentir repugnancia. Sobre todo cuando tienes la serenidad de la Basílica Pálida como punto de comparación.
Por suerte, se prevé que el viaje sea corto. Las palabras que le dirigiste a Atraxa no fueron fruto de la arrogancia: siempre abates a toda criatura que se te opone.
Recorres el terreno sin encontrar apenas oposición y, aunque tratas de alejarte al máximo de los charcos resplandecientes, no dejas de respirar aire corrosivo.
Al cabo de poco tiempo, detienes tu avance. La fortaleza de Geth se divisa más allá de la siguiente elevación, pero el camino está bloqueado por un escarpado cerro de brillante roca negra. Podrías escalarlo, pero te llevaría tiempo. Podrías sobrevolarlo, pero eso anunciaría nuestra presencia a toda la esfera, lo cual te ordenaron evitar en la medida de lo posible. La situación no merece emplear un último recurso.
Al situarte en la sombra de la pared rocosa, ves el contorno de una puerta. Da la impresión de ser de origen natural, como si la atmósfera sobresaturada dotase a la roca de mente propia, como un dominus. No hay pestillo ni cerradura. No obstante, aprecias una hilera de impresiones redondeadas dispuestas en forma de abanico a la altura de tus hombros, y presionas una con la palma de la mano.
Del interior de la piedra sale un tono grave. Das un paso atrás. El ruido cesa tan rápidamente que no estás segura de que fuese real. Vuelves a tocar donde antes y se produce el mismo tono. Tocas las impresiones una a una y cada cual emite un sonido ligeramente distinto.
Ladeas la cabeza y vuelves a presionarlas. Hay algo en los sonidos que te hace cosquillas en el cerebro y no te gusta.
—Tienes que pulsarlas en el orden correcto.
La voz viene de detrás de ti, suave y escurridiza, con la eses muy marcadas. Se corta cuando te giras y te abalanzas contra quien ha pronunciado las palabras, agarrándole el cuello y apretándoselo contra el suelo rocoso.
—Por favor —masculla.
La súplica, sumada a la facilidad con la que la criatura se dobla debajo de ti, te hace mantener la mano el tiempo suficiente para echarle un vistazo.
—Ya sé lo que piensas... —balbucea la criatura. Le aprietas aún más el cuello y te sorprende ligeramente que tenga cuello siquiera. Le miras la cara, el torso y las manos desnudas y antiestéticas. Es un aspirante: un humano o un elfo. Y, a juzgar por su olor y el color y la forma de su perfeccionamiento, tal vez provenga del Laberinto de los Cazadores, una esfera situada varios niveles por encima.
—¡Piedad! —te grita al oído—. ¡Piedad!
—Identifícate, criatura —espetas con tono desdeñoso.
—¡Belaxis! —grita—. Me llamo Belaxis. No puedes matarme.
—Sí puedo —repones.
—¡No! Quiero decir, ¡te creo, te creo! —El aspirante tiembla. Su voz se torna ligeramente nasal por el miedo—. No deberías matarme. Por favor, no me mates.
—¿Por qué? —respondes mientras ladeas la cabeza.
—¡Porque no quiero morir!
—¿Y por qué no? —repones con la cabeza aún más ladeada.
—Ya, eso... —El aspirante respira agitadamente. Su frágil e indefensa caja torácica sube y baja. El movimiento es desagradable, pero fascinante—. Cierto, es una buena pregunta. Filosófica. ¿Por qué no querrías morir tú?
Te planteas la pregunta. Conoces la respuesta correcta, la que se espera de cualquier pirexiano. ¿Por qué iba alguien a temer a la muerte cuando ningún individuo tiene valor alguno? Cada vida de las esferas existe únicamente para difundir la verdad de Pirexia por el Multiverso. No hay otra razón para estar vivo.
Aun así, ese pensamiento remueve algo en tu interior. Intentas analizar por qué.
—Porque me necesitan —concluyes.
El aspirante resopla por los asquerosos agujerillos de su cara.
—No te creas tan importante —murmura—. ¡O sí! —añade apresuradamente cuando empiezas a apretarle de nuevo. Antes de que puedas ahogar su voz, grita—: ¡No puedes matarme! Tengo un contrato con lord Geth.
