A menos que se les diera otra orden, todos los habitantes de la Basílica Pálida recorrían sendas predefinidas según su estatus. Los aspirantes circulaban por las torres vertebrales igual que la sangre por las arterias. Con cada paso, invitaban a que los apotegmas de los Grabados argénteos, la palabra de Elesh Norn hecha metal y carne, los asaltasen con espasmos y un delirio convulsivo. En las alturas, los ángeles realizaban peregrinajes silenciosos entre nidos envueltos en neblina, volando con sus alas de retales de cartílago. Desde su perspectiva, el movimiento continuo de los aspirantes no era una congregación de millares, sino la obra de una gran hacedora, la creación de un único símbolo divino elaborado mediante retorsiones umbilicales. En la superficie, en los terrenos de la catedral de Elesh Norn, los cancilleres se envolvían en sus alas empapadas de aceite y las alimañas frenéticas entraban y salían en fila del Gran Anexo como gusanos que escupían espuma al pregonar la sabiduría de su adorada Madre de las Máquinas.

La excepción a estos ciclos infinitos eran los elegidos entre las legiones blindadas de la Hueste de Alabastro para vigilar las avenidas que conducían a la catedral. Su cometido, a diferencia del de todos los demás moradores de la Basílica Pálida, era mantenerse perfecta e inhumanamente inmóviles, puesto que eran la mirada imperturbable de la mismísima Madre. Pobre del legionario que osara rehuir esta distinción por el más mínimo motivo, como limpiarse una mancha de la armadura.

Por ello, a Tezzeret no le extrañó que los centuriones gemelos que vigilaban la entrada principal no se inmutasen cuando el puente entre planos fracturó y luego desgarró el espacio vacío que había ante ellos. Una vez más, regresó al plano maldito de Nueva Phyrexia, ahora cargando con el endoesqueleto carbonizado de Rona.

Ilustración de Camille Alquier

―Debo ver a Madre ―les ladró a los guardias mientras las energías del puente entre planos le mordían la carne como una bandada de aves carroñeras voraces. Ninguno de los dos centinelas reaccionó ni reconoció su presencia―. ¿Está aquí o en el núcleo? ―Siguió sin recibir respuesta―. ¡Contesten, maldita sea!

―Tráigannoslo ―reverberó una voz: la voz de ella―. Envíenle la otra a Jin-Gitaxias para que la reacondicione.

Al oírlo, ambos guardias se apartaron; uno se llevó los restos de Rona y el otro escoltó a Tezzeret durante el largo trayecto por el patio interior. Un murmullo constante invadía la zona, además del hedor del incienso dulzón y ligeramente acre que se quemaba en el brasero central. Se palpaba un fervor que Tezzeret jamás notó en otras visitas, parecido a los momentos estimulantes que preceden a un sacrificio ritual.

El camino terminó en una cámara sostenida con puntales de porcelana de aspecto óseo que surgían de las paredes. Un conjunto de costillas se unía en el centro para formar un estrado con peldaños elevados que conducían al trono de Elesh Norn. Dos animarcas colosales interrumpieron su duro trabajo en el fondo de la caverna y le lanzaron una mirada fulminante a Tezzeret cuando se acercó a través de las aberturas intercostales.

―Honorable Madre ―dijo él al arrodillarse.

―No te convocamos ―afirmó Elesh Norn con un tono tan potente que a Tezzeret le pareció que la voz estallaba en su mente―. ¿Por qué abandonaste Dominaria?

―Nuestras fuerzas se vieron superadas... ―empezó a explicar él.

―No es posible. Nuestra amplitud lo abarca todo.

―Muy cierto, Madre. Pero... hubo una traición. Rona, a quien traía conmigo...

―Una de los esbirros de Sheoldred ―interrumpió Elesh Norn con voz sentenciosa mientras se levantaba de su asiento y empezaba a descender los peldaños―. ¡Sheoldred, una apóstata a nuestros ojos! Sus fuerzas actúan contra nosotros en un temerario intento de arrebatarnos el poder. Despreciaron que les mostrásemos piedad a pesar de las antiguas transgresiones de los barones... Tal sacrilegio nos duele.

Tezzeret estuvo a punto de sobresaltarse. ¿Sheoldred? Tras lo sucedido en Dominaria, estaba convencido de que Sheoldred era obediente: una mascota feroz y testaruda, pero obediente. Tezzeret planeaba achacarle sus fracasos a Rona y la traición de Sheoldred era un detalle exquisito que daba credibilidad a la tapadera.

―Rona cumplió a la perfección su papel en el plan de Sheoldred e incluso me engañó a mí. Fuimos derrotados cuando nuestras tropas nos traicionaron.

―¿Qué fue de los planeswalkers? ―preguntó Elesh Norn.

―Escaparon.

―¿Y no los seguiste? ―La sombra de la pirexiana se cernió sobre él. Tezzeret contrajo los hombros instintivamente, lo que hizo que se disparasen las punzadas de dolor que le causaba el puente entre planos y se sintiese aturdido.

―Eso pretendía, Madre ―respondió apretando los dientes―, pero tenía que prevenirte contra la víbora que había entre nosotros. Estaba... preocupado.

Norn se acercó lo suficiente para inclinarse, estirar un brazo y alzar la barbilla de Tezzeret con un dedo.

―Nos amas, ¿verdad?

Una estocada certera del brazo afilado de Tezzeret podría empalar la cabeza de la magistrada o incluso cercenarla. ¿Compensaría darse aquella satisfacción a sabiendas del infierno que lo aguardaría después? ¿La muerte? Eso sería el mejor de los casos. ¿La tortura? También era preferible a lo que sospechaba que ocurriría en realidad: la expansión y deformación del cuerpo y la mente, la victoria del aceite contra su espíritu obstinado, el fin del ego y el inicio de la esclavitud eterna. Igual que Tamiyo y Melena Dorada. Tezzeret cerró los ojos, se centró en el sonido de su respiración y ordenó a su corazón que se contuviera.

