Episodio 5: La batalla por Kaldheim
En las alturas de Feltmark, rodeando las columnas de humo que se elevaban desde las numerosas chimeneas del bastión de los beskir, un cuervo surcaba los cielos. Es bien sabido que los cuervos pueden recorrer más de ciento cincuenta kilómetros en un día, y aquel acababa de hacer exactamente eso. Había sobrevolado las altas cumbres de los montes Tusk, donde vio a los gigantes de fuego escalando las laderas mientras los guerreros tuskeri arrojaban troncos de árboles y rocas para hacerlos caer montaña abajo. El cuervo, con su único ojo oscuro e inescrutable, había visto a los skelle reuniéndose en sus ciénagas y realizando juramentos por su sangre, en preparación para la guerra. Durante un tiempo, había seguido la costa, donde los drakkars salpicaban el horizonte. La mayor flota que se recordaba en tiempos recientes navegaba hacia el oeste, hacia el lugar de Bretagard al que todos acudían en épocas de crisis.
El cuervo aterrizó en un tejado de paja en uno de los patios interiores, más allá de las gruesas murallas que rodeaban la fortaleza. Abajo, entre los sonidos de las armas en la piedra de amolar y los tintineos de las cotas de malla contra las placas de las armaduras, dos voces destacaban entre el resto. El cuervo, como acostumbraba a hacer, se detuvo a escuchar.
—Hemos perdido los territorios orientales y pronto caerá todo el maldito Aldergard —dijo el humano más anciano. Su pelo y su barba eran del color de la nieve recién caída, mientras que todos sus otros rasgos eran curtidos y duros. A la espalda portaba un gran escudo hecho con un material que, bajo la luz adecuada, parecía resplandecer—. Nunca había visto tantos troles juntos. Y colaborando, por si fuera poco.
—¡Ja! —se rio el más joven—. ¿Los kannah están teniendo problemas con unos cuantos hagi? Uno de mis muchachos se cargó a un demonio ayer. Ahora, todos los jóvenes intentan ser los próximos en hacerlo. —A este humano le sobresalía una extraña protuberancia ósea en una sien, como si un felino dientes de sable hubiera intentado morderle el cráneo y hubiese perdido un colmillo en el intento.
—Si tan bien les va a los tuyos, ¿a qué has venido? —gruñó el más viejo.
—Los líderes de los clanes tenemos ciertas obligaciones, como bien sabes —respondió el joven encogiéndose de hombros.
Dos guardias descruzaron sus lanzas al ver llegar a ambos y empujaron unas pesadas puertas de madera que exigieron todo el peso de cada soldado para empezar a ceder con un chirrido.
—Arni Frenterrota, de los tuskeri, y Fynn el Portacolmillo, de los kannah —anunció uno de los guardias.
En el interior, cuatro personas estaban sentadas en torno a una mesa. Inga Ojosrúnicos, líder de los buscapresagios, ya había llegado y estaba en compañía de la líder de la fortaleza: Sigrid, la Bendecida por los Dioses. Junto a ellas había dos desconocidos: una mujer de tez oscura y un elfo con trenzas de cabello rojizo. Fynn, el mayor de los dos recién llegados, echó mano al hacha que llevaba al cinturón.
—Por el aliento de Koma, ¿qué hace ese aquí?
Los guardias, que aún estaban cerrando las puertas, se apresuraron a empuñar las armas, pero Sigrid alzó una mano:
—Explícaselo, Inga.
—Este es Tyvar de Skemfar, y ella es Kaya... de otra parte —comentó Ojosrúnicos levantándose de la silla—. Son amigos nuestros y ahora mismo necesitamos a todos los aliados que podamos reunir.
—Ningún elfo besavíboras puede considerarse amigo mío —gruñó Fynn—. Y menos aún su príncipe.
Aún no había empuñado su arma, pero parecía dispuesto a hacerlo. En cambio, Tyvar ni siquiera se levantó de su asiento.
—Los humanos no son los únicos que morirán si los elfos van a la guerra —dijo el príncipe—, pero supongo que serás tú quien disuadirá a mi hermano cuando llegue al frente de un ejército.
—Vaya si lo haré. Por las malas.
—Ya basta —bramó Sigrid con una voz que semejaba un martillo—. No te he invitado a mi bastión para que insultes a mis invitados, Fynn. Lo he hecho porque tenemos que buscar una forma de que nuestro pueblo sobreviva. A este paso, no llegaremos ni al final de la semana.
A regañadientes, Fynn se dejó caer en una de las sillas junto a la mesa. Arni lo acompañó y tomó la palabra:
—¡Bueno! Supongo que tenemos algún tipo de plan que exigirá unos cuantos actos de osadía y coraje. Y también intuyo que lo tenemos todo en contra. ―No parecía muy preocupado por lo que acababa de decir.
Sigrid mostró una pequeña sonrisa:
―El reino está siendo atacado por troles, demonios y gigantes tanto de escarcha como de fuego. Y ahora se han avistado draugr, lo que significa que el Marn del Horror, el ejército de muertos de Karfell, también ha regresado. Sí, yo diría que lo tenemos todo en contra, pero todavía disponemos de armas con las que luchar.
―¿Aparte de un elfo bocazas? ―murmuró Fynn.
―Sí, aparte de él ―respondió Kaya.
De debajo de la mesa, levantó una espada que parecía estar forjada con vidrio. En el interior de la hoja transparente había diversos brillos azules y verdes que ondulaban ante los ojos de todos. Kaya colocó el arma en la mesa.
―¿Esa es...? ―comenzó a decir Fynn.
―La Espada de los Reinos ―dijo Sigrid con calma.
―Parece que Koll por fin ha terminado de forjar ese dichoso trasto ―añadió Arni con un silbido.
―Así es ―respondió Sigrid―, pero se llevó a la tumba el secreto de cómo utilizarla.
Se hizo un momento de silencio entre los presentes. Fynn fue el primero en intervenir de nuevo:
―Y si no sabemos cómo emplearla, no es más que una espada. Un arma forjada con tyrita, desde luego, pero inservible para detener un ruinaskar.
