Episodio 1: Viajeros
Llegaron en barcos diferentes a todos los que jamás se habían visto en la aldea de Sevalgr. Eran largos y estrechos, grabados con relatos de batallas gloriosas y victorias ingeniosas, y se deslizaban sobre las olas igual que las serpientes y los dracos tallados en sus proas. No tenían similitud alguna con los endebles botes de pesca que servían como única fuente de sustento a la localidad, ahora que se había prohibido ir al bosque.
Los hombres y las mujeres a bordo de las embarcaciones tampoco tenían posturas encogidas, encorvadas por el hambre y el miedo, a diferencia de las gentes de Sevalgr. Ni siquiera el anciano que los acompañaba, el que tenía un cuervo apoyado en un hombro, parecía ayudarse demasiado de su bastón. Vestían capuchas y bufandas, jubones de cuero de pescado, armaduras... Pero nada que pudiese arrastrarlos al fondo del mar en caso de caer al agua. Sus cuerpos estaban tatuados con mapas de navegación. Resultaba imposible no reconocerlos: eran buscapresagios.
El hersir los invitó a la casa comunal, donde había organizado una comida para los viajeros dentro de las posibilidades de la aldea. Así era la costumbre en Kaldheim, porque nunca había forma de saber si un desconocido podía ser un dios de incógnito. Sin embargo, la líder del clan, una mujer ciega que por algún motivo no necesitaba ayuda para recorrer las calles estrechas y embarradas, rechazó la oferta. No habían desembarcado en busca de pescado sazonado ni galletas marineras.
―¿Cuándo empezaron las desapariciones? ―preguntó ella. Era la primera vez que los lugareños estaban ante Inga Ojosrúnicos, la líder del clan de los buscapresagios, pero su peculiar mirada blanquecina disipaba cualquier duda sobre su identidad.
―No son desapariciones, sino asesinatos ―dijo una mujer situada casi al frente de la aglomeración que se formó. Había perdido a dos hijas en el último mes.
―¡Eso no lo sabemos con certeza! ―gritó un hombre que tenía los ojos hundidos y rojos por el llanto. Había perdido a su marido.
―Entiendo que no se halló ningún cuerpo, ¿verdad? ―dijo Inga con suavidad.
Tanto la mujer como el hombre asintieron con rigidez.
―No encontramos cuerpos, pero uno de los cazadores lo vio ―intervino el hersir.
―¿A qué te refieres? ―preguntó Inga.
―Adelante, Hras ―pidió el concejal―. Díselo.
Un joven de apenas unos dieciséis años se acercó. En uno de los braseros, un trozo de carbón chisporroteó y el ruido hizo que el muchacho se sobresaltara.
―¿Qué es lo que viste, chico? ―preguntó Inga con calma para no alarmar al mozo―. ¿Qué le está causando este mal a tu pueblo?
El joven se frotó los brazos como si tuviese frío. Fue incapaz de levantar la mirada.
―Un monstruo. Es un monstruo.
Si Inga se sorprendió, no dejó que lo notasen.
―Ven, Asi ―dijo haciéndole un gesto al anciano del cuervo―. Quiero una partida de guerra lista en menos de una hora. Deja una tripulación mínima en los barcos hasta que volvamos. Todos los que puedan vendrán al bosque de Aldergard.
El anciano, que hasta entonces había asentido atentamente, guardó silencio unos segundos antes de preguntar:
―¿Y tu
Por supuesto, los aldeanos se habían fijado en ella, en la mujer de vestimentas extrañas que holgazaneaba junto a los barcos mientras los buscapresagios arriaban las velas y echaban las amarras en los envejecidos muelles de Sevalgr. La que observaba a los lugareños como si fueran curiosidades surgidas de las profundidades marinas.
―¿Kaya? ―preguntó Ojosrúnicos―. Todo esto fue idea suya, para empezar.
