El ruido del combate se atenuó a medida que Jace, Kaito y Kaya se adentraban en la réplica de la ciudadela de Elesh Norn construida a pequeña escala en el Núcleo de la Semilla. El lugar era espacioso e infinito, lleno de rayos de una luz mantecosa y obscenamente dorada, sin corromper por los horrores que la filtraban. Por mucho que Kaya buscase, no encontraba el origen de la luz: no había soles tan debajo de la superficie del antiguo Mirrodin y tampoco se veían otras fuentes. Aun así, los pasillos y las salas brillaban y el aire resplandecía con la armonía disonante de los coros pirexianos invisibles.

Ilustración de Marta Nael

Jace no tenía buen aspecto. Caminaba por su propio pie, pero los alambres que le crecían en la carne y los huesos empezaban a agrietarle la piel, perforándola, entrelazándose en rizos delicados y ondulando como cilios mientras formaban un caparazón en torno al brazo. Ahora llevaba la mochila con el sylex en el costado opuesto, apoyada contra la cadera mientras corrían.

Para Kaya, lo peor era que les dejaba ver lo condenado que estaba, en vez de lanzar una ilusión sobre sí mismo para tranquilizarlos. En aquel sentido, Jace era como un gato: nunca quería que lo vieran cuando estaba mal, prefería disimular el daño y aparentar que se encontraba perfectamente. Sin embargo, ahora caminaba visiblemente herido.

Aun así, todos lo estaban, cada uno a su manera. Kaito daba pasos rápidos y eficientes, dividiendo la atención entre el entorno y el dron cubierto de hexoro que llevaba al hombro, el cual arrullaba y se frotaba contra la mejilla del nervioso planeswalker para tratar de tranquilizarlo. Kaya pensó en decirle de broma si necesitaba un peluche para calmar la tensión de la batalla, pero la verdad es que también deseaba haber traído un amigo con ella, aunque fuese pequeño y no hablase.

Por supuesto, había traído amigos consigo: Tyvar, Vraska y los demás. Pero allí estaba ahora, internándose en territorio enemigo con un desconocido y un hombre muerto para ayudar a detonar una bomba que podría aniquilar a incontables desconocidos. La amenaza pirexiana era muy real... y peor de lo que se temía.

Aun así, había personas como Melira que albergaban esperanza y tomaban las armas, que se negaban a rendirse. La cantidad de muertes era inconcebible. El dolor que sufrieron los mirrodianos era mayor del que jamás podría repararse. Merecían un mundo mucho mejor. Kaya sabía, sin atisbo de duda, que en el Multiverso no había un arquitecto glorioso, una divinidad amable que tomaba decisiones de gran alcance sobre el rumbo de todo, porque ningún arquitecto con una pizca de bondad en el corazón haría semejante cosa a los inocentes de Mirrodin. Aunque alguien argumentase que Pirexia tenía el mismo derecho que ellos a existir, no se podía cuestionar que la infección de las máquinas era parasitaria en el mejor de los casos y predatoria en el peor de ellos. Un Multiverso en el que existiese Pirexia terminaría convirtiéndose en Pirexia, consumido bajo su horrible unidad. Solo una versión de la realidad podía sobrevivir a este conflicto.

Y Kaya sabía cuál quería que fuese.

El ruido del combate desapareció del todo. Kaya sintió el funesto temor de que solo quedaran ellos tres. El Romperreinos, que ella no consideraba un Árbol del Mundo por respeto a Tyvar, ya estaba perfeccionado. Sus amigos estaban muertos. No tuvieron ni un momento para llorarlos y el tiempo que les quedaba era tan escaso que seguramente no habría ocasión de hacerlo. Si ella muriese, ¿la lloraría alguien? ¿Y a los demás?

―Odio este sitio ―comentó Kaito en voz baja para romper el semisilencio armónico.

Kaya se giró hacia él casi sorprendida. Jace no lo hizo; siguió mirando al frente para obligarse a continuar pese a la agonía, que debía de ser indescriptible.

―No es como debería ―añadió Kaito, mirando a los ojos a Kaya―. No percibo especialmente bien a los espíritus, pero Boseiju, el gran árbol de Kamigawa, existe en armonía con todo. Está repleto de kami, de espíritus, igual que todo en Kamigawa. Pero este lugar... Los pirexianos debieron de consumir a los espíritus junto con todo lo demás, o aullarían sin cesar. Para darse cuenta de eso no hay que ser muy perceptivo.

