Episodio 5: Hasta que la muerte nos separe
La ley es la imposición del orden sobre el caos. No puede existir el uno sin el otro. Todas las jornadas de entrenamiento de Adeline le dejaron clara esa lección: los cátaros siempre deberán impartir justicia porque el caos es el estado natural del mundo. El momento en el que los cátaros deben sentirse más cómodos es al adentrarse en el corazón de la bestia, en una vorágine de entropía, ya que es cuando más se les necesita.
Bueno, eso es lo que se dice. Adeline empieza a preguntarse cuántas de las lecciones aprendidas no son más que ilusiones.
“Hay gente que necesita mi ayuda”, solía repetirse. Este se convirtió en su único pensamiento, en lo único que la impulsaba a sobrevivir a la noche y seguir respirando. El juramento sagrado de proteger a la gente de Innistrad le daba fuerzas al empuñar la espada, incluso cuando el cuerpo acusaba la fatiga.
Chandra se siente como en casa en medio del caos. Cuando una vampira lanza un zarpazo que Adeline intercepta con el escudo, la piromante está ahí, lista para subir de un salto a una mesa y tener un ángulo mejor. Las miradas de ambas se cruzan por encima del hombro de la vampira. De algún modo, a pesar de los gritos, los insultos y los gruñidos agónicos de los alrededores, Chandra sonríe.
Una columna de llamas consume a la vampira. Lo único que queda de la mujer es un montón de cenizas con joyería semienterrada en ellas. Adeline suelta un suspiro y Chandra muestra una sonrisita antes de decirle algo:
―El martillo y el yunque funcionan muy... ¡Ah!
Adeline la interrumpe al tirar de ella bruscamente y levantar su escudo justo a tiempo. Una botella de vino se estampa contra la madera dura y el acero. El líquido rojo mancha el símbolo sagrado, además del yelmo de Adeline cuando el vino salpica por encima.
―Supongo que el yunque soy yo ―comenta.
Chandra le da las gracias con un breve apretón en la cintura, apenas perceptible por la coraza.
―Eh, arriba ese ánimo. Tenemos esto controlado.
Adeline se separa de ella. Un siervo sale de la reyerta en dirección hacia ambas, armado con un candelabro. Chandra lo fulmina con una llamarada un segundo antes de que las alcance y el candelabro cae con un repiqueteo. Las llamas lamen el lateral de las mesas, lo que son malas noticias, porque hay mucha gente librando duelos encima de ellas. Debe de haber al menos una decena de combates, pero no todos son entre humanos y vampiros.
Por lo que parece, algunos chupasangres aprovechan la ocasión para resolver viejas rencillas. En el breve instante que Adeline los mira, ve a una mujer muy bien vestida ensartando a un hombre apuesto antes de atraerlo y darle un beso. La punta del acero sobresale por la espalda de él, que sonríe a pesar de la situación.
Mire adonde mire, la batalla es de locos. Dos jinetes cátaros luchan junto a un joven que monta sobre un cerdo entrenado, y los tres intentan enfrentarse a un Falkenrath empapado de sangre fresca. Hay un demonio que blande una columna contra un grupo de granjeros, hasta que aparece Sigarda para interceptar el golpe. Un guardia decapita a un soldado y le lanza la cabeza a un niño con la boca ensangrentada, que la atrapa en el aire como un perro bien adiestrado.
De pronto, la garganta del guardia empieza a chorrear sangre. El vampiro cae y derrama el líquido robado en el pegajoso suelo de mármol. Detrás de él, Kaya retira su daga envuelta en un aura violeta.
―¿Alguna noticia de Arlinn? ―pregunta Adeline.
Kaya niega con la cabeza.
―Tenemos que mantener la posición.
―Eh... ¿Cuál de ellas? ―duda Chandra―. Porque esto es un auténtico
Esta vez se sobresalta al ver que una columna se les viene encima a las tres. Adeline se apresura a apartar a Chandra... y lo consigue, aunque solo porque la columna permanece suspendida en el aire por un segundo. Debe de ser obra del mago del tiempo. Está claro que Chandra tiene amigos poderosos.
―Buenos reflejos, Adeline. Estoy de acuerdo con Chandra ―dice Teferi. El mago se agacha para esquivar un hachazo y da un toque con el bastón al costado del guardia. El vampiro se queda paralizado el tiempo suficiente para que un cátaro pueda rematarlo―. Todo el mundo se está dispersando, no podremos aguantar mucho más.
―Arlinn sabe lo que se hace ―contesta Kaya―. Va a terminar el trabajo ella misma.
―Avacyn siempre luchaba junto a sus hermanas ―protesta Adeline―. No deberíamos dejarla sola, necesita ayuda.
―Pues aquí no nos sobra gente ―dice Chandra―. Tenemos mucha compañía.
