Neyali echó un vistazo a su batallón de resistencia e hizo inventario. Mentalmente, tomó nota de los escudos que estaban astillados u oscurecidos y de las espadas que estaban melladas o agrietadas. De paso, también hizo balance de sus aliados: cuál de ellos cojeaba, cuál ya no podía usar su brazo dominante, quién tenía un resuello enfermizo mientras caminaba por el erial en los límites del Horno Silencioso.

Ilustración de Bryan Sola

Saheena, una anciana vúlshok, bien erguida a pesar de la edad y con un hijo a cada hombro, era de andares rígidos y orgullosos. Había perdido un ojo debido a una escaramuza reciente y la sangre seca aún moteaba su garganta. Elham, la áuriok que les lideraba antes que Neyali, avanzaba con sonoras pisadas detrás de ellos cargando con más morrales de los que le correspondían para que sus compañeros se movieran sin trabas. Disponían de muy pocos recursos y lo que tenían, fuese lo que fuese, se compartía sin reservas. Neyali se prometió a sí misma que haría lo posible por procurarles todo el descanso que pudiera.

Hace poco se había quedado sola, vagando por las ruinas de Mirrex con su pájaro de fuego, Otharri, buscando una señal —cualquiera, por pequeña o inverosímil que fuera— de que había otros supervivientes de la masacre pirexiana de su aldea. Ahora, la gente dependía de ella. Confiaba en ella. Neyali se preguntó si el honor dejaría de ser algún día una carga tan pesada.

El grito de Otharri, como un toque de trompeta, la sacó de sus cavilaciones.

Al oír el chillido del pájaro de fuego, los compañeros de Neyali cerraron filas en un movimiento sincronizado perfecto, preparándose inmediatamente para una posible emboscada. No hubo ninguna. No había señales de que los pirexianos estuvieran cerca, ni un rasguño revelador de las garras de una alimaña en la piedra, ni el resoplido del vapor de un coloso. Nada de nada.

Otharri, no obstante, no se arriesgaría a revelar su ubicación sin un buen motivo. Con el pulso martilleándole en la garganta, Neyali volvió a mirar a su gente, desesperada por comprender qué estaba pasando por alto.

Al final se dio cuenta.

—Reyana... —susurró.

Neyali se puso en marcha antes de que ninguno de sus compañeros pudiera responder, corriendo por el pasillo iluminado de rojo, con Otharri siguiéndola en las alturas. Como siempre, Reyana debía encargarse de vigilar la retaguardia, pero no estaba allí. Neyali repasó mentalmente las posibilidades. ¿Se habría abalanzado sobre Reyana uno de los jefes de la chatarra? De ser así, los demás estarían rodeados de pirexianos. No tenía sentido que solo fuesen a por Reyana. Además, se decía que Úrabrask insistía en que dejaran en paz a los mirrodianos.

De la pared derecha brotó un chorro de vapor caliente que reveló un estrecho pasadizo en el que no se fijó antes: una grieta en la superficie metálica apenas lo bastante grande para dejar pasar a un humanoide. Por el hueco, Neyali vio una silueta familiar. Era Reyana, que retrocedía hacia una cornisa bajo la cual ardía un océano de magma anaranjado. Frente a ella se alzaba una imponente humanoide con el brazo izquierdo transmutado en una gran guadaña. El dorado de su piel original estaba oscurecido casi totalmente por pliegues de hierro. La criatura antes era una áuriok. En el suelo yacían las armas de Reyana, olvidadas, abandonadas. En el rostro de su amiga de la infancia, Neyali vio una expresión impropia de ella: una desesperanza atroz, como si su corazón se hiciera añicos.

—Por fin estás lista para ser perfecta —afirmó la aspirante, que tenía una voz de mujer grave y ligeramente familiar. Luego se acercó a Reyana con el brazo extendido. Había una extraña ternura en el gesto y, para sorpresa de Neyali, su amiga reprimió un sollozo.

Una mujer menos impulsiva habría esperado a recibir refuerzos o, como mínimo, a comprender mejor las circunstancias. Pero, para bien o para mal, Neyali era una criatura de instintos, tan ardiente como sus pájaros de fuego, de modo que avanzó apretando los puños. Sus guanteletes brillaban bajo aquella luz abrasadora. Bramó una provocación y Otharri se sumó a ella un segundo después. El pájaro de fuego pasó a toda velocidad junto a Neyali en un agitar de alas brillantes y le desgarró el rostro a la aspirante cuando esta se dio la vuelta. La pirexiana alzó su brazo convertido en filo para partir al fénix por la mitad, pero Neyali se agachó y luego se propulsó hacia arriba, golpeando el lugar donde antes estarían los frágiles huesos de la muñeca.

