Elspeth aceleró el ritmo para ponerse a la par de Koth y ambos avanzaron todo lo rápido que les permitía la plataforma cubierta de escombros. El sacrificio de Nahiri los acercó a su destino, pero también los ralentizaba mucho salvo a Kaya, porque tropezar con los escombros podría hacerles caer hacia las profundidades de la esfera.

Aún tenían a la vista el agujero en el cielo prístino. Parecía una herida en la perfección de porcelana de aquel lugar, en la que se arremolinaba una polvareda de todos los colores de Pirexia. Los planeswalkers corrían en medio de una guerra y, aunque no se podía decir que sus horrores no les afectasen, de momento eran demasiado pequeños como para llamar la atención.

Ilustración de Marc Simonetti

Elspeth les lanzó una mirada viperina a los guerreros que luchaban en las alturas. “También llegará su turno”, pensó con toda la fiereza que pudo reunir. “Lamentarán lo que nos hicieron”.

Los pirexianos no harían tal cosa, estaba segura de ello. Aunque el plan siguiese adelante sin más contratiempos y arrancasen una victoria imposible en medio de aquel caos, los pirexianos no se arrepentirían de destruir Mirrodin. No estaban hechos para arrepentirse de nada. Lo que les empujaba era el “bien común” y la gloria de Pirexia; en el fondo, eso era lo único que les importaba. Todos serían uno, o no existirían en absoluto.

El puente elevado en el que aterrizó el grupo parecía demasiado frágil como para resistir el impacto de una parte tan gigantesca del Coliseo de Sheoldred. Incluso si el puente era lo bastante resistente en circunstancias normales, la colisión debió de ser todavía más fuerte, ya que la hazaña de Nahiri arrojó el edificio hacia las profundidades de la esfera blanca. Elspeth echó un vistazo por el borde y vio un paisaje más inmenso de lo que parecía posible. Una red de plataformas de alabastro se extendía por todas partes, conectadas mediante largos puentes de tendones carmesí.

Después de pasar por los eriales llenos de necrógeno en los Fosos del Dros, esta capa le recordaba a la sangre derramada en las arenas blancas de Theros, que mancilló lo que debería ser prístino. Koth, Melira y los ingenieros trasgos eran nativos de Mirrodin. Los planeswalkers eran forasteros en aquel mundo, pero era Mirrodin, el plano de sus habitantes. No le pertenecía a Pirexia, por muy distinto que fuese después de la transformación que provocó el aceite iridiscente. Los mirrodianos no deberían parecer fuera de lugar en su tierra natal.

En las plataformas se erigían cúmulos de edificios que surgían de la red de tejidos como esculturas orgánicas, fusionando la curvatura lisa del metal manufacturado y la desigualdad orgánica del hueso y los tendones. Todo era un contraste de rojo y blanco, un plano entero construido a imagen y semejanza de Elesh Norn, cual sueño horripilante.

Aunque era obvio que los puentes se diseñaron para facilitar la marcha de multitudes de pirexianos, allí abajo no había nadie salvo los planeswalkers. La batalla que se libraba en las alturas estaba demasiado lejos como para que les llegara incluso el eco del estruendo. Daba la sensación de que el grupo estaba totalmente solo. Lo único que se oía era una canción distante, como si las estructuras cantasen un himno de los horrores pirexianos.

―Nahiri hizo un gran sacrificio por nosotros ―dijo Koth―. Tenemos que seguir adelante para honrar el fin que eligió.

―Estaba infectada ―comentó Elspeth―. Vi los cambios que sufría justo antes del final. Es imposible que no supiera lo que le ocurría, pero no dijo nada.

―Me lo contó a mí ―intervino Melira, que avanzó entre el grupo para alcanzar a los dos―. Me pidió que la ayudase cuando volviéramos al Horno.

―¿Sería posible hacerlo? ―preguntó Elspeth.

―Creo que sí ―respondió Melira, que inspiró profundamente―. Sería capaz de ayudarla, pero revertir la piresis es como arrancar una rama de un suelo fértil: el proceso crea cientos de raíces y, cuando extraes una, encuentras cien más. Si sanase el daño ya infligido a su cuerpo, Nahiri estaría convaleciente durante días y tendría que quedarse atrás.

―Quizá pensó que eso era desperdiciar un tiempo que no tenemos ―dijo Elspeth.