Vale, es cierto que se le había ocurrido a ella. El plan era adentrarse en las tierras salvajes y acabar con la temible bestia que estaba devorando a los lugareños... Sonaba como una de esas cosas típicas de héroes, y ahora suponía que ella era una heroína. No estaba de más que también le pagasen por hacerlo, aunque le encantaría saber quién había hecho el encargo. En cualquier caso, le resultaba difícil rechazar una buena suma de monedas anónimas y acuñadas en media decena de planos distintos. Además, el trabajo parecía fácil y sencillo; nada que ver con aquel desastre en Rávnica.
Por ahora, todo marchaba según lo planeado, aunque no se esperaba que las tierras salvajes fuesen tan
―¿Este bosque siempre es así de silencioso? He estado en tumbas más animadas que este sitio ―comentó cuando hicieron un breve descanso bajo las ramas de los árboles.
―Puede que visitar tumbas ruidosas solo sea habitual para los cazadores de espíritus ―respondió el anciano, Asi, enarcando una ceja.
―Tal vez tengas razón.
La primera persona a la que Kaya había conocido en aquel plano fue Inga, la líder de los buscapresagios. Parecía buena gente, aunque era difícil de decir, porque siempre daba la impresión de estar abstraída, como si hablar la distrajera de otros asuntos más urgentes. El anciano, en cambio, era mejor conversador.
―El Aldergard es un lugar antiguo y extraño ―explicó él―. Los buscapresagios son exploradores legendarios, pero ni siquiera ellos se suelen internar tanto en este bosque. Está demasiado lejos del mar, de sus barcos. Inga Ojosrúnicos puede ver más allá de lo que perciben la mayoría de los mortales y conoce todos los lugares visitados por los miembros de su clan, pero incluso ella sabe muy poco acerca del Aldergard.
―Así que es extraño y antiguo... Eso lo entiendo. Aun así, esperaba ver algún que otro animal; una ardilla, como mínimo. Aquí las hay, ¿no?
—Por supuesto. De hecho, Toski, el mensajero de los dioses, es un primo mayor de la ardilla común. Muchas historias dicen que corretea por las ramas del Árbol del Mundo para llevar mensajes a los numerosos reinos de Kaldheim.
El anciano poseía una voz que Kaya asociaba a los abuelos seniles, pero tenía que recordarse a sí misma que aquellas “historias” probablemente no se alejaban mucho de la verdad. Había visto las ramas del Árbol del Mundo con sus propios ojos en los cielos de Bretagard, donde colgaban sobre el mundo con unas dimensiones inconcebibles y desaparecían tras las nubes errantes. Una ardilla gigante... En fin, ¿por qué no? Había visto cosas más extrañas.
―En cualquier caso ―continuó Asi―, es insólito llevar tanto tiempo en el bosque sin ver ni rastro de vida. Es como si las aves y las bestias evitaran a propósito este lugar.
―Quizá sean más sensatas que nosotros.
―Te sorprendería cuántas lo son.
Al lado de ellos, otro buscapresagios empezó a murmurar. El miedo en su voz era evidente:
―La gente desapareció de noche en la linde del bosque, como ganado... El cazador habló de un monstruo. ¿Y si no se trata de una simple bestia de gran tamaño?
―¿Qué criatura insinúas que estamos buscando, muchacho? ―preguntó Asi.
―Podría tratarse de Sarulf ―susurró el joven, como si pronunciar el nombre fuese a hacer que la criatura en cuestión se manifestase allí mismo―. El Lobo del Terror, el Devorarreinos.
―¿Un lobo? ¿Por eso te sobresaltas con cada copo de nieve que ves? ―dijo Kaya.
―Sarulf no es un animal cualquiera ―explicó Asi―. Es uno de los Monstruos del Cosmos. Fue creado durante el nacimiento del mundo y habita en el vacío entre los reinos. Sería un adversario temible, sin duda, pero no me preocuparía por ello: no es propio de esos seres merodear en los rincones oscuros del Aldergard. Si alguno hubiese venido a Bretagard, no lo habría hecho en secreto.