―No ―admitió Kaya. Los espíritus de los que hablaba Kaito no parecían ser como los que ella solía eliminar, que surgían tras la muerte en vez de nacer como inmortales. Con toda la devastación que hubo en aquel plano, Kaya pensaba que el aire estaría tan repleto de fantasmas que resultaría difícil respirar, pero no había ni rastro de ellos. No diría que ningún aspecto de Pirexia era estéril, porque incluso la mugre estaba diseñada para infectar y consumir a los incautos. Aun así, “estériles” era la única palabra que acudía a su mente para describir a los espíritus del plano. Pirexia no dejaba ir a sus víctimas, ni siquiera en la muerte.

Los pasillos del núcleo estaban vacíos, pero no daba la sensación de ser un golpe de suerte, sino una pieza más de la ineludible trampa en que se convirtió la misión. Kaya respiró hondo. Jace todavía era él mismo y aún tenían el sylex. No todo estaba perdido. Caminaban con una esperanza impotente, una impotencia que era más intensa desde que dejaron atrás a Elspeth. La otra planeswalker tenía algo que ayudaba a creer que lo imposible tal vez se hiciera realidad.

Aquella sensación desapareció junto con Elspeth. Aunque lograran su objetivo, el precio de la victoria seguiría siendo demasiado alto. No habría forma de enmendar el daño que ya había causado Pirexia.

Ninguna en absoluto.

El techo dio paso a unos paneles claros, transparentes y orgánicos como las alas de una gran mosca durmiente. Igual que el resto del horrible lugar, parecían extrañamente vivos, divididos por venas un poco más oscuras que palpitaban con el aceite iridiscente que corría por ellas. Dañar el “tragaluz” provocaría una lluvia infecciosa. A través de los paneles se veían puentes de tendones rojos que conducían a las grandes naves invasoras. Las interminables filas de guerreros con los colores rojo y blanco de la facción de Elesh Norn se adentraban en las cada vez más preñadas bodegas de las naves. Estaban embarazadas de Pirexia, listas para propagar aquella horrible semilla por el Multiverso.

Las naves expulsaban una neblina roja mientras aguardaban para partir, lo que daba un matiz sangriento al tragaluz. La membrana clara absorbía las partículas rojas y se limpiaba cada pocos segundos, pero volvía a mancharse de inmediato en un ciclo perpetuo de saneamiento y contaminación. Kaya sintió escalofríos.

―Esto es un callejón sin salida ―murmuró Jace con voz sombría―. Vamos a tener que dar media vuelta y probar en otra dirección.

―Me parece que no ―dijo Kaito en voz baja―. Kaya, Jace, por aquí.

Se acercaron al esbelto ninja, que estaba al lado de un agujero en el suelo. Parecía el acceso a unas escaleras, solo que alguien se olvidó de construir las propias escaleras. En vez de eso, había una caída de unos tres metros hasta un disco flotante de metal blanco pulido, alrededor del cual, a diferencia de la sala donde estaban, no había paredes.

En el disco se veía otro agujero de mayor tamaño que revelaba el tronco del Romperreinos, el cual se perdía entre una niebla veteada de relámpagos. Era lo más cerca que llegarían a estar de las raíces del árbol.

―Este plano está hecho para caer por él ―dijo Kaya procurando no sonar grave, y entonces salió de fase para descender hacia el disco.

Un olor a ozono, micosintético y una horrible perversión del aire dulce de Kaldheim asaltó su olfato en cuanto aterrizó, y Kaya se estremeció de nuevo antes de situarse debajo del agujero superior.

―Venga ―dijo al prepararse para atrapar a Jace cuando se dejase caer―. Acabemos con esto.

Kaito ayudó a Jace a sentarse en el borde del agujero. El exhausto telépata se encorvó sin dejar de aferrar el sylex y balanceó las piernas como un niño que se disponía a saltar de un columpio. Cuando por fin se lanzó, con Kaito ayudándolo a estabilizarse, Kaya sintió un breve y vergonzoso impulso de apartarse y dejarlo caer. Ya estaba perdido; ayudarlo a bajar era como invitar a un monstruo a entrar en un refugio del que no había escapatoria. Sin embargo, Kaya se mantuvo firme y, cuando Jace aterrizó en sus manos, consiguió no apartarse con asco de los alambres que tenía en el brazo.

Lo que no evitó fue el instinto de salir de fase cuando estos intentaron rozarla. Ya poseían la necesidad pirexiana de propagar la infección y Jace reaccionó de manera comprensiva, aunque tropezó antes de recuperar el equilibrio.

Ya falta poco ―dijo la voz de él, que reverberó en la cabeza de Kaya sin pasarle por los oídos.

