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Historia anterior: La Hora de la Promesa
Tres dioses han sucumbido desde que el Portal al más allá se abrió y reveló horrores inimaginables. Hazoret la Ferviente y Bontu la Venerada son las únicas que quedan para proteger a los mortales de Amonkhet. ¿Serán capaces de impedir la masacre hasta que el Dios Faraón regrese para defender a su pueblo?
La desesperación hizo caer de rodillas a la diosa.
Por tercera vez en el mismo día, un dolor insoportable la invadió y mermó sus fuerzas, corroyendo su corazón y su espíritu.
"Otro dios ha muerto".
Hazoret observó el horizonte, donde los enjambres de langostas aún mancillaban la luz de los soles. Por todas partes, los horrores del desierto arrasaban las calles de Naktamun y aterrorizaban a los ciudadanos.
Desde que tenía memoria, sus hermanos y ella habían defendido a su pueblo frente a las pesadillas del mundo. Juntos repelían la oscuridad, protegían a los mortales de las maldiciones de Amonkhet y daban caza a las sombras que acechaban más allá de Naktamun.
Sin embargo, el cuidador de la Hekma había caído.
La arquera dorada, la hermana cuyas flechas abatían a cualquiera que amenazase la ciudad, había caído.
El viajero indómito, el más fuerte de los hermanos y guardián del desierto, había caído.
"Bontu y yo somos las únicas que quedamos".
Una miríada de súplicas resonaban en su mente. La avalancha de miedos mortales recaía sobre sus hombros y crecía en peso y volumen cada vez que un dios fallecía.
Hazoret apretó los dientes y se obligó a levantarse. No podía rendirse; no ahora, cuando sus hijos la necesitaban más que nunca. No cuando parecía que todas las promesas del Dios Faraón se estaban rompiendo y sus hermanos caían uno tras otro a manos de una deidad oscura.
"Tengo que velar por mis hijos. Tengo que proteger a Bontu".
Hazoret cerró los ojos y abandonó.
Abandonó su autocontrol. Abandonó la moderación. Abandonó todo rastro de duda e incertidumbre y se arrojó hacia delante, precipitándose hacia el fervor, hacia la acción, hacia la furia, la llama y la danza irrefrenable de su frenesí de combate. Su lanza de dos puntas atravesó a incontables momias del desierto mientras cargaba por la ciudad como un relámpago dorado que surcaba las calles. El llanto de un niño la hizo saltar una avenida de lado a lado para protegerlo del derrumbe de un muro y llevarlo a los brazos de sus camaradas que huían. Un infernal gigantesco emergió del suelo destrozando varios edificios y se lanzó a por un grupo de ciudadanos. Con una palabra y un pensamiento, Hazoret liberó una ráfaga de fuego que voló hacia el monstruo y lo redujo a cenizas.
Luchó con toda la furia de una deidad desatada. Los mortales se reagrupaban allá por donde pasaba y luchaban con fervor renovado; la presencia de Hazoret avivaba su cólera y su poder. Mientras ensartaba en su lanza a un horror del desierto, un remolino de acero atrajo su atención. Una mortal que blandía dos khopeshes se abría paso a cuchilladas entre una manada de hienas reanimadas, moviéndose a una velocidad sobrenatural. Las bestias lanzaban dentelladas y gruñían a su alrededor, pero la humana acabó con ellas fácilmente esquivando sus mandíbulas, cercenando tendones y cortando sus extremidades para incapacitarlas.
Cuando la mujer clavó sus armas en la última hiena de la manada, Hazoret por fin vio su rostro: era Samut, la disidente; Samut, quien había blasfemado contra el Dios Faraón; Samut, quien le había preguntado "¿es eso el paraíso?" cuando el Portal se abrió para revelar los yermos y desatar el terror que ahora los consumía.
La mortal levantó la cabeza tras terminar su macabro trabajo y sus ojos se cruzaron con los de Hazoret. El campeón Djeru corrió para alcanzar a Samut y también levantó la mirada hacia la diosa.
―¡Gran Hazoret, ¿qué podemos hacer?! ―preguntó la humana en voz alta.
La deidad observó el caos que se extendía por su amada ciudad.
―Defendeos unos a otros, hijos míos. Llevaos a quienes podáis y buscad refugio en las arenas del desierto. Debemos sobrevivir hasta que el Dios Faraón regrese para enmendar este mal.