Y es verdad. Un grupo de guardas corpulentos avanza hacia ellos con los escudos unidos. Van a ser rivales difíciles, como poco. Chandra envía una llamarada contra ellos, pero solo titubean un instante.
Adeline flexiona las rodillas y adopta una postura de combate.
La ley es la imposición del orden sobre el caos. Cuando más se necesita a los cátaros es en medio de la vorágine.
Uno de los guardias arroja una jabalina.
Adeline alza su escudo.
Pero el impacto no llega a producirse.
Un lobo enorme aparece de un salto delante del grupo y la jabalina rebota contra él, incapaz de atravesar los densos músculos de su costado. La bestia se gira hacia los vampiros y suelta un gruñido tan cavernoso que Adeline siente una vibración en los pulmones.
Una pata golpea el mármol del suelo. Entonces, el lobo aúlla.
Otros cuatro, estos de tamaño normal, entran saltando por las ventanas, y no son los únicos. Deben de estar llegando decenas de ellos por las ventanas y las puertas, algunos del tamaño de peñones.
Pero ¿por qué están aquí? Hace poco, los lobos se ensañaron con los humanos durante la Masacre de la Cosechalia. ¿Por qué acuden a salvarlos ahora?
―¿Quién
Como si pretendiera responder, el mayor de los lobos se gira hacia ella. El animal tiene numerosas cicatrices bajo sus grandes fauces y Adeline las reconoce...
Es Tovolar.
―¿Vienes a ayudar? —pregunta Teferi.
El lobo asiente y Kaya le señala una puerta.
―Arlinn se fue por ahí ―explica.
Tovolar se lanza a la carrera nada más oírlo y salta por encima de los restos de la lámpara de araña para ir en busca de Arlinn.
Durante las Penurias, había resultado difícil distinguir amigos de enemigos. Las líneas que separaban unos de otros eran difusas. La gente que conocías desde siempre podía estallar y convertirse en un amasijo de tentáculos y caparazones.
La confusión actual no es tan grave como en las Penurias, pero Adeline tampoco tiene claro qué pensar del lobo.
Sorin Markov conoce muy bien la oscuridad. Había sido su mejor compañera durante miles de años. Ahora, mientras se hunde en un foso de sangre, se da cuenta de que tal vez sea la única compañía que le queda.
Los demás planeswalkers de antaño
Nahiri. Una muchacha en la que confió en el pasado. Una mujer que lo encerró en piedra y lo obligó a ver cómo se desmoronaba el mundo.
Avacyn, su creación más preciada. Todas las esperanzas de Sorin para el futuro, reunidas en un mismo ser perfecto. Ponerle fin a su existencia le dolió de verdad. Ni siquiera las capacidades de un vampiro pueden sanar esa herida en su corazón.
Y ahora
Un torrente de sangre le roza los párpados. Si abre la boca, tendrá de sobra para beber y recuperar fuerzas. Sin embargo, aunque salga del foso, ¿qué le quedará? Siente en el cuerpo la carga de siete mil años de existencia y se hunde todavía más en las profundidades sanguíneas.
¿Qué es lo que le queda?
Se esfuerza en pensarlo. Tiene que haber algo. La gente como él necesita ver el conjunto de las cosas, no las partes. Eso le enseñó su abuelo.
Su abuelo, que ahora incluso lucha por el espantoso privilegio de casarse con Olivia Voldaren. Su abuelo, que lo arrojó aquí por esa razón. De todas las heridas que marcan a Sorin, Edgar le infligió la primera, pero, aun así, lo había querido durante miles de años.
¿Eso también formaba parte de los planes de su abuelo? ¿Lo utilizaba solo cuando le resultaba conveniente? ¿Le consintió aquellas largas conversaciones como quien consiente a un niño al merendar?
El conjunto de las cosas, no las partes.
Sí, ahora lo ve.
Sorin siente dolor en el pecho.
Entonces abre la boca.
Una sangre dulce y pegajosa, pero embriagadora como el vino, entra a raudales. Los tendones vuelven a unirse. Los huesos se encajan de nuevo entre chasquidos. Las heridas se cierran. Los músculos se hinchan con vitalidad robada, ahora suya. Se creían capaces de ahogarlo en esta bodega, pero solamente lo han fortalecido.
Sorin empieza a trepar.
Tarda más tiempo del que le gustaría. Con cada tirón de los brazos, su cuerpo continúa regenerándose y recomponiéndose. Gruñe por el esfuerzo, pero se aplica a él por completo y, cuando alcanza el borde del foso, las dudas ya no tienen cabida en su mente.
La sala de baile... Seguro que su abuelo... que Edgar está allí.
Un paso tras otro. El movimiento furtivo de un depredador lo impulsa a salir del sanguitorium; el olfato de un depredador lo guía a través de los pasillos murmurantes; el instinto de un depredador le dice que recoja un espadón por el camino.