En sus pensamientos, ella cuestionó la afirmación; Jace la dejó con sus dudas sin comentar nada, lo cual tenía su mérito. El telépata extrajo el sylex y lo expuso al aire de Pirexia por primera vez. Kaya retrocedió un paso. Kaito, que descendió sin que ninguno de los dos se diese cuenta, se acercó a él, pero se detuvo cuando Kaya lo sujetó de un brazo.

―Dale espacio ―le advirtió―. Esto es delicado.

―¿Seguro que podemos quedarnos tan cerca? ―preguntó Kaito.

―Urza tenía el primer sylex en el regazo cuando lo detonó ―explicó ella―. No nos pasará nada, probablemente. ―Siempre y cuando el plano sobreviviera.

Estaba dando por hecho que la onda expansiva destruiría el árbol sin hacer pedazos Nueva Phyrexia desde el núcleo hasta la corteza. Aún era posible que aniquilase a los últimos mirrodianos y, con ellos, a todos los planeswalkers que seguían en el plano. Si Nahiri seguía con vida y aún era ella misma, la explosión la fulminaría al instante. Lo mismo les ocurriría a Elspeth, a Tyvar y a todos los otros, incluso a...

Kaya no podía ni formar su propio nombre en sus pensamientos. Llevaba años danzando entre fantasmas, pero, si muriese allí, no dejaría atrás su propio espectro.

―Espera ―dijo mientras Jace se sentaba junto al sylex cruzando las piernas y poniendo las manos en el borde. Los alambres que le crecían en el brazo se apartaban del metal, casi como si reconocieran el desastre que se avecinaba.

Jace levantó la vista con una ligera expresión de sorpresa.

―¿Seguro que debemos hacerlo? ―dudó Kaya―. El Árbol de la Invasión ya está conectado. “Arrásalo todo”; eso pone en el sylex, ¿no? En los grabados. Cuando lo detones, la explosión se extenderá por las ramas. Podría dañar o incluso destruir todos los planos con los que están unidas... y no hay forma de saber cuáles son. Vryn, Tolvada, Ixalan... Incluso Rávnica. Todos ellos podrían ser víctimas.

―Si Pirexia llegó hasta ellos, ya lo son ―dijo Jace.

―Un momento ―intervino Kaito―. Yo estoy aquí para salvar Kamigawa, no para destruirlo.

―El sylex arrasa todo lo que toca ―razonó Kaya―. Incluso el tiempo se fracturó cuando Urza usó el original. Antes de que perfeccionaran el árbol, había una posibilidad de que Mirrodin sobreviviese... y la explosión solo habría afectado a este plano. Ahora, si puede propagarse por los caminos del presagio que Tyvar vio en las ramas... Jace, quizá lo destruyamos todo, incluso la Eternidad Invisible. Tienes que esperar.

―Vraska está muerta y yo me muero ―respondió él con calma―. Mi cuerpo tal vez perdure y utilice los poderes que alberga contra cualquier ser vivo... Y te aconsejo que me mates antes de que eso ocurra. No tienes ni idea de cuánto tiempo y energías dedico a no destruir las mentes que me rodean solo porque puedo, ni de cuánto me esforcé para buscar una forma de vivir en un Multiverso de tanta simplicidad sin causar un daño interminable. Seré un arma increíble para el dominio pirexiano. ―En sus ojos destelló un brillo azul inhumano, más intenso de lo habitual, y Jace hizo una mueca de dolor mientras recuperaba la compostura―. Ya empiezan a hablar a través de mí, Kaya. No nos queda tiempo. Cada instante que esperamos, cada segundo que pasamos titubeando por tu repentina necesidad de ser una heroína, y no solo una salvadora, significa que tal vez erradiquemos otro plano más. No vamos a destruir nada: vamos a evitar más muertes. Culpa a Pirexia, no a nosotros.

Jace soltó un gran suspiro, repentinamente exhausto.

―Y no hay otra solución. Es mejor cumplir lo que promete el sylex, calcinar las ramas y barrerlo todo, en vez de perder el Multiverso entero. Precipitar el fin. Derribar los imperios para empezar de cero. Renovarlo todo.

Ilustración de L.A Draws

Empezó a levantar el sylex.

Kaya reaccionó al instante, se lanzó hacia él y le sujetó la muñeca antes de que terminara el gesto. Jace se soltó de un tirón y apartó la mano del sylex con los ojos entornados.

Kaya sacó una daga del cinturón. Los ojos de Jace empezaron a brillar. Ninguno de los dos medió palabra. Kaito los miró a ambos, confundido por un momento, y luego alzó la espada y se situó junto a Kaya.

―Lo siento, Jace, pero no puedo dejar que pongas en peligro a Kamigawa.

