Episodio 4: Los arruinabodas
Una lanza de luz hace añicos las ventanas de la mansión Voldaren. Las salvaguardas de las invitaciones se desintegran y se esparcen como ceniza al viento. El cielo de Stensia es brillante y claro por primera vez desde lo que parecen meses, e igual de claros son los objetivos de los optimistas reunidos.
Esta noche derribarán las puertas de ese horrible castillo. Esta noche combatirán con uñas, dientes, garras y espadas para recuperar el día.
Arlinn no tarda ni un segundo en dar la orden:
―¡Ahora! ―les grita a los demás en cuanto ve la columna de luz angelical.
No era necesario, porque ya están en marcha. La luz sagrada los baña en oro como si fueran santos, con las espadas en alto y los sementales encabritados. Adeline cabalga en vanguardia, con Chandra sentada detrás de ella, mientras que Teferi acelera todo lo posible el avance de la infantería cercana. Los guardias de las puertas no tienen ninguna posibilidad de frenar el asalto. Arlinn no ve quiénes acaban con ellos, solo las lanzas que les atraviesan el pecho, pero sí huele su sangre en el aire.
Los sentidos se le agudizan. Ve más allá de las puertas, desde la estrecha pasarela de acceso, fina como un hilo que cuelga sobre el abismo, hasta las repugnantes banderolas exteriores del castillo. Todo ello acabará hecho pedazos. Ese pensamiento la satisface. Como siempre decía su madre, da igual lo bonito que parezca un pastel: si lo rellenas con pescado rancio, sabrá a podrido. Y los vampiros dejan un sabor a podredumbre en todo lo que tocan.
Kaya le pone una mano en el hombro y la devuelve al presente, a la realidad ajena a las cavilaciones lejanas de Arlinn.
―Hay que ponerse en camino. Si no, van a dejar muy poco para nosotras.
Es cierto. A estas alturas, sabe que Kaya tiene razón en muchas cosas. Espera llegar a conocerla mejor cuando todo esto termine. Entre todos los demás planeswalkers, ella entiende el delicado equilibrio entre la vida y la muerte que caracteriza a Innistrad. Y entender cómo es Innistrad significa entender a Arlinn.
―Intenta seguirme el ritmo ―le responde con una sonrisa.
Kaya suelta un bufido, pero no se echa atrás.
Las dos se unen a la hueste de cátaros a caballo y a pie, de sacerdotes con cetros de garzas y collares avacynos, de granjeros que perdieron a sus familias.
Con el ímpetu de los vivos y los mortales, cruzan el puente hacia el nido de depravación.
Avanzan las lanzas, los martillos y los escudos, las antorchas y los bieldos, los libros sagrados y las espadas benditas.
Y descienden los murciélagos. Al principio están lejos y es fácil confundirlos con motas de ceniza, pero sus chillidos enseguida ahogan esa esperanza. El molesto ruido perfora los oídos sensibles de Arlinn, que se tapa una oreja y aprieta la otra contra el hombro para intentar bloquear la cacofonía, pero no le sirve de nada.
Lo que sí surte efecto son los rayos de magia que vuelan hacia las alturas, y numerosas flechas también dan en el blanco. Mientras los murciélagos descienden, sedientos de sangre, las brujas y los arqueros los reciben con saña. Los pelos se le ponen de punta y los chillidos empeoran... hasta que, de pronto, enmudecen. Los oídos aún le pitan a medida que los murciélagos caen. No oye los crujidos de sus huesos bajo las botas del ejército improvisado, pero siente las vibraciones.
También nota un cambio en el suelo cuando la piedra desaparece y da paso a un mármol cuidado con esmero. Más adelante, en las puertas secundarias, los guardias ya se están viendo abrumados y yacen boca abajo en charcos de sangre. Puede que Kaya tenga razón: si no se apresuran, apenas quedará nada para ellas.
Sin embargo, incluso una multitud como esta tiene dificultad para cruzar las puertas.
Kaya y Arlinn avanzan hacia el frente. Les resulta fácil, ya que muchos dejan pasar a su líder y su camarada. Adeline, Teferi y Chandra componen la vanguardia que se detiene ante las grandes puertas. Teferi levanta la cabeza y la mueve de un lado a otro con un suspiro.