El metal se hizo añicos y llovió sobre ella. La aspirante —una áuriok mayor, vagamente familiar, sin duda alta cuando era de carne y hueso, y aún más alta después de su perfeccionamiento— se tambaleó, pero no gritó. Tan solo miró a Reyana.

—Cuando tu carne blanda sea perfecta ya no tendrás miedo.

Neyali no se achantó. Agarró a la aspirante por el brazo destrozado y se colocó en posición para estamparle el codo en el pecho, empleando todo su peso en el movimiento. Luego la embistió hasta el borde y, en el último segundo, soltó a la pirexiana, que cayó sin lanzar un solo grito.

—Neyali...

—¿Estás bien? —Neyali se acercó corriendo a su amiga y la examinó en busca de heridas. Un corte era todo lo que necesitaban los pirexianos. Una sola gota de aceite iridiscente supondría una carrera contrarreloj para volver al campamento y encontrarle a Reyana la cura que necesitaba antes de que la piresis fuera irreversible—. ¿Te contaminó? ¿Tenía aceite? Déjame ver...

—Neyali...

La vúlshok llevó las manos a la cabeza de Reyana.

—Mírame. Deja que te vea los ojos.

—Estoy bien. Te lo prometo. —Reyana le agarró las manos a Neyali. Volvía a ser su amiga, no el cascarón de antes. El color volvía a sus amplios rasgos expresivos. Le dirigió una sonrisa cansada pero cálida—. No me hizo nada.

—¿Por qué no te defendiste? ¿Qué pasó con tus armas?

La luz volvió a huir de su rostro.

—Neyali, era mi madre.


La pajarera brillaba con la luz tenue como una vela de los pájaros de fuego en reposo. Sus llamas se atenuaban mientras canturreaban y se murmuraban unos a otros, dando un tono azul verdoso al movimiento de las sombras. Era un espacio más pequeño de lo que Neyali querría para ellos. Si pudiera darse el lujo, les construiría un espacio más robusto, algo diseñado para albergar a generaciones de pájaros de fuego. En vez de ser un lugar tan destartalado, tendría plataformas y cajas nido elaboradas con mejores materiales que la chatarra.

Neyali acarició la mandíbula emplumada de Otharri.

—Ya llegará el día —le prometió a su amigo. La compañera del pájaro dormía a su lado, con los polluelos acurrucados en su costado—. Construiremos una pajarera sobre las cenizas de la Forja de Úrabrask y tus polluelos crecerán allí, calentitos y felices, al igual que sus polluelos y la generación siguiente a ellos.

A modo de respuesta, Otharri agitó las alas y apoyó la mejilla en la palma de Neyali, con el cuello estirado y ademanes complacidos e indolentes. Neyali le rascó cariñosamente el plumaje antes de darse la vuelta para observar a Reyana, que se estaba ocupando de sus pájaros. Tenían suerte. A pesar de todo el caos con el que tuvo que bregar la resistencia últimamente (cada vez había más testimonios de malestar entre los sacerdotes y rumores de que Úrabrask estaba urdiendo un plan de proporciones inconmensurables), la temporada de apareamiento de los pájaros de fuego salió bien. Todas las hembras tenían nidadas, lo cual era toda una rareza. Si sobreviviera siquiera la mitad de los huevos, cambiarían muchas cosas.

—¿Cómo están tus criaturillas? —preguntó Neyali, abriéndose paso entre los adormilados pájaros de fuego hasta llegar al lado de Reyana.

—Perdieron a los polluelos —replicó Reyana con voz monocorde.

A continuación, se apartó para revelar lo que ocultaba su alta figura: un nido de huevos rotos que rezumaban una yema fosforescente. Era una suerte que no hubiera rastro de los polluelos perdidos y que la madre, por su juventud, fuera indiferente a su prole; estaba más preocupada por cortejar a un macho vecino.

—¿Qué pasó? —dijo Neyali con una mueca de disgusto. Lo último que quería para su amiga era otra tragedia.