―Todavía existe una persona capaz de blandirla ―dijo una voz desde un rincón oscuro de la estancia, donde no alcanzaba la luz de los braseros. Una séptima figura surgió de entre las sombras: un anciano vestido con una gruesa capa de viaje y un cuervo posado en un hombro―. Hablo de la deidad para la que estaba destinada la espada: Hálvar, el dios de la batalla.
Sus ojos emitían un brillo tenue, la misma luz que había congelada en el interior de la espada. En presencia de Alrund, incluso Fynn se quedó atónito.
―Hálvar es la clave ―dijo Kaya―, pero llegar hasta él no será fácil.
Arni recuperó la compostura tras asimilar que estaba ante uno de los dioses de Kaldheim y apoyó los pies en la mesa.
―Así que nos aguarda una misión peligrosa. Por fin llegamos a la parte interesante.
Alrund les había dicho que Hálvar no se encontraba lejos de la fortaleza beskir. Al fin y al cabo, era el dios de la batalla, y en ese momento se estaban librando muchas en los alrededores. A vuelo de cuervo, el dios estaba cerca.
“Ojalá no lo hubiera dicho en el sentido literal”, pensó Kaya mientras se aferraba a dos manojos de plumas negras.
Sabía que el ave que acompañaba a Alrund en su hombro se llamaba Hakka. Lo que el dios no les había dicho eran los nombres de los cuervos gigantes en los que ahora surcaban los cielos, sobrevolando grandes extensiones de llanuras con cada movimiento de sus enormes alas negras. También era posible que sí lo hubiera hecho; Kaya tuvo que admitir que no había podido centrarse mucho durante las presentaciones, ya que había centrado toda su atención en los grandes ojos vidriosos de las aves. Poseían una inteligencia y una curiosidad que resultaba evidente, por no mencionar aquel enorme pico curvo que probablemente podría partirla en dos si el cuervo quisiese. Uno de ellos llevaba a Sigrid, Fynn e Inga; el otro, a Arni, Kaya y Tyvar.
―¡Mirad ahí! ―oyó gritar a Tyvar entre el silbido del viento.
Lo primero que vio fue la grieta en el mundo: una fisura de un color blanco gélido que surcaba los campos de color ámbar. El panorama parecía totalmente ilógico, como si alguien hubiera extendido otro plano a través de aquel. La grieta expulsaba vapor a medida que el aire de aquel lugar gélido se mezclaba con el ambiente más templado de Bretagard. En el borde de la abertura, multitud de siluetas escuálidas y putrefactas caminaban arrastrándose hacia el reino de los humanos. Por delante de ellas, en la llanura de hierba amarillenta, se extendía un millar de aquellos seres: draugr, según los habían llamado. “Otros los llamarían zombies”. Entre la multitud destacaban unas pocas figuras de mayor tamaño, cubiertas de pelo largo y pegajoso; Kaya distinguió que eran troles torga, aunque aquellos parecían haber tenido días mejores. Era difícil de distinguir desde las alturas, pero le pareció que caminaban con la misma torpeza que el resto del ejército. “Así que también son muertos vivientes”.
Todos ellos, tanto draugr como torga de mayor o menor tamaño, se dirigían hacia el mismo punto: un puente de madera de estructura sólida que cruzaba un gran río de aguas blancas. Al otro lado, Kaya vio una aldea compuesta de pequeñas chozas, caminos empedrados y un molino de agua. No se veía gente, pero tenía sentido ante lo que se avecinaba. Parecía un milagro que la aldea siguiera en pie, intacta. La figura solitaria que vigilaba el puente se había asegurado de que continuara siendo así.
Desde tan arriba, Hálvar no parecía gran cosa. No irradiaba la misma luz divina e inquietante que desprendía Alrund; en comparación con la grieta en el mundo, que proyectaba luz azul, verde y púrpura hacia el cielo, el dios no semejaba fuera de lo normal. Desde las alturas, apenas era una persona diminuta y vestida con una armadura de hierro sin brillo. Ante él, en el lado cercano del puente, había un montón de cuerpos de draugr que le llegaba casi a la cintura.
―Tenemos que llegar al puente ―gritó Kaya.
Esperaba que Tyvar la hubiese oído y que el ave gigante pudiera entenderla de algún modo. Ya no había manera de retroceder en el tiempo y devolver aquel ejército de muertos vivientes a su mundo gélido, pero Kaya tenía consigo la Espada de los Reinos. Si lograban llegar hasta Hálvar, al menos podrían impedir que la situación empeorase.
Sin embargo, cuando Tyvar se giró para responder, sus ojos se fijaron en otra cosa. Una sombra pasó por encima de Kaya y las lustrosas plumas negras del cuervo se tornaron ligeramente más oscuras cuando algo se interpuso entre ellas y el sol.
―¡Cuidado! ―gritó Tyvar justo antes del impacto, del crujido, del chillido del ave y de que Kaya fuese arrojada al vacío.
El resto fue una sucesión de momentos, de imágenes separadas mientras caía: el cuervo, con sus alas dobladas en un ángulo antinatural; Tyvar y Arni agitando los brazos cuando empezaron a caer, en un intento de buscar apoyos que allí no había; y por encima de todos ellos, un enorme ser con cuernos y dos alas membranosas que empuñaba una gran hacha.
Estaba más cerca que la primera vez que lo vio. Incluso mientras caía y se alejaba cada vez más del demonio, podía distinguir la maraña de carne amoratada que le colgaba del rostro como si fuese una barba descuidada. También percibió los miles de años de encierro que bullían en sus ojos dementes. Varragoth atacó de nuevo y clavó su hacha en el costado del cuervo. Entonces, Kaya comenzó a girar en el aire sin control, ensordecida por el rugido del viento mientras caía y caía.
“Piensa”.
“¡Piensa, piensa, piensa!”.