Entre los arcos de las ramas se oyó un graznido áspero. Kaya acercó una mano a las dagas que llevaba al cinto. Un cuervo descendía hacia ellos trazando círculos; sus alas negras contrastaban en el cielo blanco como la nieve.
―Ah ―dijo Asi―. Hakka está de vuelta.
El ave se posó en uno de los brazos del anciano y brincó hasta el hombro, donde pareció inclinarse hacia la oreja. Kaya no oyó nada, solo vio que el pico del cuervo se abría y cerraba y que el viejo inclinaba la cabeza, pensativo.
―Bueno, puede que mi amigo haya encontrado una pista.
A los ojos de Kaya, aquel era exactamente el tipo de lugar en el que podías toparte con un monstruo. A cierta distancia del grupo, la entrada de la cueva se abría como unas fauces enormes y oscuras. La escasa luz que atravesaba el manto de nubes y la enramada del bosque no iluminaba más allá de los primeros pasos. Delante de la cueva, un largo rastro de sangre y tierra manchaba la nieve: una víctima había sido arrastrada al interior.
En silencio y con las manos en las empuñaduras de las armas, los buscapresagios susurraron breves plegarias a sus dioses. Kaya no podía decir que no los entendiese; a decir verdad, ella también deseó tener algún que otro dios al que rezarle en aquel momento. Cazar monstruos... ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea?
“Ah, cierto”, pensó. “A mí”.
―Kaya, ¿estás lista? ―preguntó Inga. Ella no portaba armas, solo una linterna en la que titilaba una llama azul. Tenía gracia que fuese la que llevaba la fuente de luz del grupo―. Has viajado muy lejos para llegar hasta aquí.
―Sí, bastante. Supongo que deberíamos ponernos manos a la obra. ―Con mucha más confianza de la que sentía en realidad, Kaya cruzó la entrada.
El interior de la cueva era más cálido; al menos aquello era un avance. Kaya pudo soltarse un poco las pesadas pieles que llevaba puestas todo el tiempo. Los buscapresagios y ella avanzaron despacio. Cada roce de sus botas contra la piedra, el acero o el cuero parecía resonar hacia las profundidades. Muy pronto, incluso la tenue luz del exterior se apagó y el brillo azulado de la linterna de Inga pasó a ser lo único que disipaba la oscuridad. Mientras pasaban junto a una sección de la pared, algo relució en ella.
―Espera ―murmuró Kaya―. Vuelve a iluminar esta parte.
A la luz de la linterna, vio de qué se trataba: unas vetas de algún tipo de metal surcaban la pared y el techo de la cueva, aunque no reconocía qué clase de mineral era. En algunas partes, parecían bifurcarse y formar fractales con aspecto de redes parecidas a raíces, creando un amplio patrón entramado sobre la piedra.
―¿Alguna vez hubo una mina en este sitio? ―preguntó.
―No, aquí solo debería haber roca desnuda ―murmuró Inga.
―Pues está bastante claro que no es así. Ya no.
A su lado, uno de los buscapresagios levantó una mano en dirección a la pared, pero Kaya le agarró la muñeca:
―Yo de ti no tocaría eso.
―¿Por qué no? ―preguntó él al retirar la mano.
―Digamos que es una corazonada.
Siguieron caminando en silencio. Era difícil decir cuánto tiempo llevaban avanzando con cautela, envueltos en una oscuridad que parecía oprimirlos hasta el punto de dejarles sin aliento. Tenían la sensación de que habían pasado horas, no minutos. Por eso, cuando el camino al fin los condujo a una cámara amplia en la que el techo de tierra desaparecía en la oscuridad, deberían haber sentido alivio. Hubiera sido así de no ser por lo que vieron en el centro del lugar.