―Qué mal gusto ―comenta él.
―Por eso digo que le prendamos fuego y ya está ―insiste Chandra.
―Te refieres a la puerta, ¿no? ―pregunta Adeline.
―Sí
Una espiral de llamas surge de sus brazos. Chandra avanza pavoneándose y estira las manos hacia delante.
Por un momento, Arlinn se plantea interrumpirla. El fuego podría ser un problema y, aunque resulta eficaz contra los vampiros, también les perjudica a ellos.
Sin embargo, que Avacyn la perdone, pero es incapaz de enfadarse por esto. Incluso le produce satisfacción imaginar el rostro engreído de Olivia envuelto en llamas.
Entonces, Teferi da un toque en el suelo con su bastón. Aunque disfruta del espectáculo, no hay tiempo que perder. La temperatura y la intensidad del fuego aumentan y la puerta queda reducida a cenizas en cuestión de segundos.
Ahora comienza el asalto de verdad.
Toda la finca de los Voldaren se extiende ante ellos. Es la primera vez que Arlinn pone un pie en ella, pero conoce historias sobre este lugar. Si tomas el camino equivocado, jamás volverán a saber de ti. Sin embargo, esto solo ocurre si vas en solitario.
Arlinn siempre viaja en manada. Una punzada de tristeza acompaña este pensamiento. Flecha, Roca, Paciencia y Dienterrojo... Puede imaginarse dónde están ahora mismo, en algún lugar con tierra blanda bajo las patas. Alguna arboleda con olor a pinos.
Se siente sola.
Sabe que no lo está.
La luz que hay más adelante es prueba de ello.
Un grupo de jinetes cátaros se adelanta a los demás y cabalga hacia los patios y jardines con sus espadas y lanzas dispuestas a impartir justicia. Chandra y Adeline los acompañan después de que la cátara ayude a Chandra a sentarse detrás.
Varias filas de guardias equipados con armas doradas y armaduras más decorativas que prácticas les salen al encuentro. Una lluvia de flechas y virotes se estrella contra la primera línea de defensa: granjeros con escudos improvisados, acompañados de soldados veteranos. Responden con su propia descarga. Arlinn recoge un arco y también realiza un disparo. Es difícil ver dónde impacta su flecha en medio del caos, pero probablemente haya alcanzado a un enemigo.
―No sabía que se te da tan bien disparar ―dice Kaya.
Arlinn la mira de refilón. Los ojos de Kaya emiten un tenue brillo plateado. Arlinn nota un sabor extraño en la lengua y oye un sonido agudo que no termina de ubicar.
―No siempre puedo usar los dientes para cazar ―responde―. ¿Va todo bien?
Una jabalina vuela hacia ellas y pasa a través de Kaya, estrellándose inútilmente contra una estatua decapitada.
―Aquí dentro hay espíritus ―explica su compañera―. Y están muy enfadados.
―Eso es bueno ―dice Arlinn sin conseguir ocultar una sonrisa―. ¿Puedes convencerlos de que nos ayuden?
―Intentaré liberarlos para que se descontrolen ―responde Kaya, que le devuelve la sonrisa. Pero entonces, algo atrae su atención y la hace mirar hacia la luz―. Un momento, creo que no soy la única. Alguien más me está llamando.
Arlinn mira hacia el castillo. La luz debe de proceder de la sala de baile, que está no muy por encima de los patios. Además, los guardias tienen que salir de alguna parte.
¿Qué estará pasando allí?
―¿Sabes quién puede ser?
―Creo
Arlinn siente calor en el pecho, tan vigorizante como su cerveza preferida.
―Mejor aún.
―Sigue avanzando con los demás y yo trataré de conseguir refuerzos ―dice Kaya―. Es hora de que los Voldaren paguen sus deudas.
Igual que a los fantasmas, a Arlinn no hay que repetirle las cosas. Confía en Kaya, en Teferi, en Chandra y en Adeline. Y (que Avacyn la perdone) también confía en Sorin. Está segura de que hará lo correcto cuando llegue el momento de salvar Innistrad.