—Igual fueron las alimañas —apuntó Reyana con la voz aún monótona mientras rebuscaba entre las cáscaras—. Tampoco me sorprendería que fuesen las ratas. En cualquier caso, no importa. La nidada está muerta, como mi madre.

Neyali tragó saliva.

—De haberlo sabido...

—Es imposible que lo supieras. Yo no lo supe hasta que la tuve delante y me pidió que me uniera a ella.

—Podría haberte preguntado —repuso Neyali, incapaz de librarse de la certeza de que había fracasado estrepitosamente y de que tendría que pagar un precio terrible—. Podría haber pensado primero antes de actuar. Podríamos haberla salvado. Podríamos haber hecho algo.

Se le quebró la voz al pronunciar la última palabra.

—Eso no la haría feliz —dijo Reyana mirando a Neyali a los ojos. Su voz se suavizó—. Mi madre era una mujer tímida. Era como el vidrio, no como el acero. Todo la asustaba. Todo era un presagio de muerte o algo peor. En sus ojos se apreciaba cuánto deseaba que todo terminase.

Reyana tragó saliva.

—Le deseaba la muerte —reveló Reyana con una dignidad terrible—. No porque estuviera cansada de sus lamentos ni resentida por sus golpes. Quería...

Neyali se quedó boquiabierta.

—¿Te golpeaba?

—No por maldad. Creo que lo hacía por desahogarse. Era una forma de aliviar la enorme presión que sufría. Necesitaba descargarla para no explotar.

—Eso no quita que sea cruel...

—Sabes que la quería —replicó Reyana, y Neyali distinguió reproche en aquellas palabras pronunciadas en voz baja—. Aún la quiero. Pero bueno, pensé que para ella sería más fácil dejar de existir en este mundo. Quería que terminara su tormento. ¿Soy por ello una mala hija?

—No —concluyó Neyali. Abría y cerraba las manos como si pudiera aprehender del aire las palabras adecuadas—. No lo eres. Te entiendo perfectamente. Los pirexianos nos arrebataron muchas cosas, y por eso luchamos. Nos aseguraremos de que nadie más corra el mismo destino que tu madre.

Reyana tomó aire y se estremeció antes de expresar una duda:

—¿Y si Pirexia tiene razón?

—No hagas ese tipo de bromas.

—Soy consciente de que consideramos sus actos un pecado, un quebrantamiento del alma. Pero tendrías que haber visto a mi madre, Neyali. Estaba tranquila como nunca antes. Nunca la vi disfrutar de un día de paz. Incluso dormida, murmuraba, lloraba y gemía. La mujer a la que vi hoy estaba en paz. Creo que...

El terror embargó a Neyali. Sabía adónde conducía la frase, y la idea de que se pronunciara en voz alta, de que Reyana diera aliento a aquellas palabras, hizo que quisiera gritar. Durante un momento de debilidad, deseó que Reyana estuviera infectada por el aceite iridiscente para achacar esta aterradora perspectiva a la corrupción pirexiana. La alternativa era mucho peor: Reyana estaba llegando a tales conclusiones por sí sola.

—La paz que sienten los pirexianos... —comenzó Neyali, midiendo bien sus palabras— es falsa. Nace de la pérdida de uno mismo. Ese ser no era tu madre; ya no. En el mejor de los casos, era una marioneta, una mentira hecha acero y carne.

—¿En serio?

Neyali asintió.

—Cada uno de sus aspirantes es un señuelo. Sirven para cautivar, para convencer a los que quedan de que la piresis es la única opción lógica. Existen para quebrarnos el corazón y el espíritu. —Su voz se suavizó—. Y por si sirve de algo, creo que sobrellevaste aquel encuentro con más dignidad de la que yo hubiera tenido. Personalmente, el dolor me habría hecho enloquecer.

—¿Cómo sabes que no me pasó?

Neyali puso una mano en el hombro derecho de su amiga.

—Si fue así, que sepas que tendrás compañía mientras nos reímos en la oscuridad. Te hice una promesa cuando nos conocimos y no te abandonaré. Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.

Más tarde, cuando Neyali se metió en el catre, se percató de que Reyana no había pronunciado, como siempre hacía, su parte de la promesa. Aun preocupada por lo que pudiera significar, acabó cediendo al sueño.