Mientras hablaban, acortaron la distancia con Kaya, que les miró y escuchó antes de plantear una duda:

―¿Puedes hacer lo mismo por Jace?

―Si me lo permite, sí ―contestó Melira.

Kaya miró hacia la retaguardia, donde Jace caminaba con actitud reservada. El sylex botaba en el interior de la mochila que llevaba en la cadera. La herida del brazo estaba cambiando: ahora tenía alambres y un metal que brillaba a través de ella. La carne que aún quedaba estaba abierta y húmeda, se ennegrecía a medida que se transformaba en cables fibrosos.

―Dudo que nos deje ―opinó Kaya con un hilo de voz.

Entonces, me conoces mejor de lo que crees ―dijo la voz de Jace dentro de sus cabezas. Melira, que estaba menos acostumbrada a la telepatía, pareció sorprenderse―. ¿Alguno se pensaba que no escucharía mientras debaten mi futuro? No voy a ponernos en riesgo a todos para salvarme yo, sobre todo si ya perdimos a Vraska. Esa carga es mayor de lo que estoy dispuesto a soportar.

―Me alegra ver que sigues con nosotros ―dijo Kaya.

Por ahora ―respondió Jace con tono funesto. Su voz mental volvió a enmudecer y centró sus energías en seguir avanzando.

―Debemos lograr la victoria para honrar la historia de Nahiri y el final que escribió para ella ―dijo Tyvar, que caminaba un poco detrás junto a Kaito―. Un gran sacrificio merece un gran relato.

―Yo solo espero que esté muerta ―contestó Kaito.

Elspeth se giró hacia él, atónita por el comentario.

―Explícate ―le pidió.

El larguirucho planeswalker se encogió de hombros y el tanuki que se sentaba en él botó hacia arriba con el gesto.

―Probablemente sea la más poderosa de nosotros, ¿cierto?

―Sí ―admitió Elspeth con voz pausada.

―Lleva tanto tiempo viajando que dudo que ninguno pueda vencerla sin ayuda ―continuó él―. Entre dos, tal vez, pero... ¿uno contra uno, contra alguien con tanto poder? Yo mordería el polvo, como cualquiera de nosotros. No me gustaría enfrentarme a ella en un campo de batalla. Nahiri eligió ayudarnos a seguir aunque tuviera que separarse de la única persona que podía salvarla. Espero que se sacrificase hasta la última consecuencia. Si se detuvo a medias, se volverá contra la gente a la que intentaba proteger.

―A veces es mejor llorar la muerte de un compañero que arriesgarse a luchar contra él ―añadió Tyvar, que parecía inusualmente abatido.

Aquella cuestión era inquietante y Elspeth prefería no darle vueltas, pero sabía que era inevitable. El cuerpo de Nahiri no estaba entre los escombros. Aunque se sacrificó por ellos, cabía la posibilidad de que regresase transformada en una enemiga incansable.

―Qué horror ―dijo Kaya―. Gracias por hacer que ahora me preocupe.

―No estamos en un buen sitio para hacernos ilusiones ―añadió Kaito―. Si no vemos la situación como es en realidad, saldremos mal parados.

―¿Qué diablos es eso? ―preguntó Kaya, que se detuvo de golpe en medio del camino y se quedó mirando boquiabierta un coloso inmóvil que se elevaba desde las profundidades.

Su cabeza era una lágrima invertida de metal blanco, hendida en el centro por una única cuenca roja, como si algo todavía mayor le arrancara el ojo que tenía. El cuerpo era alargado y estaba encorvado, por lo que resultaba casi imposible compararlo con la forma de otro ser más mundano. No parecía un insecto, un reptil ni un humanoide, como si lo construyeran sin seguir un plan comprensible. Todo el cuerpo era rojo y blanco, por lo que encajaba casi a la perfección en el paisaje. Antes de que Kaya les alertara de su presencia, Elspeth pensaba que era otro edificio colosal.

―Elesh Norn odia renunciar a lo que cree que le pertenece ―dijo Koth en tono sombrío―. Sus favoritos, quienes la sirven mejor o luchan contra ella con mayor ferocidad, terminan osificados y añadidos a la Basílica Pálida. ―Señaló la estatua―. Aun así, debemos ir con cuidado. En ocasiones vi estructuras como esta que cobraban vida y mataban a los mirrodianos que se acercaban demasiado.