Simplemente, quiere estar allí solo por si acaso.
Los guardias ya están bastante maltrechos. Enfrentarse a ellos resulta difícil, como siempre ocurre con los vampiros, pero es más fácil de lo que debería. Tienen numerosas esquirlas de vidrio coloreado clavadas en su piel pálida, y su equilibrio es tan errático que Arlinn apenas necesita un golpe para abrirse paso entre ellos. El suelo de mármol de la finca está cubierto de sangre pegajosa, pero esta vez es la de las propias sanguijuelas.
Los vampiros no son los únicos que caen.
Los asaltantes derriban las estatuas, agrietando la piedra pulida con el impacto.
Las fuentes de sangre terminan hechas añicos y los sacerdotes trabajan juntos para purificar lo mancillado.
Los tapices, las lámparas de araña, las elegantes alfombras y los extravagantes muebles comparten el mismo destino. Una rabia abrasadora arde en el corazón de Innistrad. El vocerío que resuena en los pasillos no son simples gritos de guerra, sino algo más: aullidos de agonía, manifestaciones de vida, lamentos catárticos de un pueblo que lleva demasiado tiempo viviendo con miedo.
Los vampiros construyeron este lugar pisoteando a los mortales.
Ahora, los mortales lo reducirán a escombros.
Para cuando se abren paso hasta la sala de baile, Arlinn también siente esa furia justiciera dentro de ella. Su bestia interior se resiste contra esa correa. Tovolar le diría que azuce a la bestia contra estos chupasangres.
Ella no quiere darle la razón.
Por el momento.
Sin embargo, cuando entra en la sala de baile, está a punto de perder el control.
Al ver las alas ensangrentadas de Sigarda y el fervor que la consume mientras decapita vampiros con su guadaña, no sabe qué pensar. La escena es macabra a la par que estimulante. Arlinn nota un sabor cobrizo en el paladar. La iglesia puede ser igual de cruenta que una manada de lobos.
Sigarda no es la única que está allí. Hay más guardias, algunos lo bastante osados como para atacarla directamente, además de invitados a la boda que se vuelven salvajes al ver a los intrusos. Arlinn echa un vistazo alrededor en busca de la llave (y de Sorin), y la escena le resulta casi abrumadora: vestidos desgarrados, murciélagos arremolinándose en el aire junto con pétalos de sangre, la vidriera hecha pedazos, fuentes destrozadas y mesas de comedor partidas en dos.
No va a ser nada fácil.
Pero tiene que abrirse camino de algún modo.
Avanza, se agacha para esquivar una cuchillada y lanza un zarpazo que corta seda y encajes para alcanzar al atacante, un duelista Markov muy estimulado. No es la primera vez que lucha contra adversarios como este. La esgrima puede llevarte muy lejos, pero Arlinn no necesita una espada para luchar.
La sangre que chorrea por el costado del vampiro no lo ralentiza, todavía no. Debe de haberse atiborrado antes de que la batalla empezase, porque huele como una mezcla de numerosas vidas y tiene los labios manchados de un rojo intenso.
―Largo de aquí, adefesios ―dice el espadachín.
Su siguiente estocada es veloz. Si estuviese atacando a otra persona, tal vez habría sido demasiado rápida como para verla venir. Pero Arlinn no está sola, como demuestran las ondas de magia que ralentizan el golpe y le dan tiempo suficiente para propinarle un rodillazo en el estómago al vampiro. El chupasangre borbotea al quedarse sin aire y su espada repiquetea en el suelo.
Arlinn podría matarlo, arrancarle la garganta. Se lo merecería por todas las cosas que debió de hacer en su vida. La existencia de un vampiro implica el sufrimiento ajeno.
Pero eso es lo que haría Tovolar.
Arlinn lo levanta por encima de la cabeza y lo arroja contra una columna.
Si es mínimamente sensato, no volverá a por ella.
No es momento de pararse a comprobar si lo intentará. Arlinn vuelve a meterse en la reyerta y se esfuerza por alejar los recuerdos de la Cosechalia. Esto no terminará igual, de ningún modo.
