Stensia duerme profundamente. Es el sueño de los tranquilos, de los despreocupados, de quienes no tienen absolutamente nada que les inquiete... Así duermen los vampiros en sus torres. En realidad no lo necesitan, pero los plebeyos sí, lo que convierte el descanso en algo casi novedoso. “¿No sería fantástico que ahora, en el culmen de nuestro poder, nos echásemos a dormir?”.

El sueño no dura mucho, apenas una hora o quizá dos. Una siesta. Una broma, un gesto, una fascinación pasajera.

Aun así, es la mejor hora que están viviendo los humanos de Stensia desde hace semanas. Aunque sus cuerpos anhelan un momento de descanso, no hay forma de aprovecharlo con la luna dominando el cielo.

Saben que los vampiros tendrán hambre cuando despierten de su pequeña broma. Y cuando tengan hambre, cazarán... y morirá gente.

Ilustración de Lucas Graciano

Grigori aprieta con el cuchillo la muñeca de su madre. Ella no se mueve ni se agita, puesto que también duerme desde hace un tiempo. Después de la Masacre de la Cosechalia, al cabo de dos noches (aunque ahora es difícil contarlas), su madre simplemente...se durmió, y no hay forma de despertarla. La recuerda cuando aún estaba llena de esperanza y tallaba sus propias efigies para quemarlas en las calles. También la recuerda después, cuando la luna se negó a descender; tenía la piel llena de heridas y algo se había quebrado en su interior.

―Innistrad resistirá ―le dijo ella. Otro ruego que los ángeles no se dignaron a escuchar.

Ahora, semanas más tarde, continúa durmiendo, con la piel amarillenta y el cuerpo demacrado. Su pecho se hincha y se encoge. Su madre.

La sangre gotea desde la muñeca y cae en un cuenco de cristal. Probablemente sea más valioso que ningún otro objeto que Grigori haya tocado en su vida, o incluso más que todos juntos... Pero el cuenco no es suyo.

El decreto colgado junto a la puerta de su casa lo deja bien claro.

Felicitaciones y buenas noticias para los lectores, ya que se acerca el día del júbilo más espléndido.

Aguardamos con entusiasmo los siguientes diezmos: un cuenco de sangre por habitante cada noche hasta la celebración del festejo. Hemos tenido la generosidad de proporcionar los cuencos y les advertimos de que están encantados, por lo que sabremos si los rompen como las bestias ingratas que son. Nuestros representantes visitarán la localidad para recolectarlos. No cometan el error de ofenderles; supongo que ya conocen las consecuencias de tal necedad.

Esperamos que se encuentren bien y gocen de salud. De no ser así, no se preocupen, ya que su sangre nos servirá independientemente de su estado. No se harán excepciones por nadie.

Su eterna señora,

Olivia Voldaren, soberana indiscutida de Innistrad

Grigori observa el goteo de la sangre de su madre y, con la cabeza ausente, se pregunta cómo habría reaccionado ella a la proclama. ¿La habría quemado, como se planteó hacer él? ¿Habrían huido juntos a otro lugar?

Entonces piensa en Stensia.

Antes le encantaba la región, con sus torres, su ambiente profano y sus costumbres. Había tradiciones en todo Innistrad, por supuesto, pero Stensia era la única región en la que parecían tener utilidad. En Kessig, los lugareños solo sospechaban que estaban rodeados de licántropos. Aquí, en cambio, la presencia de los vampiros es tan natural como las plagas.

Pero ¿cómo lidias con una plaga que ha cambiado tanto?

Varios aldeanos habían aceptado empleos en los castillos cercanos. Estarás a salvo si trabajas para ellos, o eso decían.

Pero también puede que mueras en los castillos mientras trabajas. ¿Qué ocurriría entonces con tu familia?

Y ahora, los diezmos. Los vecinos solían pensar que estaban a salvo, pero incluso los que se arriesgan a trabajar en los palacios de los condenados tienen que aportar sangre.

Ya nada tiene sentido.

Grigori recoge el cuenco lleno con sangre de su madre, a la que besa en la frente. Luego pasa un dedo por el borde para que el líquido no se vierta mientras lo lleva fuera. Mire adonde mire, hay muerte y desolación. Semanas antes, sus amigos encendían velas y cantaban en las calles mientras las efigies ardían en todas las ventanas. Semanas antes, era imposible poner un pie fuera sin ver a un grupo de amigos sonrientes, con los brazos entrelazados y bailando borrachos en caminos que normalmente eran demasiado aterradores como para recorrerlos.

