Asalto a Nueva Phyrexia | Episodio 2: Cimientos inestables
Estática, gritos y la sensación de caer para toda la eternidad.
Elspeth estaba sola cuando recuperó el conocimiento en la tierra de Nueva Phyrexia, atenazada por el miedo a lo peor. Estaba claro que cayeron en una trampa. ¿Era ella la única a la que perdonaron la vida? ¿Volvía a ser prisionera de Pirexia?
Las dudas apenas tuvieron tiempo de surgir antes de que un grupo de pirexianos apareciese a la carga en lo alto de la colina. Elspeth empuñó la espada y se alzó para hacerles frente, agradecida de que no llegaran mientras estaba inconsciente. De ser así, la habrían vencido con suma facilidad: hasta los mayores guerreros sucumben si los pillan con la guardia baja.
O si los superan en número. Los pirexianos eran seis, ella estaba sola y sus adversarios conocían el terreno, mientras que ella no. Aun así, abatió a tres de ellos antes de empezar a verse en dificultades. El primer pirexiano le había hecho un corte en un brazo y el miedo regresó, esta vez más intenso y diciéndole que la batalla quizá no se decantaría a favor de ella.
Entonces, un filo con un tono púrpura atravesó el corazón de uno de los pirexianos, lo que reveló que Elspeth no era la única superviviente y, más aún, que no estaba luchando sola.
La llegada de Kaya enseguida inclinó la balanza a favor de ambas, lo que les permitió salir airosas. Elspeth casi sintió pánico mientras comprobaba si su compañera estaba herida: ella era inmune, pero Kaya no, y el exceso de precaución no existía en Pirexia.
Exponerse a la infección era una sentencia de muerte, y todos lo sabían. Aquel riesgo fue una de las primeras cosas que se explicaron cuando se descubrió la amenaza pirexiana. Había formas de evitar aquella fatalidad, pero eran insólitas, costosas o ambas cosas. El halo quizá fuese una de ellas, pero sus existencias eran limitadas y aún tenían que probarlo sobre el terreno. Tampoco debían albergar la esperanza de que Melira siguiese viva y pudiera prestarles ayuda.
Además, conocer un hecho es muy distinto de interiorizarlo, y Elspeth no estaba segura de que Kaya asimilara del todo el peligro en el que se encontraba.
―¿Estás bien? ―preguntó Kaya. Le respondió asintiendo levemente.
Tras la lucha, se dirigieron al campamento mirrodiano, donde un trol llamado Thrun había logrado abrir un agujero en el suelo del plano y soltar una escalera de cuerda con la que llegaron a la superficie del antiguo Mirrodin. Desde allí, prosiguieron hacia el cráter blanco, el acceso original hacia el núcleo de Mirrodin, que ahora las conduciría hasta la Capa del Horno. Ningún otro miembro del grupo se les unió por el camino.
Elspeth tenía la descabellada y un tanto infundada esperanza de que se reunirían con el resto cuando llegasen al fondo.
Su pesadumbre saltaba a la vista mientras caminaban y su compañera tendría que haberla ignorado a propósito para no percibirla.
―Ya no debe de faltar mucho, cielo ―dijo Kaya mientras usaba la gravedad variable del cráter para caminar por la pared―. Nosotras dos aterrizamos bien. El camino fue algo accidentado, pero estamos de una pieza. Encontraremos al resto, ya lo verás.
―Al menos a ti no te despertaron tropas pirexianas que venían a decapitarte.
―No, solo me despertaron los zarandeos de este chiquitín. ―Kaya acarició la cabeza del pequeño robot con forma de tanuki que llevaba posado en un hombro. No era de fabricación mirrodiana ni pirexiana; Elspeth supuso que era de Kamigawa y pertenecía a alguien de los otros equipos de ataque. El robot había tenido suerte de aterrizar con Kaya. Si hubiera estado por su cuenta más tiempo, Pirexia habría encontrado la forma de llegar a su interior.
Elspeth conocía los cráteres por la época que pasó en Mirrodin durante la guerra y ahora caminaba con más tranquilidad. Trataba de ir un paso por delante de sus pensamientos, que tomaban rumbos más funestos de lo que le gustaría. Sabía que volver a este plano le resultaría duro, pero le pareció muy cruel ver su estado actual y cuánto se perdió.
Daba la impresión de que Nueva Phyrexia era un mundo construido para alimentar el remordimiento. Tal vez le doliese menos a Kaya, que nunca había estado en Mirrodin; que comprendía que estaban recorriendo un cementerio, pero no sabía cuánta sangre manchaba todas y cada una de las superficies. En cierto modo, era más fácil caminar por las cenizas de una batalla en la que no participaste.