La mejor manera de ponerle fin es encontrar la llave, pero ¿dónde está? Olfatea el aire con intención de captar su olor, pero es imposible distinguirlo con tanta magia. La mayoría probablemente sea de Sigarda, que desprende oleadas de energía mientras se enfrenta a la mayoría de los guardias.
Tendrá que arreglárselas utilizando la vista.
En cuanto divisa a Olivia, llega la caballería. Los cátaros atraviesan las ventanas, con sus caballos de guerra teñidos de rojo. Numerosos rayos de magia vuelan hacia la vampira progenitora cuando varios sacerdotes entran detrás de los jinetes.
Y cuando esos mismos sacerdotes ven quién estaba luchando ya en la sala de baile, estalla un coro de vítores. Todo lo contrario que Olivia.
―Malditos
―¡Entréganos la llave o te daremos muerte! ―responde Arlinn. Un centenar de voces la secundan: “¡La llave!”, “¡muerte!”, “¡la llave!”, “¡muerte!”.
Son tantas que las paredes empiezan a temblar.
Un momento... Esas voces no son solo las del ejército. Además, el aire vibra; está sucediendo algo. El propio aire de la sala está uniéndose para formar algo distinto, algo antiguo.
Geists. Arlinn distingue sus siluetas: sirvientes, caballeros, granjeros y nobles. Debe de haber cientos de ellos y todos se materializan a la vez, con sus llamas fantasmales encendidas por la ira.
“Muerte a los asesinos”.
Las voces de los difuntos se hacen notar.
Lo mismo ocurre con sus armas, para alivio de Arlinn. Como una marea de fuerza espectral, los geists se abalanzan sobre sus antiguos opresores. Entre la multitud destaca una corona familiar: la de Katilda. La bruja no necesita decirle que la siga; el camino se ilumina con un tenue brillo verde, como el musgo en las noches de luna llena.
Arlinn echa a correr escaleras arriba.
Olivia levanta el vuelo... O eso intenta. No llega muy lejos antes de que una silueta conocida se forme en el aire a sus espaldas. Kaya hunde una daga espectral en la cola del vestido de Olivia. Una tela normal quedaría destrozada, y a esa tela mágica le ocurre lo mismo. Entonces, como sangre que mana de una herida, los geists atrapados en el vestido salen en tropel.
El grito de Olivia es horripilante. La vampira se gira violentamente y Kaya sale volando con el golpe. Si se desploma en el suelo, habrá sangre.
Arlinn prefiere no correr riesgos. Da un gran salto para atrapar a Kaya en pleno vuelo y ambas aterrizan apenas un instante después, pero suficiente para que Olivia escape. Arlinn levanta la vista justo a tiempo de ver cómo la cola destrozada del vestido desaparece por un pasillo.
―Déjanos el combate a nosotros ―dice Kaya―. Ve a por ella.
Arlinn echa un vistazo hacia atrás, en dirección a los ángeles, los mortales, los inmortales y los fantasmas. Sorin se encuentra en algún lugar en medio de ese caos, pero no lo ve desde donde está. No hay tiempo para buscarlo.
―Cuida de los demás ―responde.
Sabe que es una tarea difícil. Hoy va a morir gente, aunque desearía que no fuera necesario.
Sin embargo, lo único que está en manos de Arlinn es procurar que los sacrificios valgan la pena.
―No tenía por qué terminar de este modo.
La voz pausada y cauta resuena por toda la estancia. Acompañada del burbujeo de la sangre hirviendo, tiene un matiz autoritario. Quizá sea porque Sorin la conoce desde hace muchísimo tiempo. Antaño, esa voz le contaba historias.
―Es verdad ―responde―. Abuelo, sabes que esto es una locura. Solo te está utilizando.
Su propia voz suena extraña en este sitio. La placa de la entrada ponía “Sanguitorium”; un nombre ridículo pero apropiado. Debe de ser el lugar donde los Voldaren guardan sus reservas para los tiempos difíciles.
Aunque lo cierto es que nunca pasaron por ellos.