―¿Qué hijo no ama a su madre? ―respondió alzando la vista de nuevo.

―Explícanoslo entonces, niño. Háblanos del enemigo.

―Nos enfrentamos a la nueva líder de los planeswalkers. Abatió a Rona con un arma terrorífica. ―Vio que la ira de Elesh Norn se desvanecía y se convertía en aprensión―. Se llama Elspeth Tirel. ―Tezzeret dejó el nombre en el aire. Si las circunstancias fueran distintas, paladearía aquella inusual ocasión de ver a la Madre de las Máquinas sentir un temor auténtico, pero el puente entre planos mermaba el deleite que pudiera sentir.

―Esa arma... ―empezó a decir la pirexiana.

―Es una espada blanca resplandeciente ―dijo Tezzeret―, como el fragmento de una estrella. No tuvimos manera de responder, igual que no la tendremos cuando llegue a Nueva Phyrexia. Entenderás que ahora es inevitable.

―Estaremos preparados ―gruñó Norn.

―Ninguno de nosotros lo está. Sin embargo, ya no cuenta con el factor sorpresa. Tenemos que aprovechar la oportunidad para... ―Otra oleada de dolor asaltó a Tezzeret y lo obligó a arrodillarse de nuevo como en una falsa penitencia―. Se me prometió una bendición ―dijo agarrándose el pecho―. Con un cuerpo de acero oscuro, puedo ser tu escudo invulnerable. Cree en mí como yo creo en ti, Madre. Juntos, ni siquiera la poderosa general del enemigo logrará vencernos.

La vista de Tezzeret se nubló. Llevaba demasiado tiempo sin tratarse en Kuldotha y ahora se tambaleaba en el filo entre la vida y la muerte. Dependía de la misericordia y la credulidad del ser que más odiaba del Multiverso. Qué apropiado le pareció hallarse de nuevo en aquella situación... y qué exasperante también. Se desplomó de espaldas, incapaz de centrarse en nada que no fuese el invisible fuego eléctrico que le invadía el cuerpo.

―Soportas una gran carga por nosotros ―dijo Elesh Norn antes de acariciarle la mejilla con una garra―. Es hora de premiar tu fe. Una promesa es una promesa. ―La sonrisa asquerosamente altanera de la magistrada fue lo último que vio antes de perder el conocimiento.


El aire olía a aceite y era frío y húmedo. Tezzeret abrió los ojos de golpe. Unos cables similares a tentáculos le envolvían las piernas y los brazos, por lo que era incapaz de moverse. Por encima de su cabeza había un orbe iridiscente del que sobresalían unas tenazas de mercurio endurecido, como si fueran las patas de una araña mecánica.

Ilustración de Sarah Finnigan

―La estabilización funciona. El sujeto recupera la consciencia.

Era la voz de Jin-Gitaxias. Tezzeret se revolvió para ver todo lo posible del entorno. Reconoció detalles del tenebroso laboratorio del magistrado: una colección de tanques de estasis que preservaban fragmentos de la historia del plano; un traje metálico habitual de los agentes néurok; un prisma de cinco caras del tamaño de un puño, cuyo núcleo emitía una tenue luz amarillenta como un sol oscurecido; los restos de un pequeño cubo negro que flotaba en suspensión, diseccionado como un animal preparado para estudiarlo.

―¿Cuánto tiempo llevaba dormido? ―preguntó Tezzeret. Tenía la voz ronca y la garganta seca.

―El suficiente para prepararte para la tarea que me encomendaron ―respondió Jin-Gitaxias mientras se acercaba. El magistrado se detuvo un momento para consultar la tablilla que sostenía, un dispositivo que servía para supervisar la integridad de los aparatos del laboratorio, y luego hizo ondular el cuello para mirar de frente a Tezzeret―. Es una imprudencia embarcarse en proyectos con poca antelación, y más todavía en un momento tan delicado. El criterio de Elesh Norn es varios percentiles inferior a lo aceptable.

De modo que iba a ocurrir: al fin recibiría su recompensa. Tezzeret se sentiría más eufórico si no estuviese atado al mismo sitio en el que abrieron y despellejaron a Tamiyo como si fuese una fruta pasada, en el que le extirparon los órganos y los sustituyeron por glándulas empapadas de un icor aceitoso, un hígado ácido y huesos de metal negro. Al contemplar el renacer de la erudita como pirexiana, Tezzeret juró que no compartiría su destino, que moriría antes que someterse a los experimentos descabellados de Jin-Gitaxias. Sin embargo, cavilar sobre la muerte no era lo mismo que enfrentarse a ella.

La puerta del otro extremo del laboratorio se deslizó con un rumor casi imperceptible. Varias alimañas con tentáculos entraron tirando de una plataforma flotante parecida a la que Tezzeret usó para llevar el cuerpo desmembrado de Karn al jardín de Elesh Norn. La diferencia era que esta llevaba algo mucho más importante para él: el premio que tanto ansiaba, con vetas de oro arremolinadas a lo largo y ancho de una superficie azabache.

Un frío, indestructible e invencible cuerpo de acero oscuro. Algo afloró en el pecho de Tezzeret y ahogó incluso el ardor constante que le causaba el puente entre planos en la carne. ¿Era esperanza? En absoluto. Esos delirios eran aceptables para los bobalicones, no para él. Lo que notaba Tezzeret era lucidez. No había nada como la desesperación para renovar las convicciones y templar la determinación.

Ilustración de Zezhou Chen

―Labrar el acero oscuro tiene sus costes ―aleccionó Jin-Gitaxias con su característica voz monocorde―. Una vez forjado el metal, debe dársele de inmediato la configuración deseada. Esto ha de hacerse con tal premura que acarrea, inevitablemente, estándares laxos en otros aspectos. Úrabrask consiente tales desperdicios, pero yo no.