El cráter era inmenso, más largo de lo que habría sido posible sin la magia sustentadora que surgía de sus paredes, que lo mantenía y reforzaba. Cuando llegaron al fondo, era como si hubiesen alcanzado la cima. Habían seguido la línea de la magia de anclaje hasta tan lejos que la gravedad volvía a invertirse, lo que las obligó a sujetarse de los peldaños de las paredes y trepar los últimos tres metros o así hasta la abertura.
Tras encaramarse al borde del cráter, Elspeth se sujetó con fuerza al contemplar la Capa del Horno. Por debajo de ella, Kaya ascendía casi sin esfuerzo y se apartó un poco hacia el lado.
―Sujétate cuando llegues aquí ―la avisó Elspeth―. La magia del extremo nos llevará al suelo cuando nos soltemos.
―¿Cómo que nos llevará al...? Cierto, estamos llegando por el techo ―gruñó Kaya―. ¿Los mirrodianos no creían que la gravedad puede ser útil?
―Esta gravedad es útil, pero de otra manera.
Kaya se encaramó hasta llegar junto a Elspeth, echó un vistazo alrededor y soltó un largo y suave silbido. Era una reacción de lo más razonable.
Tal como indicaba su nombre, la Capa del Horno era un sitio abrasador. El magma abundaba por doquier y el aire resultaba sofocante. Había plataformas de roca piroclástica que servían como suelo firme y, de algún modo, las termoclinas de los estanques ardientes no hacían que el ambiente fuera insoportable, sino solo desagradable. Aunque parecía imposible, la vida podía subsistir allí.
Por debajo de ellas, en una de las plataformas de mayor tamaño sobresalía una estructura mirrodiana de aspecto descuidado. En torno a ella había un cúmulo de habitáculos y pabellones improvisados, oscuros como el hollín y construidos para camuflarse entre la tierra. Ninguno era tan grande como para que una sola persona lo no pudiera echarlo abajo en un abrir y cerrar de ojos. Había gente moviéndose entre ellos, diminuta por la lejanía y reducida a formas físicas imprecisas.
Kaya miró a Elspeth de soslayo.
―¿Son mirrodianos?
―Los pirexianos no construyen refugios.
―¿Crees que los demás estarán ahí abajo?
―Si no están, creo que nuestro objetivo es una causa perdida ―contestó Elspeth. Con el corazón en un puño y martilleándole el pecho a la vez, se soltó.
La magia del cráter la envolvió nada más descender unos pocos metros y la llevó hacia el suelo con la gentileza de una mano materna. Kaya flotaba a su lado y se reía en voz baja.
Para cuando llegaron a la superficie, una multitud las esperaba. La gente que salió a su encuentro tenía adornos metálicos que resplandecían como el oro, pero sin la perfección aceitosa de los auténticos pirexianos: aquella era la resistencia que estaban buscando.
―¡Elspeth! ―gritó una voz cavernosa entre la multitud: una voz inesperada y conocida que sonaba como una montaña. Elspeth se puso tensa, pero la emoción la embargó al instante y en su rostro se dibujó la mayor sonrisa que jamás había mostrado. Se giró sobre los talones y corrió hacia su amigo.
―¡Koth! ¡Koth, creía que habías muerto!
El corpulento planeswalker la agarró de la cintura y la hizo girar en volandas. Ambos rieron con alegría y con una ligereza que no parecía tener cabida en aquella región ardiente, en las circunstancias más desalentadoras. Koth era un hombre imponente y de tez oscura, con un cuerpo tachonado con una armadura pétrea; el contraste con Elspeth, más menuda que él, aunque no mucho más baja, era notable.
Entretanto, Kaya buscó entre la multitud con la mirada y se relajó al ver un rostro conocido:
―¡Tyvar! ―lo llamó con una sonrisa mientras se acercaba a él―. Cómo no, veo que encontraste una forma de llegar antes que nosotras.
―¡Ja! Y yo veo que no tenía sentido preocuparme por ti. Por los cielos, hasta me parecería raro que no te lanzases al peligro a la menor ocasión.
―Cuando desperté, a mi alrededor solo quedaba el equipo de otra persona. Nuestra alegre compañera no estaba muy lejos ―dijo señalando con un pulgar a Elspeth, que aún reía y abrazaba a Koth―. Las dos tuvimos un viaje difícil, bastante difícil. ¿Sabes si...?