De modo que podía ser una estatua o un pirexiano preparado para atacar en cuanto se acercasen. Estaba junto al camino, por lo que era una amenaza inminente. Elspeth apretó los labios y acercó una mano a la empuñadura de la espada.

―¿Y si vamos por otro puente más seguro? ―sugirió Kaito.

―No podemos hacerlo si queremos llegar al altar de Elesh Norn ―respondió Koth―. Desde allí podremos ir a los Jardines de Micosintético para alcanzar el Núcleo de la Semilla, donde está plantado el Romperreinos. Allí es adonde tenemos que llegar.

―Todavía no comprendo cómo logró plantar incluso una parodia de un Árbol del Mundo ―dijo Tyvar. La magnitud de la Basílica Pálida robaba parte de la potencia de su voz, que normalmente era sonora, lo que le daba una apariencia mermada.

Todos parecían mermados en aquel lugar, reducidos ante la presencia de Pirexia.

―El Árbol del Mundo crece dentro del propio cosmos y une los reinos de Kaldheim ―continuó Tyvar―. Existe tanto dentro como fuera de la realidad. Aunque alguien lograse robar una semilla de algún modo, tendría que haber dividido este plano en dos al germinar. Me parece un milagro y un horror que no sucediese.

―Es la primera vez que vemos esa cosa ―dijo Koth―. La mayoría de nosotros ni siquiera lo hizo todavía. Melira es la única espía que llegó hasta el árbol y regresó con vida.

―Y solo porque no pueden infectarme ―añadió ella―. Todos los que llegaron conmigo a los Jardines y sobrevivieron lo suficiente para salir de allí sucumbieron antes de volver a casa. El árbol de Norn está plantado debajo del Núcleo de la Semilla, donde encerró a Karn. Ese árbol es un horror. Tyvar tiene razón: si te fijas en él, da la impresión de que debería partir el plano en dos. Sus raíces atraviesan las profundidades y sus ramas se elevan tanto que penetran en los Jardines de Micosintético. ―Melira frunció el ceño―. Al cabo de un rato, mirarlas es como observar algo debajo del agua. Las ramas tienen un aspecto extraño y distorsionado, hay algo inquietante en ellas.

―Caminos del presagio... ―dijo Tyvar―. De algún modo, Norn está creando caminos del presagio en las ramas de un árbol que no debería existir. ―El elfo arrugó el entrecejo, primero sin mirar nada concreto y luego girándose hacia la gigantesca escultura inmóvil que se alzaba más adelante―. Hay que destruirlo.

―Para eso estamos aquí ―dijo Kaya, que se volvió hacia Koth―. ¿Podemos continuar?

―Si esa cosa va a atacarnos, lo hará ―contestó él―. No estamos lejos del altar de Elesh Norn. ―Entonces señaló un edificio de mayor tamaño que el resto, más decorado y que se elevaba hacia el cielo como una ciudadela de color blanco resplandeciente y rojo brutal, orgánico y mecánico a la vez. Era hermoso a su modo severo y austero, un monumento a una Pirexia unificada.

Mirarlo demasiado tiempo hacía que a Elspeth le dolieran los ojos. Aferró la espada con más fuerza y asintió.

―Sigamos adelante.

Reanudaron la marcha, ahora más agrupados que cuando empezaron a cruzar el puente. Kaya se mantenía lo más alejada posible de Jace, pero ya no intentaba fulminarlo con la mirada, fuese cual fuese el argumento del telépata para convencerla de que le diera el sylex.

El goliat no se movió. Pasaron bajo su mirada vacía sin contratiempos y caminaron hacia los edificios que había al final del puente. Kaya permanecía a la cabeza de su grupo y atravesaba los escombros en lugar de rodearlos, dejando a su paso pequeñas volutas de energía púrpura.

Koth, Elspeth y los mirrodianos iban detrás de ella, con Kaito siguiéndolos de cerca; el siguiente era Tyvar, mientras que Jace caminaba en la retaguardia y transportaba el sylex. Tyvar miraba hacia atrás de vez en cuando, hasta que finalmente le dijo:

―Apresúrate, amigo Jace. No querríamos perderte ahora.

―No, claro que no ―dijo Jace con una evidente nota de humor negro en el tono―. Sin mí no se puede salvar el Multiverso.