Sin embargo, ahora las calles están vacías. La mayoría de la gente está ocupada con el trabajo, y quienes no trabajan suelen morir. No ocurre de golpe, como en la masacre, pero sí con frecuencia. Estos días, la única gente que se ve en los caminos no son personas en absoluto.

Los que pudieron marcharse lo hicieron, aunque Grigori no sabría decir adónde. La situación había empeorado en Stensia, desde luego, pero lo mismo había ocurrido en todas partes. Por las pocas noticias que le habían llegado, ya no quedaba ningún lugar seguro. En esta noche interminable, los monstruos nunca tienen que descansar. ¿Adónde podría ir uno para esconderse de la oscuridad?

Ahora, la vivificante luz plateada de la luna solo es otro tipo de palidez en el mundo.

Grigori deposita el cuenco al lado de su gemelo, el que él mismo llenó hace una hora. Agotado por la pérdida de sangre y de esperanza, se sienta en cuclillas y alza la vista hacia la luna.

Unos murciélagos negros atraviesan la superficie plateada como una bandada de cuervos apiñados sobre un cadáver. Al igual que los cuervos, llevan algo consigo: unos elegantes sobres negros con adornos blancos y rojos. Los observa mientras pasan volando.

Entonces, varios murciélagos se separan del grupo. Dos de ellos descienden hacia él, se detienen ante los cuencos y los levantan con sus bocas diminutas para llevarse la sangre de su madre y la suya. Por un instante, Grigori se plantea matarlos. Seguro que le resultaría fácil romperles el cuello.

Pero si lo hiciese, vendrían a por él y a por su madre en menos de un día (¿aún tenía sentido usar esa palabra?) y nada cambiaría excepto que ambos estarían muertos.

Innistrad seguiría muriendo y sumiéndose en la muerte en vida.

Los murciélagos se marchan.

Grigori los observa hasta que desaparecen.

Vuelve adentro para cuidar a su madre.

Su única esperanza es que ella también esté durmiendo profundamente.


Ilustración de Ilse Gort

La oscuridad y la maldad no son nuevas en la vida de Adeline. Desde la tierna edad de doce años, cuando la iglesia la acogió, ha dedicado todos sus esfuerzos a acabar con quienes dan caza a la humanidad.

No siempre le resultó fácil.

Pero sí más fácil que ahora.

Mientras hunde la espada en el corazón del vampiro, la sensación de triunfo es mínima: “Al menos no volverá a matar”. La vergüenza no tarda en seguir a ese pensamiento. La labor de Adeline es vital, incluso más que nunca, pero también es un trabajo que consume... y ya lleva un tiempo devorándola por dentro.

Sin embargo, ese no es el rostro que debe mostrar ante los demás. La gente espera ver a la heroína indomable, a la amazona en su caballo blanco, al faro de justicia en un mundo que olvidó el significado de esa palabra hace mucho tiempo. La gente busca una luz.

Pero Adeline también.

La luz la ilumina en cuanto el vampiro cae al suelo y las llamas de Chandra engullen el cuerpo. Entre el fulgor anaranjado, los ojos de Adeline encuentran los de su compañera.

Llegará el momento de mostrarse valiente ante todos los demás, pero Chandra es la única que puede verla ahora.

Adeline deja que los hombros se le hundan y la fatiga se refleje en su mirada. En la oscuridad de la noche, las llamas de Chandra brillan más que la luna.

La piromante no le pregunta si está bien, porque ambas conocen la respuesta. En vez de eso, le da un apretón en un hombro.

―He visto algo de vino en una de las casas viejas. Creo que nos merecemos un pequeño premio.

A pesar de todo lo sucedido, aún hay energía en la voz de Chandra; últimamente está más apagada, pero sigue ahí. Adeline se deja guiar por ella un poco más.

―Tendremos que dejarlo para después de la reunión ―le responde―, pero trato hecho.