Cuando Sigarda levantó el vuelo, Edgar echó a correr. Conocía mejor que nadie lo que significa enfrentarse a la ira de un ángel. Sorin fue detrás de él y, para entonces, Arlinn y su grupo ya habían echado la puerta abajo. Ellos se encargarían de recuperar la llave.
Pero nadie más podía ocuparse de Edgar Markov.
Aquí están ahora, entre los intrincados tanques del sanguitorium. En alguna parte entre estas columnas rojas, su abuelo le está esperando, observando.
―¿Eso te parece? ―pregunta Edgar.
―¿Por qué respondes con un sofisma? ―Sorin hace girar la espada en la mano―. Deberías estar por encima de esta farsa.
Oye venir el ataque un momento antes de que se produzca: el ruido de la armadura de Edgar lo delata. Sorin se aparta hacia su derecha y Edgar blande un estante para botellas como si fuese un martillo, reventándolas al golpear el suelo. Cuando su mirada se cruza con la de Sorin, lo único que este percibe en ella es desprecio.
¿En esto se ha convertido el patriarca Markov? ¿En un viejo engañado que ataca a su nieto con un mueble?
―¡Al menos ten la decencia de usar un arma! ―estalla Sorin, que responde con un espadazo torpe, salvaje... y fácil de evitar.
Edgar lo aferra por las muñecas con unos dedos que parecen tenazas. Sorin siente punzadas de dolor cuando los delicados huesos de los antebrazos crujen.
―¿Qué sabrás tú sobre decencia? Nunca te molestaste en ser parte de la familia.
En vez de aguardar una respuesta, Edgar lo arroja a un lado y Sorin choca contra un tanque de sangre antes de caer al suelo. La madera cruje con el impacto y algo de sangre se vierte en la piel ya pegajosa de Sorin.
―¿Tienes idea de cuánto sacrifiqué por ti? ―pregunta Edgar mientras avanza señalándolo con un dedo, como si estuviese riñendo a un niño―. ¿De cuánto sacrificamos todos?
Sorin se pasa una mano por la cara y se la lleva a la boca. Si ya está empapado en sangre, por qué no aprovecharla. Es mejor que escuchar los delirios de su abuelo. Para que diga cosas como esa, el control de Olivia debe de ser más profundo de lo que pensaba. Edgar y él quizá no congeniaran siempre, pero su abuelo jamás fue un necio.
Aun así...
No todas estas palabras pueden ser de Olivia.
―Como si yo nunca realizara sacrificios por los demás ―replica Sorin. La espada no le servirá esta vez. Mientras se pone en pie, agarra lo primero que encuentran sus manos: un trozo de tubería. Arrancarla del armazón apenas requiere esfuerzo gracias a la potente sangre que recorre sus venas. Mejor aún, eso rocía más sangre sobre él.
Más vale sacarle partido a ese poder. Sorin se lanza al ataque como una centella. La armadura de Edgar chirría y se abolla con la fuerza del golpe, y sus costillas crujen.
Pero no retrocede. El resuello de dolor que se le escapa suena casi
―Muy bien, muchacho, háblame pues de tus sacrificios. ¿Qué hiciste por la Casa Markov? ¿Por Innistrad?
―Creé a Avacyn y...
Edgar lo agarra de la garganta y asfixia la respuesta. En sus ojos arden llamas alquímicas en sus ojos y hay asco en su labio alzado.
―¿Tu soldadito de juguete? Sí, me acuerdo. Hace mil años que no hablas de mucho más. Pero incluso eso se te ocurrió gracias a mi investigación. Me pregunto si alguna vez tuviste ideas originales. De hecho, dudo que alguna de tus ideas funcionase como es debido.
Qué sabrá él. Como si supiese hasta dónde llegaban las tribulaciones de Sorin.
Edgar lo levanta del suelo empleando una sola mano. Craso error: Sorin lo golpea en la cabeza con la barra de hierro. La sangre mana del cráneo agrietado de su abuelo; el anciano suelta a su presa y retrocede por el dolor.
Algo está brotando en el interior de Sorin.
Hay otros planos. Hay otros planes.
