Nahiri se sentía satisfecha, pero también furiosa. Satisfecha porque la llave antigua estaba a buen recaudo en su bolsillo, de modo que tenía a mano la solución a su problema. Y furiosa porque su aventura más reciente junto a Nissa le había dejado claro que no podía viajar en solitario a la aerorruina de Murasa y tener esperanzas de sobrevivir. Aunque le gustaría pensar lo contrario, no habría sido capaz de obtener la llave si Nissa no la hubiera acompañado a la fortaleza de Akoum.

Por suerte, ahora estaba ante el acceso principal a Portal Marino y sabía dónde encontrar al mejor equipo de aventureros de Zendikar.

Había pasado mucho tiempo desde su última visita a la ciudad y no tenía el mismo aspecto que recordaba. La guerra contra los Eldrazi había dejado Portal Marino en ruinas y, aunque la habían reconstruido, los edificios aún presentaban cicatrices.

Al igual que sus habitantes.

Nahiri se sintió culpable mientras recorría las calles a paso rápido y con la mirada fija al frente. No se entretuvo delante del Faro, el magnífico edificio que se elevaba sobre la entrada de la ciudad, ni visitó los mercados al aire libre, donde humanos, kor y tritones paseaban por los puestos y regateaban precios. Cuando pasó por delante, tampoco dedicó más que un vistazo al monumento a los caídos en la guerra, una extensa plataforma circular con seis enormes edros de tamaño idéntico rodeados con escombros de los edificios originales de Portal Marino. A diferencia de los ciudadanos, ella no necesitaba un gran monumento para recordarle lo que había perdido.

A medida que se acercaba al barrio de los gremios, las calles se volvían más estrechas y se llenaban con los aromas del pescado fresco y las parrilladas de carne de las tabernas. Varios buhoneros y mercenarios hambrientos se le acercaron, pero todos cambiaban de rumbo nada más ver cómo los miraba. No tenía tiempo que perder con aventureros ordinarios. Notaba la carga de la llave que tenía en el bolsillo.

Cuando llegó a la Casa expedicionaria de Portal Marino y empujó la puerta de hierro forjado, sintió una avalancha de ruidos, calor y olores a cerveza pasada y viajeros. La sala no era muy amplia y estaba atestada de gente de todas las especies. Había grupos reunidos ante mesas cubiertas de jarras, mientras que otros debatían con posibles clientes que negociaban precios con los aventureros. Y en medio del caos, como si se tratase del ojo de la tormenta, estaba Kesenya, la directora de la casa expedicionaria.

Era una kor alta y de aspecto orgulloso, equipada con una armadura de plata y ropa de tonos violetas. Tenía el cabello blanco trenzado en un patrón complejo y lucía un colgante de un color rojo intenso, que solo podía ser el legendario Cuello del Dragón. Estaba rodeada de clientes y admiradores que competían por su atención, pero, en cuanto vio a Nahiri, se levantó y puso algún tipo de excusa a la multitud antes de cruzar la estancia.

—Benefactora mía —dijo con calma—, siempre es un honor verte.

—Me agrada ver que mi inversión está dando frutos —respondió Nahiri en voz baja—. Tengo que hablar contigo en privado.

—Por supuesto.

Kesenya la condujo a una estancia en la parte de atrás. Era pequeña, pero estaba bien provista de asientos acolchados y mapas de las aerorruinas en las paredes. Cuando entraron, les sirvieron una ronda de cerveza fresca en la mesa.

—Sinceramente —dijo Kesenya al sentarse delante de Nahiri—, me sorprende verte aquí. Sueles ser un poco más...distante.

—Soy como tengo que ser —contestó Nahiri con una ligera nota de antipatía. Tocó la llave que llevaba en el bolsillo—. Y ahora tengo que encontrar a un equipo capaz de recuperar un objeto muy importante y poderoso.

—Estás en el sitio adecuado —dijo la otra kor—. Supongo que ya tienes un grupo en mente, ¿verdad?

Nahiri sonrió.


Nahiri, heredera de los antiguos | Ilustración de Anna Steinbauer

Cuatro aventureros se situaron delante de Nahiri en la sala de reuniones privada de la casa expedicionaria: Akiri, una lanzacuerdas kor famosa en todo Zendikar; Kaza, una hechicera humana bajita que adoraba el fuego, portaba un gran bastón grabado y tenía un brillo travieso en los ojos; Orah, un clérigo kor con una larga barba blanca y una biblioteca entera de conocimientos en su cabeza, y Záreth, un tritón pelirrojo con una barba trenzada. Este último era el único que no había tomado asiento. En vez de ello, estaba apoyado en la pared del fondo, con los brazos cruzados y dedicándole una mirada de desconfianza. Nahiri supo al instante que debía tener cuidado con él.

—Me llamo Nahiri —se presentó—. He vivido aventuras dignas de leyenda y quiero pediros que me acompañéis a una expedición.