Los restos del vampiro humean junto a ellas y el hedor a carne chamuscada les invade las fosas nasales. Adeline envaina la espada y se sitúa contra el viento. En los alrededores, su variopinto grupo de compañeros está luchando. Algunos, como ella, empuñan las armas para acabar con los últimos necrófagos y siervos del viejo chupasangre. Otros, en cambio, emplean la compasión; como Deidamia, que está entre la gente que atiende a los enfermos, los heridos y los que ya vieron demasiado o soportaron una carga excesiva. La magia es incapaz de aliviar todos sus males.

Pero lo correcto es intentarlo.

Ya es el quinto contraataque que lanzan esta semana. Un niño había oído hablar de gente que está luchando contra la noche eterna y, cuando los vampiros descendieron sobre la aldea de Karo, huyó en busca del grupo, destrozándose los pies contra las piedras del camino. La primera a la que encontró fue a Arlinn, que ahora está cuidando de él y contándole un cuento mientras una bruja le trata las heridas. Las manchas de sangre que se están secando en la ropa de cuero de Arlinn contrastan de manera extraña con el guiso que le sirve al niño en un tazón.

Mientras Adeline y Chandra se acercan, la licántropa se fija en ellas, le asiente al niño y le dedica una sonrisa alentadora antes de ir al encuentro de ambas. Junto a ella acuden Teferi, Kaya, Deidamia, varias brujas más y algunos exterminadores de monstruos. El grupo no es grande, apenas cuenta con dos o tres decenas de combatientes, pero son camaradas feroces. El resto, unas doscientas personas, permanece en el bosque. La gente necesitaba un lugar al que ir cuando destruyeron sus hogares.

―¿Cómo ha ido? ―pregunta Arlinn.

―Hemos liquidado al monstruo ―dice Chandra.

Adeline asiente, agradecida por el entusiasmo.

―Tardarán tiempo en reconstruir la aldea ―añade―, pero estarán a salvo, al menos esta noche.

―Buen trabajo ―dice Arlinn―. Haremos lo que podamos por ellos. Una ventaja de la gente de Kessig es que podemos construir una casa en un día. Dentro de una semana o dos habrá sitio para todo el mundo.

Muchas cosas quedan sin decir: primero, que los aldeanos tendrán que sobrevivir tanto tiempo; segundo, que es más difícil construir a oscuras; tercero, que más gente morirá antes de construir nada.

Pero es agotador, muy agotador pensar en eso ahora. Arlinn tiene razón, harán lo que puedan. Hay más aldeas que necesitan ayuda.

―¿Querías convocar una reunión? ―le pregunta.

Arlinn señala un campamento improvisado: un pozo para hacer fuego, rodeado de tocones de árboles y bancos labrados a mano. Uno a uno, los valientes ocupan sus asientos. De algún modo, el banco más pequeño, con sitio para dos, queda vacío para Chandra y Adeline. Probablemente sea cosa de Kaya, que tiene una sonrisita en la cara.

Está bien, Adeline no va a discutirlo. Se sienta y deja la espada apoyada en las rodillas.

―Bueno...

Todas las miradas se vuelven hacia Arlinn. La noche interminable también le pasa factura, además de los motivos que la llevaron a luchar contra Tovolar, fuesen los que fuesen. Últimamente, Adeline ve a la loba más a menudo que a la mujer, sobre todo fuera de este tipo de reuniones. Aun así, el suspiro que suelta en ese momento es completamente humano.

―No montemos un escándalo ―dice al fin―, pero no podemos seguir así.

―Pero ¿y la magia del tiempo de Teferi? ―pregunta Adeline―. Seguro que podría...

Teferi aprieta los labios, levanta la cabeza hacia la luna traicionera y vuelve a bajarla.

―Lo siento, pero no puedo hacer gran cosa. El sistema solar de Innistrad es complejo. La magia que retiene la luna en el cielo es antigua y está diseñada específicamente para este plano. ―Los hombros se le hunden―. Incluso si averiguo cómo arreglarlo sin arruinar los ecosistemas del plano, necesitaría más poder del que tengo ahora mismo.

―Este problema es demasiado grande para una sola persona ―interviene Kaya―. Aunque preferiría equivocarme, vamos a tener que mantenernos unidos para solucionarlo.

―No lo entiendo ―dice Adeline―. Ya estamos unidos, ¿no?