La explicación hace que te detengas.
—¿Cómo?
—L-lord Geth... —El aspirante respira rápidamente. Apesta a miedo. ¿Qué hace un enclenque a medio perfeccionar en un lugar como este? En el Laberinto de los Cazadores no debería tardar ni un día en ser despedazado—. Lord Geth hace pactos. Por eso le llaman el barón de los contratos.
—¿Quién le llama así? —replicas. No te informaron al respecto.
—¡Lord Geth salva a la gente con sus tratos! —contesta el aspirante, cuyos ojos brillan y relucen. Se están llenando de un extraño aceite transparente.
—¿Que hace qué?
—¡Tratos! Te protege. Puede trasladarte entre esferas. Bueno... —El aspirante te lanza una mirada rápida y nerviosa—. No lo hace él exactamente. Hizo un contrato conmigo y me sacó del Laberinto de los Cazadores. Me salvó y ahora vigilo la puerta de sus terrenos.
—Si te mato, ¿se abrirá esta puerta?
—Sí. ¡Espera, no! —La respiración del aspirante se acelera de nuevo—. No funciona así. Si me matas, ¡nunca se abrirá! ¡Jamás de los jamases! Además, lord Geth lo sabrá y vendrá a por ti.
Te detienes, ligeramente perpleja. ¿Todos los aspirantes tienen esta vitalidad? Hasta ahora, nunca tuviste la oportunidad de averiguarlo.
—Si te mato, ¿lord Geth lo sabrá?
—¡Sí!
—¿Y cómo es eso?
—No lo sé. Mátame y averígualo.
Al oírlo, levantas tu lanza.
—¡Estoy de broma! Pero lo sabrá.
Te planteas una nueva opción: matar al aspirante para hacer salir al liche de su escondrijo. No es lo que te ordenaron, pero quizá sea lo más rápido.
No, no puedes improvisar.
—¡Puedo ayudarte!
—¿Tú? No digas tonterías, criatura.
—¡Te dije que me llamo Belaxis! —Al menos parece que ya no le supuran los ojos—. ¿Tú cómo te llamas?
—Ixhel —contestas—. Soy de la Basílica Pálida.
Belaxis te clava la mirada. Tal vez sea mala idea revelarle tu nombre a este ser despreciable. Pero tampoco estás dispuesta a negárselo.
—Ixhel. —El aspirante Belaxis saborea el nombre con su extraña boca rosada—. Ixhel. ¡Puedo ayudarte! Quieres pasar por esa puerta, ¿verdad? Yo te ayudo.
—¿Cómo?
—¡Con el rompecabezas! Puedo ayudarte con el rompecabezas de la puerta.
—Puedo hacerlo yo sola —replicas mientras te levantas de sopetón.
Temes que sea tu arrogancia la que habla.
Los sonidos no tienen sentido, o no el suficiente para que puedas descifrarlos. Te molestan y te hacen cosquillas en el cerebro. Crees que deberías saber lo que significan, reconocer el patrón que forman.
Detrás de ti, Belaxis no deja de parlotear.
—Mmm, pues eres lo bastante alta para llegar a todas las placas. Es útil para cosas como esta, pero igual te empieza a doler la espalda. Tú empieza por la del extremo izquierdo.
»Supongo que ser alta es menos práctico cuando vuelas. ¿Las alas te funcionan? Seguro que te cuesta mantenerte erguida cuando estás en el aire. ¿Puedes luchar mientras vuelas? Ah, las dos del medio hay que presionarlas a la vez.
»Conque la Basílica Pálida, ¿eh? No la conozco. Claro, ¿cómo voy a conocerla? ¿Es tan hermosa como tú? Ahora esa de la derecha.
Aprietas los dientes, pero sigues sus consejos, utilizando sus indicaciones para encadenar los sonidos. Todos los pirexianos actúan con un objetivo común. Despreciar la ayuda porque quien la ofrece tiene una voz áspera y aflautada sería contraproducente.
—¡Ah, ya está, ya está!
Parpadea una débil luz azul y el portón se abre con un chirrido. Sientes la emoción de cálida victoria que te suele sobrevenir cuando partes por la mitad a una criatura. Casi te dan ganas de darte la vuelta y enterrar la lanza en la garganta del aspirante.