―Soy muy consciente de ello ―dijo Tezzeret, aunque, para sus adentros, se mofó de Jin-Gitaxias por fingir que entendía algo que claramente escapaba a sus conocimientos.

Tezzeret estuvo en los dominios de Úrabrask lo suficiente como para ver que el acero oscuro no se extraía ni se moldeaba de maneras remotamente tradicionales. Para trabajarlo había que forjar la realidad alrededor del espacio que ocuparía el metal, presagiarlo para darle forma usando la voluntad. Tezzeret conjeturaba que el mecanismo mágico exacto era una mezcolanza de rituales reunidos durante incontables ciclos; puede que una parte surgiera de las técnicas vúlshok y otra proviniese de conocimientos extraplanares del pasado remoto. A pesar de lo que conocía, todos sus intentos de replicar el método fueron infructíferos. Aquello no le gustaba, le desagradaba no ser capaz de dominar los secretos del acero oscuro. Pero aprendió a aceptarlo.

―Te daré una lección de eficiencia ―continuó Jin-Gitaxias, que ordenó acercarse a un par de zánganos asistentes con aspecto de babosas―. Vamos a moldear y cargar el eterium que extraigamos de tu cascarón para crear una fuerza vinculante que estabilizará tu nueva forma. ―Los zánganos se inclinaron y de unas aberturas en sus cabezas surgieron haces de energía concentrada dirigidos hacia el brazo metálico de Tezzeret.

Al principio no notó nada, pero la sensación de calidez que aumentaba lentamente no tardó en dar paso a un calor abrasador en la unión del brazo con el hombro orgánico. Tezzeret vio cómo la encarnación de su propia excepcionalidad se fundía hasta convertirse en escoria. Jin-Gitaxias la recogió en un cuenco y vertió el eterium sobrecalentado en un estrecho conducto tallado en la espalda del cuerpo de acero oscuro.

―Esto será un punto débil en una forma que, por lo demás, resultará inexpugnable. A pesar de ello, podrás mitigar el peligro al que te expongas si tomas las precauciones adecuadas.

“Muy ingenioso”, pensó Tezzeret. Un artífice de menor calibre trataría de inventar un método más complicado de establecer el vínculo, todo con tal de impresionar a una academia de pusilánimes. No era el caso de Jin-Gitaxias. Él entendía que la atracción fundamental de los elementos, la unión de los componentes semejantes, era pura, inmaculada y sin parangón.

―Y ahora ―prosiguió Jin-Gitaxias―, iniciemos el procedimiento.

El orbe operario descendió hacia Tezzeret y un anillo de tenazas le apresó el cuello. Entonces, el orbe comenzó su trabajo. El primer paso fue implantarle microfilamentos en la piel, y cada pinchazo fue como una puñalada. Las agujas quirúrgicas instaladas en el asiento hicieron lo mismo y le soldaron un tejido de hebras de eterium alrededor de la columna vertebral. Los dedos de Tezzeret se crisparon y apretó los puños. Una vibración de energía entumecedora empezó a recorrer los hilos de metal e hizo que un mareo repentino se apoderase de él.

Entonces, su cabeza y su columna fueron separadas del cuerpo, que era poco más que un amasijo de carne cubierta de cicatrices y metal chamuscado alrededor del puente entre planos. El dolor era indescriptiblemente mayor que ningún otro que sintió nunca, hasta el punto de que su mente se inundó de visiones, fragmentos de un delirio conocido que experimentó cuando Nicol Bolas lo salvó a las puertas de la muerte. Un océano envuelto en una niebla cerúlea. Una isla de metal, pastizales de peltre bruñido y árboles con hojas como cuchillas deslustradas por la edad. Acordes lúgubres de contrabajo que se convertían en un repicar ensordecedor; las campanadas de un reloj titánico.

Y entonces... Oscuridad y silencio.

Al abrir los ojos, Tezzeret vio el resplandor de las lámparas situadas sobre la losa de mármol manchado. ¿El proceso funcionó? ¿Estaba vivo o muerto? No sabría decirlo. Se concentró en el tacto de los dedos que descansaban en la losa y se maravilló cuando respondieron a sus órdenes. En efecto, sentía los músculos, si es que se podían llamar así, que dotaban a sus extremidades de una fuerza bruta que jamás poseyó. Y lo más importante: ya no sentía el ardor del puente entre planos y notaba que su mente trabajaba mejor que en los meses anteriores, como si le hubieran extirpado una parte enferma.

―Te has superado ―dijo Tezzeret.

―Negativo ―corrigió Jin-Gitaxias―: este progreso estaba más que al alcance de mis capacidades.

―Aun así, mi admiración por tu habilidad es sincera ―le respondió.

“Tan sincera como mi desprecio por tu aborrecible plano y por todo lo que hay en él”. Nada más pensarlo, se concentró para adentrarse en la Eternidad Invisible, esta vez como un hombre reforjado. Se deleitó con la idea de desquitarse con todos los que alguna vez lo ofendieron, para luego acumular poder y alcanzar el lugar que le correspondía en el panteón del Multiverso.

Pero no sucedió nada. No se produjo el característico chasquido al separar las fronteras universales ni sintió las náuseas momentáneas que siempre acompañaban los viajes por los planos. Tezzeret intentó doblar las extremidades, pero las abrazaderas que le sujetaban las muñecas y los tobillos estaban hechas del mismo acero oscuro irrompible que ahora componía su cuerpo. Fue entonces cuando reparó en una delgada incrustación de metal plateado ondulado que llenaba unas grietas finas en la losa de mármol en la que yacía. Soltó una maldición al recordar cómo impidieron que Karn se salvara. Era la misma trampa.

―¡Suéltame ahora mismo! ―Tezzeret intentó viajar por los planos otra vez, pero fracasó de nuevo―. ¿Me escuchas?