A la mañana siguiente, Neyali se despertó con el carraspeo de un joven vúlshok: el hijo mayor de Saheena. Tenía los ojos de su madre y la complexión de un padre que, según le contaron a Neyali, les había dejado hace mucho. Se incorporó bruscamente y se sentó, frotándose el ojo derecho con la palma de la mano. O se le empezaba a notar la edad o se estaba acomodando a la idea de que hay gente en la que podía confiar. Neyali esperaba con vehemencia que fuera lo primero: el exceso de confianza mata.

—¿Qué pasa?

El muchacho acentuó su expresión funesta y le entregó una nota.

—Es de Reyana —dijo con tristeza—. Se marchó.


Al desaparecer, dejó una nota en el catre y todas sus pertenencias donde estaban. Era como si simplemente quisiese alejarse por un momento. Todas sus raciones estaban intactas. Si Neyali fuera una persona más optimista, quizá elegiría creer que Reyana estaba en algún lugar cercano, de no ser por la nota. Pero Neyali conocía el mundo lo bastante bien como para no caer en esa ilusión.

Dio la vuelta a la nota esperando encontrar alguna pista.

“Nos vemos en el Complejo de Reaprovechamiento”.

¿Por qué iría Reyana allí?

Se preguntó si se trataba de una argucia, si su amiga tal vez fue capturada y luego obligada a escribir la nota para empujar a Neyali a una trampa. No obstante, para que esa posibilidad fuera cierta, tendría que haber más señales de conflicto, algún indicio de que los pirexianos traspasaron las defensas del campamento.

Neyali acalló la vocecita que le susurraba: “Quizá se marchó por voluntad propia”.

—Allí manda el trasgo, ¿verdad? —dijo Elham, con el blanco de su pelo aún más incandescente por las motas blancas y doradas de su piel.

—Creo que sí —respondió Neyali, que se llevó la nota al bolsillo. Revisó sus pertrechos con inquietud, buscando deterioros en su armadura y herrumbre en los guantes. Otharri observaba desde su percha. Neyali ya vio a Slobad una vez, pero solo de lejos: un trasgo monstruosamente grande con miembros hinchados de acero negro.

—¿Es un jefe del horno? —preguntó el hijo menor de Saheena. ¿Cómo se llamaba? Por vergonzoso que fuera para Neyali, no se acordaba. Era imposible con el pánico martilleándole las costillas.

—No —replicó Elham—. Es un eliminador de residuos. Úrabrask le envía los pirexianos obsoletos para que los reutilice.

En la Capa del Horno no se desperdicia nada. Lo que no se puede utilizar se reduce a sus componentes, se desmonta y se reconstruye para que vuelva a tener valor.

—¿Entonces qué querría él de Reyana? —interpeló Neyali con frustración.

—¿Que trabaje? —respondió la áuriok. Saheena y su hijo menor aparecieron doblando la esquina. La mujer ya no tenía restos de sangre y llevaba el ojo vendado—. Él solo no puede ocuparse de su complejo.

Neyali asintió. Darlo por bueno era más fácil que la introspección. Es más sencillo decir el nombre de tu adversario y luego ir directamente a buscar pelea. Se dio un golpetazo en la palma de la mano con el puño y dirigió una sonrisa llena de dientes a sus compañeros de batallón.

—De acuerdo, voy a buscar a Reyana —sentenció Neyali—. Nadie está obligado a acompañarme en esta misión. Reyana es mi amiga y...

—Ella también es de la familia para nosotros —le interrumpió Elham, echándose el hacha de guerra al hombro. Por su postura quedaba claro que no aceptaría objeciones. Su pantorrilla brillaba con oro pulido; una prótesis bastante sencilla, pero bien articulada y de buena hechura.

—Igual estoy cometiendo un error.

—Todos perdimos a alguien —repuso Saheena con la voz entrecortada. Sus hijos apartaron la mirada mientras se les enturbiaba la expresión. Todo el batallón conocía su historia: eran los últimos miembros de una familia numerosísima con multitud de tíos y tías—. Con suerte, Reyana no será una de ellos.


En menos de una hora, el batallón se movilizó. Un grupo grande, encargado de llevar la mayor parte de sus provisiones a un campamento vecino, se dirigió hacia el este acompañado por los pájaros de fuego. Solo Otharri permaneció con Neyali, reacio a separarse de su amiga.