Te giras y lo encuentras de pie, mirando a lo lejos. La fría luz radiactiva de los fosos resplandece en la armadura verde y plateada que le cubre el torso y los muslos. Las partes desnudas de su cuerpo, las que aún no están perfeccionadas, son suaves, casi obscenas. No te cabe duda de que tú nunca luciste así de frágil.
Se limita a estar aquí sentado todo el día, esperando a que alguien como tú venga y pruebe a abrir la puerta. ¿Cómo sería? ¿Cómo logra estarse quieto con todo el clamor que tiene dentro de la cabeza? Debe de disfrutar del tiempo que pasa aquí si está tan empeñado en seguir vivo. Es curioso.
Te vuelves hacia la puerta abierta, que da a un túnel iluminado únicamente por una fina corriente de necrógeno que lo recorre por el centro. Arrugas la nariz, pero te internas en él.
—¡Adiós, dama Ixhel! —se despide Belaxis—. ¡Dale recuerdos a lord Geth!
Mientras avanzas por el territorio de lord Geth no te encuentras con nadie tan extraño o hablador, pero hacía mucho tiempo que no veías tantos aspirantes. Criaturas de todos los rincones de Nueva Phyrexia, de todas las esferas. Algunas a medio perfeccionar y otras de perfeccionamiento fallido. Normalmente las desecharían antes incluso de que abrieran los ojos. ¿Acaso Geth hizo tratos con ellas también?
La mente de estas semicriaturas funciona de una forma extraña. ¿Asociarse con una criatura monstruosa y blasfema por nada más que la promesa de la continuidad de sus vidas inútiles? No lo comprendes. La única razón de existir es difundir la perfección por el Multiverso. Si no puedes hacerlo, ¿por qué no permitirías que te desmonten, que te perfeccionen y transformen en algo que sí sea capaz?
No encuentras gran oposición en tu viaje, salvo unas pocas alimañas más que prueban suerte, como siempre. Localizas la fortaleza de Geth con bastante facilidad: es una mancha oscura en el horizonte, una estructura colosal de hueso negro y tendones rojos que emerge del ardiente terreno consagrado de necrógeno de la esfera.
Su puerta no está vigilada ni tiene un molesto rompecabezas y se abre ante ti. Nadie te desafía en las escaleras ni al pasar al gran vestíbulo. El silencio es sepulcral.
Al atravesar un arco bajo y negro, te empieza a invadir la rabia. Estás en una sala del trono. Una alta y colosal imitación del trono de Elesh Norn se alza entre antorchas. Está vacía.
¿Cómo se atreve? ¿Cómo tiene el valor de compararse con la Madre de las Máquinas? La impertinencia es increíble.
—Necio. —Tu voz resuena en la amplia sala—. ¡Liche, abominación! ¿Dónde estás?
—Eres más pequeña de lo que pensaba —te dice una voz al oído—. Qué curioso.
Es la segunda vez que un ser rastrero consigue sorprenderte. Esta vez empuñas la lanza, contorsionándote en el aire. El encontronazo es lo bastante fuerte como para enviar descargas hasta lo más profundo de tu ser. Por muy poco, mantienes el equilibrio.
—Bien. Parece que eres más que una mera bravucona.
Ante ti está lord Geth.
Su cuerpo agitado y de muchas extremidades se cierne sobre ti, con sus patas arácnidas clavadas en el suelo de mármol. Su horrible rostro mira hacia abajo. No posee nada de la energía ni de la gracia ágil de Belaxis, pero, por alguna razón, no puedes evitar pensar en él cuando miras a los ojos de lord Geth. Sostiene tu lanza entre dos de sus pinzas.
—Supongo que la Madre te envía al fin a por mi cabeza —afirma—. La odia con vehemencia.
Empuñas tu espada y ensanchas la postura. Geth es más grande de lo que esperabas, su cuerpo está más perfeccionado. De hecho, solo su cabeza sigue siendo orgánica. Una cosa fea y podrida en el centro de un cuerpo que, por lo demás, es útil. La odias más de lo que odiaste a Belaxis, porque lo del aspirante no fue culpa suya. Geth, como sabes, se resistió, se negó a someterse por completo.