―El acero oscuro conlleva otra desventaja ―respondió Jin-Gitaxias sin prestar atención a las exigencias de Tezzeret―. La conversión en acero corrupto requiere semanas o incluso meses de exposición al aceite iridiscente. ―Con un chasquido de las garras, el pirexiano hizo bajar el orbe operario, que flotó junto a su hombro. El magistrado tocó el orbe e hizo que un tentáculo serpenteante surgiera entre su cúmulo de apéndices―. Por suerte, hicimos preparativos para mitigar este problema en la tarea que nos ocupa.

El tentáculo se desplegó y reveló un pequeño módulo en la punta. Era el chip de la realidad, una versión nueva de la que goteaba aceite iridiscente.

―¡Esto no formaba parte del trato con Madre! ―gritó Tezzeret―. ¡Sufrirás su ira!

―No se puede infringir un trato que ya se rompió.

Jin-Gitaxias hizo un gesto hacia la pared más alejada, que se deslizó para revelar un tanque con un líquido azul. En él estaba suspendido el cuerpo de uno de los tenientes principales de Úrabrask, un jefe de la chatarra, que tenía los brazos separados como las patas de una araña diseccionada. Lo sabía... Jin-Gitaxias estaba al tanto de lo que se avecinaba: Úrabrask, los mirrodianos, los ataques inminentes... Todo.

―Los futuros acontecimientos no me desagradan. Presentan posibilidades lo bastante intrigantes como para dejar que sigan su curso.

“Planea su propia jugada para hacerse con el trono”, pensó Tezzeret.

―No obstante, lamento no haber alimentado a mis larvas con tus tejidos la primera vez que nos encontramos. Aun así, al igual que los descuidos se pueden enmendar, a los traidores se les puede... ¿Cuál es el vocablo que emplea Elesh Norn? Ah, sí: perdonar.

Tezzeret intentó liberarse otra vez y lanzó hechizos en todas las direcciones posibles, pero, con cada sortilegio, la incrustación metálica de la losa refulgía y su color plateado se convertía en una opalescencia brillante que absorbía la energía necesaria para escapar. Aun así, continuó usando la magia, desesperado por hallar cualquier forma de superar el campo amortiguador. Y entonces la encontró.

Planeswalker... ―oyó decir a una presencia, una voz que hervía con la furia de las forjas de Pirexia pero estaba a punto de extinguirse―. ¿Cómo te adentras en mi mente?

Hacía tanto tiempo que Tezzeret no iniciaba un contacto con un telemin que apenas recordaba cómo hacerlo. No era un auténtico hechizo, sino más bien un truco de los mentalistas esperianos. Aquella clase de vínculo mental permitía que el lanzador asumiera el control total de otro individuo si este le otorgaba permiso por completo. No servía de nada contra un enemigo, pero, en una situación como aquella, era justo el tipo de arma improvisada que necesitaba.

Dame el control, pirexiano ―pensó Tezzeret―. Soy lo único que puede salvarte, y tú a mí. Si no, ambos moriremos.

El jefe de la chatarra se resistió al principio, pero ese instinto enseguida desapareció y el pirexiano dejó que la psique de Tezzeret se fundiera con su nuevo huésped. Sentía la ira menguante de la criatura, como un horno latente, y la avivó con su propia furia.

Cuando vio a Jin-Gitaxias junto a su propio cuerpo a través de la prisión transparente del jefe de la chatarra, Tezzeret lanzó un golpe contra el cristal usando la afilada mandíbula superior de la criatura. Lo repitió una y otra vez y la grieta se ensanchó hasta que el tanque estalló con una lluvia de metralla.

Ilustración de Billy Christian

Tezzeret hizo que el jefe de la chatarra se abalanzara sobre Jin-Gitaxias, que dejó caer el chip de la realidad. Si las circunstancias fuesen otras, el siguiente paso de Tezzeret sería apalizar a Jin-Gitaxias sin compasión y hacerlo añicos. Sin embargo, ordenó al jefe de la chatarra que pasara de largo y descargara todo el peso de su brazo metálico contra la losa de mármol para abrir un boquete en ella. Lo hizo una y otra vez. Cuanto más daño sufrían la losa y los grabados de la superficie, más fuerte se volvía la conexión de Tezzeret con la magia. Levantó los brazos del pirexiano para lanzar un último golpe cuando, de repente, un dolor le atravesó la espalda, o más bien al jefe de la chatarra. Al bajar la mirada, vio que una de las garras de Jin-Gitaxias atravesaba el pecho del títere.

La mente de Tezzeret regresó de inmediato a su propio cuerpo y vio cómo el magistrado dejaba caer al suelo el cadáver del jefe de la chatarra. Jin-Gitaxias no dijo nada. Ya no había cabida para los intercambios intelectuales; ambos pensaban lo mismo. Uno actuó: Jin-Gitaxias se lanzó a la carga, armado con el chip de la realidad. Pero el otro también reaccionó.

Tezzeret escapó viajando por los planos.


Mugre, oscuridad, desolación... Muchas palabras se empleaban para describir Marea Hueca, el subsuelo abandonado en el que las élites de Esper confinaban la escoria que les recordaba sus pecados. “¡Marea Hueca la desalmada! ¡Marea Hueca la despiadada!”. Cuanto más tiempo vivías allí, más larga y compleja se volvía la descripción. “¡Marea Hueca, que empala los cráneos de los olvidados en estacas de perfección artificial! ¡Marea Hueca, cuyas nubes de hollín de basura quemada asfixian las esperanzas tóxicas de los jóvenes y las súplicas ácidas de los viejos! ¡Marea Hueca, con dientes como esquirlas de ventanas, con sarcófagos de huesos vaciados de médula cebada a los niños!”.

De rodillas, Tezzeret cavó entre escombros del pavimento destrozado y raspó un puñado de tierra. Se la acercó a la cara y olió la sangre, los vómitos y la desesperanza. Acto seguido, se echó hacia atrás y estalló en una carcajada. Así se les atragantaran los versos a los poetuchos. Para Tezzeret solo había una palabra relacionada con Marea Hueca que en verdad le transmitía algo.