―Nosotros sí, pero la mayoría de nuestro grupo es humano ―comenta Arlinn. Y es verdad: aparte de dos o tres de los últimos licanos que quedan, los demás son humanos. Pero ¿por qué no habrían de serlo? Mira a Arlinn a los ojos en busca de una explicación que no tarda en llegar―. La noche eterna no afecta solo a los humanos. Si esto sigue así, los vampiros se quedarán sin alimento tarde o temprano. Dentro de unos diez años, el plano entero estaría desierto. Hace mucho tiempo, uno de ellos se dio cuenta de que podría llegar a suceder. Tenemos que hablar con él.

Chandra suelta una risita nerviosa.

―Dime que estás de broma, por favor.

―Chandra tiene razón ―añade Adeline―. Si te refieres a Sorin Markov, la última vez no nos hizo ningún caso. ¿Por qué crees que ahora cambiará de parecer?

Arlinn debía de esperarse esta reacción, porque la pregunta no queda en el aire mucho tiempo:

―Porque todo es distinto. Además, la que nos robó la llave de platalunar fue Olivia Voldaren. Si alguien puede hacerse una idea de lo que planea, es él.

―Y si los rumores que se escuchan son ciertos, ahora mismo debe de odiarla a muerte ―añade Kaya, que luego dice―: Es lo único de lo que se habla en Stensia. Olivia está ordenando a toda la población que done un cuenco de sangre.

―Lo que significa que trama algo ―acepta Adeline―. Pero ¿por qué tenemos que acudir a él?

―No tenemos otra forma de salir adelante ―dice Teferi―. Sorin está malhumorado, pero siempre ha sido pragmático. Como mayor experto en guardianes planares egocéntricos...

―Dame unos cuantos años y te discuto eso ―interrumpe Kaya.

―Ejem... Como alguien que lo conoce desde hace siglos, creo que podemos razonar con él. Al fin y al cabo, no es la primera vez que se pone así. De hecho, ahora que lo pienso, creo que nunca lo he visto de buen humor. En fin, como mínimo, seguro que nos dirá lo que planea Olivia.

―Esto no terminará hasta que recuperemos la llave ―dice Kaya―. Él es el único que podría darnos una pista sobre su paradero.

Tiene sentido, pero hay algo que Adeline no será capaz de perdonar:

―Arlinn, te recuerdo que se enfrentó a Sigarda la última vez que lo vimos.

―Lo sé ―dice ella con la mandíbula tensa―. Esto tampoco será...fácil para mí, pero cuando una parte del rebaño se descarría, no lo dejas a merced de los lobos.

―Él no es un corderito ―opina Adeline― y tú sí eres una loba.

―Lo que significa que sé un par de cosas sobre cazar y sobre manadas ―dice ella con una sonrisa burlona y cómplice―. Adeline, me gustaría que nos acompañases, pero si prefieres quedarte, lo entenderé.

Adeline sabe cuál sería la elección correcta y comprende que, a menudo, la decisión justa es la más difícil. A veces, los cátaros entrenaban usando espadas con pesos para interiorizar que el camino violento nunca debería ser el primero: jamás debería resultar fácil arrebatar una vida.

Si consiguen razonar con Sorin, tal vez valga la pena intentarlo.

Nota que Chandra la está mirando, esperando una respuesta.

―Iré. Si queda algo de Avacyn en él, nos escuchará.

Más tarde, mientras se preparan para partir, el niño de Karo se acerca a Adeline. La estaba esperando junto a su tienda de campaña improvisada, con los pies vendados y vestido con una armadura recuperada y demasiado ancha para él. El símbolo avacyno del peto es casi tan grande como el niño. El cerdo que trajo consigo, un animal casi del tamaño de un caballo, olfatea el suelo cerca de allí.

―¿Qué puedo hacer para ayudar? ―pregunta el muchacho.

―Ya nos ayudaste mucho ―dice ella agachándose para ponerse a su altura. Entonces, introduce una mano entre los pliegues de la armadura y saca un símbolo hecho con palos y velas apagadas, que le coloca en la cabeza―. Lo mejor que puedes hacer es volver sano y salvo a casa.


Sorin the Mirthless
Sorin, el Sinvida | Ilustración de Martina Fackova

Innistrad resistirá, según se dice, pero basta con echar un vistazo por la ventana para que esas palabras pierdan el sentido. Es imposible que Innistrad sobreviva a esto.

Sorin Markov está convencido de ello.

