Tasigur recogió un plátano del bol que tenía junto a él y lo examinó. Una gran mancha marrón maculaba la cáscara dorada. El kan arrugó la nariz con indignación y perforó la mancha con el pulgar, sintiendo la morbidez de la fruta y el suave desgarro de la cáscara ablandada. Miró alrededor y arrojó el plátano estropeado al sirviente humano más próximo, para luego recoger una uva verde y brillante del bol.

El heraldo seguía hablando y vociferando las heroicas hazañas de la guerrera que se erguía con orgullo detrás de él. La supuesta heroína se llamaba Yala, una mujer de una región remota y rural, prácticamente en territorio abzano. Era baja y fornida, y bien podría pasar por una mujer abzana; probablemente lo hubiese sido, antes de la última conquista de los Sultai. Tasigur sonrió ante aquella posibilidad.

Tasigur, el Colmillo Dorado | Ilustración de Chris Rahn

―Y cuando el dragón quedó atrapado en las redes de los zombies ―recitaba el heraldo―, ¡Yala disparó su ballesta y clavó un virote envenenado entre las escamas del engendro!

Tasigur bostezó sin el más mínimo reparo.

El heraldo desplazó el peso del cuerpo y el marido de la heroína, que estaba justo a su lado, estuvo a punto de fruncir el ceño. Yala no se inmutó; su rostro era una máscara impasible. Tasigur sonrió y el heraldo continuó hablando entre titubeos, apresurándose para terminar antes de que su kan perdiese completamente el interés.

―Eh.. con el veneno recorriendo sus venas, el dragón cayó estrepitosamente. Sus patas cedieron bajo su peso y la bestia aplastó a muchos zombies bajo su viscoso vientre. Yala corrió hacia su flanco justo antes de que desatase su aliento corrosivo, una nube negra y ondulante. Sin atisbo de duda, nuestra guerrera le hundió la lanza en el pecho. El monstruo se retorció y se debatió, derribándola y salpicándola con su sangre ácida, mas el golpe había sido suficiente. ¡La bestia pereció y los Sultai vencieron la batalla!

Tasigur tardó un momento en darse cuenta de que el heraldo había concluido la historia. Volvió a centrar la mirada y se llevó otra uva a la boca. Luego, hizo señas para que la heroína de los Sultai se aproximase.

―Yala... ―ronroneó. Vio que la mujer disimulaba un escalofrío y sonrió―. Tus hazañas son un motivo de orgullo para los Sultai. Por favor, acepta mi gratitud.

―Me honráis, mi kan ―dijo Yala hincando una rodilla en el suelo e inclinando la cabeza.

―En efecto, te honro ―ratificó Tasigur. Volvió a centrar su atención en la fruta e hizo un gesto para que el heraldo se llevase a la mujer. El kan tiró de la cadena que retenía al zombie, cuya cabeza formaba parte del bol de fruta. Lo atrajo hacia su trono para alcanzar con más facilidad una pera de aspecto sumamente suculento.

El dulce jugo le chorreó por la barbilla mientras la heroína de los Sultai salía escoltada de la sala.


Retorno solícito | Ilustración de Seb McKinnon

A la mañana siguiente, el estómago de Tasigur rugía mientras un zombie se acercaba a su trono, portando una bandeja repleta de comida. El zombie se detuvo a escasos pasos y esperó a que un sirviente vivo acudiese a probar los alimentos. Tasigur se movió en su asiento, impaciente, hambriento y molesto por que un mero sirviente, un desdichado esclavo abzano capturado en una incursión reciente, pudiese catar su comida antes que él. La bandeja desprendía un aroma exquisito.

El siervo parecía deleitado y saboreaba cada bocado con los ojos cerrados y una amplia sonrisa. No cabía duda de que aquello era lo mejor que había comido en su vida. Por un momento, Tasigur se sintió orgulloso de sí mismo: era un soberano benevolente y caritativo que permitía disfrutar de los placeres de la vida a quienes estaban bajo su mando, incluso si su servidumbre no quería.