―El Dios Faraón no va a...
―No tenemos tiempo para palabras ni dudas ―aseveró Hazoret con toda su fuerza de voluntad. Samut y Djeru se inclinaron sumisamente ante su diosa, silenciados por el poder de esta.
Hazoret suspiró y se tranquilizó mínimamente. Se arrodilló y atravesó a la humana con su mirada.
―Eres fuerte, Samut, y de voluntad firme. Emplea esa fuerza para proteger a tus congéneres. Amonkhet te necesita. También a ti, Djeru, mi último campeón.
El rugido escalofriante de una sierpe de arena atrajo la atención de Hazoret. La diosa preparó su arma y se levantó.
―Obedeceremos, gran Hazoret. Defenderemos a nuestros hermanos y hermanas ―respondió Djeru con voz clara y decidida. En cambio, Samut todavía miraba a la diosa con dudas en los ojos.
―¿Y quién os protegerá a vos? ―preguntó la mortal.
Una pequeña sonrisa revoloteó por el rostro de la deidad.
―Marchaos y luchad. Yo sobreviviré.
No muy lejos de allí, un monumento se vino abajo cuando varias sierpes de arena chocaron contra él, persiguiendo a un grupo de visires cuyos hechizos eran inútiles contra sus duras escamas. Hazoret no dio tiempo a Samut y Djeru para protestar y emprendió la carrera contra las bestias profanadoras, con su arma y sus llamas preparadas y un grito de batalla en la garganta.
"No es suficiente".
Por cada vida mortal que salvaba, sabía que una decena de ellas se perdían. El corazón se le encogía de temor y tristeza. Cada muerte vacía provocaba una nueva punzada de culpa en ella. Muchas de las víctimas eran niños demasiado jóvenes como para haberse enfrentado a las pruebas. Se suponía que la Hora de la Gloria ofrecería a los mortales una última oportunidad de demostrar que eran dignos, pero los había convertido en presas, en víctimas del hambre incesante del desierto. Cada muerte se traducía en un nuevo individuo que sufría la cruel maldición de los errantes, condenados a regresar como muertos vivientes y perseguir a los mismos amigos por quienes habían perecido luchando.
Hazoret anhelaba el regreso de su Dios Faraón. ¿Qué había podido ocurrir para causar su demora? ¿Sería posible que los tres dioses invasores hubieran saboteado la gran labor que mostraría la senda hacia el más allá?
Hazoret negó con la cabeza. "Él jamás nos abandonaría".
Su mirada vagó hacia el corazón de la ciudad, donde el trono vacío del Dios Faraón se alzaba majestuosamente. Otro recuerdo de su promesa de regresar.
Ahora estaba cubierto de langostas, una mancha negra sobre el horizonte rojo sangre.
Un rugido gutural surgió de la garganta de Hazoret cuando prendió el aire de los alrededores y envió una llamarada para limpiar el trono. Un sinfín de langostas se desintegraron en el fogonazo, pero el humo apenas se había despejado antes de que un enjambre aún mayor reemplazara al que la diosa había calcinado.
Por todas partes, Naktamun continuaba sucumbiendo.
La desesperación caló en el corazón de Hazoret. Los ruegos en su cabeza se habían vuelto ensordecedores, un estruendo solo igualado por el zumbido de las langostas.
Y así, la diosa rezó.
Rezó para que el Dios Faraón regresase. Para que cumpliera la profecía. Para que llegase y trajese orden al caos una vez más.
Y mientras rezaba, por encima del trono, el cielo onduló como distorsionado por un espejismo. Con un retumbo grave, el aire se quebró. Una mota de vacío negro se manifestó en el aire del desierto; un minúsculo agujero en el tejido de la realidad.
El vacío creció y el cielo rojo alrededor de él se consumió y desmenuzó como papel quemado, descomponiéndose en la nada. Desde el agujero se extendieron grietas y un crepitar de energía azul que refulgió y se fundió en negro, dejando marcas de quemaduras en el aire. Los fragmentos de realidad seguían desapareciendo en el agujero, precipitándose hacia el olvido mientras la grieta creciente consumía el espacio sobre el trono hasta formar un inmenso portal.