―Me temo que nos pasó a todos ―la interrumpió Tyvar con expresión preocupada―. Todavía no está aquí el grupo entero. Antes de vosotras, el último en llegar fue Jace, pero estaba solo y tuvo que buscar un camino por la superficie.
―¿Jace está...?
―Detrás de ti ―dijo la voz familiar y comedida de Jace.
―¡Pf! ―bufó Kaya antes de girarse hacia él y hablarle con un leve tono acusador―. Solo querías ver si me sobresaltaría.
―Nunca lo haces, así que ni me esfuerzo ―dijo el delgado telépata encogiéndose de hombros y con una minúscula sonrisa―. Hola, Kaya; me preocupaba que te hubiéramos perdido.
―¿Y no podrías haber...? Ya sabes. ―Se dio dos toquecitos en la sien―. Creaste un enlace mental antes de irnos, podrías haberme mandado una señal.
―Me temo que no. ―La leve sonrisa desapareció del rostro de Jace―. La barrera rompió ese enlace, junto con muchas otras cosas. No puedo contactar con ninguno de los otros equipos. Los que estamos aquí somos los únicos que logramos encontrar del grupo de ataque.
―¿Ni a Vraska o Nissa? ―dijo Kaya con el ceño fruncido―. ¿Tampoco a la Errante o Lukka?
―Vraska no estaba con nosotros cuando recuperamos el conocimiento ―respondió él―. Nissa sí, pero cuando nos preparábamos para partir, una trampa la separó de nosotros, como si la obligasen a viajar entre los planos otra vez.
―Creemos que a nuestro grupo tal vez le ocurrió algo parecido ―intervino Nahiri, que apareció entre la multitud seguida de Kaito. Jace la miró con frialdad, pero no dijo nada.
Kaya arrugó aún más el entrecejo: era un secreto a voces que Jace y Nahiri no se soportaban. Kaya esperaba que quienes los conocían mejor pusieran paz entre ambos; no tenía la más mínima gana de ocuparse de hacerlo.
―¿A qué te refieres? ―preguntó Kaya.
—¡Eh! ―interrumpió Kaito antes de que nadie respondiera―. ¡Tienes mi arma! ¡Y a Pompon!
―¿Esta espada? ―Kaya tocó el arma que se había atado a la cadera con un trozo de cuerda, mientras que el pequeño bot que llevaba al hombro brincó hacia Kaito y se colgó de él piando con alegría―. Estaban cerca cuando desperté. ¿Son tus cosas?
―¿No se nota? No parecen de Pirexia ―dijo Kaito, que alzó una mano hacia ella. Tenía aspecto de estar agotado, como todos en mayor o menor medida.
―Ahora que lo dices, sí. Además, son demasiado elegantes para mi gusto. ―Kaya desató la espada y se la tendió a Kaito por la empuñadura. Este se relajó y le mostró una sonrisa de gratitud antes de prestarle atención al pequeño robot que se le había subido a un hombro, al que le susurró un saludo. La criaturilla le respondió con un gorjeo, evidentemente a gusto.
Ahora mucho más calmado, Kaito se volvió hacia Kaya.
―De Lukka no sabemos nada. La Errante estaba con nosotros cuando llegamos. Su chispa siempre es un poco...
―Tal vez tú hubieras podido entrar en fase con ella y explicar qué intentaba decirnos antes de desaparecer ―añadió Nahiri. Kaya nunca había intentado usar su magia para algo tan específico, pero asintió de todas formas.
―Puede ser. ¿Y a Nissa parecía dolerle lo que quiera que pasó?
―No ―dijo Jace con evidente pesar―. Desapareció sin más. Los pirexianos estaban más preparados de lo que esperábamos para nuestro asalto.
―Seguro que está bien ―terció Nahiri con brusquedad―. Esa elfa es una mala hierba difícil de arrancar. Ahora tenemos que revisar el plan y decidir qué haremos siendo tan pocos.
―¿Alguna idea? ―le preguntó Kaya a Jace. De repente, se sentía inquieta.
―Veamos... ―dijo el telépata―. El plan es el mismo, no puede cambiar. Quedamos la mitad que antes, pero sabíamos que lo tendríamos todo en contra. Si no llevamos el sylex a los pies del Árbol del Mundo antes de que se conecte con la Eternidad Invisible, todos los planos compartirán el destino de Mirrodin.
―Querrás decir que lo llevemos a esa parodia corrompida del Árbol del Mundo ―dijo Tyvar con tono tajante y el ceño fruncido.
Jace solo se encogió de hombros.
―Elesh Norn lo llama “su Romperreinos”. ―Melira se acercó entre la multitud y el nombre hizo que la expresión de Tyvar se agriase aún más.