De pronto, el deleite desapareció del rostro del siervo y sus ojos se abrieron de par en par. Se llevó las manos a la garganta y Tasigur se inclinó en su trono.

―¿Qué sucede? ―exigió saber el kan.

Unas motas de espuma negra surgieron de las comisuras de los labios del esclavo, que cayó de rodillas y se esforzó por respirar.

―¡Veneno! ―gritó Tasigur, incorporándose de un salto.

El siervo se desplomó, agitándose y temblando, hasta que finalmente profirió un largo y estridente aullido, que culminó en un gorjeo nauseabundo.

El silencio se apoderó de la sala.

Tasigur examinó los rostros de todos los sirvientes y cortesanos que lo rodeaban, en busca de un atisbo de traición, de algún indicio sobre quién era el responsable de aquel atentado contra su vida. No obtuvo ninguna pista: los humanos estaban pálidos por la conmoción, las caras escamosas de los naga eran inescrutables y los zombies tenían una mirada exánime. Todos aguardaban sus órdenes.

―Kudal ―llamó sin respuesta, y volvió a sentarse en su trono―. Traed aquí a Kudal.

Lo único que logró con su orden fue otro silencio.

―¡Necesito a Kudal! ―gritó.

―Mi kan, nadie puede convocar a Kudal ―siseó una voz detrás del trono. Shidiqi, su consejera de confianza, serpenteó hacia él.

―¿Acaso no soy el Colmillo Dorado?

―Por supuesto, mi kan ―dijo la naga.

―Así me gusta ―bufó Tasigur―. ¡Llevadme ante él!

Shidiqi hizo un gesto hacia las sombras y seis zombies se acercaron. Iban en dos grupos de tres, unidos con cadenas doradas que les atravesaban el pecho por donde debería estar su corazón. Los zombies asumieron sus posiciones junto al trono y, cuando Shidiqi lo ordenó, se inclinaron para levantarlo del suelo. El trono se meció, lo cual provocó que Tasigur maldijese con enfado, pero luego se estabilizó cuando los zombies salieron de la sala de audiencias, en pos de la naga.

Mientras avanzaban por pasillos sombríos y con la holgura justa para el trono, Tasigur se sentía furioso. Alguien había intentado acabar con él. Alguien había osado intentarlo. Como si sus catadores no fuesen a impedirlo... Como si él no fuese capaz de identificar al traidor... Alguien iba a pagar muy cara aquella traición tan estúpida.

La oscuridad envolvió a Tasigur cuando la naga lo condujo a los aposentos del ráksasa. El kan oyó los suaves siseos de la invocación de Shidiqi, quien llamaba a Kudal para que abandonase las regiones del inframundo en las que moraba. Un escalofrío recorrió la espalda de Tasigur.

―Mi señor... ―respondió un gruñido retumbante como el de un gran felino. El ráksasa se internó en el tenue semicírculo de luz que describía el pasillo exterior.

Visir ráksasa | Ilustración de Nils Hamm

―Alguien ha intentado matarme ―espetó Tasigur.

―Lo sé ―dijo el demonio―, lo he visto.

―¿No me digas? Entonces, ¿sabes quién ha envenenado mi comida? ¡Exijo que me lo reveles ahora mismo!

―¿Me lo exigís? ―el ráksasa parecía divertirse, lo cual suscitó la ira de Tasigur.

―¡Sí! ―estalló―. ¡Soy el Colmillo Dorado, kan de los Sultai, y mis exigencias deben cumplirse!

―Como deseéis ―respondió el ráksasa con fingida cortesía e inclinando mínimamente la cabeza, mostrando más insolencia que sumisión.

―Dime quién es el responsable ―reclamó Tasigur con el rostro rojo de ira.

―Como he dicho, conozco la verdad que buscáis ―dijo Kudal―. Solo pido un ínfimo favor a cambio de servir a mi kan.