Las puertas del altar estaban abiertas de par en par ante ellos, imitando las temibles fauces de una bestia devoradora e imposible. Parecía que estuviesen congeladas entre la vida y la muerte, como si fueran una obra arquitectónica a la par que un cadáver petrificado. A Elspeth se le erizó el vello de los brazos al fijarse en ellas, pero siguieron adelante y se internaron en el vestíbulo vacío, alerta y preparados.

―Tengo la razonable sensación de que nos estamos metiendo en una trampa ―susurró Tyvar no por respeto al lugar en el que se encontraban, sino por un deseo muy lógico de no llamar la atención. Las paredes estaban salpicadas de pirexianos osificados: los súbditos más apreciados de Elesh Norn.

Ilustración de Nino Vecia

―Seguramente sí ―dijo Kaya―. Primero nos separamos por la superficie, luego encontramos a Vraska viva y capaz de resistir lo suficiente para llamar a Jace... Con Ajani en el bando pirexiano, podían prever nuestro plan de ataque. Nos conoce demasiado bien y esa tal Elesh Norn parece lo bastante astuta como para aprovecharlo.

―Es astuta, pero no omnisciente ―argumentó Melira―. La rebelión está distrayendo a sus tropas. Tenemos que seguir.

Continuaron adentrándose en el silencioso edificio y pasaron junto a columnas hechas de cuerpos, paredes que lloraban hilos de tendones entrelazados o cubiertas de filas y filas de dientes con aspecto aterradoramente humano y un sinfín de otras pesadillas pirexianas. La Basílica Pálida no tenía límites e iban a verla en su totalidad.


Las escaleras serpenteantes que descendían hacia los Jardines de Micosintético se encontraban en una cámara situada bajo el trono de Elesh Norn. Este también estaba desprotegido y los planeswalkers se agruparon al presentir cada vez más que se dirigían a una trampa. Tyvar tenía entre los dedos el fragmento metálico del Campo Resplandeciente, listo para convertir su cuerpo en aquella sustancia más resistente y dura. Reservar su magia le costaba más de lo que creía; en aquel lugar, le daban ganas de permanecer blindado en todo momento.

Sus compañeros eran héroes, grandes aliados en el conflicto contra un enemigo temible, y Tyvar estaba encantado de que su camino le llevase a luchar junto a ellos. En las historias, cuanto mayores son las pérdidas, mayor es la victoria que las sucede. Sin embargo, era difícil recordarlo en aquel momento, bajo el peso de Pirexia y el futuro.

En la base de las escaleras había una plataforma de metal azul brillante: un fragmento de la Basílica Pálida que se extendía hacia la esfera inferior. Al dejar atrás la escalera que usaron para descender, esta se convirtió en una columna cerrada que ascendía hacia el lejano techo.

La mitad superior, la más próxima a la Basílica Pálida, era de metal blanco. A medida que se acercaba al suelo, se tornaba de un gris azulado y acerado con una textura extraña, casi cubierta de piedrecitas. Kaya parpadeó y alzó una mano con intención de tocar la pared.

―Quieta ―le advirtió Melira con voz tajante. Kaya la miró sorprendida y bajó la mano. Melira se calmó un poco y se explicó―. Es micosintético, los pirexianos empezaron a vencernos gracias a él. Invadieron el corazón de Mirrodin y propagaron sus esporas infecciosas por todo lo que teníamos.

Kaya volvió a echarle un vistazo a la pared y luego se acercó a Koth y al equipo de demolición.

―Bueno es saberlo ―comentó.

―Disculpa, Melira, pero no veo el árbol ―dijo Tyvar.

Entonces, Jace soltó un gemido.

Cuando se giraron hacia él, vieron que se apretaba el vientre y tenía la herida más abierta, ya que las “venas” metálicas que se retorcían bajo la piel luchaban por dominar el resto de tejidos del cuerpo. Jace consiguió enderezarse y sus ojos emitieron un tenue brillo azul cuando su voz reverberó en las mentes de los demás:

―Melira dijo que está en el Núcleo de la Semilla. Tenemos que seguir bajando.

―Exacto ―confirmó Koth―. Elesh Norn prohíbe entrar en esa esfera.

―Aun así, hay una forma de hacerlo ―añadió Melira―. Norn no puede atravesar la materia sólida como hace nuestra amiga ―dijo señalando a Kaya con un pulgar―. Solo tenemos que llegar hasta la puerta y cruzarla.