Miró hacia abajo entrecerrando los ojos a causa del viento. Los rápidos del río se acercaban más y más. Caer en el agua desde tanta altura no sería mucho mejor que estrellarse contra una roca. Aun así, ella podría sobrevivir a la caída con su habilidad para volverse intangible y luego corpórea. Pero ¿y Tyvar? No lo sabía, no podía contar con ello. Kaya se enderezó y separó los brazos y las piernas para frenar la caída. Intentó centrarse en el cielo en vez de en la tierra que se acercaba rápidamente. Arni estaba cerca de ella, tal vez a un metro y medio, y bramaba un demencial grito de guerra mientras se precipitaba hacia la muerte. Tyvar se encontraba a unos seis metros; su elegancia y su equilibrio le resultaban inútiles mientras giraba en el aire sin control.
Kaya agarró a Arni pasándole un brazo por la correa de la espada que llevaba a la espalda.
―¡Estira el cuerpo y echa los brazos hacia atrás! ―le gritó por encima del rugido del viento.
Arni obedeció y ella hizo lo mismo. Inmediatamente, los dos cayeron a más velocidad y se aproximaron a Tyvar. Más abajo, las llanuras ya no eran una simple superficie amarilla, sino una pradera con hierba que se mecía con el aire. Kaya también podía distinguir las armas de acero de los draugr y sus armaduras cubiertas de escarcha. Ya casi estaban en el río. No podía fallar; tenía que hacerlo ya.
Chocaron contra Tyvar unos cinco segundos antes de llegar a la superficie. Un segundo para reunir la energía necesaria, otro para hacer intangibles a los tres. Los tres últimos segundos solo eran instantes de sobra.
La oscuridad y el frío invadieron sus cuerpos. No era solo por el torrente de agua gélida que los envolvía. El frío llenaba a Kaya: era ella. No tenía sangre cálida en las venas, ni aire en los pulmones ni un latido constante que le recordaba que seguía con vida. Durante aquellos escasos segundos, Kaya comprendió lo que significaba estar muerta y perdurar como un fantasma, un espíritu.
Con esfuerzo, les devolvió la forma corpórea a los tres y, de pronto, aparecieron dando vueltas en la corriente. Kaya no sabía dónde estaba la superficie, hacia dónde tenía que nadar. Lo único que podía hacer era aferrarse a Arni y a Tyvar y seguir ahogándose junto a ellos. Abrió los ojos, pero solo percibió el torrente de agua. En el borde de su campo visual, en la oscuridad del caudaloso río, le pareció distinguir un movimiento: una silueta delgada entre las aguas.
Arni fue quien atrapó la rama que se adentraba en el río. Entre Kaya y él, consiguieron sacar a Tyvar hasta la orilla. El elfo todavía resollaba y se aferraba los brazos como si estuviera congelándose. Kaya pensó que había sido pura suerte que los draugr de la orilla estuvieran demasiado sorprendidos como para atacarles antes de que ella lograra ponerse en pie.
Esquivó el primer golpe y paró el segundo. Luego desvió un espadazo dirigido contra Tyvar y cortó el brazo del draugr por el codo.
―¡Levántate, chiquillo!
Eran lentos, pero sus números parecían infinitos y en los alrededores empezaban a darse cuenta de que había enemigos entre sus filas. Kaya partió en dos un cráneo blanco y escarchado con una de sus hachas de mano y la liberó justo a tiempo para desviar una lanzada. Retrocedió, estuvo a punto de tropezar... y Arni se plantó delante de ella de inmediato, cercenando extremidades con amplios mandobles de su espada. “¿Este hombre se vuelve etéreo todos los días o qué?”, pensó Kaya con incredulidad.
Arni hundió su espada en el costillar de un draugr y lo mantuvo a raya mientras el zombie lanzaba zarpazos inútilmente contra él. Entonces se giró hacia Kaya; cómo no, estaba sonriendo.
―Id delante, yo mantendré ocupados a estos. Qué menos para agradecer que me salvaras con esa magia espeluznante.
Un guerrero contra todos aquellos draugr. No tenía las de ganar. “Aun así, parece un tipo al que le gusta apostar”.
Kaya puso en pie a Tyvar y huyeron juntos por el camino que había despejado Arni. El puente se veía a lo lejos; estaba casi a su alcance y lo único que se interponía en su camino era un ejército de muertos vivientes. Podía lanzarse a la carrera si empezaba a salir de fase, pero había pasado bastante tiempo en forma incorpórea durante el “aterrizaje” y no sabía cuánto lograría soportar su cuerpo. Además, tenía que estar pendiente de Tyvar.
Por suerte, los draugr parecían menos numerosos en aquella parte de la llanura. Corrieron juntos y solo se detuvieron para romper algunas costillas o cortar brazos congelados, con la vaina de la Espada de los Reinos martilleando todo el tiempo la espalda de Kaya. Detrás de ellos, a lo lejos, divisó los estandartes de los clanes humanos que se enfrentaban a los flancos de la horda de draugr. Sin embargo, no habían tenido tiempo de organizar más que algunos grupos, mientras que los zombies seguían saliendo de la grieta a cada minuto que pasaba.
Entonces, en los campos repletos de muertos retumbó un sonido que Kaya no había oído nunca. Salvo por algunas diferencias de tono, hubiera podido ser la llamada de una gran ave nocturna o el aullido de un lobo terrible. El estruendo se propagó por las llanuras con un tono salvaje e inquietante que hizo que Tyvar se detuviera.
―Eso no es un cuerno draugr ―dijo entre resuellos.
El sonido se repitió y Kaya lo siguió hasta lo alto de una pequeña colina en la lejanía. Una línea de siluetas humanoides había empezado a formarse en ella. La mayoría portaban escudos de bronce teñido con la pátina verdosa de la edad. Algunos empuñaban lanzas; otros, espadas. Cuando Kaya se fijó en Tyvar, comprendió quiénes eran: los elfos de Skemfar marchaban a la guerra.
―No es momento para esto. Hay que seguir hacia el puente ―apremió Kaya, pero el elfo parecía estar clavado en el suelo.
―Los humanos no son las únicas víctimas de los engaños de Tibalt ―respondió él―. No puedo dejar que mi gente luche y caiga por culpa de una mentira. Mi hermano está a la cabeza de ese ejército. Sé que puedo hacerle entrar en razón.
A pesar de todas sus fanfarronadas, Tyvar tenía buen corazón.