Esas palabras se repiten una y otra y otra vez como un coro que resuena en su cráneo, un cántico para invocar a una deidad oscura. Y sí, lo que producen es ciertamente oscuro. Como una bestia desatada, Sorin grita al golpear sin descanso y su abuelo retrocede un paso tras otro. El hierro destroza un cristal. Varias cataratas de sangre se vierten en el suelo; una sangre que antaño recorría venas vivientes y anhelaba algo más, pero que ahora anhela morir.
―Pensaba que lo entendías ―gruñe Sorin―. Creía que tú veías que en esta existencia hay algo más que fiestas codiciosas y excesos desmedidos. ¡Creía que tú lo sabías!
Golpea y golpea una y otra vez, doblando el hierro con el abuso. Se agacha para recoger otra tubería mucho más grande y apta, pero, en cuanto acerca la mano, Edgar se abalanza sobre él. Su abuelo le agarra del pelo y la cintura, como un granjero que levanta a una oveja extraviada.
―Eres un crío, siempre lo fuiste. Una auténtica lástima. Hace milenios te di un obsequio y ahora tengo que vivir el resto de mis días sabiendo que lo has desperdiciado.
―Yo nunca quise... ―empieza a decir Sorin.
―Querido muchacho, justo por eso fue un obsequio.
Edgar lo estrella de cabeza contra un tanque y la sangre se le mete por las fosas nasales. Sangre... y astillas de madera.
Los recuerdos subsumen la realidad. Vuelve a la juventud, lo llaman al salón de reuniones de la familia. Su abuelo está sentado al otro extremo de la mesa. En el techo hay un ángel atado, cuya sangre cae gota a gota en una copa.
Todo el mundo está allí: sus tías, sus tíos, sus padres... Todo el mundo le pone las manos encima y le dice que es por su propio bien. Por el bien de la familia. Para sobrevivir a la oscuridad, hay que convertirse en parte de ella. La hambruna se llevó todo lo que comen los humanos, así que ya no deben seguir siendo humanos. Es perfectamente razonable.
Se siente mareado.
La cabeza se estrella de nuevo contra la madera y una mancha roja empapa el recuerdo.
―Innistrad nos pertenece, Sorin ―dice su abuelo. De algún modo, suena más viejo y fatigado, y las palabras no coinciden con el movimiento de los labios―. Lo correcto es que gobernemos.
El mundo sufre una sacudida. Algo le hace un corte en la garganta y siente que la sangre corre hasta la clavícula. Su corazón martillea contra las costillas.
―Llevamos demasiado tiempo permitiendo que tu amargura y tu paranoia guíen tus actos. Han devorado tu potencial y ahora solo queda este cascarón triste y roto. Un muchacho que llora por su abuelo.
El recuerdo aún emborrona el presente. Una mano le apresa la nuca. La copa está delante de su cara. No quiere beber, pero le obligan, le aprietan el borde de la copa contra las encías.
El horrible y exultante sabor de la sangre. El calor que recorre hasta la última vena de su cuerpo. Una sensación sucia de la que nunca se librará pero que, con el tiempo, se convertirá en parte de él. Con el tiempo, actuará como si hubiese querido esto. Con el tiempo, se comportará como si esto siempre hubiera sido parte del plan. Con el tiempo, le parecerá insultante que lo confundan con un humano.
Con un mortal.
“Bebe y sé eterno”.
Aquel fue el día de su caída; de la caída de todos. Algunos dirían que la chispa que se encendió en su interior fue una salvación, pero él la veía de otro modo. Sorin nunca creyó en la gracia divina, en la religión. Al haber fabricado una él mismo, se desengañó de cualquier noción romántica. Pero sabe que eso no cambia las cosas: aquel fue el día en que cayeron todos.
Por eso le resulta extraño sentirse como si estuviese cayendo en el presente.
Sin embargo, todo cobra sentido al abrir los ojos.
Su abuelo está junto al borde de un gran foso, le mira con desprecio desde lo alto.
Y Sorin Markov continúa cayendo.