Los planeswalkers observaron el paisaje cubierto de metal y dominado por columnas del delicado micosintético, pero no vieron ninguna estructura salvo la que dejaron atrás.

Ilustración de Andrew Mar

―¿Dónde está? ―preguntó Elspeth.

―Por aquí ―respondió Melira antes de emprender la marcha por el suelo rugoso.

Los demás la siguieron procurando apartarse del micosintético y mantenerse juntos para evitar las sorpresas. Melira los guio hasta una estructura enmarañada de hebras fúngicas que imitaban la forma de unas entrañas, como si en aquel sitio destripasen a una gran bestia.

―Esta es la entrada al Núcleo de la Semilla ―explicó señalando la maraña―. Infecta cualquier cosa que la toque. Elesh Norn debe de pensar que cualquier mirrodiano lo bastante fuerte como para llegar hasta aquí merece el honor de la perfección. Por suerte, yo soy inmune a la piresis; ni siquiera el aceite iridiscente se adhiere a mí mucho tiempo.

A continuación, se acercó a la maraña, que se agitó y palpitó antes de formar un espeluznante agujero hacia la oscuridad rodeado de zarcillos ondulantes. La entrada se hacía pasar por una anémona monstruosa. Sus zarcillos se acercaron a Melira hasta casi rozarla y dejaron una película de aceite iridiscente, que ella limpió mientras se giraba hacia el resto.

―La mayoría de nosotros no tiene una resistencia tan específica, Melira ―dijo Koth arrugando el entrecejo―. Tendremos que volar el suelo por los aires.

―¿Hace falta algo tan drástico? Si lo hacemos, sabrán que estamos aquí ―dijo Kaito―. ¿No hay otra forma de bajar?

―Se me ocurre una ―respondió Tyvar. Mostró a los demás el fragmento del Campo Resplandeciente―. En el coliseo, Kaito me quitó el aceite pirexiano de la piel antes de que penetrara en ella. Si lo consigue retirar lo bastante rápido, yo puedo usar mi magia con todo el grupo mientras cruzamos la entrada. Habrá que atravesarla deprisa, porque transmutar a tanta gente es una hazaña incluso para mí. No podré hacerlo mucho tiempo, pero nos dará cierto grado de protección, la suficiente para que Kaito haga su parte.

―Cuenta conmigo, pero esa cosa resiste mi telequinesis y me dará un buen dolor de cabeza ―dijo Kaito, que se colocó en posición.

Melira observaba con cara de inquietud:

―Vale la pena intentarlo. ¿Cómo funcionan esas defensas?

―Enseguida lo verás ―respondió Tyvar―. Nadie podrá utilizar su propia magia mientras la mía le haga efecto, pero bastará con que avancemos deprisa.

Kaito pareció alarmarse.

―¿Cómo voy a retirar el aceite si neutralizas mi magia?

―El halo que bebiste antes te protegerá unos segundos ―dijo Koth―. Tendrás que hacerlo justo entonces.

Kaito asintió y todos se congregaron alrededor de Tyvar, que respiró hondo. El aroma de la vegetación frondosa se propagó entre ellos y disipó el olor fúngico y aceitoso del micosintético. De todo el grupo, Kaya fue la única que reconoció la fragancia característica de Kaldheim. El metal del Campo Resplandeciente comenzó a extenderse por la piel de Tyvar, primero despacio y luego más y más rápido, hasta que lo convirtió en una escultura viviente.

El metal siguió propagándose y los cubrió a todos sin dificultades. Jace fue el último en transformarse por completo: la herida del brazo casi parecía resistirse al proceso, como si Pirexia se negase a ceder ni por un momento.

Cuando terminó, Tyvar alzó una mano y dio la señal:

―Adelante.

Se adentraron en grupo a través de la maraña de zarcillos, que no les atacaron, pero les acariciaron la piel endurecida y dejaron hilos de aceite en ella. Ante sí tenían un estrecho pasillo terminado en un amplio vestíbulo que daba a un puente. Aceleraron el paso para no poner a prueba los límites de la magia de Tyvar en medio del corredor.

En el otro lado, no se toparon con el horrible paisaje pirexiano al que estaban acostumbrados, sino con un lugar vivo y todavía más aterrador, ya que estaba creciendo. Tyvar miró a Kaito y, cuando este asintió, el elfo disipó el hechizo.