―Muy bien, chiquillo. Que tengas suerte.
―Y tú. ¿Podrás arreglártelas?
Kaya sonrió para tratar de mostrarse confiada.
―Mi profesión es matar muertos vivientes. Estaré bien.
Tyvar asintió en respuesta y siguió su propio camino.
No le había mentido, exactamente, pero las cosas le habrían resultado mucho más fáciles si los draugr fuesen muertos vivientes más espectrales. Kaya siguió adelante, abriéndose camino por las malas cuando era necesario y simplemente corriendo cuando no. Los sonidos del metal entrechocando ya estaban por todas partes, al igual que los gritos lejanos de hombres y mujeres, y Kaya se dio cuenta de que cada vez oía sus propios latidos con mayor intensidad. Todo parecía suceder más despacio de lo habitual y cada resuello semejaba una hora, un año.
Un pisotón que sacudió la tierra la sacó de su trance e hizo que se detuviera de inmediato. Entre Kaya y el puente se interponía uno de los troles torga que había visto desde el aire. A aquella distancia, podía percibir el olor casi dulzón de la podredumbre y ver los trozos de piel antes musgosa que se habían vuelto de un blanco quebradizo o se habían desprendido. Algo le había hecho un gran corte en el costado y Kaya distinguió tres costillas del tamaño de losas en una herida que emanaba una luz azulada desde el interior del trol. La criatura tenía los ojos turbios, muertos, pero parecían clavarse en Kaya igualmente. El trol exhaló con fuerza y una rociada blanca siseó entre sus dos colmillos ennegrecidos.
En cuanto empezó a avanzar hacia Kaya, esta oyó un chapoteo a su izquierda. Lo que vio al girarse era lo último que se esperaba encontrar: un delfín en pleno salto. Era extrañamente majestuoso, casi inmaculado en medio del caos y la matanza. Se dirigía hacia ella, con la piel gris húmeda y lisa. Kaya comprendió que debía de haber saltado desde los rápidos cercanos. Entonces, de manera fluida, aquella piel brillante se transformó en una capa y la criatura aterrizó sobre dos piernas humanas, con la capa posándose en unos hombros morenos y esbeltos. Ante Kaya y el trol había una mujer de mediana edad con el pelo revuelto. Sin mediar palabra, la desconocida alzó las manos. Cuando sus ojos emitieron una luz cambiante y multicolor, Kaya comprendió que se encontraba en presencia de una diosa de Kaldheim.
Detrás de la mujer, un muro de agua surgió del río, blanco y estruendoso como un animal. El torrente barrió al zombie torga y a un grupo de draugr, arrastrándolos planicie abajo como si fuese un combatiente más en la batalla de locos que asolaba Bretagard.
―¿Quién se supone que eres? ―preguntó Kaya con asombro y percibiendo un olor a sal en el aire.
La mujer se retiró el cabello de la cara. Sus ojos se habían vuelto de un color oscuro y terroso.
―Navegaste en mi embarcación hace no mucho. ¿Qué tal te trató?
Cósima, la diosa del mar.
―Oh... Bueno, estuvimos juntas poco tiempo.
―Es muy veleidosa ―dijo Cósima pensativamente. Debajo de su capa, desenvainó una espada larga y curva―. En marcha, pues. Alrund no me ha enviado de visita.
Kaya simplemente asintió. “Una diosa guerrera del mar. Genial”.
―Tenemos que llegar hasta Hálvar.
―Te seguiré ―dijo la deidad.
Había más draugr en su camino, pero estos cayeron ante ellas como el trigo al paso de la guadaña. Ya casi estaban. Apenas unos treinta metros más allá, divisó a Hálvar en el puente, derribando draugr a diestro y siniestro con golpes de su escudo y arrojándolos al río de aguas blancas. Faltaba muy poco.
Kaya no reparó en la sombra que pasó por encima de ella hasta que la envolvió en oscuridad. De pronto, algo tiró con fuerza de su armadura de cuero, arrastrándola a un lado justo antes de que una temible hacha de hierro se clavase en el suelo que ella había pisado.
Cósima la había salvado del golpe y ahora la ayudaba a levantarse. Entre ambas y el puente, con sus tres metros y algo de altura, sus frondas de carne gris rizándose en los brazos, su torso y su rostro congelado en una horrible sonrisa siniestra, se alzaba Varragoth. El demonio batió las alas y aterrizó en el suelo.
―La última vez no tenía alas ―murmuró Cósima.
―Esa espada... Sé lo que llevas contigo ―siseó él con una voz de óxido y sangre―. Juro por las incontables vidas que he arrebatado que no volveréis a encerrarme en ese yermo desol...
La primera hacha voló y lo alcanzó en la frente, cortándole un cuerno y haciendo que una sangre ardiente y alquitranada burbujeara en torno a la herida. La segunda hacha le hizo un corte en la rodilla. Varragoth aulló de dolor y trató de atraparla, pero Kaya salió de su alcance con una pirueta e incluso consiguió recuperar el hacha clavada en la frente del demonio cuando este se agachó para intentar agarrarla.
―Sé que eres una especie de hombre del saco de los cuentos infantiles, pero yo no soy de por aquí ―dijo Kaya desde una distancia prudencial.
Varragoth bramó con rabia y se lanzó a por ella, acortando la mitad de la distancia con solo batir sus enormes alas una vez. Le había dado dos buenos golpes, pero parecía que ninguno le había causado mucho efecto.
Kaya se agachó para esquivar un barrido del hacha y sintió en el rostro la agitación del aire a su paso. Entonces arremetió Cósima, blandiendo su espada en arcos amplios que atravesaron como el agua la armadura de hierro de Varragoth. Si las heridas hicieron mella en él, no dio muestras de que le afectaran.
Detrás del demonio, otros seres oscuros y alados descendieron del cielo y aterrizaron entre el puente y ellas. Kaya intentó ignorar la fatiga de sus extremidades y agarró las hachas de mano orientando las cabezas hacia abajo. No era el momento de preocuparse por lo que hubiera detrás de Varragoth: si no lograban superarlo a él, lo demás no importaba.