Kaya contuvo un escalofrío cuando echó un vistazo al paisaje devastado y ennegrecido de los alrededores. Había visto y repartido suficiente muerte como para creer que ya nada podría horrorizarla de verdad, pero aquello...
―Todavía tienes el sylex ―dijo con tono afirmativo e interrogativo a partes iguales―. Podemos llevar a cabo el plan de Karn.
―Sí ―contestó Jace―. Aún podemos vencer.
—¿Karn? ―Elspeth se acercó abriéndose camino entre la gente, seguida de cerca por Koth―. ¿Tenemos noticias suyas?
―Aún sigue desaparecido ―respondió Jace―. No...
―Probablemente sea mejor así ―dijo Elspeth mientras componía la mejor expresión de neutralidad que podía―. Los dos saben demasiado acerca del sylex y Ajani destruyó el anterior.
―Ese “sylex” es lo que servirá para destruir el Romperreinos de Elesh Norn, ¿cierto? ―preguntó Melira.
―Exacto ―contestó Jace con una calma notable―. Si lo ponemos entre las raíces del Árbol del Mundo...
―No lo llames así ―protestó Tyvar.
Jace lo miró con seriedad.
―Como decía, destruirá el árbol antes de que pueda unir este plano al resto del Multiverso. La maldición pirexiana seguirá contenida hasta que podamos eliminarla.
―¿Cuán contenida estará si ya empieza a infiltrarse en otros planos? ―cuestionó Kaito―. Kamigawa no es un coste de la guerra.
―Y Mirrodin tampoco ―dijo Melira―. Todavía luchamos por el plano que teníamos, aunque nunca lleguemos a restaurarlo. ¿Qué le hará el sylex a Mirrodin?
―Melira, ya hablamos de esto ―intervino Koth.
―Sí, tú y yo lo hablamos, y tú amas Mirrodin lo suficiente como para que te importe qué le ocurra a nuestro hogar. Ahora quiero que alguien que no lo ama me mire a los ojos y diga que sobreviviremos. ―Se volvió hacia Jace―. Mi gente ya pasó por el fin de nuestro plano. Los demás mundos no importan tanto más que el nuestro como para que esté dispuesta a sacrificar lo poco que nos queda con tal de ayudar.
―Comprendo ―dijo Jace asintiendo despacio―. Según mis cálculos, la explosión será lo bastante inmensa como para destruir el Romperreinos, y quizá también el Núcleo de la Semilla entero. Aun así, a menos que los pirexianos desestabilizaran el plano mucho más de lo que indica la información que tenemos, el daño no debería ser mayor que ese.
―¿Cuánto conoces acerca de lo que le hicieron a nuestra geografía? ―quiso saber Melira.
―Sabemos que el plano se estructura en capas, una esfera dentro de otra, y que aterrizamos dos capas por encima de lo que pretendíamos.
―No te equivocas del todo ―dijo Melira, que recogió un trozo de roca metálica y miró a Nahiri―. Litomante, ¿tu control es bueno?
―Mejor que el de todos los presentes ―respondió Nahiri.
―Entonces, ayúdame. ¿Puedes hacer con esto un orbe la mitad de grande que mi puño? ―Levantó la mano libre y cerró los dedos para que viera el ejemplo.
―Sí, pásamela.
Melira le lanzó la roca a Nahiri por lo alto. A medio camino, la piedra se detuvo en el aire y se dividió en pedazos. Uno de ellos se alisó para formar la esfera solicitada, que se separó del resto de escombros y empezó a girar. Melira parecía satisfecha.
―Esto es el Núcleo de la Semilla ―explicó―. Aquí es adonde tenemos que llegar para detonar el tal sylex.
―De acuerdo ―dijo Jace.
―¿Puedes envolver la esfera con una capa redonda? ―le pidió Melira a Nahiri.
―Pídeme algo más difícil ―respondió la litomante. Una parte de los restos se aplanó y se cerró en torno al orbe, formando otra esfera de mayor tamaño. El conjunto siguió girando.
―Los Jardines de Micosintético ―continuó Melira―. Aquí empezó la conquista de los pirexianos. Sembraron en el centro de nuestro plano un hongo que propagó la contaminación pirexiana por el aire y la respiramos sin darnos cuenta. La mayoría de nosotros estaban perdidos incluso antes de saber que habría una guerra.
―Tácticas de cobardes... ―opinó Tyvar.