El metal del Campo Resplandeciente se disipó y todos volvieron a ser de carne y hueso, con la piel cubierta de aceite iridiscente. Kaito sacudió los hombros y el aceite se separó de sus cuerpos, para luego formar una esfera que salió despedida por el borde del puente.

―Gracias ―dijo Kaya―. Eh, Tyvar, buen trab... ¿Tyvar?

Su compañero no respondió. Tenía la vista clavada en la lejanía y se acercó al puente con los ojos como platos y las mejillas pálidas.

Kaya se giró y contempló el Árbol del Mundo pirexiano: el Romperreinos.

Era evidente que Elesh Norn lo cultivó, lo nutrió y lo corrompió. La corteza estaba hecha del metal parecido a porcelana blanca que vieron arriba, y donde los brotes abrían fisuras en la superficie, el interior relucía con un rojo intenso y agónico. De él salía aceite iridiscente en lugar de savia y en la superficie se movían unas sombras extrañas que confundieron a Kaya hasta que alzó más la vista. En el aire, cerca de las ramas superiores del árbol imposible, había numerosas estructuras blancas y rectangulares que se desvanecían parcialmente hacia lugares lejanos y distorsionados, atravesando la Eternidad Invisible.

―Naves invasoras... ―dijo Koth en tono grave―. Ya casi están preparados.

―Esto es una perversión de la mismísima alma de Kaldheim ―dijo Tyvar―. Sabía que tramaban algo repugnante, pero... esto es inconcebible.

El aire estaba en calma hasta el punto de resultar inquietante, como si todo el reino contuviera el aliento. En las alturas, entre las lejanas ramas del árbol, una luz blanca floreció y destelló mientras una red horriblemente simétrica se propagaba por los límites del cielo.

―Démonos prisa ―dijo Jace.

Echaron a correr. El puente que unía los jardines y el núcleo de Nueva Phyrexia era una línea estrecha que cruzaba un abismo sin fondo. En el otro extremo había una grieta oscura en las raíces enmarañadas del árbol. Los planeswalkers estuvieron a punto de alcanzarla cuando el cielo volvió a destellar, esta vez con más intensidad, como si un sol estallara en el cielo.

Las explosiones cataclísmicas llenaron el aire de distorsiones iridiscentes, seguidas de la deslumbrante magnitud de la Eternidad Invisible. Jace gruñó. Elspeth trastabilló y estuvo a punto de caer por el borde del puente, pero la mano de Koth la sujetó de un hombro y tiró de ella.

Kaya simplemente miraba hacia las alturas, totalmente inexpresiva:

―Es demasiado tarde.

—Kaya... —dijo Kaito.

Ella se giró de súbito.

―¡No hay nada que hacer! ―le rugió―. El Árbol del Mundo está conectado al Multiverso. Elesh Norn ya puede cruzar la Eternidad Invisible. ¡Fracasamos!

―Me niego a dejar que el corazón de Kaldheim sea el arma que destruya el Multiverso ―dijo Tyvar―. Aún podemos hacer lo que esté en nuestras manos para remediar esto.

―Rápido... ―masculló Jace sin aliento―. Tenemos que apresurarnos. ―Apenas dio unos pocos pasos más antes de tambalearse y caer al suelo.

―Tyvar ―avisó Koth.

El elfo asintió y, tras tocar el fragmento del Campo Resplandeciente, se volvió de metal para acercarse a Jace y llevárselo en brazos. Juntos, el grupo siguió adelante, hacia la grieta y la oscuridad.


La entrada conducía a una cavidad en el interior del árbol, una gran sala abovedada hecha de raíces entrelazadas. De ella surgían varios pasadizos oscuros, pero el mayor de ellos, que continuaba recto, parecía ser la arteria principal. En el centro del lugar, en una tarima baja, se encontraba Karn.

Ilustración de Kasia 'Kafis' Zielińska

El gran gólem de plata estaba hecho pedazos, diseccionado y esparcido por la plataforma. Lo más horripilante de todo fue que, al oír los pasos que se acercaban, su cabeza se giró y graznó:

—No deberían estar aquí. Este no es lugar para ustedes.

—¡Karn! —Koth y Elspeth corrieron hacia él, pero se detuvieron justo antes de tocarlo al ver el destrozo.

—¿Qué te hicieron? —preguntó Elspeth.