Ninguno de los aventureros respondió, sino que todos mostraron diversos grados de escepticismo.

“Bien”, pensó ella. “No se fían de lo primero que se les diga”.

—¿Qué os ha explicado Kesenya acerca de mí? —preguntó recostándose en el asiento.

—Solamente lo esencial —respondió Akiri con mesura. Estaba claro que era la líder del grupo.

—Dice que puedes viajar a otros reinos, que la piedra obedece tus órdenes... y que eres lo bastante poderosa como para enfrentarte a un Eldrazi tú sola —añadió Orah inclinándose hacia ella—. ¿Es cierto?

“Ojalá lo último también lo fuese”, pensó Nahiri con amargura.

—Lo es —afirmó tras una pausa.

Orah sonrió; parecía un niño encantado de descubrir que sus leyendas favoritas eran reales. Akiri giró la cabeza e intercambió una mirada con Záreth.

—Entonces, ¿para qué necesitas a unos humildes aventureros como nosotros? —preguntó él, que avanzó y se sentó al otro lado de la mesa.

“Porque es probable que me esté metiendo en una trampa”, pensó Nahiri.

—Estoy buscando un objeto antiguo conocido como el núcleo litoforme. —Hizo una pausa para tragarse su orgullo—. Y necesito ayuda para recuperarlo.

—¿Dónde? —preguntó Akiri con los brazos cruzados.

—En Murasa, en la aerorruina que apareció allí hace poco —explicó Nahiri, que advirtió que los aventureros se inclinaron un poco más, mostrando interés—. Habéis oído hablar de ella, ¿cierto?

El grupo intercambió una mirada.

—Nadie ha logrado subir hasta allí —comentó Kaza, que parecía nerviosa.

—Porque nadie se lo había pedido aún a los mejores —respondió Nahiri, que sonrió para sus adentros al ver que los cuatro se erguían un poco.

—¿Y qué sacamos nosotros de esto? —preguntó Záreth. Akiri le lanzó una mirada, pero él levantó una mano y continuó—. Si vamos a jugarnos la vida, hay que saber el motivo.

A Nahiri se le ensancharon un poco las fosas nasales, pero controló su falta de paciencia.

—El objeto que busco podrá curar todas las cicatrices de Zendikar. Con él haré que el mundo vuelva a ser un lugar seguro y próspero, como lo era antes de que llegasen los Eldrazi. —Nahiri tomó un largo y lento trago de cerveza e hizo una pausa para causar impresión—. Imaginad las riquezas y la fama que les aguardan a quienes salven el mundo.

—Zendikar ha sufrido un daño inmenso —dijo Akiri.

—Yo perdí a toda mi familia por culpa de los Eldrazi —comentó Orah en voz baja.

—Yo, a muchos amigos —añadió Kaza.

—Todos hemos perdido a alguien —dijo Akiri, que volvió a mirar a Záreth— y creo que todos soñamos con un mundo más seguro. Parece imposible... —Akiri se giró, la miró a los ojos y Nahiri percibió una chispa de esperanza—. Pero si la mitad de tus logros son ciertos, tal vez haya una oportunidad. —Entonces se recostó y el atisbo de esperanza se desvaneció—. Es decir, si creemos lo que nos dices.

—Yo no me lo creo —intervino Záreth—. ¿Qué nos impide conseguir ese núcleo sin ti?

Nahiri mostró una sonrisa, pero esta no llegó a sus ojos.

—La llave que yo tengo —dijo mientras la sacaba del bolsillo. Fue como si hubiera revelado una estrella diminuta y la hubiera puesto sobre la mesa. La llave emitía un brillo palpitante y los cuatro aventureros se apartaron por puro instinto.

—Caray... —suspiró Kaza.

Nahiri volvió a guardarla y se recordó que debía ser más paciente.

—Antes de que tomemos una decisión, ¿te importaría jugar conmigo a una cosa? —preguntó Záreth.

Nahiri entrecerró los ojos con recelo, pero, para ser sincera consigo misma, también sentía una pizca de intriga.

—¿A qué quieres jugar?

—Záreth... —dijo Akiri en tono de advertencia.

—A un jueguecito de cartas —contestó antes de volverse hacia Akiri—. Oye, hacemos esto con todos los posibles clientes. ¿Por qué iba a ser ella la excepción?

La líder frunció el ceño y Nahiri dudó seriamente que el grupo hiciera aquello con ningún cliente, pero tenía curiosidad.

—De acuerdo, explícame las reglas.

Akiri le cedió el asiento a Záreth, pero le puso una mano en el hombro cuando se situó detrás de él. Su compañero le mostró una sonrisita afectuosa y le dio dos palmaditas en la mano.

Entonces, como por arte de magia, en la mano libre de Záreth apareció una baraja de aspecto desgastado.

—Jugaremos a algo que los aventureros llamamos “conquista”.