―Otra capa, por favor ―pidió Melira, y se formó una tercera esfera―. La Basílica Pálida, el bastión de Elesh Norn. Esperamos que la rebelión de Úrabrask la distraiga mientras cruzamos su territorio. Si no, será imposible llegar al Núcleo de la Semilla sin que nos vea.
―¿Otra? ―preguntó Nahiri.
―Sí, por favor ―dijo Melira―. ¿Puedes poner cuatro esta vez y dejar una separación entre ellas?
Se formaron cuatro capas más, que refulgieron unos instantes y luego se enfriaron y se oscurecieron hasta recuperar su color original. Kaya observó a Nahiri. Aún parecía completamente serena, como si aquella demostración del control firme que tenía sobre sus poderes no fuese nada para ella. Resultaba casi inquietante. Sabía que Nahiri estaba entre los planeswalkers más antiguos que aún existían o que incluso era la más antigua de todos, pero una cosa era saberlo y otra era verla con sus propios ojos.
―La esfera exterior es la Capa del Horno, donde estamos ahora. Aquí no estamos a salvo, pero es un sitio más seguro que casi todos los demás. En el centro de la capa conseguimos abrir un túnel sin caída libre, lo que requirió esfuerzo. Muchos mirrodianos murieron para crear el atajo: eso merece un respeto.
―Melira hizo una pausa y se giró. La interrupción fue lo bastante larga como para que Koth decidiera romper el silencio.
―Debajo de nosotros están el Laberinto de los Cazadores y el Pabellón Quirúrgico. Con el túnel evitaremos ambas capas y llegaremos a los Fosos del Dros, justo encima de la Basílica Pálida. ―Le lanzó una mirada a Elspeth―. Los Fosos del Dros contienen lo que antes conocías como el Méfidros. Allí tendremos que ir con cuidado, pero deberíamos ser capaces de llegar al siguiente punto de descenso sin muchas complicaciones.
―Esto es...
―Hay dos capas más por encima de nosotros, como ya viste ―continuó Melira―. Lo que quizá no advirtieras es que la capa que tenemos encima, la que llamamos Mirrex, es todo lo que queda de nuestro plano original. Lo destriparon para construir el suyo.
―En cuanto a la supervivencia, es un asunto difícil ―dijo Koth―. La comida escasea; el agua potable, más todavía. Los elfos prácticamente se extinguieron y hace años que no veo un vedalken sin perfeccionar. Libramos las batallas que podemos, salvamos a la gente que podemos y nunca nos quedamos mucho tiempo en el mismo sitio. Mirrodin era... es un plano de acero y su gente es un reflejo de ello. Mientras uno de nosotros aún respire, seguiremos luchando.
―Comprendo... ―Elspeth asintió despacio―. Siento haber abandonado a los mirrodianos tanto tiempo.
―No lo lamentes ―le respondió Koth―. Saber que te salvé, aunque no pude salvar a tanta gente... Eso me ayudó.
―En definitiva, nuestro plano importa ―dijo Melira, que señaló la esfera giratoria mientras Nahiri añadía otras dos capas para representar Mirrex y la Fachada Monumental―. Nuestra lucha importa. La de ustedes también, o no les ayudaríamos. Ningún otro plano debería sufrir este destino.
―Estoy de acuerdo ―intervino Tyvar, que sonaba deprimido.
―Lo mismo digo ―secundó Kaito.
Uno a uno, los demás planeswalkers mostraron su comprensión y los mirrodianos que les rodeaban hicieron lo mismo.
Entonces, Melira miró a Jace con severidad:
―Ahora que conoces nuestra geografía interna, ¿sigues estando seguro de que vamos a sobrevivir a este plan?
Jace dudó un tiempo considerable hasta que soltó un suspiro y dijo:
―No, no lo estoy. Cuando Urza usó el primer sylex, destruyó cosas que no sabíamos que podían romperse. Aun así, no podemos perder más tiempo trazando otro plan. Ni siquiera deberíamos esperar a los demás.
―No sé el resto, pero a mí no me gusta la idea de darle más tiempo a Elesh Norn para terminar sus planes ―opinó Kaya―. Tenemos que eliminar ese árbol antes de que se conecte con la Eternidad Invisible; si no, las consecuencias podrían ser inimaginables. Podríamos perder mucho más que Mirrodin.
―Esta gente no tiene ni idea de lo que nos está ayudando a hacer ―le dijo Nahiri en voz baja a Jace.
Melira se giró hacia él.
―¿Qué cree ella que no nos estás contando?