Hogar.

―¡Eh, acá! ―dijo alguien detrás de él. La voz hizo eco en las paredes de los edificios condenados que surcaban el inmundo callejón―. Este tipo debió darle demasiado al trinque. Fijo que no llevas gran cosa encima, pero bien nos valdrá.

Tezzeret volvió la cabeza y vio una banda de mocosos de las cavernas. El más alto y de mayor edad iba al frente, armado con un cuchillo. Tenía la mirada dura de alguien acostumbrado a cruzar navajas, de quien realiza transacciones forzosas con la misma frecuencia con que la gente de Vectis se toma el té de la tarde. Mucho tiempo atrás, antes de los dragones caminantes de planos, de las confluencias agitadoras de mundos y de las plagas biomecánicas, Tezzeret había vestido los mismos harapos y había fruncido el ceño igual que aquellos muchachos.

―Estoy sintiendo un momento de debilidad ―les dijo con calma―. Dejaré que te marches junto con los tuyos.

―Muy generoso, pero yo creo que nos quedamos ―contestó una chica, que debía de ser la mano derecha del jefecillo―. ¿Qué son esos chismes que flotan a su lado?

―Es magia, adornos para ricachones ―dijo el líder, que tiró el cuchillo para amenazar a Tezzeret―. Venga, suelta lo que lleves contigo y te irás de una pieza.

―No tengo nada para ti.

―Eso lo juzgaré yo ―insistió el muchacho.

―¿Pretendes juzgarme? ¿Qué crees que te hace digno de ello?

―El cuchillo este, ¿lo ves?

―Sí... ―respondió Tezzeret. Entonces, con un solo movimiento, se giró, se levantó y lanzó un hechizo para animar el cuchillo que sostenía el chico. El arma se retorció en la mano del ladronzuelo y se le clavó en la palma, casi cercenándole los dedos―. Lo veo.

―¡Es un liche etéreo! ―gritó la chica, lo que desató una estampida.

El jefecillo se sostuvo la muñeca mientras huía a toda prisa. La banda se dispersó y los chicos mayores arrollaron a los más pequeños, que estaban en las filas de atrás. El único que quedó en el callejón fue un niño rubio al que sus compañeros empujaron a la cuneta. El muchacho se apretó contra un edificio cercano, un lugar que Tezzeret reconoció. Su viaje por los planos lo condujo al umbral del hogar de su infancia, la decrépita vivienda en la que nació.

―¿Por qué está entablado este edificio? ―preguntó Tezzeret―. ¿Qué fue del hombre que vivía aquí?

―En esta casa nunca vivió nadie, que yo sepa.

¿Su padre había muerto? No le sorprendería. Cuando no se ponía a maldecir a otros pendencieros por “robar lo que le correspondía” o a gritarle a su hijo para descargar la frustración, pasaba el tiempo inmerso en sus copas y balbuceándole al fantasma de su difunta esposa, la madre de Tezzeret, hasta desmayarse en un charco de sus propios vómitos. Antes de espabilar, el joven Tezzeret solía esperar a que su padre se durmiese para limpiar la mesa, acostarlo en su catre y arroparlo con la manta. “Imbécil...”. Lo único que conseguía con eso era perpetuar la crueldad de su padre. Hasta que Tezzeret creció y descubrió el poder de los magos, no fue consciente del papel que desempeñó en su propio sufrimiento.

―¿Cómo te llamas, chico?

―Estel ―balbució el joven.

―Acompáñame.

Tezzeret intentó remodelar un brazo para formar una palanca y quitar las tablas clavadas en la entrada, pero su cuerpo ignoró la orden. Gruñó al darse cuenta de que los puntos fuertes de su nueva forma también tenían sus contrapartidas. “Cada cosa a su tiempo”, pensó mientras arrancaba las tablas como si fueran trozos de papel.

El interior no era muy distinto de lo que recordaba. Solo había dos estancias: un dormitorio y una cocina con una pequeña chimenea y una mesa. En ninguna de ellas había algo de valor. Las únicas cosas visibles que insinuaban la existencia de su padre eran unos fragmentos de metal retorcido esparcidos por el suelo, todos ellos de aleaciones baratas, más un grueso abrigo que olía a moho y serrín.

Pero ¿y las cosas invisibles? Tezzeret empujó la mesa, contó tres baldosas desde la pared del fondo e introdujo un dedo en la grieta entre la tercera y la cuarta. Debajo había una puertecita metálica con una cerradura pesada.

Arrancó la puerta de las bisagras, metió una mano y extrajo una cajita de madera con adornos florales en la tapa. Era obra de su madre, el último recuerdo de la afición que le daba consuelo en medio de la miseria. Recordaba el día en que subió a Bajo Vectis para recuperar el cadáver de su madre; por el camino, había apretado la caja contra el pecho y sus uñas encajaban perfectamente en las finas muescas de los grabados. También recordaba aquella mañana en la que su madre prometió regresar con comida; una promesa que tenía intención de cumplir, suponía él.

Los testigos relataron una historia habitual: ella estaba pidiendo limosna cuando el carruaje de un opulento maestro de un gremio la atropelló y ni siquiera se detuvo. Por supuesto, las autoridades no hicieron nada. La humillación y la muerte eran sucesos típicos para los indigentes como ella. Mucho tiempo después, y armado con el entrenamiento como Buscador, Tezzeret indagó quién fue el asesino de su madre, pero descubrió que había muerto años atrás, en paz y acompañado de su afectuosa familia.

“¡Marea Hueca, cuyas garras de harapos y miseria arrastran los sueños a las cenizas!”.

―¿Sabes qué es esto? ―le preguntó a Estel tras abrir la caja para que el chico viera el contenido. Dentro había chatarra con todo tipo de formas: pepitas, virutas y hebras irregulares.