Con soltura, Záreth formó un círculo de quince cartas en la mesa. Entonces tocó el centro del anillo y las cartas empezaron a flotar y girar en el aire.

—Funciona de la siguiente manera. Primero se te asigna una carta al azar. —En cuanto lo dijo, una carta del anillo giratorio se deslizó hasta el centro y se dio la vuelta. Tenía una hermosa ilustración con un motivo de gemas y ojos; en el centro había escrita una palabra: “astucia”—. Entonces tienes que contar una historia auténtica relacionada con lo que ponga la carta para conseguirla. Si la historia no es lo bastante impresionante, otro jugador tiene la oportunidad de obtener la carta. Gana quien consiga más cartas al terminar.

—Parece muy sencillo —dijo Nahiri. “Demasiado sencillo”.

—Y tanto que lo es, pero el juego tiene truco —respondió Záreth—. Si gano yo, nos contarás en detalle lo que le hará el núcleo ese a Zendikar.

Nahiri se recostó en el asiento y entrelazó las manos.

—En ese caso, si gano yo, tus compañeros y tú me acompañaréis a la aerorruina de Murasa.

Los cuatro aventureros intercambiaron varias miradas y Akiri le asintió.

—Empezaré yo —dijo Záreth, que miró detenidamente la carta como si le costara recordar una historia sobre su astucia—. En una ocasión conocí a un mercader de libros que tenía más madera de ladrón que de lector. Fingí tener un pergamino con un hechizo muy peligroso y difícil de encontrar y, en plena negociación, me puse a robarle unos volúmenes que él había tomado prestados de la biblioteca de Portal Marino para recuperarlos. Y el otro ni se enteró.

Záreth puso una mano con la palma hacia arriba y la carta de la astucia revoloteó hacia ella. Nahiri arqueó una ceja y él mostró una sonrisa burlona.

—Algunos me llaman Záreth el Farsante.

“Lo que significa que no puedo fiarme de ti”, pensó Nahiri con los ojos ligeramente entornados.

—Me toca —dijo ella. De nuevo, una carta se separó del anillo y voló hasta el centro. Su palabra era “enemigo”.

Nahiri sonrió: más fácil, imposible.

—Había alguien que era como un padre para mí, pero al cabo de varios siglos, traicionó mi confianza. Hace no mucho, luché contra él durante una batalla que decidió el destino de un mundo. Y vencí.

Záreth y los demás se quedaron mirándola.

—No puedes ser tan vieja —dudó Kaza.

—Y tampoco ha habido batallas a gran escala desde que vencimos a los Eldrazi —dijo Orah con desconfianza.

Nahiri dio otro largo trago a la cerveza con una pequeña sonrisa en los labios. Con total parsimonia, levantó la otra mano y la carta salió disparada hacia su palma.

—He dicho un mundo.

Por un instante, la confianza de Záreth pareció flaquear.

“Un buen inicio”, pensó Nahiri.

—Yo también quiero jugar —dijo Kaza, que acercó el asiento a la mesa. Su carta ponía “victoria”.

Kaza se puso a contar que una vez destruyó a una horda entera de Eldrazi usando un par de hechizos y arrojando un frasco explosivo en el lugar correcto, pero Nahiri no le prestó mucha atención. Sospechaba que aquel sencillo juego de cartas tenía algún truco más y aguardó a que la trampa se activara.

Pero el juego continuó sin contratiempos.

Entonces, de repente notó algo. Los dedos que le hurgaban en el bolsillo eran sutiles, apenas un susurro. Ni siquiera los habría sentido si el suelo no hubiera sido de piedra, con la que podía percibir los movimientos del Farsante. Sin embargo, cuando Nahiri levantó la vista de sus cartas, Záreth volvía a tener las dos manos encima de la mesa.

—Te toca —dijo él con una sonrisa taimada.

La siguiente carta decía “poder”.

Nahiri se reclinó y observó a su adversario durante varios segundos.

Finalmente, chasqueó los dedos y convirtió todas las cartas en granito. Záreth y Kaza se sobresaltaron y dejaron caer las cartas que sostenían, que repiquetearon en la mesa. Nahiri acercó una mano a ellas y la baraja entera salió volando y se depositó en su palma.

—He ganado —dijo con la mirada clavada en Záreth—. Y ahora, devuélvemela —ordenó levantando la otra mano.

El atónito Záreth extrajo la llave de su chaqueta y se la entregó sin protestar. A su lado, Kaza estalló en una carcajada.

—¡Cómo te ha pillado!

—Y merece la victoria —dijo Akiri—. Contigo no hay manera de jugar limpio —añadió mientras estrujaba los hombros de su compañero con un brazo. Entonces le preguntó a Nahiri—: ¿Cuándo partimos?

Ella se levantó. Había ganado, pero, por algún motivo, era incapaz de saborear las mieles de la victoria. Finalmente, se dirigió hacia la puerta.

—Mañana, en cuanto amanezca.