Cósima y ella avanzaron juntas; la diosa del mar atacó por abajo y Kaya, por arriba. Cósima recibió un revés con el canto del hacha demoníaca y salió volando hacia atrás, mientras que Kaya logró asestar un corte en un hombro. Varragoth no cayó ni se tambaleó, sino que encajó el golpe y la agarró por una pierna. Si Kaya no la hubiera sacado de fase, lo que ya exigía un esfuerzo considerable incluso con solo una parte del cuerpo, el demonio la habría machacado contra el suelo, rompiéndole la columna y otras extremidades.
Se retorció para soltarse y se levantó justo a tiempo para esquivar otro hachazo. ¿Cuánto tiempo sería capaz de resistir? Detrás del demonio, entre la multitud de draugr se aproximaban siluetas enormes. “Aún no es demasiado tarde”, dijo una vocecita en su interior. “Siempre puedes marcharte”.
Kaya adoptó una postura equilibrada y respiró hondo. Sí, podía hacerlo. Pero eso no significaba que estuviera dispuesta a ello.
El primero de los demonios de Varragoth surgió entre la multitud apartando a los draugr a empujones. Había otros dos detrás de él y quién sabe cuántos más los seguían. Kaya flexionó las rodillas y se preparó para saltar hacia delante otra vez..., pero el sonido familiar de un cuerno la interrumpió, esta vez mucho más cerca.
Una multitud cargó contra los draugr y los demonios desde el este, reflejando el sol en sus armaduras y escudos y haciendo que el latón antiguo y deslustrado volviese a parecer nuevo por un momento. Eran los elfos. Una línea de piqueros plantó las armas en el suelo y formó un muro entre Kaya y los demonios. Estaban de parte de ella.
―¿Necesitas ayuda? ―preguntó una voz a su espalda.
Tyvar montaba sobre una especie de reno engalanado con la misma armadura de latón verdoso que los elfos. Junto a él cabalgaba otro elfo más alto y esbelto que tenía el mismo cabello rojo que Tyvar, pero con una expresión severa que nunca había visto en él.
―Kaya, te presento a Hárald, rey de los elfos de Skemfar y unificador de las tribus del bosque y de las sombras. También es mi hermano mayor ―dijo Tyvar con una sonrisa.
―Majestad, estoy encantada de conoceros.
Antes de que el rey llegase a responder, se oyó un crujido metálico y un grito. Varragoth había cargado contra la línea de piqueros élficos, aplastando a uno bajo sus pies y partiendo en dos a otro con su gran hacha. Tenía varias picas clavadas entre los huecos de su armadura, pero no parecía darles importancia. Envalentonados, los otros demonios avanzaron y comenzaron a cruzar espadas y martillear escudos con una fuerza temible.
Tyvar espoleó a su reno y desmontó con agilidad tras los elfos que luchaban por contener el avance demoníaco. Recorrió la fila de piqueros apoyando las manos en la parte trasera de sus corazas y Kaya vio que las armaduras comenzaron a crecer, ajustándose perfectamente a los cuerpos de los soldados y doblándose por encima de las placas metálicas para aumentar su grosor. Un demonio hizo una maniobra para superar el escudo de un defensor y lanzó un espadazo contra la coraza reforzada del elfo, pero el golpe solo provocó una lluvia de chispas. “Es bueno tener a Tyvar como amigo”, pensó Kaya.
Otro pelotón de elfos acudió a la llamada de Hárald y llenó los huecos en las filas. Kaya se permitió tomarse un momento para respirar.
―Bueno ―le dijo al rey de los elfos―, así que tu hermano es...
―Un necio ―la interrumpió Hárald con un tono entrecortado y tajante―. Y también un fanfarrón, mas no un mentiroso. Me ha prevenido para que no cometiese un error en este conflicto y le estoy agradecido por ello.
―Yo también lo estoy.
―Dice que debes llegar al puente. ―Hárald le tendió una mano desde su montura―. Puedo llevarte hasta allí.
―¿Y qué será de Tyvar?
Ambos volvieron la vista hacia la batalla, donde los elfos combatían a los demonios y los draugr. Tyvar tenía los brazos relucientes con el color del latón antiguo y danzaba en torno al iracundo Varragoth. El elfo consiguió saltar por encima de un amplio hachazo y asestó un golpe a la mandíbula del demonio con uno de sus puños metálicos.
―Creo que se está divirtiendo como nunca. Y ahora, ven ―dijo Hárald.
El rey de los elfos la ayudó a montar en su reno. El animal echó a brincar de inmediato y Kaya tuvo que sujetarse a la cintura de Hárald para no caer.
El reno avanzó entre el caos de la batalla con la elegancia y el temple de un caballo de guerra entrenado. Algunos draugr que no estaban enfrentándose al ejército élfico intentaron alcanzarlos y Kaya desvió varios golpes rígidos con sus hachas. En un flanco, un demonio con un arco negro de madera nudosa se preparó para disparar, pero Hárald hizo un gesto hacia él y del arco brotaron flores y zarzas que se esparcieron rápidamente por los brazos del demonio y treparon hacia su garganta.
Llegaron al puente en menos tiempo del que ella se esperaba. De no ser por los montones de cadáveres de draugr esparcidos en abanico ante el acceso, el puente parecía totalmente normal en medio del pandemónium que se desarrollaba en los alrededores. En los primeros tablones había un hombre que parecía estar tan agotado como Kaya se sentía. Llevaba una armadura sencilla de pocas piezas y portaba un escudo de madera con el borde de acero. Al oír el golpeteo de los cascos del reno, levantó la vista hacia ellos:
―Vosotros no venís a intentar cruzar este puente, ¿o acaso sí?
―No, no estamos aquí por eso. ¿Eres Hálvar? ―preguntó Kaya.
―Sí, el mismo. El rey de Skemfar y yo nos conocemos, pero ¿quién eres tú?
―Me llamo Kaya. Traigo algo que creo que te pertenece.
Desenvainó la espada que llevaba amarrada en la espalda. A la extraña luz del ruinaskar, parecía brillar con más intensidad todavía. Kaya le lanzó el arma y esta giró en el aire antes de aterrizar en su palma como si su lugar siempre hubiera sido aquel.