Tras una dura despedida, lo que quedaba del batallón de Neyali, reducido a los más valientes y obstinados, partió en dirección al Complejo de Reaprovechamiento. La ruta hasta allí no era tan traicionera como otras: los túneles que conducían a las instalaciones estaban lejos de las arterias principales de la Capa del Horno, pues serpenteaban a lo largo de sus fronteras. El camino, aunque no atravesaba ninguna de las fraguas, era largo, y eso de por sí ya conllevaba riesgos de encuentros no deseados.

Pero no se produjo ninguno.

El camino resultaba inquietante de puro vacío.

Casi daba la impresión de que estaba despejado a propósito, de que algo les estuviera esperando. El trayecto sería para perder los nervios si no fuera por los campamentos mirrodianos que se encontraron a su paso. Uno estaba enclavado en lo que quizás fue una fábrica destrozada o el vientre destripado de un enorme coloso, con unas torcidas puntas de acero negro que se asemejaban a costillas rotas. Había otro al fondo de un entresuelo repleto de cadenas de montaje sin utilizar y el último se hallaba en un cementerio de extrañas estructuras en ruinas. En cada campamento, Neyali y sus acompañantes tuvieron noticias de lo mismo: la gente estaba desapareciendo, sin señales de que se la llevaran por la fuerza.

“Se marchó por voluntad propia”, volvió a insistir la vocecilla que a Neyali le costaba cada vez más ignorar. Sin embargo, antes de que pudiera replantearse sus lealtades, llegaron al saliente situado sobre el Complejo de Reaprovechamiento.

En otro tiempo quizá fue un recinto penitenciario. Unas jaulas desvencijadas se alzaban en torres inestables, con los barrotes destrozados, deformados en algunos lugares, como si lo que hubiese dentro en aquella época estuviera desesperado por escapar. Muchas estaban ocupadas por figuras abatidas: mirrodianos capturados que esperaban su unción con aceite iridiscente. La maquinaria serpenteaba entre los recintos, enroscándose sobre ellos como una burda imitación de la vida vegetal. Lo que llamó la atención de Neyali fue el foso que había en el centro del complejo: un zigurat invertido veteado de enormes tuberías negras. En cada nivel se agolpaban artilugios inverosímiles y piezas móviles cuya finalidad Neyali no lograba descifrar.

Se dio cuenta de que también había cadáveres.

Innumerables cuerpos de pirexianos obligados a arrodillarse antes de ser despojados de su metal. Lo que quedaba era su carne, desechada. Había filas y filas, como un público silencioso que bajaba la mirada hacia la plataforma situada en la base. Se distinguía una sola figura en la estrecha cuña de metal. Neyali sintió que el corazón le daba un vuelco: era Reyana, encadenada y tendida.

—Vigila los cielos por mí, compañero —susurró Neyali, que besó la mejilla de Otharri. Con un movimiento del brazo, impulsó al pájaro de fuego hacia el cielo. Neyali se dirigió entonces a sus camaradas—. Es muy probable que esto sea una trampa y yo una tonta, pero Reyana es mi amiga. Le prometí que no la abandonaría y pretendo cumplir esa promesa. Nadie más hizo el mismo voto insensato. No se juzgará ni censurará a quienes decidan marcharse. Irse ahora será una retirada honorable.

Los mirrodianos reunidos intercambiaron miradas, pero nadie habló hasta que Saheena dijo al fin con cierto tedio:

—¿Quieres perder el tiempo o empezamos a revisar el perímetro?

Ilustración de Marta Nael

Hasta que no dieron tres vueltas enteras al Complejo de Reaprovechamiento, Neyali no se dio por vencida. A todos los efectos, el lugar estaba desguarnecido. Su analizador de pureza del aire no reveló ningún aumento significativo de partículas tóxicas, el signo habitual de que los pirexianos se ocultan cerca. No había nadie excepto Reyana y aquella procesión de cadáveres.

—¿Y ahora qué? —dijo Elham cuando llegaron al promontorio del que partieron.

Miró hacia donde estaba Reyana, angustiada. “No lo sé”, quiso decir Neyali, pero no pudo. Confiaban en ella. Elham la miraba, esperando sus órdenes. Antes era una heroína, una mentora, y confió en Neyali para relevarla cuando se apartó del cargo de líder.

Neyali tragó saliva.

—Voy a bajar sola.

La afirmación hizo que Elham se sobresaltara.