Jace evitó su mirada antes de responder con cara de aversión:
―Vamos a detonar una bomba en el centro del plano. La onda expansiva debería propagarse por el árbol y destruirlo sin dañar Mirrodin, pero no podemos hacer pruebas antes. Nuestras hipótesis sobre la estabilidad de Mirrodin no tenían en cuenta la enorme cantidad de cambios en su estructura. ―Señaló la esfera de Nahiri, que seguía girando aunque ella ya no estaba a su lado. No andaba muy lejos.
―Entonces, este plan podría destruirnos.
―Si digo que sí, ¿te negarás a ayudar?
―Si hubieras dicho que no, entonces lo haría ―respondió Melira―. Koth es un geomante, no un litomante; él dice que es distinto, pero no sé en qué. La cuestión es que la tierra le habla en los lugares donde aún hay roca. Según él, cabe la posibilidad de que esto desestabilice nuestro plano. Merece la pena correr el riesgo para salvar el resto del Multiverso, siempre y cuando no nos engañen al respecto.
Kaya asintió. Aquel lugar era un cementerio de ceniza y acero, y merecía que lo respetasen mientras lo usaban para lograr su propósito. Su objetivo podría destruir Mirrodin para siempre, pero era difícil verlo como algo malo si eso también acababa con la amenaza pirexiana del Multiverso. Provocarían una onda expansiva cuando detonaran el sylex, sin lugar a duda, pero si el Árbol del Mundo todavía no estaba conectado con la Eternidad Invisible, la onda no llegaría a ningún otro lugar. Aun así, Mirrodin podría quedar hecho pedazos.
―Entonces, en marcha ―dijo Jace―. Las fuerzas mirrodianas accedieron a aportar el equipo que les sobra, en caso de que alguien necesite más armas o armadura. El aceite pirexiano no necesita atravesar la piel para infectar.
―Nuestro equipo está tratado con una sustancia que llamamos hexoro ―añadió Koth―. Es escaso y valioso, pero ofrece una ligera protección contra la piresis y aumenta la eficacia de las armas contra seres perfeccionados. Tenemos más para aplicárselo al equipo que nos pidan.
―Esto es nuevo ―dijo Elspeth―. ¿De dónde surgió esa sustancia?
―Es un último regalo de Mirrodin ―respondió Koth―. Ascendemos a Mirrex y recuperamos las placas que quedan del Campo Resplandeciente. Al tratarlas con suero de polilla titilante, el metal refinado se convierte en hexoro, que sirve para protegernos.
―¿Puedo conseguir en alguna parte una muestra de ese metal del Campo Resplandeciente? ―preguntó Tyvar.
―Sí ―respondió un mirrodiano que hasta entonces observaba en silencio―. Acompáñame. ―Le hizo un gesto a Tyvar para que lo acompañase y el elfo lo siguió. Tras unos instantes de indecisión, Koth y Kaito hicieron lo mismo.
―No podemos quedarnos aquí mucho más ―advirtió Melira―. En la Capa del Horno sobrevivimos a merced de Úrabrask, y no le gusta que nos acomodemos demasiado.
―De acuerdo ―dijo Jace, que inclinó la cabeza hacia Melira. Kaya lo miró con cara de no entender a qué se referían y se lo explicó―: Úrabrask es el magistrado del Horno Silencioso. No les ofrece refugio, más bien les permite llevarse lo que logren encontrar, para así evitar que se extingan. El caos que siembra Úrabrask podría ser la clave de nuestro triunfo.
―Así que debemos darle las gracias a un pirexiano ―dijo Kaya con la boca crispada―. Eso sí que cuesta aceptarlo.
―Es una época de horrores, todo es duro de aceptar. ―Melira soltó un suspiro―. El túnel está despejado, o al menos lo más despejado posible. Aquí las cosas cambian de un momento a otro; lo que antes parecía seguro puede volverse peligroso en un abrir y cerrar de ojos. El túnel es de buena factura mirrodiana y nos llevará hasta los Fosos del Dros ―añadió señalando la esfera giratoria.
―¿Y si no es seguro? ―preguntó Kaya.
―En ese caso, tendríamos que abrirnos paso luchando y no saldríamos con vida ―contestó Melira con otro suspiro―. El plan fracasaría y el Multiverso caería. Confiemos en el túnel.
―No digo que no lo hagamos ―aclaró Kaya―, es que me gusta conocer los detalles de los planes.
―Sí, a mí también ―dijo Melira, ahora más tranquila―. Bajaremos a los Fosos del Dros, irrumpiremos en el palacio de Elesh Norn mientras sus fuerzas están en otra parte y llegaremos al Núcleo de la Semilla para destruir el árbol antes de que se conecte.