Hace incontables siglos que lo sabe. Durante sus reflexiones filosóficas, llegó al fondo de la cuestión poco después de que su abuelo lo convirtiese. Si los vampiros no mueren jamás, si cada uno se alimenta una vez al mes, a menudo matando a su “donante”, por decirlo de modo conservador, y si los humanos tardan nueve meses en reproducirse...

En definitiva, no tiene sentido.

Y eso sería sin tener en cuenta a los humanos que fallecen por culpa de enfermedades, a los que se convierten en vampiros, a los que mueren entre las fauces de los lobos y un largo etcétera. No, era imposible. Para que Innistrad resistiese, como ya se solía decir en el pasado, había dos opciones: o limitar duramente la cantidad de vampiros engendrados o garantizar la supervivencia de los humanos.

Sorin, todavía joven, abordó a su abuelo con aquella inquietud. Edgar había fomentado su interés por la alquimia y él estaba seguro de que, si se lo exponía todo bien claro, su abuelo se daría cuenta del grave error que había cometido.

Edgar escuchó atentamente las palabras del joven Sorin. Es más, incluso le hizo numerosas preguntas perspicaces. En aquellas dos horas de conversación, Sorin comprendió más cosas acerca del mundo de las que había aprendido al preparar sus argumentos. Su abuelo aportó una perspectiva nueva a todas sus ideas.

―Sorin, ¿de verdad crees que en ningún momento pensé en esto mismo?

―Pero, abuelo ―objetó Sorin―, si lo hiciste, ¿por qué seguimos este camino? El futuro no es intangible y, siendo inmortales, tendremos que afrontarlo. Innistrad debe resistir y...

―Innistrad resistirá, pero solamente los plebeyos sienten la necesidad de decirlo ―replicó su abuelo―. Nosotros tenemos prácticamente la eternidad para planear el futuro. La solución se presentará por sí misma.

―Abuelo, este asunto no puede esperar.

―Al contrario. Solo estás fijándote en una pequeña parte del tapiz de la historia ―dijo Edgar, que tomó una de sus plumas y la mojó en tinta. El rasgar de la punta sobre un pergamino sonó como un rechazo.

“Una pequeña parte”.

Siguió el consejo de su abuelo. La solución se presentaría tarde o temprano. Sorin tenía que pensar a mayor escala y ver más allá de lo inmediato. Fuese adonde fuese, la idea permanecía en un rincón de su mente y se volvía más compleja con cada año que pasaba.

Tardó seis milenios en cohesionar el panorama completo, pero cuando lo hizo, le pareció obvio y correcto. Se sintió como un necio por no haberse percatado antes: los humanos necesitaban una entidad protectora, así que les dio una.

Para entonces, sus congéneres vampíricos casi habían dejado seco el plano. Sorin salvó Innistrad por muy poco.

Sin embargo, más adelante sufrió la derrota, y ella también. Ahora, incluso respirar el aire de este mundo le llena de amargura.

Una parte de él se pregunta si su abuelo había previsto la creación de Avacyn y su eventual caída. Al fin y al cabo, Edgar pensaba en todo y conocía a su nieto mejor de lo que nadie lo hizo ni probablemente lo hará jamás. ¿Acaso había planeado esta noche eterna? ¿Sabía qué consecuencias tendría para la población vampírica? ¿Y para la población humana?

A pesar de todos sus años de vida, Sorin no está preparado para algo así.

Al principio había asumido el papel de observador. Se había lamido las heridas, se había recluido en la mansión y había contemplado cómo se desarrollaba todo. Los demás vampiros sabían tan bien como él lo que ocurriría si se atiborraban.

Pero si la impaciencia es lo último que muere entre los vampiros, la inhibición es lo primero. Según los cálculos de Sorin, solo quedan unos pocos meses para que todos los humanos del plano se conviertan en vampiros, licántropos o geists... o simplemente en cadáveres.

Su abuelo lleva demasiado tiempo sumido en su letargo. Si tenía un plan para esta situación, es hora de que ambos tengan una charla.