No tarda en oír los ruidos: el entrechocar metálico, los gemidos de los moribundos y el aleteo de un ángel. Todos ellos lo enfurecen, y lo mismo le ocurre al oír aullidos de lobos en las tierras de los Voldaren.
Bueno... Eso último lo habría enfurecido hace unos días.
Ahora, ese sonido le produce una satisfacción siniestra. Los vampiros llevan milenios conspirando y maquinando, arrancando gargantas y apuñalando corazones solo por lograr una pizca más de poder. Es natural que los lobos, auténticos animales que viven en manadas, estén aquí para expulsarlos.
Recuerda que su familia está en la sala de baile y también piensa vagamente, como un susurro amortiguado, que ya no le importa.
Sorin se adentra en el caos. Una flecha silba en dirección a su hombro. La atrapa y se la clava en la garganta a un guardia Voldaren que se aproxima. El soldado lucha por respirar y Sorin retuerce la flecha.
―Silencio ―le dice.
El guardia se desploma cuando Sorin arranca el proyectil. No le presta más atención, se centra en buscar a Edgar con la vista. Olivia ya le importa más bien poco. Puede que ella planease la boda, pero Edgar aceptó el compromiso. Edgar luchó por él e intentó deshacerse de su propio nieto a cambio de algo tan simple, desechable y efímero como el poder.
Al que busca es a Edgar.
Allí está, escoltado por duelistas Markov y hostigando a Teferi y sus compañeros. Espadón en mano, Edgar lanza mandobles como un hombre mucho más joven y suelta carcajadas con regocijo. ¿Siempre había parecido tan decrépito, con la piel tan demacrada y los ojos hundidos?
Varios vampiros se interponen entre Sorin y Edgar; una manera estúpida de firmar sus propias sentencias de muerte. Sus extremidades se desprenden de ellos cuales hojas que caen de las ramas otoñales. Sorin continúa avanzando.
Edgar carga contra Teferi. El mago del tiempo frena el espadazo, pero no lo detiene del todo y apenas consigue bloquearlo. La cátara se enfrenta a dos duelistas y las llamas de la piromante chamuscan el elegante traje de Edgar. Dos geists se manifiestan a tiempo de asestar golpes mortales a los duelistas.
Las tornas están cambiando y Edgar también lo percibe. El rostro que Sorin antes consideraba beatífico y sabio se arruga con repugnancia:
―¿Otra vez tú?
El ataque de Sorin es tan veloz que los humanos serían incapaces de verlo, y lo mismo ocurre con la parada defensiva de Edgar. Las espadas entrechocan una y otra vez, los brazos se mueven como centellas y las chispas saltan alrededor de ambos. La ofensiva de Sorin es despiadada, implacable y sin interés alguno en la paz ni en parlamentar. Aunque Edgar sea poderoso, la esgrima es el ámbito de estudio predilecto de Sorin desde hace muchísimo tiempo.
Quienes acuden a socorrer a Edgar mueren rápidamente. Sorin no les presta más que una mínima atención, pero es consciente de que los demás están manteniéndolos a raya.
Al final, el primero en tambalearse y caer al suelo es Edgar, cuya espada repiquetea en el mármol como un juguete.
―Sorin, tienes que comprender que...
Sorin baja la punta de la espada hacia la garganta de su adversario.
―Lo comprendo, Edgar. El conjunto de las cosas, no las partes. Sacrificios y poder. Ahora entiendo perfectamente lo que piensas de mí.
También sabe lo fácil que resultaría matarlo aquí mismo. Bastaría con un simple giro de muñeca. Una resistencia momentánea, un estertor... y eso sería todo.
Sin embargo, algo detiene el acero de Sorin.
Tal vez sea la mano invisible de un ángel que desapareció hace mucho.
―Vete ―gruñe finalmente―. Largo de mi vista.
A pesar de todas sus bravatas y su poder, Edgar no se lo piensa dos veces y se escabulle como un gato asustado. A Sorin le da igual adónde vaya. Su mirada no se mueve del sitio que ocupaba su abuelo hace unos instantes; el sitio en el que estuvo a punto de morir.
―¿Estás bien?
Debe de ser la piromante. Le sorprende que haya preocupación en su voz; pensaba que la humana no le tenía estima.
―Sí ―miente él.
Sorin limpia el filo de su arma. Cuando al fin levanta la cabeza, ve que los demás están evitando al grupo. Los cadáveres de vampiros ensucian el suelo como los despojos de un banquete.
―Sorin, entiendo... ―empieza a decir Teferi―. Entiendo que te ha resultado difícil, pero has hecho lo correcto.