La historia observa a Arlinn correr a toda velocidad por los pasillos de la finca de los Voldaren, pero esta historia no es la de Arlinn. Aquí no hay ningún parecido con Avabruck: ni lámparas de hierro forjado, ni símbolos avacynos ni lugareños con historias más antiguas que los árboles. Aquí hay lámparas de araña doradas y solo se ve el blasón de los Voldaren; aquí, todo es más antiguo que los árboles, incluso la gente.
Y esas personas la observan mientras corre en pos de Olivia. Hay invitados de la boda, algunos demasiado ebrios de sangre como para saber dónde se encuentran. Los aparta a base de empujones con la misma facilidad con la que apartaría tallos de trigo. También hay guardias que le plantan cara, pero Arlinn no les da el gusto. Sus armas blancas y flechas silban una detrás de otra, y una tras otra, ella las esquiva y embiste a los guardias con los hombros cuando los tiene lo bastante cerca. Incluso los vampiros caen al suelo si pierden el equilibrio. No necesita derribarlos para siempre, solo el tiempo justo para dejarlos atrás. Los geists que la siguen terminarán el trabajo.
Pero hay más ojos que la observan.
Los de Olivia, al otro lado del corredor, desafiándola a que la siga.
Y los ojos de los retratos.
Hay muchos en este lugar. Solo en el pasillo hay decenas, puede que centenares en toda la mansión. Arlinn no se molesta en contarlos. Esa gente vestida con sus galas imposibles, con siervos inertes en los regazos y la boca empapada de sangre... Esa gente que la observa pertenece a un mundo distinto. Para ellos, existir significa arrebatar cosas a los demás. Eso es el poder a ojos de un vampiro: expoliar todo lo posible de los lugares más elevados.
Arlinn no quiere estar en un mundo así.
Pero ese es el mundo la envuelve sin remedio en este lugar nacido de la muerte.
Entonces, cuando por fin acorrala a Olivia en un camino sin salida, se da cuenta de que en estos pasillos no hay ningún ser vivo excepto ella.
No hay más humanos ni otros planeswalkers. Ni siquiera sus lobos.
El ritmo del corazón de Arlinn es un tambor de guerra, un grito de batalla, un desafío a la muerte. Olivia separa los labios para decir algo, pero esa boca ya se ha alimentado demasiado y Arlinn no piensa permitirle ni una palabra. Con un aullido humano, se lanza a la carga y sus uñas afiladas desgarran el vestido de Olivia y, bajo él, la carne de la vampira. El olor a sangre hace que Arlinn se vuelva más salvaje y sus dientes ansían convertirse en colmillos, pero aún no puede permitirse perder el control.
Hay demasiado en juego.
―Tú... ―sisea Olivia―. ¿Por qué tenías que venir?
Cómo no, hay una respuesta: porque Olivia robó la llave. Pero Arlinn se niega a razonar con ella ahora. Continúa atacando con un zarpazo salvaje tras otro. El olfato le dice que Olivia esconde la llave en algún lugar del vestido. La progenitora pagará el precio por el crimen que cometió.
Un precio que ella no está dispuesta a pagar, por lo que parece. Era de esperar, ya que los vampiros no suelen pagar de su propio bolsillo. Obcecada en atacar, Arlinn no presta atención a la arquitectura sobrenatural de los pasillos. De algún modo, el camino sin salida ha dado paso a un corredor totalmente distinto. Peor aún, aquí hay armaduras.
Y armas.
Como la espada dorada con gemas incrustadas que Olivia recoge en ese momento.
Arlinn no consigue detener a tiempo su zarpazo y Olivia le sale al encuentro. El acero muerde los dedos de Arlinn. Le duele menos de lo que se esperaba, porque la ferocidad de la lucha embota las sensaciones excepto las más importantes. Aun así, ver sus propios huesos asomando entre la carne es suficiente para frenarla.
―Danos la llave ―dice Arlinn.
―¿“Danos”? ―duda Olivia―. Ay, pobre cachorrilla. ―Una finta disimula su próximo ataque y Arlinn lo desvía con el antebrazo demasiado tarde. Olivia clava la punta de la espada en el pecho de Arlinn con un deleite perverso. El metal le roza la clavícula mientras la vampira se lleva una mano a la mejilla―. Estás completamente sola.