―Muy bien, pues ―dijo Jace, que se levantó lenta y trabajosamente.


En el puente sobre el abismo, el hacha de Ajani impactó contra la espada de Elspeth y empujó a la enjuta planeswalker, que clavó los talones en la superficie fibrosa y trató de no ceder terreno.

―No puedes vencerme, jovencita ―dijo él con una voz anormalmente tranquila y plana. Le habló como si fuese una niña que intentaba robar demasiados dulces, a la que debía explicarle lo poco saludables que eran sus caprichos. La calma de su voz solo transmitía afecto y preocupación sincera. Si no sonara exactamente como Ajani, Elspeth quizá se sintiese capaz de hacer un giro con la espada y rajarle los tobillos para arrojarlo al vacío―. Es inútil intentarlo. Únete a nosotros. Somos lo inevitable. Somos lo ideal. Somos uno, y cuando aceptes ser una con nosotros, seremos más fuertes de un modo que jamás imaginarías mientras vivías en la imperfección de la carne.

―Nunca ―consiguió decir Elspeth, pero el desafío le sonó débil incluso a ella―. Ajani, si me oyes, lo siento.

―No tienes que disculparte por nada ―dijo el leonino, que empujó la espada con más fuerza para intentar ganarle terreno a Elspeth. Ajani no lanzaba ningún golpe, sino que le permitía atacar a ella... pero ahora Elspeth no podía destrabarse sin quedar muy expuesta. Incluso defenderse podía ser una trampa.

―¡Pues deja de luchar contra nosotros!

―Pirexia no es el enemigo de nadie ―razonó Ajani―. Solo queremos compartir la paz y la perfección de ser uno. Solo queríamos traerte a casa.

―Entonces, Pirexia es el enemigo de todos ―dijo Elspeth.

―Como quieras ―respondió él―. No tienes que estar viva para unirte.

Ajani por fin atacó blandiendo el hacha en un arco tremendo, acompañada de una ráfaga de magia destructiva que no alcanzó a Elspeth en la cabeza por muy poco y arrancó un trozo del puente. Ella giró sobre los talones y le lanzó una cuchillada a las rodillas, pero Ajani la esquivó con un salto ágil, a una velocidad que Elspeth no se esperaba. La batalla estaba en marcha, pero ahora comenzaba de verdad.


Cerca de ellos, Tyvar utilizaba sus cuchillas para desviar las púas gemelas de las colas de Tibalt y mantenía a raya todo lo posible al planeswalker de aspecto casi bestial. La piel de Tyvar aún era metálica y brillante; tenía todo el cuerpo convertido en metal del Campo Resplandeciente para aprovechar la pizca de protección que le daba contra el aceite iridiscente, que goteaba como veneno del cuerpo de Tibalt.

—Ay, principito —siseó el pirexiano con una sonrisa cruel en su rostro deformado—. Tan ambicioso y deseoso de ser un héroe... No habrá sagas en tu nombre. Si tu leyenda sobrevive a este día, será un relato de fracaso, la historia de un hombre elegido por una grandeza de la que nunca fue digno. ¿Qué se siente al ser el último príncipe de Kaldheim?

—No eres el dios de las mentiras —gruñó Tyvar, que alzó un brazo para bloquear una de las colas de su adversario—, pero tus palabras no son de fiar.

—Puede que no, pero eres demasiado estúpido como para reconocer cuándo deberías tener miedo. —Tibalt retiró súbitamente la cola que sujetaba Tyvar y le lanzó una estocada con ella. La púa rebotó contra uno de los hombros metálicos del elfo.

Tyvar siseó de dolor y Tibalt siseó con deleite. Fue la primera y quizá única vez que los dos tuvieron algo en común.

—Sí, ese dolor... —dijo Tibalt con gran satisfacción—. Tal vez te resistas a mis hechizos, pero solo porque eres un cabeza hueca que no duda de sus convicciones. No todo el mundo carece tanto de inquietudes.

Apartó la vista de Tyvar, lo cual era el insulto definitivo en plena batalla, y dirigió una amplia y siniestra sonrisa hacia Elspeth mientras esta luchaba contra su antiguo mentor.

—La duda —dijo Tibalt, y un humo aceitoso empezó a surgirle de las comisuras de los labios— es la mayor arma de todas.


Elspeth trastabilló al bloquear el nuevo golpe de Ajani, apenas capaz de mantenerse firme. De pronto, una oleada de tristeza y dudas la asaltó. Ella tenía la culpa. Ajani no se habría infectado si ella hubiera prestado más atención, si hubiera sido una mejor discípula, si no se hubiera distraído tanto con sus propios problemas, si hubiera sido lo bastante fuerte para salvar Mirrodin en vez de permitir que sucumbiese ante Pirexia... Si hubiera sido una persona mejor, nada de esto habría ocurrido.