Al principio, Kaya pensó que la mole encorvada sobre el cadáver de un gran oso simplemente estaba devorándolo. Los ruidos húmedos y el sonido de la carne al arrancarla de los huesos apoyaban aquella impresión. Sin embargo, cuando la linterna de Inga iluminó a la criatura y esta se volvió hacia el grupo, Kaya vio que se equivocaba: los brazos del monstruo estaban incrustados en el costado del oso, fusionados de algún modo con su carne. Con un crujido escalofriante, el monstruo liberó las extremidades desgarrando el cadáver.
―Eso no es un lobo ―siseó Kaya.
La criatura medía unos cuatro metros de altura, o tal vez más, y su cuerpo era de un color rojo rosado, como si estuviera en carne viva. Entre sus hombros había un manto de pelaje desigual, en el que se mezclaba una decena de tonalidades distintas. Los brazos que había extraído del oso eran largos y fuertes, rematados en garras curvadas y amenazantes. De su torso surgía otro par de brazos estrechos y alargados, cuyas zarpas se movían como las patas de una araña. Todas las partes del monstruo eran extrañas, pero ninguna tanto como la cabeza, una especie de cráneo con un rostro flanqueado por colmillos afilados y una ancha cornamenta puntiaguda, toda ella del color del hueso, aunque brillaba como el metal a la luz de la linterna de Inga.
Con un movimiento trémulo de los tendones rojos que asomaban bajo la máscara de placas, la criatura abrió la boca y emitió un sonido que asustó a Kaya como ningún espíritu había logrado hacer. Sonó como el rugido de un oso, pero antinatural; “como una mala imitación”, pensó. Entonces, la mole se agachó y cargó a zancadas contra el grupo.
Kaya se apartó de un salto, rodó por el suelo de la cueva y se levantó empuñando sus dagas. Dos buscapresagios no reaccionaron tan rápido. Uno quedó inmovilizado bajo el torso de la criatura y comenzó a chillar mientras los brazos alargados le atravesaban la carne como si solo fuese agua. El otro se resistió cuando una mano monstruosa lo alzó del suelo.
Fue un espectáculo horrible que hubiera bastado para que los guerreros menos aguerridos huyeran con pavor, y los buscapresagios no tenían alma de guerreros. Tras viajar con ellos desde los Pilares de Kirda, Kaya comprendía qué era lo que realmente los motivaba: la emoción de explorar, de descubrir. Estaban dispuestos a luchar como parte de ello, pero nunca disfrutaban haciéndolo. Aun así, tuvo que reconocer que ninguno dio la vuelta y escapó. “Aunque tampoco llegarían lejos”.
Varios de ellos formaron un semicírculo en torno al monstruo. Algunos le asestaron lanzadas, mientras que otros tajaron sus extremidades con espadas y hachas, haciendo grandes cortes con cada golpe.
―¡No lo toquéis! ―advirtió Kaya entre los gritos del guerrero inmovilizado, hasta que algo los silenció con un borboteo.
Ante los ojos de Kaya, las heridas del monstruo parecieron suturarse y sus músculos volvieron a soldarse como si fueran de metal. Entonces, de un corte especialmente profundo surgieron unos apéndices serpenteantes que se cerraron en torno al brazo de una espadachina y la arrastraron, hundiéndola hasta el hombro en el cuerpo del monstruo. Apresada, la mujer usó la mano libre para sacar un cuchillo de su cinturón y apuñalar a la criatura una y otra vez hasta que la soltó. La guerrera cayó al suelo y se aferró el brazo mientras aullaba de dolor.
“No basta con cortar la carne”, pensó Kaya, que proyectó energía hacia sus dagas. El corte debía ser más profundo.