―Servirme es tu deber. Estás obligado a revelar lo que sabes. ―A Tasigur le pareció ver que el ráksasa y Shidiqi intercambiaban una mirada y suavizó su tono―. No obstante, soy un soberano benevolente y caritativo, y concederé mi favor a aquellos que me satisfagan. ―"Incluso si me sirven involuntariamente", pensó―. ¿Qué deseas?

―Una vez que nombre a quien os ha traicionado, mi kan ―dijo el ráksasa torciendo la boca, dibujando un atisbo de sonrisa―, os pido que apliquéis el castigo que consideréis adecuado... excepto la ejecución. Permitid que yo arrebate la vida a quien os ha traicionado, para nutrirme de su alma.

―Un favor insignificante... ―dijo Tasigur con desdén―. Dime el nombre del traidor.

―Yala, la mujer a la que honrasteis ante vuestro trono ayer. Ella es la culpable.

La ira se apoderó del kan, hasta el punto de dejarlo sin habla y temblando. La supuesta heroína lo había traicionado después de recibir su beneplácito... El heraldo había llevado ante su persona a alguien tan vil... Aquello era intolerable. Hizo un gesto a la naga, quien ordenó a los zombies que diesen la vuelta al trono lentamente. Kudal regresó a las sombras.

Para cuando la procesión regresó a la sala de audiencias, Tasigur había recuperado la voz.

―Traed a Yala ―ordenó―. Y a su marido. Y a ese heraldo charlatán.


Tasigur se acomodó en su trono, cuidando minuciosamente un aspecto de perfecta indiferencia. Tiró de una cola de su látigo con púas para unirla a las otras que tenía enroscadas en la mano derecha. Luego, hincó el codo izquierdo en el brazo del trono y apoyó la cabeza en la mano. Satisfecho, giró la cabeza con cuidado de no mover el resto del cuerpo y se dirigió al sirviente humano más próximo.

―¿Cuánto tiempo lleva esperando la traidora?

―Tres horas, mi kan.

―Perfecto. En cuanto a su marido, ¿está preparado?

―Así es, kan ―siseó Shidiqi acercándose desde detrás del trono.

―Excelente. Traedla.

Las grandes puertas del otro extremo de la sala de audiencias se abrieron y el nuevo heraldo llevó a Yala ante él. Tasigur sonrió, percibiendo el miedo y el odio en su rostro, aunque hacía un gran esfuerzo por disimularlos. El kan permaneció impasible hasta que la traidora llegó al mismo lugar que había ocupado el día anterior, y el heraldo se retiró.

―¡Bienvenida seas de nuevo, heroína de los Sultai! ―proclamó Tasigur amablemente.

―Gracias, mi kan ―respondió ella con una profunda reverencia.

―Te debo una disculpa ―continuó Tasigur―. Por culpa de mi impaciencia y de mis ansias por concluir la tediosa ceremonia de ayer, pasé por alto recompensar tu heroísmo con un obsequio.

―Vuestra felicitación fue recompensa suficiente.

―De ningún modo. ¡Que no se diga que el kan de los Sultai no premia como es debido a sus fieles súbditos! ―Tasigur hizo un gesto con la mano para que un zombie se aproximase.

Un cadáver todavía reciente salió de las sombras arrastrando los pies y portando un cojín de terciopelo. Tasigur observó el rostro de Yala y disfrutó de la expectación.

Emisario sultai | Ilustración de Mathias Kollros

La sangre abandonó la cara de Yala cuando reconoció al zombie, y cayó de rodillas. La guerrera se quedó horrorizada al contemplar el cadáver de su marido y articuló su nombre, pero se había quedado sin voz.

―¡Por favor, la heroína de los Sultai no tiene por qué arrodillarse ante mí! ―dijo Tasigur, ordenando con un gesto a dos siervos corpulentos para que se acercasen. Rodearon a Yala y la pusieron casi en pie, sosteniéndola a la altura de su marido y sus ojos sin vida. La mujer giró la cabeza para no verlo.