Sorin desciende por las escaleras de la mansión Markov. Su breve guerra con Nahiri, su pupila malograda, había dejado gran parte de la casa en ruinas, pero los archivos de la familia seguían casi intactos en el subsuelo. Las retorcidas cuchillas de piedra quedan atrás, sustituidas por elegantes arcos blancos y escaleras lisas. Aquí, las llamas de los geists arden con claridad y no hay polvo en los escalones ni motas en el aire. El propio Sorin había encantado este lugar. Si todo Innistrad se viniese abajo hoy mismo, los archivos de su familia perdurarían como testimonio de su propia necedad.

Lo primero con lo que se topa, por supuesto, son los libros, recopilaciones minuciosamente conservadas con todo el saber del plano. Los diarios de su abuelo recibieron un cuidado especial, con tapas doradas y expuestos bajo el cristal más puro. Tres estanterías albergan los diarios del propio Sorin que no está releyendo o ampliando últimamente. Las reflexiones de generales, alquimistas e incluso cátaros y sacerdotes avacynos observan al vampiro desde sus sitios en las baldas.

“Sálvanos”, parecen decir.

Cuántas veces ha oído esas palabras en boca de otros. Está cansado de los problemas ajenos, de salvar otros planos y de la inmensa e intrincada red que ha tejido en su vida interminable. Innistrad... Al menos conoce Innistrad. Cree que aquí podrá recuperarse. Una vez que su hogar esté en orden, por así decirlo, quizá vuelva a salir de él para involucrarse en otros planos.

“Sálvanos”, le dicen.

“Eso intento”, le gustaría responder.

Más allá de los libros hay retratos, estatuas y la armería. Recorre los estrechos pasillos de piedra blanca sin detenerse a examinar las obras de sus parientes. Innistrad tiene que resistir. Más adelante habrá tiempo, si lo desea, para abstraerse en los recuerdos de una casa que nunca lo aceptó.

Los ataúdes aguardan un poco más adelante.

Cuando los ancianos se hartaban del mundo, a menudo descansaban hasta que este se volvía tan desconocido como para descubrirlo desde cero. Si Sorin fuese un vampiro normal, un simple inmortal sin la capacidad de abandonar Innistrad, tal vez hubiera hecho lo mismo. Sin embargo, tenía que haber alguien velando por los ancianos y esa responsabilidad siempre recaía sobre él.

Sorin está resentido con ellos y no lo oculta ni si quiera allí, en el gélido silencio de la tumba. Mira con desprecio los nombres de los ataúdes y, mentalmente, les pregunta por qué no se molestan ellos en actuar. Su hedonismo fue el origen de todo esto, pero aquí están: descansando y tal vez incluso soñando mientras él enmienda el desastre.

Resulta agotador.

También hay un ataúd para él. Es una tontería, una promesa que se hizo a sí mismo, diciéndose que algún día descansaría.

La única razón por la que no lo destroza es la idea de que su abuelo pueda verlo y acusarle de dejarse dominar por un arranque de ira infantil, ya que tendría razón.

Sigue adelante. Su abuelo descansa en un mausoleo al final del pasillo, protegido por una inmensa puerta de piedra. A menudo, Edgar despertaba durante periodos breves. En esas ocasiones, Sorin solía dejarle libros y objetos que representaran la situación actual de Innistrad. Otras veces, cuando necesitaba los consejos de su abuelo, incluso lo despertaba él mismo y ambos conversaban en el salón principal de los muertos. Al terminar, Edgar volvía a sumirse en su letargo y Sorin siempre se sentía como un niño, pero los consejos nunca eran desacertados.

Fateful Absence
Ausencia fatídica | Ilustración de Eric Deschamps

Resignado, entra en el mausoleo esperando encontrar a su abuelo descansando en el magnífico ataúd que encargó para él o leyendo en el majestuoso escritorio. Sin embargo, la sala está vacía.

No hay ninguna estatua en la entrada. Tampoco hay rastro de la mesa, de los asientos e incluso de la tetera vacía. Donde deberían estar las estanterías con la colección de manuscritos de su abuelo, solo hay siluetas polvorientas.

Pero nada de eso es comparable a la mayor ausencia del mausoleo: el propio ataúd no está.

La furia arde en el corazón de Sorin. Ocurre con frecuencia, pero ahora queda tan poco que quemar en él que solo puede echarse a reír.

Cómo no... El día anterior, se había permitido salir de la mansión para ver la situación actual de Innistrad con sus propios ojos.

Por supuesto, alguien perpetró el robo mientras estaba ausente.