―Parece sencillo ―dijo Kaya―. ¿Qué podría salir mal?
―Pues... todo ―contestó Jace con tono sombrío, y Melira se rio.
―Voy a ver cómo están los demás ―dijo ella antes de agarrar la maqueta giratoria de Mirrodin y guardarla bajo el brazo al irse, dejando solos a Kaya y Jace.
No muy lejos, Kaito se arrodilló con su tanuki al lado y pasó un fragmento de hexoro por el filo de su espada, que quedó cubierta de motas brillantes.
―Me resulta extraño refinar un arma con algo que podría alterar su acero ―comentó.
―Este metal del Campo Resplandeciente no se parece a ninguna sustancia que conozca ―dijo Tyvar encogiéndose de hombros y pasándose entre los dedos un hexágono que brillaba como un trozo de mercurio pulido hasta un grado imposible. Entonces se volvió hacia el mirrodiano que los condujo a la modesta armería―. ¿Y dices que repele ese “aceite iridiscente”?
―No te salvará de él ―explicó el mirrodiano, que le entregó un escudo a Tyvar―. La infección puede arraigar de todas formas y, en tal caso, seguramente estarías perdido. Aun así, hará que tus golpes sean más eficaces y puede darte más tiempo.
―Y tiempo es todo lo que necesitamos ―dijo Tyvar.
Kaito sonrió y negó con la cabeza.
―Si la clase de metalurgia puede esperar, conviene que terminemos de prepararnos. ―Acto seguido, separó la espada en las diversas estrellas arrojadizas que la formaban y pasó meticulosamente la piedra de afilar de hexoro por cada filo.
Melira pasó por allí un momento y se detuvo a recoger un saquito de hexoro en polvo.
―¿Hay alguna forma de aplicárselo a mi dron? ―preguntó Kaito.
Tyvar se giró hacia el mirrodiano. La pregunta era buena y le interesaba conocer la respuesta casi tanto como a Kaito.
―Podemos espolvorearlo sobre el pequeño constructo si sus engranajes pueden resistirlo ―dijo el mirrodiano.
―El polvo es un peligro constante ―respondió Kaito con una risita―. Lo soportará.
Algo alejados de allí, Koth y Elspeth estaban sentados en cajas toscas y se miraban como se mirarían dos hermanos que creían haberse perdido mutuamente. En cierto modo, eran justamente eso. Habían nacido en planos distintos y portaban chispas diferentes, pero tenían un lazo fraternal forjado en una batalla temible. Una batalla que aún no había terminado.
―Creía que no volvería a verte jamás ―dijo Elspeth.
―Yo pensaba lo mismo ―respondió Koth―. Eres un milagro andante, pero ojalá no estuvieses aquí. Luchaste para librarte de esto y no deberías pasar por ello otra vez. Podrías haber ido en busca de tu hogar y escapar, en vez de...
―Soy una guerrera ―contestó Elspeth―. Quizá no quiera serlo, pero debo ser una heroína para honrar a quienes no tuvieron la oportunidad. Tengo que intentarlo, Koth, y si hubiese conocido el peligro y me hubiese negado a venir, no sería más que una cobarde.
―Te entiendo ―dijo él―. Es un honor saber que tendré otra oportunidad de caer luchando a tu lado.
El comentario hizo que Elspeth compusiera una sonrisa lánguida.
―Ojalá tuviésemos más tiempo.
―Eso es lo que significa ser tú mismo y no convertirte por la fuerza en parte de las masas pirexianas ―dijo Koth antes de ponerse en pie y tenderle una mano― Venga, pronto tendremos que irnos.
―¿Vas a acompañarnos? ―Elspeth alzó la vista al estrecharle la mano y dejar que Koth la levantase.
―Así es. Tengo un equipo de demolición preparado para hacer lo que hay que hacer en caso de que el sylex falle. Sabes que no me gustan los problemas que solo tienen una solución. Ese árbol no echará raíces en otras tierras.
―Me alegro de contar contigo ―dijo ella con una sonrisa―, tanto por egoísmo como porque así tendremos muchas, muchas más posibilidades de lograrlo.
―Siempre tuviste demasiada fe en mí ―comentó Koth a la ligera, y los dos regresaron juntos con los demás, que se preparaban para la guerra.
Nahiri, que había estado esperando a que se fueran, surgió de las sombras y salió al lugar relativamente apartado que los otros eligieron para conversar. Soltó un siseo al quitarse la venda del cuello y revelar la púa roma y endurecida que crecía en él.
―Ya me lo parecía ―dijo Melira detrás de ella.