Le gustaría fulminarlo con la mirada. ¿Qué sabrá él? ¿Cómo puede juzgar? Entonces, se percata de algo: Teferi también es viejo. Entiende esta clase de pérdidas y probablemente haya visto cosas que él ni se imagina.
En cuanto a las otras, puede que sus vidas sean más cortas, pero hay algo que el grupo comparte por naturaleza: una inquietud, un espíritu viajero.
―Gracias.
Es lo único que se le ocurre decir.
Arlinn Kord sueña con bosques.
Sueña con las ramas que crujen bajo las almohadillas de sus patas, con las hojas otoñales que caen perezosamente, con la brisa que le acaricia el pelaje.
Roca y Paciencia corren a su lado. Flecha brinca a la cabeza del grupo. Seguro que Dienterrojo les sigue.
Nota dolor en el pecho.
Por muy libre que se sienta al tener a sus lobos junto a ella, la verdad es inevitable: se marcharon.
Está sola.
―Arlinn.
Los lobos tienen muchas formas de comunicarse, pero las mandíbulas de sus compañeros más cercanos nunca pronunciaron su nombre. Arlinn arruga el ceño. Quiere aminorar el paso, pero la manada le hace seguir adelante.
―Arlinn, es hora de cazar.
La sensación es horrible. Su mente parece la campana de una catedral y la voz es el badajo.
Quiere detenerse.
Pero entonces... siente calor. Hay algo a su lado: un cuerpo sólido, cuyo corazón late con un tamborileo rápido. El calor le roza el rostro y percibe un olor conocido.
El ciervo puede esperar.
Cuando abre los ojos, Tovolar es lo primero que ve. Aún tiene las heridas que le hizo en su último encuentro. La ternura de su expresión contrasta con su cuerpo robusto.
―Estás aquí... ―dice ella.
―Pediste ayuda ―responde él con la voz extraña que articulan sus fauces.
Cuando Arlinn se incorpora, se da cuenta de que no están solos. Roca también se encuentra a su lado, junto con los demás. El alivio y la felicidad le hacen ignorar el dolor cuando los estrecha a todos entre sus brazos. ¡Su manada está aquí! Los lobos se sienten igual de contentos de verla y se ponen a lamerle la cara y rozarla con el hocico.
Sin embargo, el abrazo no dura mucho tiempo. La felicidad le devuelve la lucidez, y con esta regresa la memoria.
Olivia la dejó malherida y aún tiene la llave de platalunar.
Roca y Paciencia le ofrecen apoyo para levantarse. Arlinn se transforma de nuevo porque sabe que el olfato de una humana le será de poca ayuda, al igual que su capacidad curativa. En este momento necesita a la loba.
Hay otra cuestión que la molesta: Tovolar tiene los hombros caídos, como si estuviera casi avergonzado.
―Esto no cambia nada entre nosotros ―le dice Arlinn―. Lo que hiciste
―Hoy pondremos fin a esto. ―Le cuesta pronunciar las palabras convertido en lobo, pero Tovolar no puede transformarse con tanta facilidad como ella―. Después, ven a buscarme. Resolveremos lo nuestro como compañeros de manada.
A Arlinn se le eriza la piel. Tovolar no forma parte de su manada, sino estos cuatro lobos. Aun así, tendrá que dejarlo pasar por el momento. Si los Voldaren se hacen con el control absoluto sobre los vampiros y los ángeles, los lobos también tendrán problemas.
Arlinn no se digna a responder. El olor de Olivia aún perdura en el lugar y las manchas de sangre en el mármol siguen frescas. Será muy fácil dar con ella.
Arlinn no tiene que pedirle a Tovolar que la siga.
Tampoco necesita decírselo a los lobos. Juntos, los seis recorren los pasillos de la finca en fila de a dos, con la sangre bombeándoles en las orejas. Es doloroso, claro que sí.
Pero esto no es nada comparado con lo que sucederá si Olivia consigue someter a todos los ángeles de Innistrad a su voluntad.
El rastro de la vampira no conduce de vuelta a la sala de baile, sino a algún lugar de los pisos superiores. Las escaleras son difíciles de subir para los cuadrúpedos, pero se las arreglan porque no tienen más remedio.
Al cabo de poco, oyen la voz de Edgar en un corredor.
―Prometiste que lo tenías todo bajo control.
―Y lo tenía, pero todo este
Los lobos doblan la esquina. Allí está Olivia Voldaren, rodeada de estatuas de sí misma al otro extremo del pasillo. Edgar Markov la acompaña, cubierto de sangre y con la respiración entrecortada. Olivia tiene el rostro encendido de furia y una mano vuela de nuevo hacia su espada. Edgar le pone una mano en un hombro.
―Olivia, es el fin ―le dice, pero ella lo aparta de un guantazo.
―Solo me tocarás cuando yo te lo permita.