―Es eterium... ―respondió el muchacho encogiéndose bajo la mirada del planeswalker.

―Esta cantidad insignificante es más valiosa que todos los habitantes de Marea Hueca juntos, que todo lo que eres o serás en el futuro. ―Tezzeret comenzó a formar un hechizo murmurando las palabras que aprendió en el pasado como miembro de los Buscadores―. Su valor se debe a que es extremadamente escaso e imposible de reproducir. Al menos, eso es lo que nos dicen. ―Bajó la mano y el eterium flotó en el aire; el metal líquido se remodeló hasta formar un cubo fino―. En Marea Hueca necesitamos pocos motivos para pelearnos por las sobras que nos dejan tener. Eso beneficia a los de arriba, nos mantiene alejados de ellos. ―Unas letras empezaron a alzarse en la superficie y la mente de Tezzeret grabó un mensaje en el metal.

Agarró el eterium, lo dobló para formar un tubo estrecho y lo devolvió a la caja. Miró a Estel con intención de dejar el recipiente en sus manos, pero de pronto estalló un trueno y se oyó un sonido similar al de unas puertas de acero que se retorcían.

Tezzeret se asomó al exterior y vio una grieta angulosa que destellaba entre chisporroteos de energía y quebraba el techo de la caverna. La grieta estaba siendo atravesada por una columna hecha de un material blanco. Al principio pensó que era un edificio que se derrumbaba desde la ciudad en las alturas, pero cuando se fijó bien, divisó criaturas que se movían a lo largo de la superficie y descendían hacia las calles correteando como insectos. Entonces comprendió qué estaba presenciando.

Eran de un metal blanco como el hueso. Los pirexianos ya estaban allí.

―Demasiado pronto... ―gruñó Tezzeret. Agarró a Estel de un brazo y lo arrastró al interior de la casucha. Lo obligó a tomar la caja entre las manos y luego vio la pequeña arma que llevaba atada al cinturón―. Dame tu cuchillo.

Con mano temblorosa, Estel lo desenvainó. Tezzeret se lo quitó y lo examinó rápidamente: fabricación barata, mango suelto y punta mellada. Aun así, a Tezzeret le bastaba para lo que se proponía. Un hechizo de principiante reforzó el mango, otro afiló y estrechó la hoja y un último encantamiento la volvió cuasietérea, con lo que sería capaz de partir espadas de buena factura.

―La cisterna del cabo del Rugido, ¿la conoces? ―le dijo al muchacho―. Hay un pasadizo que lleva hasta una casa abandonada en Alto Vectis.

―Sé cuál es. Lo usamos para ir a ver los desfiles.

“Igual que yo de joven”.

―Ve allí. No te salgas del camino de las Sombras, usa los pasadizos estrechos.

―¿Cómo es que conoces...?

―Calla y escucha. Sal de la ciudad, llévate solo las provisiones que encuentres por el camino. No te detengas y, si algo se te interpone, usa esto. ―Tezzeret devolvió el cuchillo modificado a su vaina―. Luego dirígete a Bant.

―¿A Bant?

―Sigue la costa hacia el norte y mantén el viento plateado a tu espalda hasta llegar a Valeron. Acércate al primer puesto fronterizo que veas y busca al caballero que luzca más sellos. Exige una audiencia con el Caballero General Rafiq y dale la caja. ¿Está todo claro?

El chico asintió, pero su cara solo reflejaba inquietud y confusión, exacerbadas por los gritos y chillidos que ya se oían fuera, por no mencionar los rugidos inhumanos.

―¿Qué está pasando? ¿Qué son esas cosas? ¿Y quién eres tú?

―Soy el que te está dando una posibilidad de vivir. Cuando te lleven ante Rafiq, dile que te envía un aliado de Elspeth Tirel.

Tezzeret le dio un empujón a Estel y el muchacho se giró para irse. Sin embargo, antes de salir, volvió la cabeza, asintió y dijo:

―Gracias.

―Una palabra desperdiciada... ―escupió Tezzeret, que notó un ardor detrás de los ojos.

―Pero, señor...

―¡Lárgate! ―El grito instó a Estel a salir corriendo por la puerta.

Tezzeret se irguió, pero el cuerpo le temblaba. “Aún no estoy recuperado del todo tras el injerto”, pensó mientras recobraba la compostura. “Si el chico muere, pues que muera”. De todas formas, la muerte sería su destino si se quedara en Marea Hueca. La otra posibilidad era que sobreviviera e informase a los caballeros de Bant de que eran los únicos que poseían un modo de defenderse: una legión de guerreros angelicales como la que tuvo Nueva Capenna en el pasado. En ese caso, Alara se convertiría en un lodazal para la conquista pirexiana. Eso le daría más tiempo para restablecer sus redes de influencia, obtener recursos y llevar a cabo sus planes.

Tezzeret se puso el abrigo de su padre; un disfraz pésimo, pero le bastaría. Entonces, durante una fracción de segundo, echó un último vistazo al sórdido agujero en el que nació y se crio. Del techo llovían astillas de madera podrida y motas de yeso mientras el aire se llenaba de ruidos de matanza y caos. “Una despedida muy apropiada”, pensó antes de adentrarse en la Eternidad Invisible.


Los viajes de Tezzeret lo llevaron de un plano a otro, todos ellos transformados y hechos pedazos por las hordas invasoras pirexianas. El chasquido de sables quebrados contra caparazones férreos, el crujir de incisivos monstruosos al partir huesos y los llantos casi constantes parecían tender puentes entre los planos y fundirlos en una sinfonía infinita de sufrimiento.