De él surgieron en primer lugar unos cuernos dorados, relucientes e impecables. A continuación emergió la silueta perfecta del dragón, enorme y ágil; sus grandes alas y afiladas garras irradiaban poder.
El Dios Faraón había regresado.
Hazoret alzó los brazos con júbilo mientras las alabanzas danzaban en sus labios. En verdad era tan majestuoso como lo recordaba: su inmensa silueta dorada encarnaba la perfección. En su mente, las voces que gritaban desesperadamente callaron de forma súbita y un éxtasis reverencial se propagó entre los mortales de la ciudad. Las voces de Amonkhet clamaban de alivio y regocijo.
El Dios Faraón aterrizó ante su trono y sus garras repiquetearon contra la piedra pulida. Bajó la mirada y contempló la marea de muerte y desolación que arrasaba Naktamun.
Y entonces sonrió.
El pavor se adueñó de Hazoret. Las últimas palabras de Rhonas acudieron a su mente mientras observaba cómo una oleada de mortales desesperados corrían hacia el dragón entre gritos de exultación. El Dios Faraón inclinó la cabeza hacia ellos, alzó una garra y Hazoret sintió cómo el aire crepitaba con energía.
Una chispa de luz violeta prendió entre los dedos del Dios Faraón y del cielo cayó un diluvio de llamas oscuras que consumieron todo aquello que tocaron.
Las alabanzas de los ciudadanos se convirtieron en alaridos cuando la destrucción descendió desde los cielos.
Hazoret corrió hacia los mortales más próximos y se inclinó sobre ellos para tratar de protegerlos de aquella magia devastadora. Con un giro de su lanza, conjuró un escudo de arena y llamas que se arremolinó en torno a ella y Hazoret apretó los dientes mientras el hechizo del Dios Faraón caía en los alrededores.
Los mortales a sus pies chillaban y gemían y la mente de la diosa trabajaba a toda prisa para asimilar aquel giro de los acontecimientos.
"El Dios Faraón ha regresado, pero solo trae la destrucción. Las Horas transcurren y las profecías son falsas, una manipulación oscura y perversa de sus auténticas intenciones".
Una jaqueca la abrumó cuando intentó recordar el pasado, cómo era el Dios Faraón antes de haberse marchado. El escudo flaqueó cuando Hazoret perdió la concentración al pensar en la advertencia final de Rhonas y las dudas de Samut. Tanto el dios como la mortal habían hablado en contra del Dios Faraón, pero cuando Hazoret intentaba sopesar sus palabras, la cabeza le estallaba de dolor. La imposibilidad de que el Dios Faraón no fuese justo y bondadoso contradecía lo que le mostraban los sentidos.
"Trae la destrucción de su pueblo, de sus hijos".
Hazoret levantó la vista hacia el Dios Faraón. Su hechizo al fin había cesado y sus ojos vagaron hacia el Portal al más allá, en la lejanía. Hazoret siguió la mirada y, para su sorpresa, el tercer dios, el que tenía cabeza de escarabajo, aún estaba ante el Portal. A pesar del caos que se había desatado en torno a él, permanecía espeluznantemente inmóvil, cual estatua añil en medio del pandemonio. El Dios Faraón extendió las alas y dobló las rodillas, dispuesto a levantar el vuelo.
―¡Salve, Nicol Bolas, Dios Faraón de Amonkhet!
Aquellas palabras atrajeron la atención del dragón y desconcertaron por completo a Hazoret. Bontu se aproximó al trono con paso firme y se arrodilló ante el Dios Faraón. Hazoret se llevó las manos a la cabeza y la estrechó con fuerza para tratar de pensar con claridad. El nombre que Bontu había pronunciado, Nicol Bolas, había provocado otra oleada de dolor insoportable. La diosa estaba segura de algo: una magia desconocida retenía sus recuerdos.
―Os he servido fielmente en vuestra ausencia, gran Dios Faraón ―dijo la voz áspera de Bontu en medio del estruendo―. He cosechado únicamente a los más ambiciosos y poderosos para ser dignos de serviros. He erradicado a los disidentes de todas las simientes y purgado Naktamun de aquellos que arruinarían vuestra labor. Y he mantenido los hilos que entrelazasteis en el tejido de mis hermanos. ―Bontu hizo una profunda reverencia―. Soy vuestra, Nicol Bolas. Vivo para serviros. Ordenad, y será cumplido.