Los lobos se acercan. Arlinn se detiene delante de los vampiros y un gruñido amenazador vibra en su garganta. Olivia sabe lo que quiere. Tovolar lanza una dentellada en dirección a Edgar, pero Arlinn lo interrumpe con un ladrido tajante.
Olivia es la causante de todo este desastre. Le dará una oportunidad de enmendarlo.
Arlinn no sabe qué es lo que se impone al final, si el rencor de Olivia o su impaciencia. O puede que su cobardía quejumbrosa.
Pero la cuestión es que deja caer la llave.
El artefacto repiquetea en el suelo sin muchas ceremonias.
―Quédate tu juguetito si es que tanto te importa ―dice ella con desprecio.
Arlinn arranca un trozo de cortina con los dientes y envuelve la llave en él. Olivia ya ha escapado por una de las ventanas y Edgar no tarda en seguirla. Tovolar corre hacia una muralla y la escala brincando para alcanzarlos, pero lo único que atrapa entre sus fauces cuando salta son los faldones del traje de Edgar.
Tovolar está furioso, pero no le sorprende. Está segura de que él preferiría hacerlos pedazos y poner fin para siempre a esta amenaza.
Una parte de Arlinn también querría hacerlo.
Pero ya habrá tiempo para eso más adelante.
Mientras Arlinn vuelve a su forma humana, su mirada se cruza con la de Tovolar.
―Si tienes algún problema con mi forma de hacer las cosas, ven a buscarme luego ―le dice―. Mi manada y yo ajustaremos cuentas contigo.
La llave de platalunar les da nuevas fuerzas a los fatigados viajeros. No hacen descansos ni paradas en todo el camino desde Stensia hasta Kessig. Los esfuerzos de Teferi para acelerar el ritmo del grupo lo dejan exhausto; para cuando llegan, él duerme profundamente en el carromato.
Cada paso les exige un esfuerzo, pero cada uno es una victoria.
Sin embargo, todo será en vano si no se completa el ritual.
Katilda les asegura que aún tienen una oportunidad. Su espíritu está unido a la llave de platalunar y lleva con ellos todo el viaje. Kaya le hace compañía la mayor parte del tiempo, pero Arlinn también le plantea varias preguntas.
―¿Qué garantías hay de que funcione?
―¿Cuáles hay de que no vaya a hacerlo? ―contesta Katilda.
Está claro que convertirte en un espíritu te hace más propensa al misterio, en vez de menos.
―Solo quiero estar segura ―responde Arlinn. En este momento caminan por el bosque y la mayoría de los demás duermen en el carro. El caballo de guerra de Adeline y el castrado prestado de Kaya se ocupan del tiro. Solo hay tres personas despiertas en todo el grupo: la cátara, la loba y el espíritu―. No me critiques por ello.
―No te conoces muy bien a ti misma ―dice Katilda―. Si solo actuases cuando estás segura de algo, no te encontrarías aquí, ¿cierto?
Dicen que las peores mordeduras de perros son las de los cachorros que educas con tus propias manos. Arlinn hace una mueca de dolor.
Vuelve a echar un vistazo al interior del carro y piensa en todos los que están allí. Chandra está acurrucada en un banco, Kaya duerme de algún modo apoyándose en el lateral y Teferi ocupa el otro banco. Por todo el suelo, sus lobos duermen tranquilamente y con los estómagos llenos.
―¿No tuviste dudas?
La pregunta saca a Arlinn de su ensimismamiento y la hace girarse hacia Katilda.
―Claro que no. Son varios de los magos más poderosos que existen. ¿Cómo iba a dudar?
―Sabes que no me refiero a ellos.
Arlinn hace otra mueca. No hay manera de engañar a una bruja, ¿verdad?
―Sorin tenía sus propios motivos para ayudarnos. Cometió errores, pero, en el fondo, ama Innistrad tanto como yo. Sabía que entraría en razón.
Evita mencionar la ausencia de Sorin en este viaje. Según dijo, tan enigmático como siempre, aún tenía otros asuntos que atender. Ella sospechaba que esta vez no se refería a compadecerse en solitario. Después de la batalla, el vampiro les había ayudado con los caídos y los heridos; a los que necesitaban un tiempo para recuperarse les ofreció instalarse en la mansión Markov durante unos meses. Sorin insistió en que solamente lo hacía porque tenía tratados de medicina que el resto no podría ni imaginar.
Tal vez fuese cierto.
O quizá hubiera otros motivos y no quisiese admitirlo.
En definitiva: “Tengo otros asuntos que atender”.
Pensar en ello hace sonreír a Arlinn. Estaba segura de que Sorin tiene corazón, aunque se esfuerce en esconderlo. Sin embargo, la sonrisa desaparece al oír la siguiente punzada de Katilda:
―Sabes que tampoco me refiero a él.