El zombie intentó sostener el cojín con una sola mano, pero se le cayó. Un collar repiqueteó contra el suelo de piedra.

―¡Serás patán! ―espetó Tasigur―. ¡Recógelo!

El zombie retrocedió unos pasos, recogió el collar y se volvió hacia Yala. Precipitándose hacia ella, le pasó la joya por la cabeza y le rozó la mejilla con una de sus frías manos. Yala sintió un escalofrío y trató de apartarse, pero los sirvientes la sostuvieron en el sitio.

―Te ruego que aceptes esta muestra de mi gratitud por tus hazañas ―dijo Tasigur arrastrando las palabras.

Yala miró más allá de los ojos muertos de su marido y fulminó al kan con la mirada. Tasigur la correspondió con una mueca de desdén y chasqueó los dedos.

Los ojos de Yala se desorbitaron y la mujer ahogó un grito cuando el collar comenzó a estrujarle el cuello. Yala logró librarse de la presa de los siervos y se aferró al garrote, tratando en vano de introducir sus dedos entre el cuello y la cadena.

―Así es como te consideras, ¿verdad? ―dijo Tasigur mientras se levantaba―. ¿Crees que eres una heroína, una campeona del pueblo capaz de infiltrarse en el palacio de su kan al amparo de la noche para envenenar su comida?

Bajó del trono y puso un pie sobre la espalda de un zombie postrado en el suelo, que le servía como escabel.

―¿Pretendías usurpar mi trono? ―dijo con malicia―. ¿Querías convertirte en Yala Matadragones, kan de los Sultai?

Yala cayó de rodillas y Tasigur volvió a chasquear los dedos. El collar cedió y Yala se esforzó por recuperar el aliento, con el rostro púrpura inclinado hacia el suelo.

―Atadle las manos, espalda al descubierto ―murmuró Tasigur, y los siervos que la rodeaban obedecieron con brusquedad. Dejó caer las colas del látigo que sostenía y las púas de plata de sus múltiples extremos repiquetearon contra la piedra.

―Por favor, mi kan... ―dijo Yala, aún resollando―. ¡Soy leal al Colmillo Dorado!

El látigo restalló y Yala gritó cuando las púas rasgaron las vestimentas y la piel, trazando líneas carmesí en su espalda. Tasigur dejó enganchadas las garras de plata en las heridas, saboreando el dolor de Yala. Se recordó que Kudal la quería viva, así que no podía permitirse demasiados latigazos.

Tras el cuarto latigazo, la víctima ya no podía gritar. Tasigur suspiró, enroscó cuidadosamente el instrumento de tortura y lo dejó en su trono. Los siervos tiraron de Yala para ponerla en pie y la sostuvieron al alcance del kan.

Tasigur cerró los ojos para concentrarse y sus manos empezaron a emitir una luz purpúrea. Con una sonrisa de malicia, clavó los dedos en el cráneo de Yala y escudriñó su mente.

Crueldad de Tasigur | Ilustración de Chris Rahn

Cuánto dolor y terror, cuánto miedo, cuánto odio violento. Qué delicia. Profundizó en el odio que había hallado, en busca de los recuerdos de su traición. Su sonrisa se desvaneció. Yala recordaba la celebración de la noche anterior en compañía de sus amigos, el abrazo de su marido mientras se adormecía y la sonrisa de orgullo con la que se había despertado aquella mañana. No había ninguna prueba de que hubiese envenenado la comida de Tasigur.

Con un gruñido de frustración e indignación, el kan retorció los dedos y extinguió la poca vida que le quedaba a Yala.

Todas las luces se apagaron a la vez y la sala se sumió en las más oscuras tinieblas. El caos se desató en todas partes cuando los sirvientes trataron de encontrar las antorchas y volver a encenderlas. Tasigur oyó un susurro al oído.

―Juraste que podría nutrirme de su alma ―dijo Kudal.

