Resistencia
Historia anterior: La Hora de la Eternidad
"El mundo fue aplastado bajo el talón del poderoso Dios Faraón y una Hora nunca mencionada comenzó cuando el sol rojo sangre tiñó la tierra de carmesí. Y así imperó la Hora de la Devastación y el Dios Faraón culminó su gran proyecto, dejando ruinas a su paso mientras la oscuridad consumía y destruía por completo la ciudad".
Samut corría sin detenerse.
El pequeño grupo de supervivientes la seguía. Djeru corría al ritmo de los más rezagados para proteger la retaguardia.
"Tenemos que huir de la ciudad y llegar al desierto".
La orden de Hazoret ardía en un rincón de sus pensamientos mientras avanzaban. Djeru y ella habían obedecido a la diosa y se habían separado de ella para poner rumbo a la periferia de Naktamun. Sus números crecían en el trayecto a medida que otros supervivientes se unían a la lucha.
Pero sus números también mermaban a medida que la destrucción provocada por los dioses arrasaba la ciudad.
"Llegar al desierto".
Para la gente de Naktamun, las dunas interminables y las arenas asfixiantes siempre habían sido símbolos de muerte y peligro, además de un recuerdo de insensatez y pérdida para Samut. Sin embargo, el desierto se había convertido en la última esperanza para sobrevivir.
El variopinto grupo de ciudadanos llegó a un edificio situado cerca de donde la Hekma se alzaba apenas horas antes. El cuartel, donde hasta entonces habían residido los visires de Kefnet que ayudaban a cuidar y reparar la barrera, parecía completamente abandonado excepto por algunos enjambres de langostas que se habían pegado a varias superficies. Samut hizo un gesto a los demás para que se refugiasen tras un muro y escaló la superficie irregular de piedra para llegar al tejado y otear los alrededores.
Ante ella, los desiertos de Amonkhet se extendían hasta el horizonte. El viento empujaba nubes de arena y las dunas ondulantes proyectaban sombras extrañas, aunque Samut no distinguía si se debía a la luz, al viento o a que ocultaban algún horror desconocido. Lo que sí sabía era que había ruinas en las afueras de la ciudad, lugares en los que podrían refugiarse temporalmente, pero más allá de eso, no conocía nada del exterior.
Hazoret aún creía que el Dios Faraón tal vez regresaría para salvarlos a todos de la oscuridad. Algunos miembros del grupo parecían compartir su opinión y todavía mencionaban al Dios Faraón en sus gritos de batalla o susurraban plegarias para que enmendase aquella catástrofe. Sin embargo, Samut conocía la verdad.
Oyó varios gritos procedentes de la calle. Samut miró hacia abajo y vio que todos los supervivientes señalaban atrás, en dirección a la ciudad. En el cielo había un vacío tenebroso y de aquel abismo incomprensible surgió una inmensa criatura dorada. Por un momento, Samut arrugó la frente, confusa. Entonces reparó en los cuernos dorados del ser.
La sangre abandonó el rostro de Samut.
"Ha llegado".
Parte del grupo prorrumpió en vítores. Algunos echaron a correr de nuevo hacia el corazón de la ciudad, hacia el lejano Dios Faraón.
Entonces, el dragón alzó las garras y una lluvia de fuego negro descendió de los cielos.
Samut gritó por encima del estruendo y apremió a los supervivientes para que se refugiaran en el interior del edificio. Contuvo su desesperación al ver cómo una explosión de fuego aniquilaba a un joven minotauro que intentaba volver junto a ellos. Samut saltó a la calle y corrió a recoger en brazos a una niña aven, para luego regresar al cuartel a toda velocidad y llevarla junto a los demás. Una vez que todos se pusieron a salvo, entró con ellos. Djeru los estaba reuniendo en el centro de la estancia, lejos de ventanas y puertas. El escalofriante estruendo de los proyectiles estallando contra las paredes y los edificios cercanos reverberó en los huesos de todos, acompañados de los sollozos de los más jóvenes.
―Por... ¿Por qué nos hace esto el Dios Faraón? ―dudó con pánico en los ojos un joven naga que apenas tenía edad para ser un discípulo.
―El Dios Faraón es un embustero ―afirmó Samut en voz lo bastante alta como para que todos la oyeran―. No es el gran redentor: es un intruso, un farsante de otro mundo.
―N-no puede ser verdad. Esa... bestia no puede ser nuestro Dios Faraón ―protestó un hombre robusto que Samut conocía: era Masikah, de la simiente Ahn.
―¿Acaso no tienes ojos para ver y oídos para escuchar? ¿Tu corazón no siente nada? ¡Las muertes de nuestros dioses! ¡La destrucción de nuestra ciudad! ¡Este hechizo de fuego infernal, procedente de las garras del mismísimo Dios Faraón! ―exclamó Samut con una convicción gélida mientras miraba a Masikah a los ojos.
―¡Nos han traicionado! ―gritó alguien del grupo―. ¡Nuestros dioses han sido traicionados! ―Varios gritos furiosos secundaron la opinión.
―Los dioses oscuros son sus heraldos, no sus adversarios. ―Samut pasó un brazo por los hombros de Masikah―. Tenemos que afrontar la verdad y luchar por sobrevivir.