La “gran obra” de Elesh Norn se desarrollaba más rápido de lo que imaginaba Tezzeret. Aranzhur, Ilcae, Obsidias... Aquellos planos contenían refugios establecidos por Baltrice, su mano derecha en el Consorcio Infinito. La existencia de esos lugares, y la de Baltrice, era uno de los pocos conocimientos específicos que Beleren no eliminó cuando le barrió la mente en los pantanos nezumi. Sin embargo, esos planos no ofrecían amparo alguno. Ya no eran más que simples extensiones de Nueva Phyrexia, nuevos brotes del Árbol del Mundo corrompido de Elesh Norn. Otros mundos, como Mirrankkar o Cabralin, también estaban siendo asimilados. Sus habitantes opondrían resistencia, pero fracasarían y se volverían uno con la Legión de las Máquinas.

Tezzeret no tenía más remedio que seguir deambulando. Había un último plano en el que podía refugiarse, pero era un mundo al que no le parecía prudente regresar. Aun así, no le quedaban alternativas. Para alivio suyo, a simple vista no había indicios de invasión en el bullicioso crepúsculo de las angostas calles de Towashi. Tampoco había rastro de las tensiones que causaron las recientes hostilidades de los rebeldes, por lo que la gente retomaba sus vidas normales y deprimentes.

No sabían nada. Eran ganado listo para la matanza.

Eso daba igual. Lo que le interesaba a Tezzeret era encontrar el refugio, descansar y llevarse el material que Baltrice hubiera escondido allí. Por desgracia, la geometría serpenteante que caracterizaba la subciudad de Towashi resultó ser una barrera comparable a una horda pirexiana.

―¿Dónde está?... ―masculló al salir de otro callejón y volver a una vía principal.

Tezzeret se ajustó la capucha y mantuvo la cabeza gacha. Había vigilancia por todas partes. No era bienvenido en la mayoría de Kamigawa desde hacía mucho tiempo y estaba seguro de que sus enemigos redoblaron sus esfuerzos por darle caza tras su paso más reciente por el plano.

Siguió caminando hasta llegar al Pozo del Dragón, uno de los distritos inferiores de la subciudad. Allí nunca llegaba la luz del sol debido a la red de puentes construida para quienes vivían y trabajaban en los rascacielos de Towashi. Era un lugar lógico para establecer un refugio: recóndito, enterrado y olvidado por todos salvo por las bandas de moteros de la subciudad que sobrevivían a duras penas cometiendo crímenes insignificantes. Tezzeret habría elegido aquel sitio; de hecho, quizá lo hizo, pero no lo recordaba. Acercó las manos a la columna de un puente y murmuró un hechizo rabdomántico. Con un chisporroteo, proyectó su mente a través del metal en busca de una entrada que tuviera la huella mágica del Consorcio.

―Tú... ―oyó decir a alguien medio segundo antes de que una sobrecarga eléctrica lo pillara desprevenido.

De pronto, Tezzeret se sintió indefenso ante la gravedad y el peso de su cuerpo le hizo doblarse como una estatua inclinada. Tuvo que usar todas sus fuerzas para llevarse una mano a la espalda, donde sintió una hoja de acero que atravesaba el andrajoso abrigo de su padre y perforaba el suave eterium en el centro del espinazo. Una puñalada afortunada... o desafortunada, según se mirase. Un foco disipó la oscuridad y alumbró a Tezzeret desde lo alto de un dron de vigilancia volador, cuyo cañón todavía echaba humo por el disparo reciente. En la periferia de su visión apareció un nezumi. Por su estatura, debía de ser joven, y tenía un pelaje blanco con manchas grises, a diferencia de la mayoría de ellos.

―¿Dónde está? ―preguntó el nezumi.

Tezzeret gruñó e intentó huir viajando por los planos, pero tenía la mente demasiado aturdida como para escapar o lanzar hechizos. Volvió a retorcer un brazo hacia atrás y esta vez tocó la hoja con las puntas de los dedos.

―Dime dónde está Tamiyo ―insistió el nezumi, que levantó una vara de control e hizo bajar el dron―. ¿Está... muerta? ―Con un chasquido, la recámara del cañón cargó otro proyectil y apuntó a la cabeza del planeswalker―. ¡Dímelo!

Ilustración de Simon Dominic

―¿Por qué te importa, ratita? ―le espetó Tezzeret con un gruñido seco―. ¿Eres su campeón? ¿El héroe que acude para salvarla de la oscuridad?

―Es mi madre.

Su “madre”. Cómo no. La “familia” de Tamiyo, de la que mascullaba sin cesar. Cerca de ella nunca había un momento de silencio, con su canturreo inútil, como una caja de música estropeada que repetía su melodía en un bucle incesante: “Genku, amor mío, volveré a tu lado. Hiroku, amor mío, volveré a verte. Rumiyo, amor mío, nos abrazaremos de nuevo. Nashi, amor mío, no compartes mi sangre, pero sí mi corazón”... Sí, Nashi: así se llamaba.

―Te vi morir una vez por reducir mi aldea a cenizas ―continuó el nezumi. El brazo le temblaba, pero tenía los dedos listos para pulsar los botones de la vara de control―. Dime dónde está o morirás de nuevo.

“El círculo se cierra”. Tezzeret levantó la cabeza y miró al joven a los ojos.

―Vamos, hazlo.

La mano de Nashi temblaba.

―Te juro que...

―¡Hazlo! ¡¿A qué esperas, pedazo de cobarde?!

Un dique se derrumbó en el interior de Tezzeret. Estiró la mano hacia atrás de nuevo y notó que los dedos se extendían y envolvían la hoja clavada en la espalda. La arrancó de un tirón y la arrojó contra el dron de Nashi, que se desvió lo suficiente como para que el cañón errase el blanco. Las sombras danzaron. Nashi intentó escabullirse, pero Tezzeret fue más rápido, lo agarró del cuello de la chaqueta de cuero y lo tiró al suelo.