La criatura atacó de nuevo, con las heridas ya cerradas. Para ser una mole de músculos, se movía a una velocidad aterradora. Sin embargo, antes de que pudiese dar otro zarpazo, sus garras se frenaron hasta detenerse a pocos centímetros de un guerrero con hacha que se encogía ante el monstruo. Kaya vio que un aura azulada envolvía el brazo de la bestia y parecía volverse cada vez más densa, hasta solidificarse formando una especie de cristal translúcido. Siguió la estela de la luz hasta su punto de origen: la linterna de Inga. Mientras la criatura se revolvía y luchaba contra el hechizo de estasis, el rostro de Inga se tensaba por el esfuerzo.
“No está mal”, pensó Kaya. Aquella era su oportunidad. Saltó hacia delante con una daga vibrando mágicamente y acuchilló el brazo apresado del monstruo, cercenándolo a la altura del hombro. Carne, hueso, espíritu... Si podía cortarse, Kaya lo había cortado.
La extremidad cayó al suelo de piedra con un ruido húmedo y empezó a ennegrecer y convertirse en ceniza por la parte que Kaya había cortado. La criatura volvió a proferir aquel rugido de oso mezclado con algo más: un ruido similar a un chirrido metálico. Mientras se retorcía de dolor, el cuerpo del buscapresagios muerto, aún unido a las garras delanteras, se sacudió con violencia de un lado a otro.
Con un movimiento repugnantemente parecido a un abrazo, el monstruo apretó el cadáver contra su cuerpo. Los restos del guerrero desaparecieron entre la carne viva de la bestia y fueron absorbidos poco a poco. Entonces, del muñón recién formado empezó a crecer otro brazo. Ocurrió a una velocidad asombrosa: los músculos se unieron entre sí y las garras se endurecieron, pasando de una transparencia inmadura a una solidez oscura en los pocos segundos que Kaya se quedó paralizada mientras observaba la horripilante escena. Al terminar, el monstruo apretó la mano recién completada y algo encajó en su sitio con un chasquido. Entonces, las cuencas vacías de sus ojos se volvieron hacia Kaya.
“Por los dioses y los monstruos...”, pensó ella al anticipar la embestida.
Se agachó para esquivar el primer zarpazo y convirtió su torso en éter fantasmal para que el segundo pasase a través de ella. “Al menos puedo hacerle daño semipermanente”, pensó. “Por algo se empieza”. Ahora solo tenía que buscar otra oportunidad para atacar, un instante en el que pudiera usar su magia con las dagas en vez de utilizarla para evitar los golpes incesantes saliendo de fase. Danzó y zigzagueó al mismo ritmo que su adversario.
De repente, un talón se topó con una superficie de roca: la pared de la caverna. Soltó una maldición. El monstruo no había atacado sin pensar, sino que la había desplazado adrede para arrinconarla y hacer que su agilidad resultase inútil.
El monstruo se disponía a lanzar un potente zarpazo cuando otro prisma de luz azulada envolvió la garra y detuvo el golpe. Los buscapresagios se habían reagrupado y Ojosrúnicos manipuló la luz de la linterna para lanzar otro hechizo de contención. “Muy bien, Inga”. Un nuevo prisma retuvo la otra zarpa en su sitio. Parecía capaz de inmovilizarla, aunque solo fuese por unos instantes.
De pronto, el monstruo hizo algo que sorprendió a Kaya: se amputó su propio brazo, dejando la mano atrapada flotando en el aire, y lanzó un golpe con el muñón, cuyos músculos se retorcían en dirección a ella.
“No lo toques”. Solo había un sitio por el que huir.
Kaya se retiró atravesando la pared de la cueva y una conmoción gélida se propagó por todo su cuerpo al volverse intangible. Apenas duró unos segundos, pero se le hicieron eternos. Su corazón se detuvo. Todo lo que la hacía sentir viva, lo que la convertía en Kaya, se volvió gris y se desvaneció.
Entonces reapareció rodando por el suelo a escasos pies del flanco izquierdo del monstruo. Cuando lo vio girar e impulsarse con sus grandes piernas simiescas en dirección a ella, luchó por poner los pulmones a trabajar de nuevo. “Levántate. ¡Levántate!”.