—¿No es evidente? Renegaron de su Padre de las Máquinas. —Karn negó con la cabeza. Debía de ser el único gesto que podía hacer—. Deprisa, la invasión todavía está empezando. Quizá se pueda salvar algunos planos, a menos que... No, Ajani destruyó el sylex. Todo está perdido.

—Fabricamos otro —reveló Elspeth—. Aún podemos detener esto.

Karn guardó silencio unos instantes, pensativo.

—Hay que llevarlo al núcleo de las raíces y detonarlo.

—Pero... —empezó a decir Melira, que se detuvo al notar la mirada tajante de Koth.

—Debería ser yo quien soportara esa carga, si fuese capaz de hacerlo —dijo Karn— Esa misión tendría que corresponderme a mí. Ustedes deberían volver a sus hogares y defenderlos ante lo que está por venir.

—Pero no puedes —dijo Kaya—. No puedes ni moverte.

—Es demasiado tarde para mí —admitió el gólem.

—No eres el único que está acabado —dijo Jace separándose del pecho de Tyvar. Este lo dejó en el suelo y el telépata se acercó a Karn mostrándole la herida que se extendía desde el brazo—. Yo tampoco tengo forma de salir de esta. Me encargaré de librar de ellos al Multiverso.

Caminó cojeando hacia la entrada que había al otro lado de la sala. Tras una pausa incómoda, Tyvar y Kaya lo siguieron.

Melira se arrodilló junto a la cabeza de Karn para limpiar los restos de aceite iridiscente y tratar de colocarla en una posición más cómoda. Koth y el equipo de demolición se desplegaron alrededor de él y empezaron a poner cargas para liberarlo de sus ataduras. Elspeth se detuvo en la entrada, sin seguir a los otros planeswalkers ni ayudar a Karn. Entonces se giró hacia él.

—Yo debería... Ellos necesitan... Pero ¿quieres que me quede? —le preguntó.

—Me gustaría responder que sí, por puro egoísmo, pero no debo —dijo Karn con voz ronca—. Jamás pensé que volverías a ver este plano. Lo siento mucho. Ojalá no tuvieras que morir con nosotros.

—Fue mi decisión, Karn.

—Ve con tus amigos y luego márchate de este plano. Busca un lugar mejor para librar la batalla final.

―No ―dijo Elspeth—. No huiré más.

Karn suspiró, evidentemente exhausto.

—Nos quedaremos aquí para preparar las cargas y ayudar a Karn cuando esté libre —dijo Koth—. Vete.

—Ojalá no tuviera que hacerlo.

—No te preocupes —dijo Melira, que se esforzó por mostrar una sonrisa—. Juntos, ya llegamos más lejos de lo que me esperaba.

—Volveré pronto —respondió Elspeth antes de cruzar la entrada hacia el núcleo de las raíces.


El último puente era largo, blanco y lleno de matices rojos.

Cuántos de sus amigos murieron o estaban perdidos. Ajani ahora estaba en las garras de Pirexia, con la mente alterada y el cuerpo condenado a no morir nunca. Karn posiblemente sufría daños irreparables. La ira de Elspeth era inmensa y más angustiosa todavía por ser tan reciente. Le arrebataron más de lo que creía posible. Se sentía como si toda ella fuese una vieja herida reabierta, más grave que nunca e incapaz de sanar.

Elspeth aceleró el paso.

Alcanzó a los otros en la mitad del puente, de camino hacia una horrible réplica del altar de Elesh Norn. Estaba hecha con raíces entrelazadas del Romperreinos, en lugar de pirexianos osificados, pero era obvio que cumplía el mismo propósito. El altar dolía a la vista y cautivaba el corazón al mismo tiempo, y Elspeth lo odió más de lo que le parecía posible.

Jace volvió a erguirse y se giró hacia ella cuando se reincorporó al grupo. El telépata le dio la bienvenida asintiendo brevemente y sin decir nada. Aquel lugar estaba vivo, en contraste con la quietud de la Basílica: el aire vibraba con un coro extraño de voces disonantes, que se superponían unas a otras para formar una armonía de elementos dispares, en vez de la cacofonía que deberían causar.

—¿Los pirexianos saben armonizar? —susurró Kaya con incredulidad.