El bosque está precioso de noche y el aroma de los pinos es puro y vigorizante como el de un buen whisky. Arlinn lo retiene en la nariz durante un momento.
―Llegará el día en que no tengas que plantear esa pregunta ―responde.
―Ese día será muchos años después de la Masacre de la Cosechalia ―dice Katilda, cuya silueta espectral parpadea.
―Pagará por lo que hizo ―le contesta. Está segura de que esta era la auténtica pregunta―. Cuando nos ocupemos de todo esto, empezaré a buscarlo.
―Aun así, ¿cómo pagará? ―pregunta Katilda―. ¿Qué compensación puede darnos por las vidas que arrebató? Tú eres una humana con la piel de una bestia. Él es una bestia, adopte la forma que adopte.
Arlinn preferiría evitar esta conversación. De todas formas, hay cosas que deben decirse.
―Tovolar volvió a formar la jauría Mondronen por miedo ―empieza a explicar―. Él dirá que tuvo otros motivos, pero, en el fondo, fue por miedo. Muchos de sus amigos recorrían el mismo camino que yo y murieron por ello, sin importar lo buenos que fuesen.
Unos pasos por delante, un hombre camina pesadamente por el bosque. No habla gran cosa. Tampoco le hace falta, se entienden mutuamente.
Arlinn aparta el recuerdo.
―Cuando eres un licántropo, nunca eres solamente tú. Seas quien seas, la gente supondrá cosas acerca de ti. Serás responsable de cualquier aldeano que fue víctima de un lobo, y no quieres que te traten así. Tienes miedo, huyes y encuentras una manada. En ella no te juzgan por lo que eres y te dicen que está bien ser de esa manera; que tienes que serlo porque, si no, los humanos te matarán. Y tienen la suficiente razón como para que la mayoría de la gente nunca lo cuestione.
Avabruck a través de los ojos de una loba. Sus padres, que se preguntan dónde está. Un secreto que no puede revelar.
―Hasta que interpones algo de distancia, no te das cuenta de que se equivocan. Hay otro camino. No resulta nada fácil, porque tienes que cambiar tus expectativas sobre los humanos y ellos deben cambiar las suyas acerca de ti, pero la opción existe. Si todos nos ponemos de acuerdo para construir un mundo distinto, podemos lograrlo paso a paso, como si cada uno de nosotros fuese un ladrillo. Tardaremos años o quizá décadas, pero podemos alcanzar esa meta. Aun así... Cuando eres un licántropo, te preocupas por el presente: qué vas a comer, quién te está persiguiendo, qué vas a hacer para estar a salvo durante el día... Es difícil ver el conjunto de las cosas, y más difícil aún sentir que formas parte de él.
Tovolar está junto al fuego, la mira como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
―Le dije todo esto hace años. Le planteé que había otro camino. Pero no me creyó. Para él, los humanos nunca cambiarán. Siempre nos considerarán monstruos, así que ¿por qué no serlo? ¿Por qué privarnos de lo que él consideraba la grandeza?
Traga saliva.
―Un ataque como el de la Cosechalia no surge de la nada. Si le preguntamos al respecto, dirá que murieron cien veces más lobos a lo largo de los años. Y que la Cosechalia solo fue el principio.
Decir esas palabras le produce asco. Arlinn es incapaz de concebir una forma de ver el mundo con la que discrepe más, pero, aun así
―Preguntabas qué sería lo justo en este caso. Para ser sincera, no estoy segura. ¿Cómo se castiga a alguien que vive con miedo y rencor permanentes sin avivar esas llamas? Quiero que pague por lo que hizo, pero también quiero que se convierta en mejor persona. Me gustaría hacerle entender que hay otro camino, que podemos colaborar para conseguir un futuro mejor... Pero la Cosechalia nos hizo retroceder décadas. Lo único que consiguió con eso es que los humanos se esfuercen más por matarnos, no menos.
Arlinn toma otra bocanada de aire fresco, aunque no le despeja la cabeza tanto como le gustaría.
―También preguntabas si sabía que vendría. Admito que no, pero pensaba que, si lo hacía, vería que sí es posible colaborar entre todos. Quería que comprendiera que, si ayudase, la gente se lo agradecería y no tendríamos que enfrentarnos. Pensaba que eso era importante.
Katilda sigue flotando a su lado y levanta la vista hacia la luna. Durante un buen rato, ninguna dice nada. Arlinn siente en los hombros la carga de su propia explicación, más pesada que una piel de oso. A decir verdad, no había meditado sobre nada de aquello; solo había dicho lo que sentía de corazón. Ahora que tiene un momento para reflexionar al respecto, empieza a procesar sus pensamientos.
Le da la impresión de que nunca terminará de aclararlos.