Si hubiese bajado más rápido a la Capa del Horno, habrían llegado al árbol antes de que se conectase, habrían encontrado a Vraska antes de que la perfeccionaran y habrían salvado a muchos más, a todos. La culpa de todo era suya.

El siguiente golpe de Ajani hizo que el arma de Elspeth saliera despedida de sus manos y ella retrocedió con los brazos estirados y las palmas hacia delante, intentando apartar al leonino. Tan miserable se sentía que ni siquiera fue capaz de pedir clemencia.

Tibalt se rio y lanzó una estocada tras otra contra Tyvar, que se debatió para resistir los golpes, horripilado ante la retirada de Elspeth. Verla perder la fe en la lucha...

fue como sentir que no había esperanza alguna.


Kaya se lanzó a por Jace o, mejor dicho, al lugar donde Jace debería estar. Atravesó el aire vacío de la imagen proyectada del telépata y el falso Jace se separó y disipó como la niebla.

—Kaya, por favor —dijo él—. Somos planeswalkers, nos debemos a una causa mayor que nosotros mismos, aunque no sea conveniente ni ideal. Estamos aquí para salvar el Multiverso. Detonar el sylex quizá destruya varios planos, pero también puede que solo sufran una sacudida. En cualquier caso, los demás vivirán.

—El Multiverso no va a morir, desalmado de las... —Kaya se contuvo y respiró hondo. El Jace que conocía era meticuloso con la privacidad de las mentes ajenas y controlaba su telepatía con firmeza. Jamás indagaría en sus miedos más profundos ni le reprocharía su debilidad de aquel modo. Incluso cuando se encaraba con Nahiri, Jace procuraba no decir nada que delatase que conocía sus pensamientos.

Kaya no tenía forma de saber si le estaba leyendo la mente, pero le daba la sensación de que sí y no le gustaba ni un ápice. Entrecerró los ojos. Jace se interponía entre el sylex y ella, pero su figura delgada no semejaba una gran barrera.

Y entonces, de pronto, había tres copias de él, pero ninguna era el original. El cuerpo de Kaya se volvió de un púrpura traslúcido cuando salió de fase parcialmente respecto al resto del plano. No podía detectar los pensamientos como hacía Jace, pero sabía percibir la energía espiritual, y dos de los Jaces no tenían espíritu. No eran reales: solo el tercero, el más alejado de ella, existía de verdad.

Se giró hacia Kaito:

—Es ese —le dijo señalando al Jace en cuestión—, detenlo.

No tuvo que repetírselo. Kaito sacó un puñado de shurikens del interior de sus ropajes y los arrojó contra el auténtico Jace utilizando la telequinesis para dirigirlos hacia el objetivo. Apuntó a neutralizarlo, no a matar, y cuando los proyectiles se clavaron en la carne del brazo herido de Jace, las dos imágenes falsas parpadearon y desaparecieron.

Kaya enfundó su daga y se acercó al auténtico Jace y al sylex.

Espera —dijo la voz de él—. Por favor...

Kaya se detuvo, entornó los ojos y lanzó una mirada fulminante al auténtico Jace.

Este alzó la vista; se le veía pálido, demacrado y más joven de lo que ella jamás pensó. No parecía un planeswalker todopoderoso, sino más bien un hombre a punto de derrumbarse. Los alambres ondulantes y lánguidos de su brazo, que Kaya por fin advirtió que tenían un parecido sorprendente con los bucles del pelo de Vraska, ahora brillaban en las puntas, como si tuvieran ojos que se abrían mientras continuaban entrelazándose cada vez más fuerte alrededor de la carne. Muy pronto cortarían la circulación, si es que aún no lo habían hecho.

Los shurikens de Kaito cercenaron varias hebras, que se retorcían en el suelo hasta morir, y la piel de Jace tenía algunos cortes superficiales que no sangraban. El avance del perfeccionamiento pirexiano era una pesadilla, y lo que más deseaba Kaya era despertar de ella.

Tenemos que hacerlo —dijo él.

—No, tú quieres hacerlo —respondió Kaya—. Nosotros queremos preservar el Multiverso. Todos los planos que Pirexia todavía no alcanzó están unidos a la Eternidad Invisible, como este maldito árbol. Si lo volamos por los aires ahora, podríamos arrasarla entera.

—La emperatriz... —dedujo Kaito con horror.