Había electricidad estática centelleando en el ambiente, que se notaba cargado de éter. El techo de raíces se abría a medida que se aproximaban al tronco, y un tapiz de raíces más finas les hizo levantar la vista hacia la inmensidad del Árbol del Mundo. El Romperreinos se retorcía a través de una grieta que conducía a la Eternidad Invisible, donde se veían destellos difusos de otros planos. Las ramas superiores crepitaban con la energía que Tyvar denominó “caminos del presagio”. Desde aquel ángulo, se veían largas pasarelas que unían el árbol a las cápsulas blancas y rectangulares de las naves invasoras. Los pirexianos marchaban por las pasarelas y se disponían a asaltar el Multiverso.

El humo que escupían las naves era rojo. Rojo como la sangre y la infección.

—Pero ¿cuántos hay? —preguntó Kaya.

—Deben de ser millones —murmuró Kaito con horror.

—Antes solo nos mostraron lo que creían que merecíamos —dijo Jace. Las naves blancas llegaban hasta las ramas superiores, como frutos terroríficos y listos para cosechar—. En realidad estaban aquí abajo, preparándose para la auténtica batalla.

Detrás del grupo, en el puente se oyeron pasos firmes y confiados. Se giraron al unísono, todos empuñando las armas excepto Jace, que aferró el sylex y retrocedió para separarse del conflicto inminente.

Los que se acercaban con toda tranquilidad, como si se tratara de un agradable encuentro en un parque, eran Ajani y Tibalt, pero no tenían el aspecto de siempre. Ajani llevaba una armadura de metal rojo y blanco que parecía surgir de su propio cuerpo. El blindaje imitaba el aspecto de la Basílica Pálida, lo que señalaba al leonino como un siervo de Elesh Norn. Empuñaba una enorme hacha de dos cabezas con las hojas invertidas en honor a ella.

Ver a su mentor vestido con los colores de su mayor enemiga hizo que a Elspeth se le subiese la bilis a la garganta. Sin embargo, peor aún fue la sonrisa que se dibujó en el rostro de Ajani al verla.

—Bienvenidos —saludó con la misma voz de siempre—. Querida Elspeth, me alegro de volver a verte. Es un alivio ver que sobreviviste para unirte a mí.

—No estoy aquí por ese motivo —escupió ella, para luego alzar la espada ante sí y aferrarla con fuerza—. Vengo a detener esto.

—¿Y por qué quieres hacerlo? —preguntó él con sincera curiosidad—. Ahora podemos estar juntos para siempre, perfectos y en armonía. Se terminarán las diferencias, los conflictos y el dolor. Estarás en tu hogar. Tendremos la paz que siempre buscamos. Todos serán uno.

—Jamás —afirmó ella.

Al lado de Ajani, Tibalt era una pesadilla de placas y protuberancias óseas unidas por tendones entrelazados y en carne viva. Lo único que se reconocía de él era la sonrisa siniestra de la parte carnosa que aún quedaba en su rostro. Su cola, antes bifurcada en la punta, ahora se dividía hasta la raíz y remataba en dos aguijones que goteaban aceite iridiscente sobre el puente de raíces.

—En Kaldheim fuiste un monstruo y ahora por fin lo pareces —dijo Tyvar con una calma sorprendente.

—Ah, el principito demasiado estúpido como para sentir miedo —se burló Tibalt—. Siempre supe que yo te daría muerte.

—Kaito, lleva a los demás hasta su destino —dijo Tyvar sin apartar la mirada de su oponente—. Elspeth y yo nos encargaremos de las alimañas.

—Tyvar...

¡Vete! —lo interrumpió el elfo sin girarse—. Estamos predestinados a ganar estas contiendas. Los escaldos cantarán sobre la batalla que presentamos hoy, pero solo si alguien sobrevive para contar nuestra historia. Y ahora, ¡en marcha!

—Como quieras —respondió Kaito, que hizo una despedida triste y forzosa con la mano antes de ofrecerle el brazo al debilitado Jace y guiarlo hacia la entrada al final de la sala. Kaya los siguió tras una última mirada llena de pesar y los tres se marcharon. Tyvar y Elspeth se quedaron solos contra sus enemigos transformados.

—Bueno, pues —dijo Tyvar casi con formalidad—. ¿Comenzamos?

Ilustración de Filipe Pagliuso

Ajani rugió cuando Elspeth cargó contra él y Tibalt se lanzó a por Tyvar mientras el metal del Campo Resplandeciente envolvía la piel del héroe. Y así, los cuatro trabaron batalla.

Los gritos no tardaron en llegar.