Záreth San, el Farsante | Ilustración de Zack Stella

Záreth se maldecía por haberle devuelto la llave a Nahiri. Los demás se habían burlado de su espectacular derrota a manos de aquella kor tan extraña, pero habían dejado de hacerlo al ver que él no les contestaba con su sarcasmo habitual.

Lo habían dejado tranquilo mientras terminaban sus cervezas y se marchaban a hacer los preparativos para el viaje. Záreth no se había marchado. Aún estaba en la Casa expedicionaria de Portal Marino y llevaba horas tomando otra bebida muy despacio mientras la gente abandonaba poco a poco la sala principal.

¿Quién le había dado a Nahiri el derecho a cambiar el mundo tal como él lo conocía?

Ya era casi medianoche cuando Záreth se quedó solo.

Bueno, también estaba Kesenya, pero a él no le importaba. Se preguntó si la directora de la casa dormía alguna vez.

—¿No ibais a marcharos por la mañana? —dijo ella mientras se acercaba.

—Sí, pero quiero disfrutar de la velada, porque quizá sea la última.

Kesenya lo observó durante un largo momento.

—No mientas, Záreth —dijo al fin.

—Vale, vale... —refunfuñó él—. Es por ese objeto que vamos a buscar en la aerorruina de Murasa. Me tiene preocupado.

La directora no dijo nada, solo le hizo un gesto para que continuase.

—La clienta dice que tiene intención de usarlo para cambiar el mundo. Quiere que vuelva a ser como antes de que encerraran a los Eldrazi.

—Je... Lo dices como si tuviera algo de malo.

—Venga ya —respondió él con brusquedad. La rabia que llevaba todo el día reprimiendo empezaba a aflorar—. Tú has estado en esas ruinas antiguas. ¿Crees que habrá un lugar para la gente como nosotros en un mundo de fortalezas y ejércitos?

Por primera vez desde que la conocía, Kesenya pareció dudar de lo que pensaba:

—La cuestión no es tan sencilla. Nahiri es...más importante de lo que parece.

—Aun así... —Záreth negó con la cabeza—. Solo te pido una cosa: busca un comprador interesado en ese núcleo. Alguien rico y estúpido que no sepa cómo usarlo. Yo me ocuparé del resto.

Kesenya guardó silencio unos segundos, dubitativa.

—Consígueme el núcleo y me lo pensaré —dijo al fin.

Záreth sonrió. La respuesta no era afirmativa, pero tampoco negativa. A él le bastaba.

Por el momento.


Bosque | Ilustración de Sam Burley

Cuando por fin llegaron a la Bahía Desgarradora, en Murasa, Akiri fue la primera en desmontar de su grifo y poner los pies en tierra. Los imponentes acantilados de la isla se alzaban ante ellos y en los alrededores se extendía una arboleda de harabaces gigantescos. Sin embargo, Akiri tenía toda la atención puesta en la aerorruina de Murasa, que se cernía sobre las densas copas del bosque. La antigua fortaleza flotante era inmensa y estaba cubierta de vegetación y pequeños árboles que formaban cataratas. Las secciones del bastión se desplazaban con las corrientes de aire. Incluso desde la perspectiva limitada que tenía en tierra firme, Akiri supo que el ascenso resultaría peligroso.

Aquello le hizo sonreír: le encantaban los desafíos.

—Madre mía —dijo Kaza levantando la vista—, el camino parece complicado. Menos mal que nos ha contratado a nosotros.

—Esta hazaña se convertirá en una leyenda —confirmó Akiri.

—Hay que ponerse en marcha —dijo Nahiri, que descabalgó de un salto—. El núcleo litoforme está cerca.

—¿Cómo lo buscaremos cuando lleguemos ahí arriba? —preguntó Záreth cruzándose de brazos. Akiri le lanzó una mirada de advertencia. Durante todo el viaje, su compañero había atosigado a Nahiri con preguntas acerca del núcleo sin molestarse en ocultar su desagrado.

La propia Nahiri lo fulminó con la mirada:

—Yo me encargaré. —Les dio la espalda y caminó a zancadas hasta donde estaban Kaza y Orah, que revisaban sus mochilas.

—Eso no responde a la pregunta... —protestó Záreth en voz baja para que solo le oyese Akiri—. No me fío un pelo. —Agarró a Akiri de la mano y entrelazó los dedos con los de ella.

Akiri suspiró. Notaba que Záreth estaba tenso y desprendía inquietud.

—Lo sé, pero me da la impresión de que es extremadamente protectora con Zendikar. No la veo capaz de hacerle daño, aunque no sabría decir por qué.

Había muchas cosas en el mundo que Akiri no comprendía, y Nahiri era una de ellas. Estrechó la mano de Záreth con firmeza antes de soltarla e ir con los demás. Un instante después, oyó que él la seguía.

—¿Qué tamaño se supone que tiene el núcleo? —preguntaba Orah mientras se pasaba una cuerda enroscada por el hombro.