Entonces se volvió y se dirigió a todos los presentes, mirándolos a los ojos uno a uno.
―He descubierto la historia encubierta de nuestro pueblo. He visto ruinas y lugares ocultos en las arenas. ―El tono de Samut se suavizó poco a poco―. Esperaba equivocarme, haber caído en la locura y que los sacrilegios que había descubierto no fueran ciertos. Pero mis mayores temores se han hecho realidad.
Los supervivientes murmuraron entre ellos. Algunas caras se endurecieron con ira, mientras que otras se volvieron hacia Samut y aguardaron sus siguientes palabras. Abrió la boca para continuar la arenga, pero entonces sintió un dolor punzante en el pecho. Samut se encorvó y luchó por respirar, con los dientes apretados. Cuando levantó la cabeza, vio a los refugiados aferrándose el pecho, todos ellos con el rostro congelado en una expresión de agonía. Uno de los más jóvenes vomitó.
"¿Cuál de ellas ha caído?".
Samut pronunció sus próximas palabras con resolución.
―Cuatro de nuestros dioses han muerto. ¡Cuatro! ―gritó por encima de los gemidos y llantos del grupo. Algunos sacudieron la cabeza, tratando de negar la verdad que Samut acababa de anunciar. Otros simplemente enmudecieron, con la mirada perdida. Samut insistió.
»Yo vivo por la gloria de mis dioses. Rechazo las mentiras del falso Dios Faraón. Tenemos que presentar batalla y proteger lo que es nuestro. Debemos sobrevivir. Debemos oponernos al Gran Intruso.
―Yo lucharé a tu lado.
Samut se giró, sorprendida y con el pecho lleno de emoción. Tras ayudar a un joven a recuperarse, Djeru se puso en pie y se dirigió a los demás.
―Samut es mi más vieja amiga, pero, más que nadie, consideré un vil sacrilegio sus palabras contra el Dios Faraón. Ahora he visto más que suficiente para comprender que dice la verdad.
Se hizo un silencio incómodo entre los supervivientes, hasta que el joven naga intervino.
―Pero ¿qué haremos? ―preguntó mirando al resto.
―¿Qué podemos hacer? ―balbuceó alguien. Se oyeron murmullos de duda entre el grupo.
―Buena pregunta ―añadió una voz clara y firme―. ¿Qué podemos hacer contra unos dioses oscuros que asesinan deidades y contra un dragón que provoca lluvias de fuego?
Varios supervivientes se hicieron a un lado cuando Hapatra dio un paso al frente. Samut miró a Djeru antes de responder a la visir.
―Hazoret nos pidió a Djeru y a mí que protegiéramos a quienes pudiésemos y nos ocultáramos en las arenas del desierto. Que sobreviviéramos. Nos opondremos al intruso manteniéndonos con vida.
Algunas cabezas asintieron con aprobación.
―Pero yo voy a regresar a la ciudad ―añadió Samut.
Caminó a zancadas hasta la puerta mientras desenvainaba sus khopeshes y se volvió para dirigirse a todos.
―No os pido que me acompañéis. Escapar y sobrevivir honraría la petición de Hazoret y sería un valiente acto de desafío al intruso. ―La voz de Samut se quebró al decir sus próximas palabras―. Pero no podría soportar la muerte de nuestra última diosa. Aunque Hazoret nos ordenó huir, yo regresaré para intentar defender a quien me ha cuidado desde siempre.
―Iré contigo, hermana ―afirmó Djeru desenvainando su arma antes de volverse hacia los demás―. Los hijos de los dioses nunca hemos temido la muerte. Yo dediqué mi vida gustosamente a la búsqueda de un glorioso más allá. Ahora la dedicaré con orgullo a defender la auténtica divinidad.
Otros guerreros se pusieron en pie y desenfundaron sus armas o empuñaron sus bastones con absoluta determinación en el rostro.
―Yo no os acompañaré.
Todos se volvieron hacia Hapatra.
―Mi corazón anhela la más mínima oportunidad de vengar la muerte de mi añorado Rhonas, pero sé que mis venenos estarán mejor empleados al servicio de los supervivientes. ―Desenvainó un puñal y lo sostuvo con reverencia delante del pecho mientras una pequeña serpiente se deslizaba brazo arriba―. Soy el colmillo quebrado de Rhonas y sé dónde golpear para detener a los muertos vivientes y otros monstruos. Acabaré con cualquiera que amenace a nuestra gente mientras buscamos refugio entre las arenas. ―Hapatra miró a Samut con una intensidad ardiente―. Dejo la seguridad de nuestra diosa en tus manos, Samut.
La guerrera correspondió el gesto con sus khopeshes.
―No es fácil conocer nuestras propias fortalezas y sacrificar nuestros deseos por el bien de los demás. Agradezco tu valentía.
Entonces se volvió hacia los supervivientes y alzó un arma.
―¡Los demás, conmigo! ¡Encontraremos y defenderemos a nuestra última diosa!
Samut apretó los dientes. "Son imparables".