―¿Crees que esto fue de ayuda? ―pregunta Katilda.
La respuesta es obvia a la vez que difícil de expresar. Arlinn extrae cada sílaba de su interior como si escurriese el agua de un trapo.
—No lo sé, pero tenía que intentarlo.
―Me gustaría darte un consejo ―dice Katilda.
Arlinn se masajea los hombros.
―Adelante.
―Es admirable que no olvides al hombre que cometió los crímenes, pero tampoco deberías olvidar los crímenes en sí mismos. Sean cuales sean tus esperanzas respecto a Tovolar, traicionó tus expectativas tan a menudo como las cumplió. Algún día tendrás que afrontarlo. No bastará con desear que cambie para mejor.
De nuevo, cada palabra le sienta como una punzada. Arlinn cierra los ojos. La tierra que pisa es fresca y blanda. Es de noche en Innistrad y se disponen a salvar el plano.
—Lo sé —responde—. Lo sé.
—Estamos seguros de que esto funcionará, ¿no? —dice Chandra.
—Sí, lo estamos —responde Arlinn con una pequeña sonrisa.
Ella se encuentra en el centro del Celestus, mientras que los demás están en uno de los brazos exteriores. Katilda la acompaña, otra vez en su cuerpo. En una mano, Arlinn sostiene la cerradura de orosolar junto con la sangre y las ofrendas preparadas antes de que se interrumpiera el ritual.
La llave de platalunar, el trofeo de la victoria, está en manos de la bruja. Un tenue brillo mágico envuelve a Katilda.
—Raíz y alma, sangre y colmillo —entona, pero no con su voz, sino con las voces de todas la brujas reunidas y la del propio plano—. Que Innistrad permanezca unido bajo el calor del sol.
La magia vinculada del aquelarre de las Ciervas del Alba hace levitar la llave de platalunar, que flota hacia la cerradura de orosolar. Arlinn la sostiene en alto, según le indicaron.
A una parte de ella le preocupa que no encaje, que les hayan dado un duplicado.
Sin embargo, esa inquietud se disipa en cuanto el oro y la plata se unen.
Un destello de luz inunda el Celestus, pero no es alarmante, sino cálido como la luz solar y las promesas. La piel de Arlinn lo recibe con gusto y ni siquiera tiene que cerrar los ojos. En los alrededores, el Celestus cobra vida y se quita de encima los siglos de vegetación que lo cubren. Algunos árboles todavía se aferran a los brazos que comienzan a girar. Es la primera vez que Arlinn ve pasar un árbol entero por encima de ella y debe admitir que siente un asombro infantil.
Lo mismo le ocurre al ver a sus compañeros saltar de un brazo a otro del artefacto para no caer al suelo. El Celestus se mueve tan despacio que no supone un peligro de verdad, sobre todo con Teferi allí, pero sigue siendo gracioso. El centro, por suerte, es mucho más estático.
Cada vez que los brazos pasan por encima, la luz que los envuelve cobra intensidad. Al final solo queda una única columna que se eleva desde la plataforma hacia la mismísima luna. Es difícil observarla y no pensar que será un fenómeno eterno.
Arlinn no sabe qué decir. De hecho, cree que no hay que decir nada en absoluto en ese momento. A veces conviene guardar silencio y apreciar lo que ocurre, lo absurda que puede ser la vida.
La hija de un herrero está en el corazón de un dispositivo antiquísimo y observa el regreso del día a Innistrad.
Cuando la luz se disipa después de un buen rato, la luna ya está más baja y se hunde como una moneda bajo las olas del horizonte. Cerca de Arlinn, Katilda recoge la llave.
—¿No habrá que seguir utilizándola? —le pregunta.
—Si todo va bien, no nos hará falta hasta dentro de mil años —dice Katilda mirando al cielo—. Hay otra persona que la necesita más.
Es mejor no discutir con las brujas. Mientras la luna desaparece en el horizonte, Arlinn y Katilda caminan hacia el borde del Celestus. Los demás aguardan allí, sentados con las piernas colgando por fuera.
Ante ellos, el bosque de Kessig se extiende más allá de donde abarca la vista. Arlinn lo conoce como si fuera la palma de la mano. Sabe qué aspecto tiene de noche, durante el día y en las hermosas horas del amanecer, cuando la vegetación se tiñe de rosa.
Solo de pensar en ver de nuevo esos momentos hace que estén a punto de saltársele las lágrimas.
Arlinn se sienta entre sus amigos, y sus lobos no tardan en rodearla. Paciencia se tumba en su regazo. Katilda también se une al grupo.
Todos juntos, contemplan el primer amanecer que se ve en Innistrad desde hace meses. Es igual que cualquier otro, pero precisamente en eso radica su belleza. Todos los amaneceres son un regalo. Son algo que desafía las expectativas y que casi desafía la convicción: todas las mañanas, una esfera de fuego dorada surge del horizonte, y eso basta para traer la luz al mundo.