―¡Basta! ―retumbó una voz que reverberaba en las paredes de la cueva.
Para sorpresa y alivio de Kaya, la criatura se detuvo y su atención se desvió hacia el sonido por unos instantes. Aquello le bastó: acumuló en una daga todo el poder arcano que pudo reunir y saltó hacia delante para soltar una cuchillada baja que atravesó una de las piernas del monstruo.
“Esa voz...”, pensó al rodar por detrás de la criatura aullante e incorporarse en posición de combate. Le resultaba familiar, pero
Fue entonces cuando reparó en el resplandor pavonado y cambiante que ahora llenaba la cueva. Al volver la vista hacia los buscapresagios, toda su atención se centró en Asi.
No... No era Asi. No exactamente. Tenía la capucha bajada y sus ojos emanaban aquella extraña luz que iluminaba la caverna con un patrón cambiante de tonos verdes, azules y púrpuras. No era un simple anciano simpático, pues. Mejor dicho: no era solo eso.
―¡Jamás he visto semejante inmundicia osando profanar los reinos! ―exclamó él―. Ni siquiera los demonios de Immersturm son tan viles como tú.
Kaya dudó hasta qué punto le estaría entendiendo la monstruosidad que tenían ante sí. Tras perder una pierna, que se estaba convirtiendo en ceniza, la criatura se apoyó sobre sus otras tres extremidades principales y dobló los brazos menores contra el torso. Con aquella postura encorvada, parecía aún más salvaje que antes. Kaya no era una cazadora experta, pero incluso ella sabía que los animales siempre son más peligrosos cuando están heridos.
El monstruo se lanzó contra ella de nuevo, pero esta vez estaba preparada. Ahora era más lento y podría rematarlo con la siguiente acometida. Un corte limpio a través del cuello debería bastar.
De pronto, la bestia se estrelló contra... nada. Retrocedió tropezando y volvió a abalanzarse hacia delante. Con un sonido trémulo y grave, el aire vibró en el punto de impacto. Kaya comprendió que se trataba de una barrera mágica; una muy resistente, de hecho. Incluso ella habría tenido problemas para atravesarla cambiando de fase.
Miró hacia atrás y vio que Asi tenía un brazo en alto, con una energía refulgente ondulando en torno a su mano. El monstruo los observó a ambos y Kaya creyó advertir un atisbo de duda en él. Entonces, con otro rugido chirriante, la criatura se giró y emprendió la huida.
―¡No! ―gritó Kaya―. ¡Detenlo!
Pero era demasiado tarde. Impulsándose de manera extraña con tres patas, el monstruo corrió directamente hacia la sección de la pared desde la que parecía propagarse todo aquel metal fúngico. Sin reducir el paso, la bestia se arrojó contra la superficie plateada, pero en vez de estrellarse... o de hacer que la cueva se derrumbara sobre las cabezas de todos, se hundió en el metal como si fuese un líquido espeso y viscoso. Un momento después, pareció convertirse en una mezcla bulbosa de carne y mineral, para luego desaparecer tras un instante.
El silencio cayó sobre la cueva. Los buscapresagios retrocedían y se protegían los ojos ante el refulgente Asi. Incluso Inga parecía alterada, con los ojos blancos e invidentes clavados en su antiguo consejero.
―Alrund... ―susurró ella―. C-conozco las sagas, pero jamás hubiera creído que
―Ciertamente, Inga Ojosrúnicos. En ocasiones, los dioses consideramos conveniente viajar con aspecto de mortales para así observar Kaldheim sin que reparen en nosotros ―afirmó Asi con una voz grave y envuelta en un eco sobrenatural―. Y lo que he visto me causa gran preocupación, puesto que a lo largo de los reinos...
―¡Has dejado que huyese! ―protestó Kaya mientras volvía a enfundar sus dagas con ímpetu.