—Y también cualquier planeswalker que haya en tránsito —añadió Kaya—. Todos nosotros. No dejaré que lo hagas. —Se abalanzó a por el sylex y lo sujetó con ambas manos—. Se acabó, Jace. Tú pierdes. Todos perdemos.


Elspeth retrocedió otro paso, incapaz de soportar las oleadas de desesperación y dudas que emanaba Tibalt. Fracasó, todos fracasaron, Ajani estaba perdido, Nueva Capenna estaba perdida, ella misma estaba perdida, era el fin, tenía que terminar así, se negaba a reconocer la evidencia de que no podía hacer nada para impedirlo...

Las dudas la asaltaban, arrancaban los velos de virtud y compasión que trabajó tan duro y tanto tiempo para construir, hasta que la esencia de Elspeth Tirel quedó expuesta: la niña que desafió a Elesh Norn en un plano sin un atisbo de esperanza, que se mantuvo inquebrantable ante los horrores pirexianos. Ajani vio la oportunidad y lanzó un hachazo contra la nuca desprotegida.

La espada de Elspeth, inesperadamente, se interpuso entre ellos. El leonino se detuvo y parpadeó, sorprendido, al darse cuenta de que la mirada de Elspeth era la de una criatura salvaje arrinconada.

No muy lejos, Tibalt se rio.

—Vaya, la bienhechora se resiste, ¿no? Lástima que no la conocieras antes, príncipe de los necios. Quizá fuese lo bastante inútil como para ser tu compañera. Aunque tu hermano te la arrebataría, como hace con todo lo que vale la pena. Sin él, podrías haber sido magnífico.

Tyvar rugió. Cuando Tibalt volvió a lanzar las púas de la cola contra él, soltó una de sus armas, atrapó el apéndice justo por detrás del aguijón y lo dobló hacia atrás. Entonces, el metal del Campo Resplandeciente que envolvía el cuerpo de Tyvar empezó a fluir hacia la carne de Tibalt y la transmutación se propagó para adueñarse de él, casi al estilo pirexiano.

Tibalt siseó e intentó liberarse, pero Tyvar no lo soltó. El metal se extendió para cubrir cada vez más el cuerpo de Tibalt. La carne aún no transmutada casi pareció contraerse para intentar huir de la transformación tóxica.

—¡¿Qué haces?! —exigió saber Tibalt, alarmado.

—Mi magia neutraliza todo lo que envuelve —dijo Tyvar, que sonrió y mostró los dientes metálicos a modo de amenaza—. Tus dudas no afectan a quien no pueden alcanzar.

Tenía razón. La postura de Elspeth adquirió confianza por momentos hasta que ocurrieron dos cosas: el metal del Campo Resplandeciente cubrió hasta la última pizca de carne de Tibalt y del cuerpo de Elspeth surgió un pulso de esperanza tan intensa que parecía capaz de quemar toda la infección de Pirexia, de iluminar la Eternidad Invisible.

—Las dudas no son nada —dijo ella—. Las dudas no cambian lo que es correcto. No me uniré a Pirexia. Nadie más lo hará.

Su espada emitió una ráfaga de luz blanca que hizo tambalearse a Ajani. Elspeth se enderezó y adoptó una postura ofensiva.

La lucha todavía continuaba.

Ajani soltó un grito y trastabilló. Elspeth le estampó el pomo de la espada en la nuca y lo estrelló contra el suelo. El hacha repiqueteó al caer de los dedos de Ajani cuando perdió la consciencia.

Con una mirada salvaje, Elspeth se giró hacia Tyvar y el asediado Tibalt. El elfo negó con la cabeza:

—Yo me ocupo de este diablo. Me debe una muerte por lo que le hizo a mi plano. Vete, busca a los otros. Estaré bien.

Ilustración de Kieran Yanner

El metal estaba desapareciendo de su piel y la de Tibalt: las reservas mágicas de Tyvar estaban a punto de agotarse. Tibalt intentó apuñalarlo con la cola que tenía libre y Tyvar también la atrapó, para luego doblar ambas hacia atrás con un gruñido de esfuerzo. Al darse cuenta de lo que pretendía, Tibalt intentó alejarse de un tirón.

Lo último que vio Elspeth antes de echar a correr por el puente, en busca de los otros, fue cómo Tyvar clavaba las dos púas de Tibalt en el lugar donde debería estar el corazón del pirexiano. Tibalt soltó un grito agudo y agonizante, y no dejó de aullar cuando Tyvar lo empujó por el borde del puente. El pirexiano se estrelló contra un puente que había debajo y se oyó un terrible crujido, seguido del silencio.

Elspeth simplemente corrió.