—Es repugnante —repones con desprecio—. Se apodera de ti.
Geth se ríe. Le arden los ojos.
—¿Tan bajo me tiene en su consideración que envía contra mí a una soldado de infantería en lugar de un magistrado? Ni la unificadora siquiera. ¿Cómo está Atraxa?
Te brillan los ojos de rabia. ¿Una soldado de infantería? ¿Tú? ¿Cuántos cadáveres recuperaste para su perfeccionamiento?
“Eso no importa”, te dices. No importa lo que piense de ti. Tú no importas.
—No tienes derecho a decir su nombre —siseas—. Ni siquiera a pensarlo.
Geth se vuelve a reír. Responde a tu siguiente ataque con un perezoso golpe de garra, desviándolo aparentemente sin esfuerzo alguno. Aún sientes cómo el golpe reverbera en tu interior. Aprietas los dientes para que no vea tu conmoción.
Qué descerebrada. Qué estúpido por tu parte suponer que no sería rival para ti. Estás demasiado acostumbrada a luchar contra las pequeñas formas de vida orgánicas, imperfectas e inútiles que no tienen ninguna posibilidad contra el poder de una verdadera pirexiana.
—Ya veo que estás oxidada. Llevas tiempo luchando contra criaturas que no pueden defenderse —apunta Geth, leyéndote como un libro abierto—. Te las viste con los titulares de mis contratos, ¿verdad?
—No mellaría mi espada con unos enemigos tan inútiles —respondes con sorna.
—En efecto, ¿cómo no? —Los golpes de Geth se hacen más fuertes a medida que habla. Silban en el aire cuando los esquivas por poco—. Pero eso es lo que tú y los de tu calaña nunca entenderán. La única lealtad verdadera es la que se puede comprar.
—Eres un necio.
Qué idiotez. Dice las mismas tonterías que Belaxis para intentar engañarte. Es patético que un barón comparta un mal físico con un esbirro a medio perfeccionar. Normal que tus comandantes lo quieran muerto.
Y, sin embargo, su poder es innegable.
—¿Dudas de mí? ¿Por qué razón luchas entonces, hija de la Ortodoxia de las Máquinas?
—Me llamo Ixhel —dices con la voz áspera.
Geth sonríe. La elasticidad de su cara es repugnante y no estás acostumbrada a ver cosas así.
;—Ixhel. Es un buen nombre para otro títere pirexiano.
—¿Crees que me insultas? —dices tras escupir.
—El desinterés del público no hace que el chiste sea menos divertido.
Conque bromas. Se va a enterar él de lo que es una broma. Sobre todo ahora que empiezas a darte cuenta de que tiene mucho más sentido esquivar sus golpes que intentar pararlos. Tiene razón en una cosa: luchar contra seres patéticos te ablandó. No estabas preparada para alguien de su fuerza.
—Y ahora te escabulles como una rata —afirma Geth con su voz grave y sonora—. ¿Tienes miedo a plantarme cara?
Da otro amplio golpe que te obliga a saltar hacia atrás, revolviéndote con torpeza. No estás acostumbrada al mármol de hueso bajo tus pies y no paras de resbalarte. Deberías haberle obligado a salir y luchar al aire libre.
—No me extraña que seas tan débil —exclama Geth con otra risotada—. Ninguno de los tuyos comprende la victoria que nace de la verdadera lucha. La lucha por sobrevivir.
—¡Tú qué vas a saber!
—Sé más de lo que crees. —La horrenda cara de Geth te sonríe con un rictus horripilante—. Sé que un verdadero guerrero tiene muy presente que si pierde, muere. Pero si tú pierdes, habrá miles de otros seres sin rostro para ocupar tu lugar. Tu ubicuidad te hace débil.
—Te equivocas —replicas gritando.
—¿Sí? —Las llamas de las antorchas abrasan la espalda dura y acorazada de Geth—. Entonces, ¿por qué no depones las armas y mueres? Seguro que tu comandante puede enviar a un sustituto.
Belaxis dijo más o menos lo mismo, aunque no con tantas palabras. Te preocupa, por una fracción de segundo, que Geth y él estuvieran en contacto, que Belaxis responda directamente al barón en lugar de ser un subordinado del montón. Lo descartas, da igual.