—No lo sé —contestó Nahiri con el ceño fruncido.

—No te preocupes —dijo Kaza alegremente—. Seguro que puedo hacerlo levitar si hace falta. O volarlo por los aires. Eso te garantizo que puedo hacerlo.

—Tomo nota —respondió Nahiri, esta vez con una pequeña sonrisa.

—¿Y cómo sabremos si el núcleo funciona, para empezar? —preguntó Záreth.

Nahiri se giró hacia él y permaneció quieta, con una expresión y una postura rígidas como la piedra. Durante un momento de incertidumbre, Akiri la creyó capaz de atacar a Záreth y se puso en tensión, dispuesta a reaccionar.

Pero Nahiri fue más rápida.

Con un movimiento veloz, Nahiri extrajo la llave brillante de su bolsillo, la levantó hacia Záreth y pronunció una palabra que la otra kor no entendió. Akiri se lanzó hacia delante, pero se detuvo cuando se produjo un destello tan brillante que la obligó a cubrirse los ojos.

—¡Záreth! —gritó con pánico.

La vista se le despejó tras un largo y agonizante segundo.

Cuando lo hizo, Akiri se fijó en dos cosas.

En primer lugar, en que Záreth seguía donde estaba, ileso y también pestañeando. Akiri dejó escapar un suspiro de alivio.

En segundo lugar, en que detrás de Záreth había una bestia destructora enfurecida... y paralizada en pleno salto. Tenía las fauces abiertas, revelando sus largos colmillos, y dos de sus seis patas estaban a centímetros de alcanzar a Záreth. La feroz criatura había estado al acecho y la habían detenido en el último instante posible.

Akiri se apresuró a recoger sus cuerdas para atrapar y atar a la bestia.

Sin embargo, antes de que pudiese hacerlo, la bestia empezó a desintegrarse hasta quedar reducida a arena. En cuestión de segundos no quedó rastro de ella, excepto un puñado de granos ennegrecidos.

—Esto es solo una muestra del poder del núcleo —dijo Nahiri mientras guardaba la llave.

—¿Y dónde estaba el núcleo mientras luchábamos contra los Eldrazi? —preguntó Akiri con un hilo de voz, todavía atónita—. Nos hubiera venido bien.

Nahiri volvió a quedarse quieta, pero esta vez tenía una expresión de culpa y dolor.

—Venga, en marcha —dijo con frialdad—. No deberíamos quedarnos aquí abajo.

—Empezad a trepar por los árboles —indicó Akiri, que miró a Záreth y los demás y asintió brevemente—. Os alcanzaré enseguida.

Akiri fingió comprobar su equipo de nuevo mientras los otros empezaban a encaramarse a un harabaz cercano. Cuando desaparecieron entre las ramas y apenas pudo oírlos, dejó que los hombros se le hundieran. En verdad iba a ser una aventura digna de una leyenda.

—Si algún dios benévolo me está escuchando —susurró Akiri a los acantilados y los árboles; rara vez creía en algo más que en la preparación y la celeridad, pero aquel día semejaba distinto—, por favor, mantén a salvo a mi grupo.

No había sido una oración muy inspirada, pero no le gustaba importunar a los dioses. Akiri se echó las cuerdas al hombro y se dispuso a trepar.

Pero justo entonces captó un movimiento por el rabillo del ojo. Se puso en tensión, se giró y vio una mancha oscura que se hinchaba al pie de un árbol cercano, justo donde Nahiri había usado la llave. Parecía una especie de tentáculo de arena negra. Aquella cosa creía poco a poco y se retorcía en torno al tronco, marchitando las hojas, las ramas y la corteza y transformándolas en una sustancia rígida e inmóvil.

Como la piedra.

Akiri se estremeció.

Había muchas cosas en el mundo que no comprendía, y aquel suceso fue una de ellas.

Rápidamente, comenzó a trepar.


Cuando Jace llegó a Portal Marino, se preguntó si estaba empezando la búsqueda en el lugar adecuado. Por lo que Nissa le había contado en Rávnica, Nahiri se encontraba allí, en Zendikar. Además, suponía que Nissa también había regresado al plano. La cuestión era a qué lugar.

Consideraba que Portal Marino era un punto de partida lógico.

No había estado allí desde la batalla contra los Eldrazi, cuando la ciudad quedó prácticamente reducida a escombros. La torre del Faro se había hecho pedazos y la corrupción se había propagado por las calles tras el paso de Kozilek.

Sin embargo, el Faro volvía a erguirse con orgullo y las calles estaban limpias y relucientes. Jace paseó por ellas con la esperanza de toparse con Nissa y tener la oportunidad de arreglar las cosas. La consideraba una amiga y, aunque él no siempre había sido un buen amigo, quería tratar de mejorar como tal.