Sorin se aprieta la nariz y sopesa sus opciones. En ese momento, oye un batir de alas y percibe una alteración en el aire del palacio. Allí hay alguien, puede que más de un intruso.

Gira sobre sí mismo y agarra al causante del sonido: un murciélago, por el tacto. Lo aplasta sin pensarlo dos veces. Entre sus garras hay un sobre, ahora ensangrentado.

Para mi queridísimo y estimado Sorin Markov, al que jamás podríamos olvidar en este día

Conoce esa caligrafía.

Recurre a siglos de paciencia entrenada para no destrozar el sobre también. En vez de eso, lo abre.

El mensaje no hace nada por mejorar su ánimo. Al contrario: si su pesadumbre anterior era como la oscuridad de la luna nueva, esta es la oscuridad de una luna arrancada del cielo para siempre.

Arroja el cuerpo inerte del murciélago a un rincón del mausoleo y vuelve a subir las escaleras como un huracán. Hay más intrusos, nota su presencia. Si tienen algo que ver con esta afrenta...

―Cuidado, las tapas de ese libro son de piel humana.

Oye el eco de la voz. Es una mujer; le resulta familiar, pero solo vagamente. Están en la biblioteca. Cuando sale al encuentro de los intrusos, los descubre alrededor de su mesa de lectura. A algunos los conoce, pero hay varias incorporaciones. Parece que se les unieron algunas extraviadas en sus viajes: la mujer con aspecto de ladrona, de ojos rápidos y sonrisa mordaz; la piromante, que tiene las manos levantadas como si la hubieran asustado hace un segundo. Luego se fija en Teferi, alegre como siempre y con cara de estar conteniendo una carcajada. Teferi siempre lo desconcertaba; rara vez conocía personas capaces de ver la perspectiva global de la historia o de sonreír con tanta facilidad. También está la loba, Arlinn Kord, con las manos en la cadera como si fuese a amonestar a alguien. Y la cátara que los acompañaba la última vez.

Y están en su biblioteca, en los archivos de su familia, comportándose como críos delante de uno de los tratados más importantes de Innistrad sobre la ciencia de la sutura. Por supuesto que las tapas son de vitela humana, ¿de que habrían de ser si no? Él no reúne obras escritas por aficionados.

Una mitad de su mente desearía hechizarlos y expulsarlos de allí sujetándolos por las venas y poniéndolos a andar. La otra mitad, más vieja, paciente y consciente de su nefasta situación, comprende que deben de estar allí por un motivo.

―Tenéis un minuto para explicarme por qué habéis entrado sin mi permiso ―les gruñe.

Tal vez no le oyesen llegar, porque casi todos se sobresaltan. Arlinn y Teferi son las únicas excepciones. Le perturba que Teferi siga tan tranquilo, como si nada pareciese molestarle. Pero hay algo todavía peor: la loba se está fijando en la carta.

―Creo que ya lo sabes, Sorin ―dice ella―. La auténtica pregunta es qué tienes en la mano.

Podría negarse a responder, pero la verdad, aunque odie admitirla, es que la loba tiene razón. Sabe por qué Arlinn acude él: la noche eterna es un presagio funesto para los humanos que tanto le importan. Por supuesto que ha regresado para volver a pedirle ayuda.

Y si es la hora de admitir las verdades...

Lanza la carta sobre la mesa. La ladrona atrapa el mensaje al vuelo y la piromante se asoma por encima de su hombro para leer. Esta última, como si fuese una niña, es incapaz de ocultar su perplejidad.

Wedding Invitation
Invitación a la boda | Ilustración de Justyna Gil

―Es una invitación ―dice Sorin para el resto.

―¿Una invitación? ―repite Arlinn, que también se acerca para ojear la carta, pero los demás están apiñados alrededor y no le dejan verla.

―Sí, para una boda: la de Olivia Voldaren. ―El nombre sabe a veneno en su boca―. Secuestró a mi abuelo hace poco. Si se casan, formarán la mayor familia vampírica de todas y ambos... Ella gobernará todo Innistrad.

Arlinn le quita la carta de las manos a la piromante. Sorin la observa mientras lee; a la loba se le tensa la mandíbula al comprender que no era una mentira. Entonces, ella levanta la vista y lo mira con una determinación que le sorprende:

―Parece que debemos arruinar una boda.