Es el primer amanecer desde hace meses, pero es como cualquier otro. Eso lo hace todavía más perfecto.
Cuando el sol por fin se muestra, todo el mundo estalla en vítores y Arlinn no puede evitar sumarse a la celebración. La alegría que siente en el alma es tan dorada como el orbe que provoca esta felicidad. Incluso los lobos participan y, por una vez, le aúllan al sol. Los amantes se besan y los amigos se enganchan de los brazos. Las canciones antiguas, con melodías que todo el mundo conoce, levantan el ánimo de los presentes.
Por supuesto, también se bebe.
Alguien deposita una copa en la mano de Arlinn casi sin que se percate. Incluso a través del recipiente, nota la temperatura del vino especiado, y más aún cuando le da un trago y el calor florece en su pecho.
Sin embargo, luego tiene una sensación de frío al darse cuenta de que los demás se marcharán pronto.
Arlinn se mezcla entre la multitud, ya convertida en una fiesta, y busca a sus amigos.
Las primeras son Chandra y Adeline, a las que encuentra apartadas del resto, tal como se esperaba. Están bajo las ramas de un sauce, cuyas hojas les sirven de velo que oculta su despedida. Arlinn tampoco oye lo que dicen, solo vislumbra que se abrazan. Le parece correcto mantenerse al margen. Ya la buscará Chandra a ella más tarde; por ahora, es mejor concederles este momento. En cuanto se aleja unos pasos, oye la voz de Kaya:
—Así que espiando, ¿eh? No me esperaba esto de ti.
—Solo quería saber cómo están —le dice.
—Seguro que sí —responde Kaya, que cruza los brazos y mira hacia el sauce—. No contaba con que este lugar fuese a gustarle tanto.
—No todo son lamentos y penumbra en Innistrad —comenta Arlinn—. Espero que también te hayas dado cuenta de eso.
—Tal vez —dice Kaya con una sonrisita—. O a lo mejor es que no me importan los lamentos y la penumbra. En fin, un placer trabajar contigo, Arlinn.
—Lo mismo digo. Espero que no sea la última vez.
—Ni por asomo. Aquí hay montones de fantasmas con asuntos pendientes; seguro que no tardarás mucho en necesitar mi ayuda. Eso sí, recuerda que no trabajo gratis.
—Claro, claro —responde Arlinn devolviéndole la sonrisa.
Kaya empieza a brillar antes de desaparecer de la existencia.
Teferi tampoco se encuentra muy lejos y está en compañía de Katilda. Cuando se acerca, ambos se giran hacia ella. El mago sostiene la llave de platalunar.
—Ajá, así que eras tú el que necesita la llave —dice Arlinn.
—Katilda ha tenido la bondad de prestármela —responde él con una sonrisa cortés—. La platalunar tiene una serie de propiedades fascinantes, sobre todo para la magia del tiempo.
—Espero que te sea útil, pero acuérdate de devolverla o tendré que darte caza.
—Nunca escaparía si una loba me persiguiese. —Teferi sonríe y le da un abrazo—. Me he alegrado de verte, Arlinn.
—Y yo a ti.
Sin embargo, Arlinn nota que todavía hay un asunto en el aire, algo que aún no se ha dicho. Teferi se aparta un poco mientras busca las palabras para explicarlo.
—¿Malas noticias? ―pregunta ella.
—Tal vez. Vas a tener que estar atenta. Últimamente hemos tenido problemas. Un problema antiguo.
—Para que tú lo llames así... —dice Arlinn. Espera que esa pequeña broma alivie la tensión, pero Teferi no se anima en absoluto.
—Conozco mejor que la mayoría lo grave que es esta amenaza. Son unos seres llamados pirexianos. Si ves un extraño aceite negro, criaturas de carne y metal
Un día, Teferi mencionó un lugar del pasado, un lugar al que le había fallado. Por la expresión del mago, Arlinn sospecha que ambas cosas están relacionadas.
—Puede que se avecinen tiempos difíciles —la avisa Teferi—. Procura estar preparada para una emergencia.
—Lo haré —responde ella—. Ocurra lo que ocurra, Innistrad resistirá.
Teferi vuelve a sonreír, pero solo tiene una sombra de su alegría habitual.
—Queda en buenas manos. Cuídate, Arlinn.
Poco después, él también desaparece.
Arlinn conoce el bosque de Kessig.
Aun así, la naturaleza la llama ahora que la luz vuelve a filtrarse entre las hojas de los árboles. La nieve cae como pétalos florales en el lecho de la espesura. El aire está impregnado del aroma del invierno.
Aunque sus amigos se marcharán pronto, Arlinn Kord tiene a su manada.