“Ojalá me acompañase Chandra”, pensó. Había intentado encontrarla antes de viajar a Zendikar, pero no hubo suerte. Además, sospechaba que Nahiri no tardaría en llevar a cabo sus planes.

Sumido en sus pensamientos, Jace tardó en reaccionar cuando intentaron llamar su atención.

—¡Sí, tú, el de la capa azul! —insistió alguien detrás de él—. Fuiste uno de los que defendieron la ciudad durante la guerra, ¿no?

Jace se giró y vio acercarse a una mujer. Llevaba una armadura ligera de cuero y piezas metálicas de tonos rojos y dorados, con una capa verde oscura. Tenía el cabello azabache recogido en una trenza y su rostro presentaba arrugas, pero en él brillaba con viveza un ojo verde. Su único ojo. La mitad derecha de su cara era un cúmulo de cicatrices que Jace supo reconocer: eran marcas de la corrupción eldrazi. La mujer tenía la mano derecha torcida y caminaba con una leve cojera.

—Sí, estaba entre ellos —respondió Jace.

—Ya me lo parecía —dijo ella con una sonrisa—. He reconocido tu capa al instante. Yo también participé en la lucha, no muy lejos de ti.

—¿Estábamos cerca? —Jace hurgó en sus recuerdos, pero había visto tanto caos aquel día, tanta ruina...

―Sí, en ese momento estaba conteniendo a un grupo de engendros. Y me las arreglé bastante bien...hasta que la corrupción me alcanzó —dijo encogiéndose de hombros.

—Lo siento —respondió él sin saber qué más decir. De repente, deseó que los otros Planeswalkers y él hubieran sido más rápidos y decididos en aquel combate.

—No te preocupes —dijo ella, que lo miraba con curiosidad—. Antes de retirarme, conseguí que un grupo de ciudadanos pudiera escapar. Si tuviese que volver a tomar aquella decisión, haría lo mismo. —La mujer sonrió de nuevo y Jace tuvo que reconocer que era un gesto encantador—. Por cierto, me llamo Mara. Justo ahora iba a visitar el monumento a los caídos, ¿te apetece acompañarme?

—Será un honor —respondió Jace con sinceridad.

Caminaron juntos hasta la gran plataforma con los seis edros en vertical y se arrodillaron ante uno. Jace escuchó los susurros de Mara, que rogaba el perdón de los amigos que había perdido en la lucha. Pedía perdón por no haber logrado salvarlos, por vivir más que ellos.

Jace sintió presión en el pecho. No sabía a cuáles de sus amigos debería pedirles perdón.

Pensó en Nahiri y en lo desesperaba que estaba por devolver Zendikar a su estado antiguo. Pensó en Nissa, que se culpaba por intentar hacer lo que consideraba correcto para el mundo que tanto amaba.

Pensó en Gideon, que lo había dado todo voluntariamente por aquel mundo.

—Yo también soy culpable —susurró tan suavemente que Mara no le oyó—, pero enmendaré mis errores.


Por desgracia, no todo el mundo era tan agradable en Portal Marino. Mucha gente abordó a Jace, pero la mayoría eran vendedores o aventureros independientes que buscaban trabajo. Le costó dar diez pasos seguidos sin que alguien intentara captar su atención. Al principio preguntaba a la gente si sabían dónde estaba Tazri, la feroz general de la batalla contra los Eldrazi a la que consideraba una amiga, pero le explicaron que en ese momento estaba dando caza a una bestia temible en Guul Draz. Luego desviaba la conversación para preguntar si sus interlocutores habían visto a alguien que encajase con las descripciones de Nahiri o Nissa, pero los aventureros negaban con la cabeza y los mercaderes cambiaban de tema y volvían a intentar tentarle con sus ofertas.

Al final, Jace se hartó tanto que lanzó una ilusión para hacerse pasar por un tritón con una larga barba blanca y vestido con tonos marrones y verdes apagados. Entonces sí que pudo recorrer las calles de Portal Marino sin que se fijaran mucho en él. Mientras caminaba, echaba vistazos en las mentes de los aventureros con más cicatrices y de aspecto más serio, con la esperanza de encontrar indicios de las dos Planeswalkers.

Sin embargo, no halló ninguno.

Cuando descubrió la Casa expedicionaria de Portal Marino y entró, se dio cuenta de que probablemente había buscado en el lugar equivocado. La sala principal estaba repleta de aventureros con equipo reluciente que mostraba el emblema de la casa: un boceto rojo del Cuello del Dragón. Allí, todo el mundo reía a carcajadas y presumía de sus últimos logros.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó un hombre junto a la entrada.

—Estoy buscando a la directora de la casa —respondió Jace, pero el portero arqueó una ceja y le miró de arriba abajo.

»Cierto... —Jace disipó la ilusión—. Soy Jace Beleren, dile que tenemos que hablar.


La directora de la Casa expedicionaria de Portal Marino tomó asiento delante de Jace en una sala privada y él percibió su desconfianza inmediatamente.