—Es una imprudencia —contestó ella.

—Es estratégico —replicó Neyali—. Si estamos pasando algo por alto, si esto es de verdad una trampa, su objetivo seré yo, de modo que el resto tendrá tiempo para responder.

—¿Y si resulta que nos superan en número?

—Pues los demás huirán.

Neyali...

—Son mis órdenes —concluyó Neyali con la esperanza de que advirtieran su autoridad y no el temblor de su voz.

Sabía lo que podía implicar su arrojo: el perfeccionamiento. Neyali se preguntaba a menudo cuánto queda del yo original tras la piresis. Si la mente se preserva en grado suficiente para gritar sin tregua por el propósito al que se debía el nuevo cuerpo.

Si ella también gritaría.

—Me ofrezco como guardia de honor —gruñó Saheena, inflexible como el hierro, mientras se acercaba por su derecha.

—De acuerdo —soltó Neyali—. Quiero a tres conmigo. Los demás, a sus puestos.

Los mirrodianos hicieron un saludo militar y se dispersaron, salvo la matriarca vúlshok y sus dos hijos que, bañados por la luz roja, parecían angustiosamente jóvenes. En formación cerrada, siguieron a Neyali hasta el foso: Saheena a la vanguardia y sus hijos flanqueándola.

Al igual que su viaje hasta el Complejo de Reaprovechamiento, el trayecto hasta donde se encontraba Reyana transcurrió sin incidentes. Los pirexianos muertos permanecían inertes, como estatuas, aunque Neyali estaba segura de que en cualquier momento se abalanzarían sobre ellos cuatro como una masa aullante de carne mutilada. Pero no ocurrió nada.

Subieron a la plataforma, que se balanceó bajo su peso, aunque no lo suficiente para ser motivo de preocupación. Reyana no respondió. Seguía tumbada de lado de espaldas a ellos, con la respiración leve e irregular.

—Reyana —susurró Neyali, arrodillándose junto a su amiga.

Con cuidado, puso a Reyana boca arriba. La áuriok, a pesar de su inmovilidad, estaba despierta. Tenía los ojos abiertos, mirando al infinito, y una expresión enturbiada con la misma aflicción que Neyali vio la noche antes de que su amiga huyera al amparo de la noche.

—Reyana —repitió Neyali, como si el nombre de su amiga fuera un conjuro—. Soy yo. Vamos a sacarte de aquí.

La áuriok parpadeó una vez, con las pestañas largas y negras como el alquitrán, y centró la mirada. La agonía de su expresión se intensificó.

—Perdón, Neyali, estaba agotada.

Ilustración de Josh Hass

Su amiga sacudió la cabeza.

—No hay nada que perdonar. Somos familia. —Era la primera vez que expresaba ese sentimiento con palabras y la emoción coloreaba su voz. Le llamaron la atención las cadenas anudadas alrededor de las muñecas y los brazos de Reyana: tenían un diseño inusual, más finas que las que solían utilizar los pirexianos, menos parecidas a tendones oxidados, más hermosas—. Y la familia permanece unida.

—Perdón —volvió a decir Reyana por respuesta. Sus dedos rozaron los de Neyali y recorrieron sus antebrazos. Había algo contemplativo en sus movimientos, como si evaluara a su amiga o, más exactamente, la decisión que ella representaba—. De verdad.

El aire arreció. Una luz esplendorosa a medio camino entre roja y anaranjada subió por los brazos de Reyana, por encima de sus ataduras, hasta los nudillos de Neyali, que instintivamente se revolvió y retrocedió. Una fracción de segundo después, la luz se oscureció y se materializó en una maraña de cadenas que aterrizó sobre la plataforma con un ruido sordo. Reyana, que ya no estaba atada, se sentó tranquilamente, parpadeando al mirar a sus compañeros de batallón como si no los conociera de nada.

—Lo sabía —gruñó la matriarca—. Traidora.

—¿Qué te prometieron, Reyana? —aulló Neyali, furiosa porque sus temores, esa vocecita que le susurraba una y otra vez que “se marchó por voluntad propia”, demostraron estar en lo cierto.

Neyali escrutó su entorno. Era demasiado tarde para huir, pero los cuatro aún podían hacer ganar tiempo al resto del batallón. Ella solo tenía que dar la señal, asegurarse de que los demás supieran que había que evitar las heroicidades de última hora. Su mirada se elevó hacia el cielo cubierto de humo; no se veía a Otharri.