Kaya agarró el sylex y se relajó al notar su solidez antes de entrar en fase y volverse corpórea... Pero entonces el sylex se desvaneció como la bruma entre sus manos. Era otra de las ilusiones de Jace.

—¡Kaya! —gritó Kaito.

Se giró hacia Jace y vio que los alambres le reptaban por el rostro, y sus ojos brillaban con un azul más intenso que nunca.

—No... —dijo ella entre dientes.

Jace, con el rostro serio, la miró por encima del borde del sylex auténtico, que aún estaba entre sus manos, y respondió en voz baja:

—Sí. Kaya, lo siento. Kaito, lo siento. Y todos los demás... —Entonces soltó una risita seca, sombría y sin humor—. Lo siento mucho.

Jace desapareció ocultándose con su magia.

Al otro lado de la ilusión, se pasó un pulgar por la frente y casi se asombró al ver la rapidez con la que se le agrietaba la piel... Pero lo que goteó desde la herida hasta el sylex no era sangre, exactamente. Suspiró. Cuántas pérdidas. Y cuánto se podía perder aún.

Con un esfuerzo casi físico que le hizo volverse visible por un instante, imbuyó su aflicción y su furia en el recipiente. No solo su propia aflicción: el sufrimiento y la agonía pesarosa de todo Mirrodin, el remordimiento por el Multiverso, el amor de Vraska. Los sentimientos se vertieron en el sylex como la mejor de las mieles, tan espesos y puros que casi podía verlos.

Las palabras no importaban. Jace lo sabía, pero le pareció correcto pronunciarlas de todas formas, igual que Urza tanto tiempo atrás. Teferi lo vio, y Kaya a través de él, y Jace a través de ella. Como una línea constante, desde el pasado hasta el presente. Desde un final hasta otro.

—Arrasa la tierra. Precipita el fin —murmuró—. Lo siento.

Su voz resonó en el espacio cerrado con una intensidad imposible y una luz floreció en el cuenco del sylex, reptando hacia arriba como un ser vivo en dirección al borde. Kaya soltó un grito de miedo y desesperación y Kaito se interpuso entre la luz floreciente y la otra planeswalker. Ninguno de los dos vio a Elspeth saltar por el agujero del techo y correr hacia Jace.

El telépata se volvió hacia ella con los ojos encendidos con una despiadada luz azul. De algún modo, Elspeth lo comprendió todo en ese instante: lo que Jace decidió hacer y lo que estaba a punto de ocurrirle no solo a Mirrodin, sino al Multiverso. Con una lucidez perfecta, Elspeth supo lo que tenía que hacerse.

No titubeó. Con un solo movimiento convulsivo, atravesó a Jace con la espada y lo empujó a un lado. Elspeth dejó que el cuerpo se llevase el arma consigo al caer y tomó el sylex entre las manos.

Ilustración de Magali Villeneuve

Tuvo un momento para mirar a Kaya y Kaito antes de que la luz coronara el borde del sylex y un chasquido cortante resonara en la sala cuando Elspeth desapareció. El sylex se fue con ella, rumbo a algún destino incógnito, a algún lugar más allá de la Eternidad Invisible.

Tyvar, ensangrentado y otra vez de carne, se descolgó por el agujero y se reunió con Kaya, Kaito y el cuerpo de Jace. Caminó hasta Kaya, que se giró hacia él con los ojos desorbitados.

Fuera lo que fuese a decir Tyvar, sus palabras enmudecieron cuando una serie de estruendos inmensos consumieron todos los sonidos y una onda de presión descendió por el tronco del Romperreinos, que emitió una luz palpitante. Cada pulso iluminó el ambiente con un despliegue aceitoso de colores indescriptibles y arrastró el mundo a través de un ciclo de noches y días vertiginosos como latidos. El árbol funcionaba por completo y se transmitía por el Multiverso.

Las sacudidas hicieron que los tres cayeran al suelo y, debido a la luz palpitante, ninguno vio el momento en el que la pared se abrió y formó un iris como el de un ojo, haciendo que el olor del éter invadiera la sala.

Tyvar se levantó con dificultad y ayudó a Kaya a ponerse en pie. Kaito se levantó por su cuenta y observó las alturas, cautivado y horrorizado. Los demás siguieron su mirada y vieron que las ramas del Romperreinos parpadeaban hasta desvanecerse con destellos inexplicables, como si estuvieran unidas al árbol pero desapareciesen al mismo tiempo. Tyvar hizo un pequeño sonido de consternación:

—Ya recorren los caminos del presagio. Portan el desastre allá adonde vayan.

Cada rama alcanzaba otro plano, todas ellas cargadas de invasores pirexianos que se desprenderían cuales frutos nefastos para perfeccionar tierras nuevas y fértiles.