“Me pregunto por qué...”, pero resistió el impulso de echar un vistazo en su mente.

La sala era cómoda, con cojines mullidos y un juego de té en la mesa. Una pared estaba cubierta de mapas y en un rincón había tinta y pergamino para redactar contratos.

—He venido a prestar ayuda —dijo Jace. Tenía claro que el primer paso era ganarse la confianza de la directora, aunque aún no sabía cómo.

—¿Ayuda con qué? —preguntó Kesenya con recelo.

Jace relató lo que le había dicho Nissa acerca del núcleo e hizo hincapié en que le gustaría encontrar una solución razonable. También explicó que Nissa, Nahiri y él habían colaborado hacía no mucho.

—Pero ahora mismo no conozco el paradero de ninguna de las dos —concluyó Jace.

La expresión de Kesenya era imposible de interpretar. Aunque era consciente de que no debería hacerlo, Jace empezó a desesperarse y decidió echar un vistazo a sus pensamientos.

Záreth tenía razón —pensaba ella, pero dijo:

»Me tempo que no puedo ayudarte.

Jace se retiró ligeramente, sorprendido.

—¿No te preocupa todo esto? —le preguntó a Kesenya.

—Claro que me preocupa. Nahiri se llevó a mis mejores aventureros.

»Y están buscando algo que tal vez no deberían encontrar —pensó.

—Zendikar es un mundo hermoso —dijo Jace con serenidad—. Me gustaría razonar con Nahiri antes de que lo altere, pero necesito saber dónde buscarla.

En ese momento, un atisbo de indecisión se reflejó en el rostro de Kesenya y Jace se atrevió a sentir esperanzas.

Pero la expresión de ella se endureció.

―Lo siento, no puedo ayudarte. —Kesenya se levantó—. En esta casa nos tomamos en serio la privacidad de los clientes.

—Lo entiendo —respondió Jace, que añadió en voz baja, casi para sí mismo—: Por desgracia, este mundo es bastante grande.

—Lo es. Si necesitas alojamiento, te daré la dirección de una posada que merece la pena visitar —dijo ella antes de tomar una pluma y un trozo de pergamino del rincón y escribir una nota—. Mucha suerte —añadió al ofrecérsela.

—Gracias —respondió Jace, aunque se sentía abatido. Se preguntó si debería utilizar su poder para obligarla a decir lo que buscaba.

Pero no, eso hubiera sido pasarse de la raya. Jace imaginó la reprimenda que le habría dado Gideon por espiar los pensamientos de Kesenya. También imaginaba su rostro fruncido de decepción.

Se marchó de la casa expedicionaria con la cabeza trabajando a toda velocidad para idear su siguiente estrategia. Un par de calles más allá, se acordó de la nota de Kesenya y le echó un vistazo.

En ella estaba escrita la dirección de la posada El erudito y el mar. Sin embargo, en una esquina había garabateada una palabra suelta: “Murasa”.


Desollador enjambre | Ilustración de Nicholas Gregory

Jace había visitado muchos planos y lugares, pero Murasa no se parecía a ninguna de las islas que había visitado en su vida. Y tampoco sabía decir si era de su agrado.

Para empezar, los acantilados de la zona le producían vértigo: eran más altos que las mayores torres de Rávnica y sus paredes de piedra blanca prometían peligro. En las arboledas cercanas, los harabaces se elevaban hacia el cielo y sus raíces formaban arcos más altos que Jace. Sus botas se hundían ligeramente en la arena húmeda y áspera, y el olor a salmuera y algas era casi insoportable.

Jace sintió un escalofrío. La Bahía Desgarradora le recordaba demasiado a la época que estuvo atrapado en las junglas de Ixalan. Deseó que Chandra o algún otro de los Guardianes estuviera allí para acompañarlo, pero nadie había respondido a su llamada.

Por suerte, la aerorruina flotante estaba a la vista, aunque se encontraba a bastante altitud y el camino parecía traicionero.

—Bueno, me gustan los desafíos —dijo para sí. Si algo había aprendido en Ixalan, era a hacerse callos en las manos.

Jace oyó un estruendo antes de ver qué lo había causado. En la espesura, alguna criatura de gran tamaño estaba abriéndose camino entre la fauna y sus pisotones hacían temblar el suelo. Jace se giró justo a tiempo de ver cómo un monstruo enorme y voraz aparecía entre los árboles. La bestia tenía seis patas nudosas, un torso similar al de un cangrejo y el lomo cubierto de hongos grandes y pálidos.

—Ahora no... —siseó Jace antes de volverse invisible.

La criatura se detuvo, miró de un lado a otro y chocó con fuerza dos de sus patas delanteras, lo que hizo que la colonia de hongos temblara. Entonces, la bestia se giró hacia Jace...

Y cargó contra él.

Saltó a un lado para esquivarla y, un instante después, la criatura se estrelló contra un árbol que había detrás.