―Es la espada que Koll estaba forjando antes de... de caer ―dijo el dios moviendo la cabeza de un lado a otro―. Jamás imaginé que un elfo ayudaría a entregármela.
―Y yo jamás imaginé que colaboraría con uno de los dioses usurpadores ―le soltó Hárald―, pero parece que eres el único capaz de enmendar todo este caos.
―Sí. Con esta espada, creo que lo conseguiré, aunque necesitaré tiempo.
―Eso podemos conseguírtelo ―dijo Kaya.
―Defended el puente hasta que logre separar los reinos de nuevo.
―¿Por qué es tan crucial este dichoso puente? ―preguntó Hárald―. ¿Qué hay al otro lado, si se puede saber?
―Gente ―fue la sencilla respuesta de Hálvar, que se sentó con las piernas cruzadas y la espada en el regazo.
Kaya desmontó del reno. Parecía que los draugr por fin habían reaccionado a la maniobra de flanqueo del ejército élfico y ahora estaban contraatacando. Sus números eran superiores y no hacían más que aumentar a medida que surgían otros de la gran grieta en el mundo. En la distancia, vio los estandartes de los tuskeri, los beskir, los buscapresagios y los kannah, pero se encontraban demasiado lejos de ella. En el puente, Hálvar se había sumido en una especie de introspección. Tenía los ojos cerrados y el interior de la espada había empezado a brillar.
Los draugr más cercanos formaron filas y marcharon hacia Kaya y Hárald a un ritmo constante. Por encima de sus cabezas asomaban más troles muertos vivientes que se arrastraban en dirección a ellos; uno tenía la carne totalmente desgarrada hacia atrás, revelando su cráneo desnudo y cubierto de hielo. Y aun por encima de ellos, los demonios sobrevolaban el campo de batalla con sus alas membranosas.
―Esto es una locura ―murmuró Hárald tirando con firmeza de las riendas de su montura, que se movía de un lado a otro al presentir el peligro.
―Sí... ―respondió Kaya mientras sacaba de su cinturón las hachas que le había forjado Tyvar―. Probablemente. ―Aun así, no pensaba ir a ninguna parte.
Estaba centrada en observar a los demonios que se aproximaban por el aire... y por eso vio el fenómeno que ocurrió entonces. Un patrón turbulento se extendió por el cielo, como si el mismísimo aire se estuviera desgastando. El patrón empezó a desgarrarse y emitir aquella luz divina que ya conocía: era otra grieta en el mundo, como la que servía de entrada a los draugr. Sin embargo, aquella tenía algo distinto. En los puntos donde el cielo parecía tensarse, distinguió un cuerpo que presionaba la grieta como si fuese una mano contra un paño de tela. Con un estruendo similar al de un trueno, el cielo se desgarró con violencia.
La cosa que surgió de la fisura tenía rasgos reconocibles: orificios nasales planos, un cuerpo enroscado, colmillos curvos y cubiertos de veneno... Sin embargo, a aquella magnitud, parecían sobrenaturales y extraños. No era un ente gigantesco, sino continental. No se trataba de una simple serpiente, sino de la serpiente; cualquier otra no era más que una burda imitación, una copia inferior. Parecía lo bastante inmensa como para enroscarse en cualquiera de las ramas del Árbol del Mundo. “Y probablemente lo haga”, pensó Kaya.
―Por los einir... ―susurró Hárald al lado de ella―. Es Koma, la gran Serpiente Cósmica.
Incluso la gravedad parecía sentir miedo ante aquella cosa cuando se deslizó por el aire casi con curiosidad, proyectando una sombra sobre la mitad del campo de batalla. Kaya la vio llevarse por delante a un gran demonio como si se tratara de un simple mosquito. El caos de la batalla se paralizó y enmudeció cuando todos los presentes contuvieron el aliento a su paso, ya fueran demonios, muertos vivientes, elfos o humanos.
La serpiente se detuvo al aproximarse a la grieta que conducía a Karfell. Entonces, sus gigantescos orificios nasales se dilataron, y luego por segunda vez. Con una velocidad súbita y terrorífica, el monstruo cruzó la grieta del mundo y aplastó decenas de draugr con un barrido accidental de la cola. El cuerpo aparentemente infinito de la criatura se deslizó hacia la grieta gélida hasta que por fin desapareció.
El alivio que sintió Kaya fue tan intenso que apenas prestó atención a los seres que estaban surgiendo de la fisura que acababa de abrir Koma. Parecían ángeles con grandes alas de plumas blancas o negras, pardas o rojizas. Estaban armados y acorazados y un gran número de ellos rugieron con una furia súbita y sorprendente. Tras un momento, Kaya comprendió que no eran ángeles, sino valkirias. Inga le había hablado de ellas: eran mediadoras de los juicios, guardianas de las almas heroicas que seguían compitiendo y festejando para toda la eternidad en el Starnheim. Las valkirias descendieron en picado contra los demonios y las alas de plumas se entremezclaron con las membranosas a medida que caían juntas del cielo o se enfrentaban en el aire con el entrechocar del acero.
Entre ellas solo había una figura sin alas, una persona que se aferraba al brazo de una valkiria que descendió en dirección a Kaya. Poco antes de aterrizar, a unos tres metros de altura, la figura sin alas se soltó. El aire pareció endurecerse a su alrededor y entonces se solidificó formando fragmentos reflectantes de... algo. Con una agilidad de malabarista, la persona atrapó y arrojó tres de aquellos fragmentos, que acertaron en el torso a un trío de enormes troles no muertos. Los torga no solo fueron abatidos, sino que estallaron en mil pedazos, como un cristal ante el golpe de un martillo.
―Bonito truco ―dijo Kaya―. ¿Quién eres?
Le desconocide se giró hacia ella con otra esquirla reflectante en la mano. Kaya levantó las manos instintivamente, porque había visto de qué eran capaces aquellas cosas.
―Primero dime quién eres tú.
Le desconocide no se fijó en un draugr que se acercaba por detrás, empuñando un espadón de aspecto antiguo.