―¡Debilucho de pacotilla...! ―Tezzeret recuperó el control de sí mismo, levantó a Nashi con un brazo y lo arrojó contra la columna del puente―. ¡El destino te sirve la venganza en bandeja y desperdicias la oportunidad! ¡Muy pocos llegan a tenerla! ―Tezzeret levantó a Nashi de nuevo y lo estampó contra la pared. El chico estaba magullado y unas manchas rojas empapaban su pelaje como la sangre en la nieve―. ¡En la vida hay que aferrar lo que uno merece! ¡Otros intentarán detenerte, así que detenlos tú primero! ¡Mátalos primero!

Un rugido de motores se aproximó a toda velocidad. Tezzeret se giró justo cuando más de una decena de motos iluminaron la zona formando un semicírculo alrededor de él. No tenía escapatoria.

―Suéltalo ―ordenó la líder de la banda, una nezumi con una moto con forma de dragón.

―Esto no es asunto tuyo.

―Te equivocas: él es de los nuestros ―replicó la líder―. Te superamos en número. Suéltalo o te arrepentirás.

Tezzeret dejó caer a Nashi a sus pies. Más amenazas; siempre había amenazas que le exigían responder. Muy bien, pues el metal sería su brutal y precisa respuesta. “Odiar por odiar”. Con ese pensamiento, proyectó su magia en todas direcciones: hacia los puentes que formaban el firmamento de hierro y hacia las profundidades, donde había yacimientos de minerales. Quizás al percibir que algo no iba bien, la líder ordenó a tres de sus secuaces que desmontaran y fuesen a por él.

Demasiado tarde. Tezzeret hizo un gesto súbito y las armas blancas de los esbirros se movieron por voluntad propia, empalaron a sus dueños y los arrastraron fuera de la zona iluminada. Los demás nezumi aceleraron los motores y se prepararon para cargar contra él. Otro esfuerzo inútil. Sus monturas mecánicas eran obras magníficas que merecían describirse como artefactos brillantes y potentes..., pero eran de metal. Tezzeret alzó una mano a la altura del rostro, con la palma hacia arriba, y entonces apretó los dedos lentamente.

Unos segundos después, los pandilleros se dieron cuenta de lo que sucedía cuando sus motos empezaron a temblar. Algunos intentaron bajarse, pero vieron que estaban encadenados a las motos por culpa del metal que llevaban encima: sus armas, hebillas y adornos se habían fusionado con los vehículos. No pudieron hacer nada cuando Tezzeret apretó el puño con fuerza para elevar las motos en el aire y estrujarlas todas juntas con un crujido horripilante. El planeswalker contempló el amasijo de metal y carne y usó la magia para hacerlo girar a la escasa luz del dron derribado de Nashi. Chillidos de un dolor indescriptible. Extremidades rotas y ensartadas por barras de cromo que resplandecían en la oscuridad como una joya.

Una joya falsa; una maldición enmascarada como un tesoro. No, el auténtico poder no radicaba en reunir ejércitos o hacer acopio de armas: consistía en resistir, progresar y sobrevivir a todos los que alguna vez lo persiguieron. Con un arranque de voluntad, Tezzeret arrojó el amasijo de metal y cuerpos hacia las tinieblas, donde se estrelló contra una pared lejana.

Todo quedó en silencio. Bajó la vista hacia Nashi, que se encogía de miedo, y agarró la cabeza del muchacho con una mano. Nashi le aferró la muñeca y la sangre medio coagulada de las palmas dejó un residuo negro y viscoso en la piel de acero oscuro de Tezzeret.

―Tu madre sigue viva.

―Está... viva... ―dijo Nashi con un hilo de voz, y un minúsculo atisbo de una sonrisa se dibujó en su cara.

―Muy pronto vendrá a buscarte. ―Tezzeret se acercó a él―. Y cuando lo haga, desearás que la hubiese matado. ―Con cuidado, soltó a Nashi en el suelo, se levantó y se marchó.


El refugio estaba detrás de una pared falsa en un salón de juegos cegador y ruidoso, donde la gente de los estratos sociales inferiores de Kamigawa se dejaba el dinero en máquinas que prometían riquezas, pero la única recompensa eran destellos y sonidos metálicos. La ubicación no tendría que haberle sorprendido, ya que Baltrice siempre sintió inclinación por aquellas frivolidades.

En el interior halló lo que buscaba: un sitio para descansar, elaborar una estrategia y reflexionar. También agradeció los recursos que encontró: una armadura ligera nueva, con la que usó la magia para reforzar la parte de la columna y el cuello; dinero en divisas de muchos planos distintos; una cuchilla de maná, una de las muy pocas que no estaban en poder de la Iglesia del Alma Encarnada; por último, un pequeño cristal que, al sostenerlo, proyectaba un patrón de luces precisas en la pared, una telemetría esotérica que evocó un recuerdo borrado mucho tiempo atrás.

Tezzeret viajó desde Kamigawa hasta un plano tan olvidado que ni siquiera él sabía cómo se llamaba. Desplazarse allí fue como utilizar un músculo desentrenado que aún conservaba el recuerdo de la práctica constante. Al llegar, apareció en medio de un océano de arena. En la lejanía se alzaba una pequeña colina hecha de metal liso, en lo alto de la cual había una única torre puntiaguda. Había sido su torre, la base de operaciones desde la que manejaba el futuro de otros planos como líder en las sombras del Consorcio Infinito.

―Fuiste muy astuto al ocultarme esto, Beleren ―musitó Tezzeret―. Pero se acabó.

Cuando echó a andar, meditó sobre la batalla que se libraba en otros planos: Beleren y sus secuaces contra Elesh Norn. Muy pronto llegaría al desenlace, al escenario en el que ambos bandos desatarían sus últimas salvas el uno contra el otro. Aquella siempre era la parte crucial del juego... y se alegró de no involucrarse en ella. Tarde o temprano, uno de los bandos saldría victorioso, pero debilitado. Entonces, y solo entonces, Tezzeret haría su jugada.

Mientras tanto, había mucho que reconstruir.