La interrupción sorprendió a Asi... ¿o Alrund? “Como se llame”. Estaba claro que nadie le había hablado así desde hacía muchísimos años.
―Lo habíamos debilitado ―continuó Kaya―. Noté que se movía más despacio, pero la próxima vez sabrá que vamos a por él y estará preparado. Esa cosa no es tan tonta como parece.
―De modo que pretendes perseguir a la criatura incluso tras ver de qué es capaz ―dijo Alrund.
―El trabajo no está terminado... y ya me pagaron por él.
La cortesía profesional no era su único motivo, pero no estaba dispuesta a admitirlo delante de todos. Aquel monstruo era peligroso... y empezaba a sospechar que no pertenecía a aquel mundo. Sin embargo, eso no tenía sentido. ¿Podía haber planeswalkers así de feos?
―La bestia ya ha huido de Bretagard. No podrás seguir su rastro empleando métodos normales ―dijo Alrund―. Se mueve entre los reinos, igual que los Monstruos del Cosmos, aunque estoy seguro de que esa criatura horrible no forma parte de ellos.
―De acuerdo. ¿Cómo puedo seguirla? ―preguntó Kaya―. Al fin y al cabo, me debes una por haberla dejado escapar.
Tras escuchar el comentario, el dios meditó unos segundos.
―Debo consultarlo con mis congéneres. Hay demasiados enigmas que precisan respuesta. Pero si estás decidida a perseguir a la criatura, el barco de Cósima te ayudará en tu misión. Me encargaré de que así sea.
Varios buscapresagios dejaron escapar expresiones de asombro. Kaya había oído el nombre de Cósima en casi todas las oraciones que hacían durante sus viajes por mar.
―Lo encontrarás atracado en Sevalgr a tu regreso. Confío en que los buscapresagios te guiarán de vuelta, aunque a partir de ese momento deberás recorrer tu propio camino. El barco es
―¿Y cómo sabré adónde debo dirigirme exactamente? No soy lo que se dice una marinera experta ―comentó Kaya.
―Sigue la luz del Starnheim, en lo alto de las ramas del Árbol del Mundo. Te guiará por cualquier camino que estés destinada a recorrer.
Kaya contuvo un suspiro. Dioses y acertijos... Por una vez, le hubiera gustado recibir una respuesta sencilla.
―Ahora he de partir ―dijo Alrund.
El dios hizo un gesto hacia la pared de la cueva. La roca pareció vibrar y fundirse entre ondas de luz hasta formar un hermoso entramado de líneas estroboscópicas con los mismos colores que emanaban de Alrund y adoptar la forma de una puerta. Entonces, la roca se desvaneció y su lugar lo ocupó... la nada. Kaya distinguió unas luces lejanas, como los destellos perezosos de las estrellas, pero en medio no había nada excepto una oscuridad inmensa y vacía. De pronto, se alegró mucho de contar con un barco mágico que la ayudaría a surcar aquel abismo.
Alrund se encaminó hacia la puerta que había creado, pero entonces se detuvo.
—Inga Ojosrúnicos, Kaya la viajera, temo que la llegada de esta criatura sea un mal presagio, una señal de calamidades futuras. En todos mis augurios veo muerte y destrucción por todo Kaldheim. Me preocupa que se avecine un ruinaskar... Uno diferente a todos los que se recuerdan.
Un silencio se cernió sobre los buscapresagios. Kaya sintió que iba un paso por detrás, y no por primera vez.
―Ruinaskar... Eso no suena muy bien ―comentó.
―Una colisión de los reinos ―explicó Inga―. Y con ella, inevitablemente, llegarán la guerra y el caos, una época de grandes sufrimientos.
“Perfecto”, pensó Kaya con amargura. “Cazar a un monstruo y salvar a los lugareños. Fácil y sencillo; nada que ver con el desastre en Rávnica”.