―Y tú me mentiste ―murmuró Tasigur, apretando los puños.

―Me has privado de lo que era legítimamente mío.

―¡Mentiste! ―Una antorcha cobró vida y Tasigur se giró hacia el ráksasa―. ¡Yala no trató de envenenarme!

―Cierto ―confirmó Kudal―. El veneno era mío.

Desdén ráksasa | Ilustración de Seb McKinnon

―¿Tuyo? ¿ querías asesinarme?

―Si quisiese asesinarte, joven principito, estarías muerto.

―Pero si tú... Si el veneno...

―Quería a Yala muerta, y ya lo está.

―¡Me mentiste! ―insistió Tasigur, gritando cada vez más, a medida que otras antorchas empezaban a disipar la oscuridad.

―Claro que lo hice.

―¿Y todo por acabar con esa mujer?

―Eres un niño quisquilloso, Tasigur ―dijo el ráksasa―. Fíjate, te ha dado un berrinche y estás temblando de ira e impotencia. ¿Y todo por qué? Has conseguido lo que querías: una víctima a la que golpear y matar. Pero yo quería su alma y me has negado ese premio. Lamentarás ese error durante mucho tiempo.

―No, el que ha cometido un error eres tú ―replicó Tasigur. Alzó la voz para asegurarse de que lo oyesen en toda la sala―. Tus mentiras y tu veneno demuestran tu falta de lealtad. ¡Apresad al traidor!

―Además de ser un niño, eres un ignorante ―gruñó el ráksasa, y nadie se inmutó―. Los humanos gobiernan a los Sultai solo porque los ráksasa y los naga lo permitimos. Tu insolencia pondrá fin a nuestra tolerancia.

El látigo con púas surgió de la mano de Tasigur y restalló en el aire, donde había estado el ráksasa.

―Y así llega el fin de los Sultai ―dijo la voz de Kudal, que parecía surgir de las sombras y esparcirse por todos los rincones de la sala.

Tasigur sintió que se había marchado; la estancia parecía un poco menos tensa y el aire no resultaba tan opresivo. El kan enroscó las colas del látigo y se sentó en su trono. Luego llamó a Shidiqi.

La naga susurró en la oscuridad, detrás de él, y Tasigur sintió un hormigueo de miedo en el cuello. ¿Acaso estaba rodeado de traidores?

―¡Shidiqi, ven e inclínate ante mí!

―Y así llega el fin de los Sultai ―repitió la naga, y ella también desapareció.

La voluntad de la naga | Ilustración de Wayne Reynolds


Tasigur se movió con incomodidad en su trono y estiró la mano, distraído, en busca de una pieza de fruta, pero allí no había ningún zombie con un bol por cabeza. Todos los muertos vivientes habían desaparecido. Sin los naga y su nigromancia, nadie podía mantenerlos bajo control. Algunos se habían marchado, sin más. Otros se habían vuelto locos y habían atacado a cualquiera que se les pusiese por delante, hasta que los soldados acabaron con ellos. Por último, otros habían tirado de sus cadenas hasta que sus cuerpos putrefactos se desmoronaron y se hundieron en los pantanos.

Tasigur se aclaró la garganta y el eco resonó en el vestíbulo casi vacío, con mucha más fuerza de la que pretendía. La mitad de los soldados del palacio ya no estaban; habían muerto en las recientes incursiones abzanas (¡era intolerable que se hubiesen adentrado tanto en territorio sultai!) o habían desertado porque ya no temían su ira.

"Y así llega el fin de los Sultai". Las palabras rondaban en su mente desde que Kudal y los naga habían desaparecido. Los últimos meses habían sido un largo y perfecto declive que había hecho realidad aquella profecía. Los Abzan y los Jeskai realizaban incursiones con frecuencia, robando bienes a los Sultai y capturando a sus gentes... o liberando a miembros de sus clanes que habían sido apresados por los Sultai, cuando aún eran fuertes. El pueblo estaba hambriento... "¡Yo mismo tengo hambre!", pensó Tasigur. Con cada nuevo asalto, más soldados desertaban y más ciudadanos daban la bienvenida a los invasores.