Djeru derribó a dos de un empujón, pero un tercero ya cargaba contra él, lanza en alto. Samut le gritó una advertencia y su amigo consiguió desviar el golpe del minotauro recubierto de lazotep. Corrió en su ayuda y estampó los khopeshes contra el guerrero muerto viviente, dejando dos cortes dentados en su torso. El golpe no pareció afectar en lo más mínimo al minotauro, que giró sobre sí y derribó a Djeru y Samut con una potente patada giratoria.
Mientras se levantaba atropelladamente, Samut advirtió que solo quedaban otros cuatro combatientes; el resto habían muerto a manos del interminable ejército de guerreros eternos. La cruel broma de las Horas prometidas reptó por los pensamientos de Samut. "La Hora de la Eternidad, en la que los muertos dignos se alzarán de nuevo en un glorioso más allá", pensó con rabia. "Salvo que el «glorioso más allá» consiste en masacrar a todos tus semejantes".
El minotauro conjuró una llama intensa que envolvió la punta de su lanza. Djeru se levantó y se situó junto a Samut.
―Nunca... Nunca había visto muertos vivientes capaces de usar la magia.
―Y yo nunca había visto cadáveres de campeones recubiertos de lazotep y enviados a destruir la ciudad ―contestó ella―. Hoy es un día de descubrimientos.
―Qué suerte la nuestra ―añadió Djeru con una sonrisa falsa.
―Si de verdad son nuestros antiguos campeones, este tiene que ser él ―comentó Samut.
Djeru y ella retrocedieron a medida que el minotauro avanzaba, haciendo girar su lanza por detrás de sí con una mano para crear un círculo cegador de luz. Djeru asintió. Un campeón brutal con una lanza llameante: solo podía ser Neheb el Digno, un iniciado legendario, experto por igual en combate cuerpo a cuerpo y hechicería. Samut y Djeru todavía eran niños cuando Neheb superó las cinco pruebas. "El mejor guerrero de su generación", les enseñaban los maestros. "Luchad como Neheb", les decían los instructores de combate.
―Esto es inútil ―susurró Samut a Djeru mientras ajustaba el agarre de sus dos armas.
―Podemos derrotarlo, hermana ―dijo él adoptando una postura defensiva sin quitar los ojos de encima a Neheb.
―Pero ¿de qué serviría? No podemos vencer a todos los antiguos campeones de Amonkhet, ni en sueños. Lo más importante es encontrar a Hazoret.
Neheb blandió su arma con fuerza y envió un arco de fuego contra Samut. La guerrera saltó a un lado para esquivarlo, pero Neheb no les dio ni un respiro y descargó una lanzada contra Djeru. Este levantó su arma para desviar el golpe y el minotauro embistió para asestarle un puñetazo tremendo en la cara que hizo caer a Djeru de espaldas. Samut soltó un rugido y cargó dispuesta a lanzar un tajo desde arriba con sus dos khopeshes, pero Neheb respondió inclinando el torso hacia atrás y propinándole una patada en el estómago. La fuerza del golpe lanzó a Samut a varios metros de distancia y la dejó sin aire en los pulmones. En un abrir y cerrar de ojos, Neheb aprovechó la oportunidad para enarbolar su lanza, dispuesto a empalar a Djeru antes de que se levantara.
Un destello deslumbró a todos los combatientes. Samut se levantó de un salto y vio que el forastero Gideon se había interpuesto entre Neheb y Djeru; el brillo dorado de su invulnerabilidad había interceptado la lanza llameante del minotauro. Junto a él, los otros cuatro forasteros se unieron a la batalla y sus hechizos volaron por doquier en su asalto contra los eternos. Neheb descargó golpe tras golpe contra Gideon, pero ninguno conseguía atravesar la luz dorada.
Samut no dejó escapar la oportunidad. Corrió hacia el minotauro eterno y lo apuñaló en la espalda con ambos khopeshes, haciéndole hincar una rodilla en el suelo. Las hojas agrietaron la armadura de lazotep y dejaron dos agujeros profundos. Samut extrajo las armas y apuñaló de nuevo, esta vez perforando la base del cuello. Neheb, o más bien la monstruosidad que antaño había sido Neheb, se retorció y se estremeció por unos segundos, hasta que finalmente yació inerte.
"Así que es posible destruirlos", pensó Samut. Miró alrededor y vio a los forasteros rematando a los últimos eternos. La mujer de orejas puntiagudas e inquietantes ojos verdes, Nissa, comenzó a ayudar a varios heridos sanando sus cortes y contusiones.
Djeru se levantó y dio una palmada a Gideon en la espalda.
―Es la segunda vez que me salvas hoy. En la primera, me sentí furioso. Ahora te estoy agradecido.
Gideon quiso responder, pero Jace lo interrumpió.
―Estamos desperdiciando tiempo y energías, Gideon. Nicol Bolas recreó este lugar a su imagen y semejanza. Aquí él tiene ventaja. Debemos proceder con cuidado, pero cuanto más nos retrasemos, más tiempo tendrá para prepararse contra nosotros.
―Lo mismo digo ―secundó Liliana―. Estoy segura de que ya sabe que estamos aquí. ―Al fijarse en ella, Samut se preguntó por qué tenía el vestido empapado en sangre... y cómo era capaz de parecer elegante y serena incluso así.