—Perdimos el sylex —gimió Kaya—. Perdimos a Elspeth, perdimos a Jace, el Multiverso está condenado... Fracasamos, Tyvar, fracasamos.

—Hoy fui testigo de la esperanza —dijo él—. Aún no fracasamos.

—Mmm, ¿chicos? —avisó Kaito, que empuñó la espada con ambas manos y se situó junto a Tyvar; los dos formaron una barrera entre Kaya y la nueva abertura de la pared. Al otro lado se oía el leve sonido de unos pasos—. Creo que vamos a tener compañía.

Los tres se apartaron de la entrada hasta que los hombros de Kaya estuvieron a punto de tocar el tronco luminoso y palpitante del Romperreinos. El trío preparó las armas y la carne de Tyvar volvió a transformarse en el metal del Campo Resplandeciente mientras se aprestaba al lado del nervudo ninja. Ambos intercambiaron una última mirada con expresiones igual de serias. Quienquiera que se acercara, en Pirexia era imposible que fuese un amigo, y menos en aquel momento y lugar.

Los pasos resonaron en la sala hasta vibrar en las paredes y el techo y hacerse insoportables. Y entonces entró una figura casi esquelética, hecha de tejido rojo desollado y metal reluciente y blanco como la porcelana. Elesh Norn dirigió su rostro sin ojos hacia los últimos planeswalkers y sonrió mientras un séquito de guerreros pirexianos entraba detrás de ella. Kaito dejó escapar un jadeo al ver a Tamiyo entre ellos; sus facciones suaves ahora eran afiladas y en sus ojos había rastros negros de aceite iridiscente.

—Bienvenidos, fatigados viajeros, a Pirexia —dijo Elesh Norn. Dirigió su sonrisa hacia el cadáver de Jace, que se estremeció y se levantó. La espada de Elspeth se deslizó de su cuerpo cuando caminó para unirse a su nueva ama. Kaito recogió el arma en cuanto quedó desprotegida y la empuñó con la otra mano.

Elesh Norn se rio.

—Qué preocupados. No somos una amenaza, solo ofrecemos armonía y paz. Somos uno. Todos serán uno. ¿Por qué resistir? Sus amigos ya están aquí.

Dirigió su sonrisa hacia las filas de súbditos. Estos se apartaron y una nueva figura avanzó entre ellos hasta situarse bajo la luz.

Nahiri no sobrevivió a la caída. Las púas que antes le atravesaban la piel en la espalda y los hombros ahora eran más pronunciadas y convertían su silueta en una parodia grotesca de su nube de cuchillas flotantes. Ya no tenía manos: desde los codos, sus brazos ahora eran hojas de metal. Su piel metálica estaba surcada de grietas que revelaban un metal fundido en el interior, y sus ojos refulgían con el mismo calor terrible y ardiente.

Kaito siseó entre dientes al ver ante sí a la mismísima oponente a la que temía enfrentarse.

—Antes tenías mejor aspecto —le dijo.

Nahiri no reaccionó. Otra figura surgió detrás de ella, incrustada en un bosque de cables finos como látigos. Utilizó las formaciones de raíces de la parte inferior como tentáculos para reptar y situarse al lado de la otra pirexiana. De las protuberancias leñosas que le cubrían la carne brotaban apéndices adicionales. Su rostro, al igual que el de Tamiyo, estaba marcado con aceite iridiscente. Kaya observó atónita. La Nissa que conocía ya no existía. No quedaba ni rastro de la gentil animista.

Tyvar mostró los dientes con aire amenazador y ajustó el agarre de sus armas. Le resultó doloroso ver a una elfa mutilada y victimizada hasta tal punto, a pesar de que apenas se conocían. Aquello era más que un horror: era una ofensa.

—Nahiri se opuso a nosotros, pero halló la paz y un camino mejor en la unidad —dijo Elesh Norn—. Nissa y ella provenían del mismo lugar, pero jamás fueron amigas. Ahora son hermanas, al fin están unidas en el mismo bando en todos los sentidos. Son una. Ustedes también pueden ser uno. Solo tienen que rendirse y todo terminará pronto.

―No ―respondió Tyvar.

—Me niego —contestó Kaito.

—Vete al infierno —afirmó Kaya.

—Cuánta hostilidad —dijo Elesh Norn—. Bien, parece que no hay forma de llegar a un acuerdo. Si prefieren ser nuestros enemigos, que así sea. Enemigos, pues.

Entonces, Elesh Norn alzó las manos, unió sus garras perfectas con un chasquido y la invasión dio comienzo.

Ilustración de Chris Rahn