Mientras escuchaba a Bontu, Hazoret aferró su lanza con más y más fuerza. Finalmente, no pudo contenerse.
―¡Hermana, ¿qué significa eso?!
El dragón y la diosa se giraron hacia ella y, por primera vez en su vida, Hazoret se sintió diminuta.
El Dios Faraón se volvió hacia Bontu y pronunció sus primeras palabras.
―Mata a tu hermana.
Sin dudar ni por un instante, Bontu levantó una mano y dirigió una ráfaga de energía oscura contra Hazoret.
La diosa del fervor gritó cuando el hechizo la alcanzó de pleno. Sintió cómo su mente se deshacía y los confines del olvido carcomían su cordura, arrancando pensamientos y recuerdos. En el interior de su mente, conjuró fuegos sanadores para detener la expansión de las sombras con una llama cauterizadora.
Hazoret se libró de su lucha mental justo a tiempo de evitar una segunda ráfaga de energía partiéndola en dos con el extremo ígneo de su lanza. Sin embargo, un tercer ataque la alcanzó en un brazo y entorpeció sus movimientos y su mente.
El primer hechizo de Bontu no solo había asaltado la memoria de Hazoret: también había devorado el bloqueo de su mente.
De repente, la diosa lo recordó todo.
La magnitud del engaño de Nicol Bolas y la traición de Bontu cayeron a plomo sobre ella, embotando sus instintos y distrayéndola del combate actual. La culpa de haber dado muerte a sus hijos entorpeció sus movimientos y la rabia impotente de haber descubierto la cruel manipulación de su propio cometido ralentizó sus reacciones. "Bontu lo ha planeado todo", se percató. El primer ataque no había sido un simple asalto mental: su objetivo era distraer a Hazoret para entorpecerla, puesto que siempre había sido más veloz que su hermana, lo suficiente como para esquivar sus golpes y hechizos.
Bontu se había preparado para aquel combate.
El alcance de su traición hizo que la mente de Hazoret hirviera de furia y desesperación.
―¡¿Por qué, Bontu?! ―gritó.
Su hermana soltó una risa áspera y chirriante. Para los mortales que la oyeron, sonó cruel y confiada, pero Hazoret oyó desesperación y un deje de tristeza.
―¿Has olvidado quién soy, hermana? Yo encarno la ambición. Nicol Bolas destruyó a todos los que se opusieron a él. En lugar de ello, elegí unirme a su poder. Elegí sobrevivir.
―¡Elegiste traicionar a tu mundo! ―Hazoret proyectó un chorro flamígero contra Bontu, pero esta absorbió el hechizo con su bastón.
―Este mundo es Nicol Bolas. ―Bontu la señaló con su bastón y el fuego surgió de vuelta hacia Hazoret, alterado por la magia necrótica de la diosa―. Y tú no eres digna.
Hazoret retrocedió a toda prisa para evitar las llamas oscuras y se agachó tras las ruinas de un edificio. Oculta en el refugio, se armó de determinación.
En una fracción de segundo, abandonó la cobertura levantando una nube de arena y apareció detrás de Bontu a la velocidad del rayo, lanza en alto y dispuesta a atravesar a su hermana. El arma perforó la carne, pero entonces Bontu se desvaneció entre volutas de humo. Hazoret reculó tosiendo al respirar aquel gas venenoso y buscó a su hermana con la mirada. Las arenas estallaron bajo sus pies y Bontu emergió del suelo, apresándole un brazo entre sus fauces. Hazoret lanzó un grito y la presión de las mandíbulas la obligó a soltar su lanza.
Descargó una lluvia de puñetazos y patadas contra su hermana, pero Bontu resistió mientras una energía mágica recorría sus escamas y la protegía del asalto. En un arranque de inspiración, Hazoret prendió su propio brazo dentro de la boca de Bontu. Con un alarido, su hermana al fin liberó el brazo aplastado y las diosas tropezaron al separarse la una de la otra.
Hazoret recogió su lanza mientras un brazo colgaba en un costado, inutilizado. Bontu respiraba a bocanadas, con las fauces y el rostro chamuscados por la réplica inesperada. Al ver a su hermana alzar el bastón, Hazoret se preparó para otro asalto mágico. Para su sorpresa, el arma brilló, pero no lanzó ningún ataque contra ella.