―De acuerdo, iremos a por él ahora mismo. ―Gideon se dispuso a seguir adelante, pero Samut lo sujetó por una mano.
―Os acompañaré ―dijo ella.
Gideon dudó, pero entonces intervino Djeru.
―No, no lo haremos, Samut. Esa no es nuestra lucha.
―¿Cómo puedes decir eso? ―le espetó Samut con rabia―. Si quieren acabar con el intruso, con el responsable de todo esto...
―Entonces, los ayudaremos quitándonos de en medio.
Samut estaba furiosa, pero Djeru le puso una mano en el hombro.
―Eres una luchadora muy superior a mí, Samut. ―Djeru negó con la cabeza antes de que ella pudiera protestar―. Otra gente quizá nos considere parejos, pero tú y yo sabemos la verdad. Solo hay una cosa que se me da mejor que a ti: medir el potencial de los demás.
Samut recordó que Djeru había liderado la antigua simiente de ambos, lo bien que conocía las virtudes y defectos de todos sus camaradas, y guardó silencio.
―Como dijo una vez una guerrera sabia ―continuó Djeru―: "No es fácil conocer nuestras propias fortalezas y sacrificar nuestros deseos por el bien de los demás".
Samut soltó un bufido.
―No creas que vas a convencerme con halagos, hermano.
―Los forasteros acabarán con el Di... con el intruso. ―Djeru volvió la vista hacia los grandes cuernos del horizonte, hacia el segundo sol situado entre ellos―. Nosotros debemos cumplir nuestro propósito: encontrar a la última diosa de Amonkhet, defenderla y proteger a la gente de nuestra ciudad.
Samut miró a Djeru con seriedad y suspiró. Entonces lo sujetó por un hombro y lo atrajo para abrazarlo.
―Cuánto agradezco tenerte de nuevo a mi lado.
Se volvió hacia los forasteros, los cinco desconocidos con marcas extrañas y que poseían poderes insólitos. No sabía si confiar en ellos ni en su capacidad para derrotar al intruso. Los miró a los ojos uno a uno mientras hablaba.
―Por lo que ha hecho a nuestra gente, a nuestros dioses, a nuestro mundo... Matadlo. Matad al gran destructor. Matad al dragón intruso. Matad a Nicol Bolas.
Samut no estaba acostumbrada al sigilo ni a seguir a otros.
Tras dejar a los forasteros planeando su batalla contra el dragón, Samut, Djeru y el pequeño pelotón de guerreros habían encontrado a algunos supervivientes más. Los grupos de eternos que vagaban por Naktamun parecían haber disminuido en número, pero solo porque los ciudadanos habían muerto, huido o, en casos extremadamente raros, se habían escondido lo bastante bien como para escapar con vida. Un silencio insólito se había apoderado de las calles de Naktamun, perturbado por los ocasionales zumbidos de las langostas y los gemidos de los cadáveres reanimados por la maldición de los errantes.
Un joven visir de Hazoret lideraba la marcha a hurtadillas. Se llamaba Haq y les había hablado de la batalla que había presenciado entre Bontu y Hazoret, de la traición de Bontu y de la crueldad del Dios Faraón. El joven no debía de tener más de unos catorce años y no podía haber ejercido más de un año o dos como visir, pero había relatado los hechos con una calma y una elocuencia inusuales para alguien de su edad.
―Tras la muerte de Bontu, el dios escarabajo despertó a los eternos y atacó la ciudad ―había explicado Haq―. Yo me encontraba en el templo de la gran Hazoret y dispuse de tiempo suficiente para escapar, mas perdí el rastro de mi diosa durante el caos de la invasión.
Sin embargo, al ser un visir de Hazoret, el corazón de Haq latía unido al de su diosa y podía sentir su presencia vagamente. Había seguido los movimientos de la deidad para tratar de encontrarla, pero unas momias errantes lo habían arrinconado en un almacén. Haq se había escondido en unos barriles de pescado en sal hasta que el grupo de Samut había pasado por allí.
Ahora, el joven les mostraba el camino. Samut rezó en voz baja para que aún estuvieran a tiempo de ayudar a Hazoret, pero entonces calló. Resultaba extraño rezar a una diosa a la que pretendías salvar.
Haq los condujo por un callejón a los pies de un gran monumento, dobló una esquina y de pronto reculó un paso. Cuando el resto del grupo llegó junto a él, todos contuvieron el aliento.
El cuerpo de Rhonas yacía allí mismo. Algunos supervivientes cayeron de rodillas. Otros se acercaron lentamente, estirando las manos hacia él, desesperados por desmentir la realidad que tenían ante sí. Pero cuando sus dedos temblorosos tocaron las escamas doradas y la vestimenta divina, aquella muerte irrefutable abatió al grupo. Hubo lágrimas, llantos furiosos y abrazos en silencio. Djeru se aproximó al dios, se arrodilló a su lado y le tocó el rostro.
La ira volvió a hervir en el interior de Samut y entonces caminó hasta el cadáver de Rhonas. Trepó a su pecho mientras los testigos ahogaban gritos de incredulidad y se irguió.