Geth para de atacar y tú haces lo propio, ocultando por todos los medios posibles que ya estás agotada. De algún modo, Geth sigue hablando.
—¿Qué te unirá a los tuyos cuando Pirexia gane y se propague por el Multiverso?
Desearías poder taparte los oídos. Aúllas blandiendo tu lanza. Geth, en un arranque de velocidad superior a todos sus ataques anteriores, atraviesa tu guardia y te agarra la garganta con una tenaza. Te quedas paralizada.
Entonces, te acerca a él y sientes su aliento caliente y fétido.
—¿Y tú, pequeña emisaria? Cuando el resto del plano quede reducido a cenizas, ¿qué te sustentará aparte de la ortodoxia? ¿El amor de esa madre extraña y severa que tienes?
La pregunta resuena en tu interior. ¿Qué razones tienes para vivir? ¿Por qué existes?
Con un fuerte grito de rabia, arrastras a lo largo del filo tu garganta, que se abre en un torrente de sangre caliente y aceite. Liberándote de las garras de Geth, le rebanas la cabeza de un solo tajo. La tomas y la voz te gorgotea en la malparada garganta.
—Púdrete en la tierra, criatura despreciable. Al final, tus contratos fueron tan valiosos como tu patética vida.
El dolor es punzante, pero no es nada comparado con el éxtasis de la victoria. Y a medida que ese éxtasis crece, también lo hace un anhelo. abrumador que te pone de rodillas.
Este necio, este monstruo, no merece la amabilidad de la muerte. Le odias, ¡le odias! Y, sin embargo, mientras se te cierra la garganta, sientes cómo cede la carne bajo las yemas de tus dedos, cómo se nublan sus ojos brillantes. Ahora son casi hermosos, de un brillo verde y plateado alrededor de la carne vulnerable.
La cabeza de Geth farfulla palabras para las que no encuentras sentido. ¿Qué habría sido de él si se hubiera sometido, si se hubiera dado cuenta de la verdad?
Quizá en esto puedas ayudarle.
Los Fosos del Dros son, desde luego, un agujero inmundo y de mala fama, pero tienen sus cosas buenas.
Dominando el paisaje paisaje, más imponente incluso que la torre de lord Geth, está el dominus del dolor. Cuando los pirexianos se asentaron en este plano y el aceite iridiscente, en toda su gloria, empezó a transformarlo en su estado correcto y verdadero, algunas partes de la tierra despertaron. Se movieron, se sacudieron y empezaron a vagar.
Nadie sabe realmente qué son los domini, si piensan y desean lo mismo que los demás pirexianos. Si desean, como ha de ser, someterlo todo al dominio de la Ortodoxia de las Máquinas.
Pero tú sabes lo que ansía este dominus, y un imponente monolito de bordes afilados que se destaca contra el cielo está preparado para cosecharlo. No tardas mucho en llegar volando desde la torre de Geth y ya no te importa quién te vea. No obstante, las palabras de Geth aún tiemblan en tu interior, palpitantes y extrañas.
El dominus está en reposo, no te mira. Se desplaza y murmura, con los huesos bruñidos susurrando al viento. La podredumbre invade el aire. Cuerpos de todo tipo, desde alimañas a aspirantes, pasando por un sacerdote harapiento, cuelgan ondeando en la brisa, empalados en los despiadados pinchos del dominus. Cada cuerpo fue elegido y colocado cuidadosamente para absorber con gozo sus gritos y convulsiones.
No entiendes al dominus, pero harás uso de él.
Un lamento desgarrador resuena por los páramos cuando ensartas el cuerpo tembloroso que tienes en los brazos en una espina afilada del costado este del dominus. La sangre brillante y oscura resplandece a la fría luz del necrógeno. La sientes increíblemente caliente en las manos.
—¿Por qué? —grazna Belaxis.
La espalda del aspirante se arquea formando una línea perfecta y lisa. El espolón óseo sobresale de su abdomen, más blanco incluso que su carne imperfecta.
—¿Por qué? —repite con la voz quebrada—. Te ayudé.