¿Lo habrían capturado?

No, imposible. Lo que haría Pirexia es matarlo, en cuyo caso estallaría una lucha que resonaría en toda la Capa del Horno. Hay una razón por la que el fénix es para los mirrodianos un símbolo de esperanza y para los pirexianos un presagio de muerte. Estaba allí, oculto entre la niebla. Neyali estaba segura. “Vuela lejos”, le deseó al pájaro de fuego. “Huye. Lleva a los demás a un lugar seguro. No dejes que te atrapen”.

—¡Paz! —chilló Reyana, tambaleándose. Lloraba y cada palabra se entremezclaba con los sollozos—. No todos somos como tú. No quiero morir con miedo, Neyali. No quiero una vida como la de mi madre. Quiero que pare. ¿Lo entiendes? Quiero que esto termine. Quiero la paz perfecta que le dieron a mi madre. Slobad me prometió que tendría paz, que me reuniría con las personas que quiero y echo de menos.

—Y así será —anunció alguien desde detrás de Neyali, una voz sorprendentemente normal dado de quién provenía.

Neyali se giró y vio a Slobad al borde del foso. Ya lo vio una vez en el pasado, pero solo de lejos, y no le causó gran impresión: le pareció un engendro pirexiano de los millones que había. Ahora estaba tan cerca que su existencia innegable la estremecía. Su pequeña constitución de trasgo estaba incrustada en una enorme construcción de cables y planchas de metal. En un hombro lucía una charretera adornada con un trío de cabezas de trasgo chillonas, y Neyali podía ver dónde le habían cortado los miembros a Slobad, dónde se los habían amputado por la articulación y soldado al exoesqueleto de su cuerpo pirexiano, parecido al de un gólem.

Ilustración de Chris Seaman

—No somos el enemigo —dijo—. Ahí fuera, el mundo es duro y frío y lo arrebata todo. Amigos, familia... Pero aquí estamos a salvo. Somos una familia. Están todos nuestros seres queridos.

Slobad miró su enorme mano y luego al grupo de cuatro.

—Tú eres Neyali.

Sus compañeros se pusieron en posición con las armas preparadas. “Prefiero morir a ser perfeccionada”, pensó Neyali.

—No te tengo miedo.

—¿Por qué ibas a temerme? Aquí no hay nada cruel, ¿eh? No queremos hacerle daño a nadie. Nuestra intención es que cada uno se reencuentre con la gente a la que quería —dijo Slobad en voz baja—. Los mirrodianos necesitan tu liderazgo. ¿No los guiarás a casa con sus seres queridos?

—¿Padre? —gimoteó uno de los vúlshok jóvenes dejando caer su lanza con estrépito.

Junto a Slobad había un aspirante: un vúlshok con cornamenta revestido casi completamente de acero.

—Que nadie se desconcentre —advirtió Neyali a sus aliados—. No podemos vacilar.

—A ustedes cuatro les ofrezco una elección para el resto de los mirrodianos escondidos —dijo Slobad.

Neyali sintió que se le caía el alma al suelo.

Slobad lo sabía.

—Estamos contigo decidas lo que decidas —afirmó Saheena en voz baja—. Ordénanos morir contigo y lo haremos. Hasta el final, Neyali. —Hubo un levísimo quiebro en su voz calmada y Neyali se preguntó si le habría jurado lo mismo al padre de sus hijos, a quien creía muerto pero estaba allí ante ellos, convertido en cascarón vacío—. Estamos contigo hasta el final.

Neyali miró hacia donde se encontraba Reyana. Estaba arrodillada y se mecía con las manos unidas en una plegaria. Lloraba lágrimas, no aceite, y eso era mucho peor que si ya estuviera corrompida. Ahora sabía que Reyana eligió esto por voluntad propia. Se ofreció a ser el cebo.

Neyali, insensata de ella, había ido directa a la trampa, pese a que todos sus instintos le habían suplicado que no lo hiciera. Pero aún podía salvar la situación.

—¿Por qué deberíamos confiar en ti? —dijo Neyali—. ¿Cómo sé que no los capturarás a todos? Tienes órdenes de Úrabrask. ¿No tienes cosas mejores que hacer que hacernos daño?

—¿Daño? ¿Por qué iba a hacerle daño a nadie? No es mi intención. Solo quiero ayudar.