―¡Cuidado! ―avisó Kaya antes de hacer girar su hacha en la mano y arrojarla.
Le desconocide se apartó de la trayectoria del arma en la dirección correcta, por suerte. El hacha se clavó en el rostro esquelético del draugr y lo derribó. Tras un instante, Kaya y la otra persona soltaron un suspiro de alivio.
―Soy Kaya ―se presentó―. ¿Cómo te llamas?
―Niko. Niko Aris.
Aquel nombre no sonaba propio de Kaldheim.
―Genial. Ya terminaremos de presentarnos luego.
Kaya volvió a centrarse en la horda de draugr y demonios. Algo estaba abriéndose camino en dirección a ella, lanzando soldados cadavéricos por los aires a su paso. Cómo no, el que surgió entre las filas de los draugr fue Varragoth, que ahora tenía más aspecto de fiera salvaje que de jarl demoníaco. Su armadura de hierro estaba abollada, perforada y destrozada. También parecía haber perdido su hacha y sangraba por decenas de heridas, aunque seguía en pie. Tyvar se aferraba a la espalda del demonio, con el cabello pelirrojo oscurecido por la sangre y los ojos enrojecidos por el esfuerzo.
Hárald siseó una palabra y unas serpientes surgieron del suelo; sus escamas tenían el mismo patrón rúnico que la magia de Tyvar. Las víboras se enroscaron en las piernas de Varragoth y lo inmovilizaron... hasta que él las despedazó con sus propias garras. Niko arrojó un fragmento reflectante contra el demonio, pero este lo interceptó con una de las placas de hierro que seguían anexadas a su brazo y el proyectil salió rebotado.
Mientras Varragoth seguía avanzando, Tyvar rasgó una de sus alas con su cuchilla de latón. El demonio rugió de dolor y furia y trató de agarrarlo, dejando de prestar atención a los demás por un momento. Esa fue la oportunidad que necesitaba Kaya.
Puede que ahora estuviese intentando llevar una vida heroica, pero había trabajado mucho, pero que mucho tiempo como asesina.
El movimiento fue fluido, fácil, casi espontáneo; no le hizo falta salir de fase ni usar la magia. Kaya se acercó por detrás, evitó el brazo libre de Varragoth y le asestó un hachazo en la garganta. El demonio se tambaleó hacia delante y se llevó ambas manos a la sangre alquitranada que empezó a manarle del cuello. Dio un paso más y levantó una garra hacia ella..., pero se desplomó.
Kaya ni siquiera tuvo tiempo para suspirar. Detrás del grupo se escuchó un sonido estruendoso como el agua. En lo alto, una onda multicolor se propagó por el cielo con los mismos tonos verdes, púrpuras y azules que envolvían a los dioses. Observó cómo se extendía sobre la gran grieta del campo de batalla, por la que aún seguían saliendo draugr. Poco a poco, igual que una herida al sanar, la fisura empezó a encoger y cerrarse.
Kaya no sabía si los draugr eran muertos vivientes sin cerebro, pero al menos era evidente que no tenían muchas luces, porque no parecieron percatarse de que se habían quedado sin refuerzos. Por todo el campo de batalla, los demonios que no estaban luchando contra las valkirias alzaron el vuelo a medida que el pánico se imponía a su sed de sangre. Cuando Kaya volvió la vista hacia Hálvar, lo vio de pie y apuntando hacia el aire con la Espada de los Reinos, de la que surgían destellos cegadores de luz caleidoscópica. Un detalle atrajo su atención detrás del dios: había movimiento en una de las ventanas al otro lado del puente. En ella, un niño con el rostro iluminado y los ojos abiertos de par en par observaba boquiabierto al dios de la batalla mientras sellaba los agujeros en el mundo. “Sí, de esto saldrá una saga bastante buena”, pensó Kaya.
―Poco antes de que todo terminase ―relataba Tyvar mientras recorrían el campo de batalla, ahora silencioso y embarrado por las pisadas de incontables botas―, acabé sin ayuda con casi un centenar de draugr y tres demonios. Aun así, intuyo que contarán historias sobre ti durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, eres la mujer que mató a Varragoth: la Aniquiladora del Señor de Cielosangriento. ¡Ja, ya casi puedo escucharlas!
―Bueno, tú procura que se cuenten bien los detalles ―dijo Kaya. Le dolía todo el cuerpo y se sentía completamente exhausta, pero fue incapaz de contener una sonrisita.
―En realidad... ―Tyvar se detuvo un momento―, no sé si estaré aquí para corregir a nadie.
―¿Tienes pensado ir a algún sitio? ―preguntó Kaya enarcando una ceja.
―Me gustaría ver las posibilidades que ofrece el Multiverso del que me hablaste.
―No me digas. Creía que no te interesaba viajar a otros planos.
―Quizá me apresuré a juzgar ―respondió él encogiéndose de hombros―. Además, contigo he aprendido que existe valía en ello. Si no hubieras estado aquí, no sé cómo habrían acabado nuestros mundos. Imagino que el caos y la destrucción habrían sido aún mayores. En definitiva, puede que haya planos y gente que necesiten mi ayuda, igual que Kaldheim necesitaba la tuya.
―¿Y qué hay de tu objetivo de que todos te recuerden? Vas a dejar escapar toda esta gloria ―comentó Kaya.
―Eso ya no me preocupa. Creo que la gente de Kaldheim no olvidará jamás lo que has hecho por este mundo.
La dichosa franqueza de Tyvar seguía descolocándola. Aquel chiquillo era un libro abierto, no tenía una pizca de astucia. “Pero me ha salvado más de una vez”. Seguro que podría arreglárselas.
―Bueno ―dijo ella―. Quizá nos encontremos en otra parte.
―Seguro que sí ―opinó Tyvar, tan confiado como siempre―. Y la próxima vez se compondrán sagas de mis hazañas.
Llegaron a una especie de encrucijada, o de lo que había sido una, al menos. Ahora estaba sembrada de desperdicios de la guerra: espadas, lanzas, hachas, yelmos y cadáveres por doquier. La mayoría eran draugr, sí, pero también había humanos y elfos. El silencio flotaba en el aire.