Tus dedos se mueven hacia abajo para agarrarle barbilla, tirando de él hacia arriba. Su rostro se retuerce, trasluciendo el dolor, tembloroso a causa de él. Su cuerpo, cubierto de piel suave y quebrantable, se siente al tacto mucho más que el tuyo.
—Lo sé —replicas mientras le observas retorcerse—. Y te lo agradezco.
Tras la oscuridad de las esferas superiores, el blanco puro de la Basílica Pálida es casi cegador. Estás de pie en la sala del trono y, al alzar la vista hacia el asiento de la Madre de las Máquinas, la grandeza casi te hace caer de hinojos.
Llevabas días en el frío venenoso del Pabellón Quirúrgico, esperando y observando cómo se manifestaba tu creación. Esa esfera pertenece a Jin-Gitaxias, un inventor y visionario, pero si quieres utilizar el equipo que hay allí, ¿quién te lo va a impedir? Nadie fue tan insensato como para intentarlo.
Al final del proceso, te quedaste mirando a tu creación mientras en tu interior brotaba una extraña sensación no muy distinta a la que experimentas al arrancarle los miembros uno por uno a un enemigo. Pero esta vez es diferente.
Ahora eres una creadora y traes tu obra contigo.
—Ixhel.
Atraxa es elegante y de porte erguido, la pirexiana ideal. La gran unificadora, el arma perfecta en la batalla. Da vida a la Ortodoxia de las Máquinas. Esparce el aceite iridiscente por todo el Multiverso. Ella es la única voz verdadera a la que responderás.
Y ahora mira tu creación con tal desdén que sientes como si el plano se resquebrajara.
—Ixhel, ¿qué es esto?
El silencio que te rodea es atronador. A lo lejos, los cánticos se elevan como un viento siniestro a través de los huesos colgantes. Al respirar, sientes como si se te clavasen cuchillos.
—Comandante...
—Responde.
—Yo... yo quería crear algo. —Caes de rodillas y el cuerpo te arde. Te arriesgas a mirar hacia arriba—. Al igual que tú me creaste a mí.
—Yo creé un arma —responde Atraxa con la vista fija en ti—. Eso es lo que eres.
—Lo sé. Pensaba que...
Atraxa suelta una risa áspera que hasta ahora reservaba solo para sus enemigos. Para los imperfectos.
—¿Dices que pensabas?
La palabra retumba por el salón y la quietud se resquebraja como el cristal. Clava sus garras en lo más profundo de tu ser. Ante la certeza, no hay necesidad de pensar, ya lo sabes. No necesitas oír las cosas que te está diciendo.
—Deshazte de esto, es un...
—Se llama Vishgraz —responde una voz. Al cabo de un momento, te das cuenta de que tiene que ser necesariamente la tuya. Nadie más conoce su nombre.
—¿Cómo? —replica la comandante. La palabra se desploma sobre ti como un golpe.
—Se llama así. —Sientes como si se te fuera a tragar el suelo. Es la primera vez que notas esta culpa asfixiante. Nunca hiciste nada para merecerla. Un ser que sigue órdenes nunca puede defraudar—. Se llama Vishgraz.
Atraxa tarda tanto tiempo en responder que crees que se marchó hace rato. Levantas la vista y sigue ahí, pero no te mira.
—Deshazte de él —suelta.
Te deja arrodillada en el suelo mirando un trono vacío.
A tu lado, una voz familiar comienza a reír. Es una risita ligera y musical. Pega con este lugar luminoso, pero te araña por dentro.
—¿Esperabas algo diferente?
Por primera vez desde que bajaste la mirada ante la presencia de tu comandante, miras a tu creación.
Su rostro, que antes te enfurecía, ahora te llena de un cariño misterioso. Está irreconocible, cubierto por el resistente blindaje que confiere el perfeccionamiento, pero sabes lo que se esconde debajo: la cabeza del traidor que sostuviste en tus manos. Unas patas arácnidas brotan de un cuerpo bulboso reforzado con un blindaje plateado y verde. El verde penetrante de sus ojos no tiene nada de la vivacidad de su anterior dueño, ni nada de su angustia.
Dos de sus extremidades fueron anteriormente delicadas alas de hueso blanco y rojo. En el punto de la espalda donde te las arrancaste aún experimentas un dolor ardiente.