―Hermanos, hermanas, ahora lloramos, pero resistiremos. Si creéis que el Dios Faraón os está poniendo a prueba, cargad conmigo para demostrar vuestra valía. Si creéis que nos traicionó a todos, uníos a mí para luchar por el mañana. ¡Encarnaremos la fuerza que Rhonas nos mostró con sus enseñanzas y nos otorgó en su prueba!
Los supervivientes gritaron en señal de solidaridad y sus expresiones se endurecieron con pesar e ira.
De pronto, Djeru se levantó con la vista clavada en el horizonte.
―Samut, tenemos que buscar refugio.
Samut se giró y entrecerró los ojos para seguir la mirada de Djeru. Una violenta tormenta de arena se acercaba desde el Portal al más allá. Antes, la tormenta se habría estrellado contra la Hekma y habría golpeteado la barrera, pero ahora que esta había desaparecido, los remolinos de arena y los vientos aullantes se aproximaban a una velocidad alarmante, como un muro de polvo y oscuridad.
Samut alertó al grupo, bajó al suelo de un salto y se dispuso a correr por donde habían venido, pero entonces, Haq le sujetó una mano y señaló atrás, directamente hacia la tormenta.
―Hermana, Hazoret viene hacia aquí. Y no está sola.
Samut miró brevemente al joven y desenvainó sus khopeshes.
―¡Guerreros, preparaos! ¡Manteneos firmes!
Los supervivientes prepararon las armas y se cubrieron la boca con sus ropas. Muchos de ellos corrieron a resguardarse detrás de la pared del monumento. Samut, Djeru y Haq permanecieron donde estaban y se inclinaron hacia delante cuando la tormenta pasó sobre ellos.
Las arenas les mordieron la piel incluso bajo la ropa y las armaduras. Los tres se taparon los ojos con los brazos y clavaron los pies en el suelo para aguantar el vendaval. El mundo se sumió en la penumbra; la tormenta de arena era lo bastante densa como para eclipsar la mayoría de la luz de los soles y el rugido del viento ahogó cualquier otro sonido.
Entonces, Samut vio algo: una sombra inmensa se aproximaba desde el corazón de la tormenta. La silueta creció y adoptó una forma más clara, hasta que pronto se distinguieron dos pies inmensos corriendo hacia ellos. Hazoret emergió de las nubes de arena y Samut sintió que el corazón se le aceleraba de nuevo al contemplar a la diosa.
Su entusiasmo decayó en cuanto asimiló lo que veía. Hazoret no tenía buen aspecto. Sostenía su lanza en una mano, mientras que el otro brazo le colgaba a un lado. Su cuerpo dorado presentaba heridas y cortes y la diosa tenía la respiración entrecortada y acelerada.
―¡Gran Hazoret, hemos venido a buscaros! ―gritó Haq en medio de la tormenta. La diosa giró la cabeza hacia ellos y en su rostro se reflejaron determinación y sorpresa a partes iguales.
―Huid.
La orden resonó en la cabeza de Samut con la fuerza de un mandato y la humana retrocedió varios pasos antes de recuperar el control de sí misma. Hazoret se dio la vuelta y centró su atención en el camino por el que había venido. Entonces, Samut comprendió que la sombra inmensa que había atribuido al resto de la tormenta era en realidad una silueta mucho mayor.
Una cola de escorpión surgió entre los remolinos de arena y Hazoret desvió el aguijonazo, para luego saltar hacia un lado justo antes de que el dios escorpión se abalanzara sobre ella. "Hazoret se mueve más despacio, con dificultad", advirtió Samut. Y lucha con una sola mano".
A pesar de sus heridas, Hazoret combatió con poder y decisión. El dios escorpión se giró para apresarla, pero ella desapareció entre una explosión de llamas y arena. El monstruoso escorpión chasqueó las mandíbulas y Samut lo vio cambiar de dirección rápidamente y volverse hacia la penumbra, siguiendo a Hazoret mediante algún sentido desconocido para la humana.
―Hazoret está preparando un hechizo ―avisó Haq. Samut miró hacia el lugar que señalaba el visir y vio un pequeño anillo de fuego crepitante y agitado por el viento. En la oscuridad, a través de las arenas, Samut vio aparecer otros puntos de luz mientras oía el estruendo de nuevos golpes titánicos.
―¡Todo el mundo atrás! ¡A cubierto! ―gritó Djeru alejándose del círculo de fuego. Samut y Haq lo siguieron y los supervivientes se protegieron tras el monumento junto al que habían pasado antes.
El aire chisporroteó con energía y un inmenso pilar de llamas estalló en plena tormenta; el viento avivó sus lenguas de fuego, que lamieron a través de la arena. El mismísimo aire pareció arder cuando las espirales de llamas crearon una gigantesca columna de fuego ondulante, tan alta como los mayores monumentos de Naktamun. El calor del fogonazo ampolló la piel expuesta de los supervivientes y pareció devorar la tormenta de arena; el hechizo de fuego lo consumía todo a su alcance.
Samut levantó una mano para protegerse los ojos del calor y miró hacia el origen del fuego. Sobre el fondo rojo anaranjado, distinguió la silueta de Hazoret. Sostenía la lanza en la mano buena y señalaba hacia la pira ardiente, con el brazo temblando por la concentración.