Cuando el rugiente estómago de Tasigur manifestó su desagrado en la reverberante sala, un joven sirviente se acercó a él con una bandeja de comida. Tasigur recogió un plato y se lo acercó al rostro, observando los escasos alimentos en busca de detalles sospechosos. Estaba seguro de que los naga seguían conspirando contra él y, sin duda, tarde o temprano lograrían envenenar su comida. Ya no podía escatimar en siervos para que probasen sus platos, así que trinchó con el cuchillo un trozo de un tipo de carne irreconocible, lo olisqueó y luego lo tocó cautelosamente con la punta de la lengua. No olía ni sabía bien, pero no parecía tóxico, y su estómago volvió a rugir con expectación. El kan suspiró y masticó la carne. "Es mejor morir envenenado que de hambre", pensó.

En cuanto tragó el primer bocado, un heraldo (otro más) entró a toda prisa en el vestíbulo. "¡Dragóoon!", gritó, y una oleada de terror inundó la sala.

―¡¿Aquí?! ―se sobresaltó Tasigur, poniéndose de pie en su escabel de madera.

A modo de respuesta, un coro de gritos prorrumpió en el exterior; eran gritos de alerta, aullidos de los moribundos y chillidos de dolor incoherentes. Unos instantes después, los gritos dieron paso a una ráfaga de un olor acre y nauseabundo.

Asedio al palacio | Ilustración de Slawomir Maniak

―¡Cerrad las puertas! ―gritó Tasigur―. ¡Llevadme a las estancias interiores! ―Los siervos se apresuraron para cumplir sus órdenes y un puñado de soldados se apostaron junto a los portones, dispuestos a defender a su kan si el dragón se acercase demasiado. Seis sirvientes lo bastante fuertes como para levantar su trono, pero no para luchar por culpa de diversas heridas, se lo llevaron por la parte de atrás y lo condujeron a sus aposentos privados, en las profundidades del gran palacio de los Sultai.

Y allí, el kan se encogió de miedo hasta que cesó el tumulto.


Tasigur caminaba por la orilla del río Marang. Sus pies nunca habían tocado la tierra hasta aquel día y se estaban hundiendo en el lodo frío, que rebosaba entre los dedos.

Un grupo de soldados formó un semicírculo detrás de él. Al otro lado del río se encontraba el primer dragón que Tasigur había visto jamás. Se trataba de Sílumgar, el progenitor de toda una estirpe, y era más grande de lo que el kan habría imaginado nunca. La admiración y el terror se arremolinaban en su interior y abrumaban su mente.

―¡Gran señor dragón Sílumgar! ―gritó Tasigur. Su voz parecía insignificante y débil en el bosque, apenas más audible que el agua corriente. No estaba seguro de que el dragón pudiese oírlo.

Sílumgar, la Muerte Errante | Ilustración de Steven Belledin

―¡Os traigo una ofrenda! ―continuó de todos modos, e hizo un gesto hacia atrás.

Seis de sus soldados se acercaron, portando el trono que Tasigur había abandonado. El asiento de jade estaba cargado de oro y piedras preciosas; era una fortuna incalculable para un mero soldado. Tasigur esperaba que fuese suficiente.

El dragón olfateó el aire y estiró el cuello sobre las aguas del río. Después, lo recogió, extendió las alas en toda su magnitud, tensó las patas y saltó.

Tasigur sintió que la muerte descendía sobre él, eclipsando la luz del sol. Cayó de rodillas y hundió las manos en el barro. La muerte, la muerte de todas las cosas, el fin de los Sultai y del mundo... El majestuoso dios escamado encarnaba todo aquello. Sin atreverse a levantar la cabeza, Tasigur vio que la tierra devoraba lentamente sus manos.


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