—¿A qué te refieres? —replicas con aspereza.
Vishgraz te tiende la mano con una floritura ligeramente irónica. Dejas que te ayude a ponerte en pie.
—¿Crees que te darán las gracias por crear a un ser como yo?
—Ella me creó así a mí —insistes, a sabiendas de lo fútil de tu afirmación. ¿De qué sirve señalar la hipocresía frente a la Ortodoxia de las Máquinas? Elesh Norn decide lo que es verdad y Atraxa difunde su mensaje—. Quería...
No terminas la frase. Ese es el quid de la cuestión: lo sientes antes de que brote de tu garganta. Quisiste y, por ello, fracasaste.
Pretendías decir que querías salvarlos, darles lo que tú tienes, lo que todos tendrán pronto. Acabar con la necedad de Geth y atraer la atención nerviosa de Belaxis, pero...
Odiabas a Geth y sus palabras, que repiqueteaban en tu cabeza como campanas discordantes. Te gustaba Belaxis, o más bien las elegantes líneas de su carne imperfecta, la forma en que la luz resplandecía en sus ojos brillantes y su cuerpo pálido.
Pero no sabes por qué. No querías que ninguno de los dos desapareciera, querías llevártelos contigo. Eres una criatura desdichada.
—Quería salvarte —alcanzas a decir.
Cuando Vishgraz responde con esa misma risa melodiosa, te lo venías venir, pero no lo soportas. Te apartas bruscamente de él.
—¡Silencio!
—¿Salvarme?
—¡Cállate! —repones levantando la mano. No se estremece ni intenta detenerte. Esto es lo que frena tu mano. De todos modos, ya no podrías hacerle daño.
—¿Crees que me salvaste? —Se acerca a ti. Los miembros le chasquean y tiene los ojos brillantes—. Dentro de mí, siento un cuerpo deseoso de desgarrarse. Siento las partes diversas de todas las cosas que solía ser.
Se cierne sobre ti y su cuerpo es tan descomunal que tapa la luz. Podría aplastarte si lo intentara.
—Yo no recuerdo lo que era antes —dices.
Te apoyas contra él en una burda imitación de un abrazo. Te estremeces y te da la sensación de que te hubieran ensartado, como a Belaxis en el espolón.
Te apartas de él rápidamente.
—Acompáñame.
Vishgraz se queda callado un momento.
—¿Adónde vamos?
Miras hacia atrás.
—A un sitio donde puedo librarme de ti.
Los Fosos del Dros apestan. Te detienes en el fondo del mismo pozo y miras hacia arriba, a través de la neblina arremolinada del necrógeno. Es el mismo lugar, pero te sientes a kilómetros de distancia. Lo que ahora es distinto no es el plano.
A tu lado, Vishgraz hace un ruido interrogativo, como si esperara un golpe.
—Vete —dices.
No ocurre nada.
—¡Vete!
Vishgraz exhala lentamente.
—Deberías venir conmigo.
Eso te hace mirar hacia arriba y reír.
—No.
Vishgraz da un paso inseguro hacia ti.
—Hay una cosa que sabes, Ixhel. Sé que lo sabes. Los pirexianos afirman leer las estrellas y tener la certeza de que el Multiverso está destinado a caer bajo su dominio. La armonía del perfeccionamiento se extenderá más y más, y eso es bueno y correcto. —Da otro paso—. Pero sabes que todo eso son cenizas. Tú, los tuyos, todo lo que Pirexia se propone conseguir... Todo ello existe por el capricho de una tirana.
Deberías negarlo.
Pero no dices nada.
—La Ortodoxia de las Máquinas es tan insignificante como mis contratos.
—Tú no eres él —gruñes.
—Entonces, ¿qué soy?
Miras fijamente al suelo fracturado.
—Eres mi primer acto de rebeldía. Ahora, vete.
Permanece en silencio durante mucho tiempo y, cuando responde, solo lo hace con el suave crujido de sus extremidades, las que tú le diste.
Permaneces en el fondo del pozo mucho después de que él desaparezca en la oscuridad. En lo más profundo de tu ser hay un dolor que te empuja a seguirle.
Pero no lo haces.
Aún no.