De pronto, Hazoret oyó una nueva serie de gritos a sus espaldas y se volvió hacia ellos. El corazón se le heló al ver cómo una horda de horrores surgía de las ruinas y las sombras y se cernía sobre los mortales. La magia de Bontu había convocado a las bestias oscuras y las había incitado a matar a todo el que encontraran en su camino.
Hazoret volvió a lanzarse a la batalla como un relámpago, repeliendo a los monstruos y luchando desesperadamente por proteger a sus hijos. Sin embargo, cuando atravesó al primer horror, la criatura reventó e impregnó su lanza de una brea negra. Los demás horrores se abalanzaron sobre Hazoret y se fundieron en una ciénaga densa que la inmovilizó. Hazoret gritó de pura frustración y trató de conjurar calor y llamas, pero la brea solo se endureció y la apresó aún más.
―Tu fanatismo y tu compasión te hacen predecible, hermana ―le susurró Bontu al oído. Su bastón golpeó la brea endurecida y Hazoret ahogó un grito cuando el calor y la fuerza abandonaron su cuerpo. Por el rabillo del ojo, vio a Bontu meter la mano en la brea y sintió cómo la apresaba y la arrastraba de vuelta al trono, de vuelta al dragón embaucador. Hazoret intentó resistirse, pero la magia de Bontu drenaba lenta y constantemente su fuerza vital.
Con un empujón, su hermana la arrojó a los pies de Nicol Bolas y se arrodilló de nuevo.
―He hecho lo que me habéis pedido, mi Dios Faraón. Existo para servir.
El enorme dragón bajó la mirada hacia la deidad postrada y suplicante. Despacio, levantó una garra... y descargó un rayo de energía oscura contra Bontu. La diosa se desplomó retorciéndose de agonía.
―Tu utilidad ha terminado ―dijo con desprecio el dragón―. Sírveme en la muerte, pequeña diosa.
Nicol Bolas les dio la espalda y se dispuso a dejar atrás a las dos deidades moribundas de Amonkhet.
Bontu soltó un rugido primitivo mientras se arrastraba hacia él, todavía sufriendo convulsiones a causa del dolor. El dragón se volvió y la observó con una expresión de divertimento y superioridad. Los pasos lentos y vacilantes de Bontu cobraron fuerza y la diosa cargó contra Nicol Bolas.
Un monumento se derrumbó en el camino de Bontu y una multitud de muertos vivientes surgió entre los escombros; había tanto momias del desierto como ciudadanos de Naktamun alzados por la maldición de los errantes. La diosa tropezó con los escombros y los muertos vivientes se lanzaron sobre ella. Bontu los apartó a manotazos, pero debilitada como estaba, las criaturas que normalmente no habrían sido más que un estorbo consiguieron derribar a la deidad.
Cuando Nicol Bolas vio desaparecer a Bontu bajo la montaña de muertos vivientes, su fría y cruel risa retumbó en toda la ciudad devastada de Naktamun. Con un batir de alas, se elevó en el cielo y voló hacia el Portal y el dios escarabajo que aguardaba allí.
Hazoret presenció la marcha del dragón mientras oía cómo los muertos vivientes roían y se amontonaban sobre su presa. Sintió cómo su propia vida se apagaba poco a poco.
De pronto, percibió un estallido de poder a su lado y levantó la vista a tiempo de ver surgir una onda de descomposición bajo el amasijo de muertos vivientes. Bontu emergió con violencia de su sepultura, levantándose con un estertor y arrojando hacia el cielo los cuerpos inertes de los monstruos. Su hechizo había acabado con todos los seres vivos y muertos de los alrededores.
Las miradas de Bontu y Hazoret se cruzaron y la diosa chacal sintió cómo la brea que la apresaba se ablandaba y se derretía.
Y por cuarta vez en el mismo día, un dolor insoportable invadió a Hazoret y le atravesó el vientre cuando Bontu falleció y el hechizo necrótico del dragón cortó las últimas líneas místicas que unían a la diosa al mundo.
Hazoret era la única que quedaba, el último pilar de Amonkhet.
Archivo de relatos de La hora de la devastación
Perfil de Planeswalker: Nicol Bolas
Perfil de plano: Amonkhet