Los segundos pasaron lentamente y Hazoret al fin bajó el brazo. El pilar de llamas se mantuvo encendido y la diosa cayó de rodillas, apoyándose sobre la lanza para no desplomarse en el suelo.
―El... El monstruo ha caído en la trampa de fuego ―susurró Haq. En efecto, cuando las llamas empezaron a apagarse lentamente, Samut distinguió al dios escorpión en el centro de la pira, con el caparazón blanqueado, incandescente.
―Es imposible que siga vivo ―dijo Djeru entre dientes.
Sin embargo, el dios escorpión dio un paso vacilante, con un brazo estirado hacia Hazoret. Luego otro paso. Y otro.
Su caparazón se enfrió y el tono blanco se tornó naranja y, poco a poco, negro una vez más. Seguía avanzando, ganando fuerza y decisión a cada paso que daba.
Hazoret levantó la vista hacia él y trató de ponerse en pie, pero tropezó y volvió a caer de rodillas.
Y entonces, el dios escorpión comenzó a correr.
El destello de una cola. El sonido repugnante de un aguijón perforando carne.
Samut observó la escena, paralizada. Hazoret se había girado bruscamente para interceptar el golpe con el brazo inutilizado. El dios escorpión retiró su aguijón y Hazoret aulló de dolor antes de rodar hacia atrás para esquivar el segundo aguijonazo de la criatura. Samut contempló con horror cómo el icor verdoso brillaba y se esparcía por el brazo de Hazoret, reptando hacia el torso y el corazón de la diosa.
La lanza de Hazoret refulgió de calor.
El destello de un tajo.
El crepitar de la carne.
Una neblina sangrienta se evaporó en el aire cuando el filo al rojo cauterizó el corte.
Hazoret se agachó y resolló con fuerza. La sangre se filtraba por la herida que le había salvado la vida. A sus pies, el brazo amputado se ennegreció y el veneno consumió la carne.
El implacable dios escorpión avanzó de nuevo.
Samut soltó un grito salvaje y se lanzó a la batalla; el terror, la ira, el dolor y el sufrimiento se fundieron en una fuerza candente. Percibió vagamente que Haq y otros magos empezaron a preparar hechizos detrás de ella. Tenía ante sí la mole imposible del dios escorpión. Samut era diminuta, intrascendente.
Pero le daba igual.
El instinto de apoderó de ella y Samut canalizó energía mágica hacia sus piernas. Saltó y voló sobre las arenas, propulsándose por encima de Hazoret hacia el dios oscuro y empuñando los khopeshes con las hojas apuntando hacia abajo. Se estampó contra el costado del dios y sus armas perforaron el caparazón, clavándose en él y dándole un punto de apoyo temporal. La sorpresa se convirtió en revelación cuando comprendió que el calor del hechizo de Hazoret debía de haber ablandado la coraza impenetrable del dios.
Samut rio con una mezcla de frenesí de batalla y auténtico disfrute. Tiró de sus armas y empujó hacia abajo para deslizarse por el cuerpo del dios, ayudándose de la gravedad para ganar impulso. Descolgó los pies mientras caía cortando el costillar del dios en dirección al abdomen. Sus hojas surcaron el caparazón reblandecido como un ibis surcando el cielo azul.
El dios escorpión rugió y levantó una mano. La deidad con cabeza de alimaña intentó aplastar a la humana dañina como una alimaña, pero Samut aflojó sus khopeshes y se impulsó hacia atrás con las piernas, clavando sus armas en el brazo del dios. Cortó dos delgadas líneas en el caparazón antes de que el dios la lanzara por los aires agitando la mano.
Una nube de arena atrapó a Samut y amortiguó el aterrizaje. Mientras se levantaba, ligeramente aturdida, un mago minotauro avanzó con las manos encendidas de poder y moldeó las arenas para formar una masa compacta y arrojarla contra las piernas del dios escorpión. A su lado, otros magos lanzaban proyectiles de fuego y relámpagos contra el ser.
―¡Samut, empujadlo hacia el río! ―gritó Djeru desde lejos, y Samut lo vio corriendo junto a otros dos guerreros hacia un grupo de obeliscos. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando comprendió el plan de Djeru.
―¡Conmigo! ―gritó a los demás supervivientes para que cargaran junto a ella.
Los mortales plantaron cara al dios debilitado y lo asaltaron con armas y hechizos. Un aven graznó cuando la deidad lo atrapó al vuelo y lo estrujó entre sus dedos. Un guerrero con dos hachas desapareció bajo un pie, aplastado en el acto. Una rociada de veneno del aguijón del dios cayó sobre un grupo de magos desprevenidos y los ahogó en la ponzoña.
Sin embargo, los mortales siguieron hostigando al dios. Los ataques hicieron mella en el caparazón ablandado y consiguieron hacer retroceder a la bestia poco a poco en dirección al campo de obeliscos. El dios escorpión se enfureció y lanzó golpes a diestro y siniestro contra los combatientes que lo acosaban con hechizos, flechas y lanzas. Detrás de él, Djeru ya estaba preparado junto a los guerreros, escondidos detrás de un obelisco medio derrumbado. "Ya casi está", pensó Samut tras estudiar rápidamente la situación. Sin embargo, el dios escorpión se resistía, todavía un poco lejos de la trampa de Djeru.