Neyali tragó saliva y miró a quienes condujo a la ruina.

—Si dices la verdad, deja marchar a estos tres.

—De acuerdo.

—Neyali...

Váyanse —exhortó Neyali—. Antes de que cambie de opinión.

Sentía cómo se tensaba la vúlshok, cómo temblaban sus hijos: uno ahogó un gemido, otro reprimió un siseo de frustración. Luego Saheena asintió casi imperceptiblemente y los tres pasaron junto a Neyali. Fieles a su palabra, Slobad y sus secuaces no hicieron nada salvo observar con sus ojos brillantes como una fundición.


Fue por misericordia, concluyó Neyali, que Slobad la encerrara en una jaula muy por encima de donde Reyana aceptaría el aceite iridiscente. Desde allí arriba, Neyali casi podía fingir que su amiga era una extraña, una traidora con la que no compartía ningún vínculo. “Al menos el resto del batallón está a salvo”, pensó Neyali, aferrándose a estas palabras como a un salvavidas. “Al menos Otharri está a salvo”.

Se aferraría a ello todo el tiempo que pudiera. Con suerte, llegado el momento, sería lo que la ralentizaría lo suficiente como para que un luchador de la resistencia acabara con ella.

Para sorpresa de Neyali, no fue un sacerdote quien vino a iniciar la transformación de Reyana, sino el propio Slobad. Había cierta ternura en la forma en que el trasgo le pidió a la amiga de Neyali que se arrodillara, cierta elegancia en la forma en que ella se puso de hinojos, con el círculo de bronce de su rostro levantado como para recibir una bendición.

Neyali apartó la vista, pues era incapaz de presenciarlo.

“Al menos el resto del batallón está a salvo”, se repitió. “Al menos Otharri está a salvo”.

Luego oyó un suave chasquido: unas garras se posaron en los barrotes por encima de su cabeza. El pájaro de fuego trinó unas notas graves a modo de saludo, con el pico metido entre los listones.

—¿Qué haces aquí? —susurró Neyali, fallando en su empeño de que no se le notara el alivio en la voz—. Tienes que irte.

El pájaro de fuego fijó en ella un ojo incrédulo e inhaló.

—No merece la pena por una sola persona. Tú...

Neyali se rio como una loca sin poder contenerse, sorprendida por su propia hipocresía. Todo esto ocurrió por culpa de una persona. Iba a darlo todo por salvar a Reyana con la creencia de que, en efecto, una sola vida podía ser sumamente importante.

Otharri exhaló.

El aire sulfuroso pasó de un naranja sucio a una ráfaga blanquiazulada incandescente cuando las llamas del pájaro de fuego incineraron los barrotes. La ceniza, aún calada de dorados, se desperdigaba en la brisa. Otharri se lanzó en picado hasta la siguiente jaula, haciendo lo mismo una y otra vez, mientras corría la voz de alarma en el Complejo de Reaprovechamiento. El fénix entonó una desafiante llamada a las armas.

Neyali respondió con un grito jubiloso.

—¡Hoy!... —vociferó. Saltaba magia desde ella hasta cada mirrodiano liberado por Otharri, una mota de fuego que se adhería a su piel. Neyali miró hacia donde esperaba Slobad con su maza—. ¡No moriremos aquí!

Si se movían lo bastante rápido entre las imponentes estructuras, no habría ninguna posibilidad de que los pirexianos los alcanzaran. El fuego de Otharri mantenía a raya a los pocos que trepaban hacia las jaulas. Neyali buscó a Reyana en medio del caos y la encontró detrás de ella, alzando la vista hacia el tumulto. A pesar de todo, le tendió una mano como último intento.

Reyana se dio la vuelta.

Eso fue todo. Neyali tragó saliva. Cuánto daría por tener tiempo para discutir con Reyana, para insistir en que no había razón para rendirse, en que Reyana tenía que luchar. Pero cada una tomó su decisión y ahora sus caminos se separaban. Neyali saludó a la que había sido su amiga. A lo lejos divisó a su batallón al completo, no solo a quienes decidieron seguirla en esta disparatada misión, cargando hacia el Complejo de Reaprovechamiento para despejar un camino que les permitiera escapar. Ya tendría tiempo para llorar más tarde.

Ahora tenía que sacar a su gente de allí.

Ilustración de Lie Setiawan