Nahiri se sobresaltó y giró sobre sí para encararse a la delgada mirrodiana, que no se inmutó.
―La gente que aún se aferra a la esperanza de equivocarse me da una sensación particular, y contigo la noté. Ten esto. Melira metió una mano en un bolsillo y le lanzó la bolsita de hexoro a Nahiri, que la atrapó y se quedó mirándola unos segundos sin comprender antes de alzar la vista con el ceño fruncido.
―Aún estás a tiempo de salvarte ―dijo Melira―. Si te trato ya, tendrás muchas probabilidades de recuperarte, pero perderías varios días o puede que más en caso de hacerlo.
―No podemos demorarnos tanto tiempo ―contestó Nahiri.
―Suponía que dirías eso. Todavía estás en el inicio del proceso, así que podemos esperar. Aún queda margen para que te sane antes de que sea demasiado tarde. Prueba con el hexoro; si eso no funciona, dime qué prefieres hacer.
La púa del cuello de estaba cubierta por una capa de lo que parecía ser piel normal. Nahiri conjuró un trozo afilado de lutita en la mano e hizo un corte en la fina capa de tejido hasta que tocó algo que esperaba que fuera hueso; de verdad que lo esperaba. Luego alzó la otra mano y espolvoreó el hexoro molido en la herida recién abierta. Entonces sufrió espasmos en la piel y notó cómo se formaba una burbuja que expulsaba el hexoro de su cuerpo. Con un picor convulsivo, la piel volvió a cerrarse; probó a tocarla y no palpó ninguna herida ni sangre, solo una fina película de hexoro áspero.
Sin dejar que se le notase nada en la cara, Nahiri volvió a vendarse y miró a Melira:
―No sirve. ¿Dices que puedes curarme?
―Sí ―afirmó Melira―, pero si lo hago...
―¿No puedes hacerlo más rápido?
―Eso ya es haciéndolo rápido. Tu cuerpo está luchando lo mejor que puede y eso me ayuda, pero te perderemos durante un tiempo. ¿Podemos conseguir esto sin ti?
―Hm... ―Nahiri no dijo nada, pero su rostro en tensión bastaba como respuesta: no, no podrían. Ella era la maga más poderosa que tenían; además, estaba en un plano que parecía diseñado para responder a su magia. En definitiva, la necesitaban―. Después de todo lo que hice por el Multiverso, no debería terminar así. Esto no está bien.
―Y no terminará así ―dijo Melira. Le lanzó a Nahiri la esfera que llevaba consigo, que se detuvo a medio camino y siguió girando lentamente―. Eres fuerte, estás luchando contra esto. Ahora lucharás más duro por Mirrodin y por tu propio futuro.
―Cierto. ―Nahiri asintió despacio―. Y si ya estoy infectada, les enseñaré a esos imbéciles pirexianos cuánto daño puede causar una hija de Zendikar antes de que terminen conmigo.
―Muy bien ―dijo Melira―. Entonces, lucharemos ahora y te curaré más adelante.
Nahiri asintió y caminó hacia ella. Las dos volvieron juntas para reunirse con los demás. Era hora de seguir adelante.
Jace y Kaya estaban preparándose para partir, de pie en una vagoneta con la que se adentrarían en el sistema de túneles que conducía a los Fosos del Dros. Ambos parecían decididos a enfrentarse a lo que les aguardaba, con el rostro serio y sin señales de nerviosismo.
Nahiri envidiaba un poco su confianza. La de ella estaba flaqueando.
Entonces, Jace asintió y los operarios de la vagoneta empezaron a accionarla. El vehículo se adentró en la oscuridad.
Los demás se subieron a otras vagonetas: Tyvar con Kaito, Nahiri con Melira y un grupo de mirrodianos. Koth y el equipo de demolición llenaron su propio transporte. La única que faltaba por entrar en la oscuridad era Elspeth. Se detuvo y echó un último vistazo al campamento. Era tan transitorio y temporal, pero tan duradero a la vez... Aquello era lo que quedaba de la resistencia. Aquel sería el momento en el que Mirrodin recuperaría su destino y resurgiría, dañado pero libre, o en el que se añadiría para siempre al libro de los muertos.
Tenían que vencer. Estaban obligados a hacerlo. No solo por el Multiverso, sino por los mirrodianos que murieron para que ellos llegasen tan lejos y por los mirrodianos del futuro, que merecían mucho más que aquel plano destrozado.
Más decidida que nunca, Elspeth subió a la última vagoneta, asintió a los elfos que la operaban e inició su propio descenso hacia las sombras de Nueva Phyrexia.