En el cruce se encontraban Inga Ojosrúnicos y los demás líderes de los clanes de Bretagard: Arni, Sigrid y Fynn. Junto al líder de los kannah estaba le desconocide larguiruche que había caído del cielo. Niko, según se había presentado.
Hárald también estaba cerca del grupo, custodiado por una guardia de honor vestida con armaduras de latón. El odio con el que se miraban Fynn y él era evidente, pero, al menos, las armas seguían envainadas. Tras el fin del ruinaskar, los dioses habían desaparecido. Seguro que tenían otras tareas y deberes, porque aquel no debía de haber sido el único lugar de Kaldheim que había sufrido.
―Kaya, Tyvar ―los saludó Inga―. Parece que estáis ilesos.
―Más o menos ―respondió Kaya.
―Me alegro.
―Hemos aplastado las líneas draugr y dispersado el grueso de la horda ―comentó Sigrid―. Nuestros exploradores están persiguiendo a los rezagados, pero no podremos atraparlos a todos. Salvo que los draugr se derritan en los meses más cálidos, tendremos que lidiar con ellos durante años. De todas formas, los problemas que causen no serán nada en comparación con los demonios que han escapado.
―Todo Bretagard está así, es probable que ocurra lo mismo en los demás reinos ―añadió Inga―. Las grietas han estado abiertas mucho tiempo y no hay manera de saber qué o quiénes las han cruzado.
―Pues yo me muero de ganas de averiguarlo ―dijo Arni con una sonrisa.
―Tal como habéis dicho, todos los reinos se han visto afectados por lo ocurrido aquí ―intervino Hárald―. Los elfos regresaremos a Skemfar para cuidar de los nuestros. No será sencillo, ni siquiera tras el fin del ruinaskar, pero la magia de nuestros ancestros puede lograr eso y más.
―En ese caso, tendremos que tolerarnos hasta entonces ―dijo Fynn con la mandíbula apretada.
―¿Qué piensas hacer tú, Kaya? ―preguntó Inga―. Todavía tienes que dar caza a un monstruo, ¿correcto?
―Así es ―contestó Kaya. No se había olvidado de la criatura de la cueva, aunque tenía la impresión de que había pasado un siglo desde que viajó con los buscapresagios―. El problema es que, después de todo esto, no sé dónde puede estar. Además, sospecho que es capaz de viajar mucho más lejos, no solo entre los reinos.
―¿Qué hay más allá de los reinos? ―preguntó Niko.
―Los planos. Es un asunto complicado ―dijo Kaya haciendo un gesto como para restarle importancia. Estaba demasiado cansada para volver a explicarlo.
Sin embargo, Niko se acercó a ella con una curiosidad peculiar en los ojos.
―Entre esos planos... ¿hay uno llamado Theros?
Kaya le dirigió una mirada de sorpresa. Le costó creer que acababa de escuchar aquel nombre en Kaldheim. Por otro lado, ¿había ocurrido algo fácil de creer últimamente? “Más todavía”, pensó antes de soltar un suspiro.
―Creo que tú y yo tenemos que hablar.
Epílogo
Esika estaba muriendo. Aquello no tendría que suceder: ella era una diosa. De hecho, eran sus manos las que libraban a los demás dioses de la mortalidad, del envejecimiento, del abrazo definitivo de la oscuridad. Esika era quien elaboraba la poción de divinidad a partir de la savia del Árbol del Mundo, el brebaje que alejaba a la muerte, pero estaba sintiendo que la vida la abandonaba: corría por sus brazos, por su torso, por su rostro. No podía mover las piernas; ya se habría desplomado si el monstruo no la estuviera sosteniendo en alto con una de sus garras en carne viva. Aquel ser la inclinó hacia un lado y la observó con sus cavidades oculares oscuras y vacías. Había encontrado su santuario, el lugar en el que extraía la savia y preparaba el Elixir cósmico. Nadie ni nada había dado con aquel lugar jamás.
Entonces, una voz surgió de la criatura: una extraña amalgama de tonos y expresiones, como si les hubiera robado las palabras a otras voces y ahora las sintetizara en un nuevo mensaje:
―No hay suficiente ansia en ti. No hay suficiente miedo para sobrevivir. Pronto habrá.
El monstruo la dejó caer y retrocedió hasta el pozo que llegaba al corazón del Árbol.
Esika intentó levantar los brazos. Nunca había sido una guerrera como Hálvar y Tóralf, pero estaba dispuesta a luchar con todas las fuerzas que le quedaban para defender el Árbol del Mundo. Sin embargo, sus brazos no la obedecían. Intentó gritar, pedir ayuda, pero lo único que salió de su garganta fue un sonido húmedo, burbujeante.
Con impotencia, observó al monstruo mientras llegaba al pozo. ¿Qué clase de veneno utilizaría? ¿Qué tipo de corrupción sembraría en aquel lugar sagrado?
Para sorpresa de Esika, extrajo de su cuerpo uno de los frascos que ella misma utilizaba. Debía de habérselo arrebatado durante el combate. La criatura sumergió el frasco en el pozo y lo sostuvo ante la luz. En su interior, la savia del Árbol del Mundo resplandecía con todos los colores de los reinos. Era lo más hermoso que existía en el mundo; en cualquier mundo, a los ojos de la diosa. Si el monstruo se conmovió, no dio señales de ello.
―Tengo la muestra ―dijo con aquella voz suturada―. Estoy listo para volver.
Esika ignoraba a quién se dirigía.
La luz de la estancia pareció oscurecerse, o quizá fuera que su propia luz empezaba a extinguirse. De pronto, un resplandor estroboscópico se manifestó en el centro de la cámara. Era un brillo rojo, chispeante y siseante que comenzó siendo una diminuta estrella y poco a poco se expandió hasta formar un círculo. Esika comprendió que no se trataba de un camino del presagio. Era un tipo de magia que no había visto jamás.
Desde el otro lado del portal llegó un sonido tan sobrenatural y extraño que apenas fue capaz de reconocer que se trataba de una voz:
―Bienvenido, Vórinclex. Estamos un paso más cerca de la perfección.