―¡Tenemos que hacerlo retroceder! ¡Solo un poco más! ―gritó Samut.
De pronto, una voz retumbó detrás de ella.
―¡Dios oscuro! ¡Acabaré contigo en el nombre de Rhonas!
Samut se volvió y contempló una escena que la dejó sin habla.
Una khenra solitaria enarbolaba el bastón de Rhonas, reforjado mediante magia. Sus brazos brillaban con un poder dorado, un último vestigio de la fuerza del dios que recorría el cuerpo de la guerrera, y esta se lanzó a la carga sosteniendo el bastón en alto. Samut y los demás se apartaron de su camino cuando la mujer pasó junto a ellos como una exhalación. Con un rugido portentoso, la khenra blandió el bastón contra el dios.
La criatura se cubrió con ambos brazos, pero la potencia del impacto lo hizo retroceder trastabillando y provocó una lluvia de fragmentos de su caparazón, agrietado en los antebrazos.
En ese momento, Djeru y su equipo salieron corriendo hacia el dios escorpión con una cuerda tensada entre ellos y lo hicieron tropezar. El monstruo perdió el equilibrio y se precipitó sobre los obeliscos, cuyos extremos puntiagudos se convertirían en un lecho de puñales para el inmenso dios.
Sin embargo, Samut advirtió que la trayectoria de la caída no coincidía con la inclinación de los obeliscos.
Sin decir una palabra, emprendió la carrera y saltó de nuevo, impulsada por una fuerza mágica. Samut se estrelló contra el dios en plena caída y lo empujó hacia la derecha lo justo para que un trascendental crujido resonara en todo el campo de batalla cuando un obelisco perforó el pecho del dios escorpión de lado a lado.
Los supervivientes prorrumpieron en vítores, pero Samut observó al dios con desconfianza. La deidad se retorcía y lanzaba débiles zarpazos al obelisco que sobresalía de su pecho, sin dejar de luchar. Fuera cual fuese el poder que la impelía a perseguir y matar, aún empujaba su cuerpo roto y le ordenaba lanzar coletazos inútilmente.
―Gracias, hijos míos.
Hazoret cojeó hacia el dios escorpión apoyándose en su lanza, con el joven Haq a su lado. Los fieles corrieron a ayudar a la diosa, pero esta los detuvo con un gesto.
―Todos vosotros habéis hecho más de lo que podría pediros. Más de lo que ningún mortal ha hecho jamás. Pero debo poner fin a esto yo misma.
Samut, Djeru y los demás se hicieron a un lado mientras Hazoret se aproximaba al dios escorpión, que continuaba debatiéndose débilmente. Hazoret contempló a la colosal bestia y las lágrimas afloraron en sus ojos.
―Has asesinado a mis hermanos y hermanas, pero sé que no fue por deseo ni intención propias. Descansa, hermano. Que mi fuego te libere de esta forma y estas cadenas oscuras.
Hazoret levantó su lanza de dos puntas y atravesó al dios escorpión justo donde el obelisco sobresalía del caparazón. El arma emanó un calor sofocante y un humo negro surgió del dios escorpión mientras ardía desde dentro, hasta que su caparazón se consumió finalmente y el ser quedó reducido a ceniza.
Cuando terminó, Hazoret retiró su lanza y la clavó en el suelo. La diosa miró alrededor hasta encontrar a Samut y se arrodilló junto a la mortal. Samut se irguió con perplejidad. Hazoret le tendió la gigantesca mano y Samut levantó las suyas para estrechar uno de los dedos de la diosa. Sintió el calor y el sosiego que desprendía la deidad.
―Samut, en la arena afirmaste creer que yo no era quien me obligaban a ser. Que confiabas en que protegería a mis hijos cuando más me necesitasen.
Samut miró a la diosa a los ojos y sonrió.
―Y lo habéis hecho, amable Hazoret. Os estamos agradecidos.
Hazoret negó con la cabeza.
―No lo habría conseguido sin vosotros. Vosotros, mis queridos hijos, me habéis protegido a mí cuando más os necesitaba.
»Mi corazón es vuestro. Gracias, Samut la Puesta a Prueba. Habéis superado todas las pruebas y vencido a la oscuridad que aguardaba allende.
Las lágrimas de alegría incontenible cayeron por el rostro de Samut. El orgullo, la fuerza y el amor infinito de su diosa inundaron su cuerpo. Sabía que aquel momento no era más que un pequeño triunfo ante la oscuridad abrumadora, pero una llama de esperanza permanecía viva, rescatada de la destrucción y escudada de los vientos del Gran Intruso.
La euforia ahogó todo lo demás.
Y dentro de su alma, una fuerza poderosa crepitó y se encendió.
Un torrente de energía recorrió el cuerpo de Samut, quien sintió cómo sus músculos se contraían y su mente se expandía. Estaba cayendo, cayendo a través del espacio, a través de ondas deslumbrantes de éter, moviéndose a una velocidad imposible sin moverse en absoluto, precipitándose a través de una grieta en la propia realidad. El aire del desierto dio paso repentinamente a una brisa fresca y Samut se sorprendió al ver que estaba entre vegetación desconocida, cuyas hojas se mecían a sus pies.