“Maldita sea”, pensó Jace. “Nuevo plan”. Disipó la invisibilidad y creó una ilusión de sí mismo, que alejó todo lo posible. El monstruo se detuvo y miró a los dos Planeswalkers. Entonces dio otro golpetazo estruendoso con las patas delanteras. Jace hizo una mueca de dolor y tuvo que taparse las orejas. Cuando volvió a abrir los ojos, la criatura estaba mirándole directamente.

No había servido para engañarla.

“Está usando la ecolocalización”, se percató demasiado tarde.

El monstruo se lanzó a por él y Jace se apartó deslizándose por el suelo. Logró esquivarlo por cuestión de centímetros.

—¿Por qué todo intenta matarme en este plano? —murmuró cuando se llevó dos dedos a las sienes e intentó confundir la mente de la bestia.

Sin embargo, controlara lo que controlase al monstruo, no era su cabeza.

Y ahora lo tenía cerca, demasiado cerca; Jace incluso olía la podredumbre que desprendía. El pánico se apoderó de él. ¿Por qué no funcionaba el control mental?

“¡Los hongos! ¡Los hongos lo controlan!”. Pero se dio cuenta muy tarde. La criatura alzó las patas retorcidas por encima de él.

Jace levantó una barrera y se preparó para el impacto.

Pero no llegó a recibirlo.

Igual de rápido que había llegado el monstruo, otro ser apareció en el bosque.

Al principio, Jace no comprendió de qué se trataba. La bestia fúngica estaba luchando contra otra criatura que podría pasar perfectamente desapercibida entre los árboles. Su torso era grueso y grisáceo, pero tenía unas extremidades idénticas a las raíces que había sobre sus cabezas.

La segunda criatura propinó dos golpes al monstruo que hicieron que varios hongos bulbosos se desprendieran de su espalda. La bestia chilló y retrocedió.

“¿Y tú qué eres?”, se preguntó Jace.

Su salvador avanzó y golpeó a la bestia una y otra vez. Jace se dio cuenta de que era la encarnación de los harabaces, los gigantescos, imponentes e indómitos árboles de la zona. La respuesta alcanzó a Jace como un puñetazo:

“Es un elemental”. Jace miró alrededor en busca de la otra Planeswalker.

En efecto, Nissa observaba la situación desde uno de los árboles más altos, con una mano extendida hacia abajo. Tenía el aspecto que cabía esperar de la guardiana del plano.

La expresión de su rostro era totalmente homicida.

En cuestión de segundos, el elemental acabó con el monstruo, cuyo cuerpo se derrumbó en el suelo, destrozado e inerte.

—¿Estás bien? —preguntó Nissa, que saltó del árbol como quien bajaba un escalón, en vez de lanzarse desde una altura de seis metros.

—Lo estoy, gracias —contestó Jace.

—No hay de qué. —Nissa le sonrió, pero el gesto no se reflejó en sus ojos. Su mirada vagó hacia el elemental de harabaces que se había agazapado delante del cadáver del monstruo, como retándolo a levantarse otra vez—. Nunca había invocado un elemental de harabaces. Creo que a Gideon le habría gustado.

—Es impresionante —admitió Jace.

—Por supuesto, ya que es Zendikar —dijo Nissa con frialdad.

Mentalmente, Jace se dio un puntapié a sí mismo.

—No pretendía insinuar que...

—Lo sé —le interrumpió ella con calma—. Es que los elementales son...muy importantes para mí. Fueron mi principal apoyo antes que nadie. No permitiré que Nahiri les haga daño.

Jace le puso una mano en el hombro.

—No fingiré que te entiendo perfectamente, pero, si los elementales significan tanto para ti, te ayudaré a protegerlos.

Nissa mostró una sonrisa de verdad, la primera que Jace había visto en ella desde hacía mucho tiempo. Aquello le levantó el ánimo.

—Gracias —dijo su compañera, que miró hacia arriba y señaló la imponente aerorruina—. Nahiri ya está subiendo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Zendikar.

Jace puso cara de no comprenderla y pensó que jamás entendería aquel plano.

—¿Y cuál es la mejor forma de subir? —preguntó igualmente.

—Con mis enredaderas —respondió Nissa, que de pronto parecía avergonzada—. Aunque no son tan rápidas como la litomancia de Nahiri. El ascenso no será fácil. ¿Estás preparado?

Nissa se mordió el labio y sus manos gesticularon con inquietud. Jace comprendió que ella se esperaba una negativa.

Sintió un nudo de culpa en el estómago. Admitió que el antiguo Jace habría dicho que no. El Jace que aún no había sobrevivido a Ixalan junto a Vraska.

Sin embargo, ahora era otra persona, el Jace que había sobrevivido a aquel lugar. Y por el bien de su amistad con Nissa, el de los Guardianes y el de las batallas que les aguardaban, tenía que seguir adelante.

—Sí, lo estoy —afirmó.