Arlinn no sabe qué es peor, si el dolor que ya no puede seguir ignorando o la odiosa voz de Olivia. La vista empieza a teñírsele de rojo y la loba de su interior aúlla para que la libere. Arlinn no quiere escucharla, no en este momento. Tiene que mantener la cabeza despejada.
Sin embargo, antes de que su mente despejada decida qué hacer, Olivia empuja la punta de la espada con un regocijo malicioso. Arlinn cae de rodillas y la herida vierte sangre en la alfombra. Los vampiros retratados observan con una satisfacción constante mientras su progenitora suelta una carcajada.
―Admito que esto me parece un sinsentido. Ya sé que los lobos no se paran a pensar antes de actuar, pero suelen cazar en manada, ¿no? ―dice Olivia, que entonces chasquea la lengua―. Bueno, la mayoría lo hace.
Otra finta; esta vez, Arlinn se prepara. Como esperaba, Olivia se lanza a por ella en medio del movimiento. Arlinn se agacha para proteger el hombro y responde con un empellón que desequilibra a Olivia, aunque no le afecta demasiado. Intenta apresarla, pero la vampira consigue clavarle las garras en el vientre.
Cada vez le cuesta más respirar.
―Yo quiero lo mejor para todos, ¿sabes? ―dice Olivia―. Incluso para los tuyos. Los humanos son juguetitos divertidos, pero ¿conoces a alguno que te comprenda?
Arlinn aferra a Olivia por una muñeca. La sangre se le acumula en la garganta y la escupe en el vestido de la vampira:
―Deberías intentar
La cara de aversión de Olivia casi compensa el dolor. Asqueada, la vampira aparta a Arlinn de un empujón.
―Con la comida no se entabla amistad. Y ahora, tómate esto en serio. Si vas a plantarme cara con esta bravuconada tuya, hazlo como es debido. Sabes lo que eres, ¿verdad?
Arlinn Kord, hija de un herrero y una pastelera.
Cada vez le cuesta más pensar.
―Y sabes por qué estás aquí ―continúa Olivia.
Para recuperar la llave. Para devolver la luz del día a Innistrad.
Para vengarse por la Masacre de la Cosechalia.
Olivia pasa un dedo por el filo de la espada, lo lame y pone cara de asco.
―Por favor, qué mal sabes. En fin, si vas a seguir con esto, cachorrita, ¿por qué no te quitas la correa? Es imposible que ganes tal como estás.
Es cierto. Arlinn odia admitirlo, pero tiene razón.
Y puede que esa sea la última pizca de furia que necesita para llevarla al límite.
Sus sentidos se agudizan. Las fuerzas regresan al aumentar de tamaño; suficientes para seguir luchando, al menos por ahora. La mente humana está desapareciendo, adentrándose en el bosque. Nota el olor de los pinos y el sabor de la sangre. Su último pensamiento consciente es como el grito de una cazadora perdida: “Así no resolvemos los problemas”. Pero en el bosque no hay nadie que la escuche. Solo quedan la llave de platalunar, Olivia y los rostros que la observan.
El instinto puro la impulsa. Se abalanza sobre Olivia y esta se aparta haciendo una cabriola. Un destello dorado: la espada ataca otra vez. Con una mano desnuda, Arlinn la intercepta y la tira a un lado. Con la otra, sujeta a Olivia y la arroja contra una estatua de sí misma.
Vamos, vamos, vamos. Tiene la llave consigo. Recupérala. Ponle fin a esto.
Pero ahí están los rostros, esos horribles rostros que observan.
Arlinn no sabe por qué lo hace. Tal vez a causa de la furia animal, o quizá de una ira muy humana que solo la bestia es capaz de desatar.
Por un momento, los cuadros desvían su atención y hacen que se ponga a destrozar sus rostros arrogantes, a despedazar los lienzos y a aullar con furia solo de verlos.
Hay muchísimos... y ella está sola.
No se da cuenta de que Olivia se acerca por la espalda hasta que es demasiado tarde.
Qué ironía: la mano rígida de un vampiro es excelente como estaca.
Un gemido lastimero sale de la garganta de Arlinn.
Y entonces cae.