Levantó la vista y sus ojos no terminaron de comprender lo que veían. En el cielo no había soles; de hecho, el mundo parecía sumido en una extraña oscuridad moteada con unos peculiares puntos de luz que danzaban y titilaban como gemas lejanas. Unos patrones de color extraños bailaban en el cielo y algunos de los puntos brillantes parecían relucir más que el resto. Samut se frotó los ojos. Si observaba el tiempo suficiente, las luces parecían formar una especie de patrón, una luminiscencia conectada que semejaba casi familiar, como un pensamiento que flotaba justo fuera del alcance del recuerdo, o los fragmentos susurrados de un sueño olvidado...
Samut apartó los ojos del extraño cielo y miró alrededor. Distinguió los perfiles oscuros de algunos edificios en la lejanía, de arquitectura recta y rígida. El viento seguía meciendo la hierba a sus pies y su silbido, al acariciarle la piel, resultaba casi musical, acompañado de aromas desconocidos que le hicieron cosquillas en la nariz.
Un pánico grave creció en el interior de Samut. "Esto no es Naktamun. No es Amonkhet. Estoy en... otro mundo".
Pensó en los forasteros, en sus hechizos insólitos, sus ropas peculiares y sus marcas extrañas.
"Soy... como ellos. Soy una caminante entre mundos".
Sacudió la cabeza y gritó de pura frustración. Tenía que regresar a su mundo. Necesitaba volver junto a Hazoret, aún gravemente herida, y ayudar a su gente a escapar.
Samut echó a correr y tiró de su memoria y su instinto, empleando magia todavía nueva y no dominada. Mientras sus piernas se movían a toda prisa, notó la misma sensación indescriptible de antes. De pronto, una fuerza la arrancó de la realidad y la magia se entrelazó con las fibras de sus músculos. Su cuerpo sirvió como medio para un hechizo que no sabía que podía emplear. Se precipitó de nuevo a través del azul deslumbrante y los colores turbulentos. Mientras caía, sintió vagamente la presencia de otros mundos que dejaba a un lado, planos, hasta que por fin, con una sacudida, aterrizó de rodillas sobre la cálida arena familiar y se regocijó ante la presencia de Hazoret.
Alrededor de ella, los demás supervivientes la observaban completamente atónitos. Habían presenciado cómo su campeona se desvanecía en la nada, para luego reaparecer antes de que ninguno llegase a reaccionar.
―Hija mía...
La cálida voz de Hazoret vibró en la mente de Samut y esta intentó levantarse y responder... pero su cuerpo se desplomó y Samut se desmayó, completamente falta de energía.
Hazoret la sostuvo en la mano y se la entregó con cuidado a dos mortales que corrieron a hacerse cargo de ella y tumbarla boca arriba. Djeru se arrodilló junto a Samut, con la frente arrugada de preocupación.
Un sonoro estruendo y un estallido de poder atrajeron la atención de todos hacia el cielo.
El dragón dorado sobrevolaba la ciudad y entre sus garras crepitaban relámpagos. Tenía la mirada fija en las calles y su risa retumbaba por todas partes.
―Los forasteros deben de estar combatiendo al Gran Intruso. ―Djeru se puso en pie y envainó su khopesh.
―¡Deberíamos luchar junto a ellos! ―urgió una guerrera khenra.
―No, es una batalla en la que no podremos ayudar ―replicó Djeru―. Apenas nos quedan fuerzas para seguir.
―Entonces, ¿no haremos nada? ―gruñó la khenra.
―Resistiremos.
Los supervivientes se volvieron hacia Hazoret. La diosa extrajo su lanza del suelo y levantó la mirada hacia Nicol Bolas.
―Cuando los dioses éramos ocho, luchamos juntos contra el dragón... y fuimos derrotados. Ignoro si esos forasteros podrán detenerlo, mas espero que así sea.
Hazoret bajó la vista hacia la congregación de supervivientes.
―Por ahora, hijos míos, debemos resistir, perdurar y sobrevivir. Nos adentraremos en el desierto y buscaremos refugio entre sus arenas y espejismos. Mientras respire como última deidad de Amonkhet, velaré por vosotros.
―Y nosotros, por vos. ―Djeru se arrodilló ante Hazoret y se golpeó el pecho con un puño. Uno a uno, los demás fieles emularon el gesto.
Hazoret mostró una sonrisa triste y bajó la mirada hacia Samut, su campeona inesperada, la hija que había visto la verdad y reunido valor para desafiar a los dioses porque los amaba con pasión.
Y la deidad emprendió la marcha hacia las arenas del horizonte con su pueblo en pos de ella, mientras el dragón invasor descendía sobre sus adversarios entre las ruinas de Naktamun.
"Pero mientras el Gran Intruso traía la perdición a Naktamun, Hazoret, la Superviviente Divina, madre y protectora de los mortales de Amonkhet, guio a sus hijos para salvarlos de una muerte segura. Y así sucedió, y así sucederá, que la deidad y los mortales marcharon hacia un futuro ignoto".
—Haqikah, superviviente de Amonkhet
Archivo de relatos de La hora de la devastación
Perfil de Planeswalker: Samut
Perfil de plano: Amonkhet