La mano que dirige
Historia anterior: Sirvientes
Nissa ha descubierto pistas sobre el pasado de Amonkhet, cuya historia fue sobrescrita por Nicol Bolas. Ahora busca respuestas en Kefnet, el dios del conocimiento, con la esperanza de que él pueda explicar el velo que parece oscurecer la realidad del plano.
Nissa vagaba entre calles desiertas, deambulando por un infierno.
La mayoría de los sentidos le decían que la ciudad era hermosa. Las hojas de palma se mecían suavemente con la brisa fresca, un agua cristalina borboteaba en los estanques y las fuentes, la melodía de los pájaros piaba y trinaba en un contrapunto armonioso. El aire transportaba aromas tentadores. Pan recién horneado por aquí. Azucenas y jazmín por allá.
Si uno observaba, escuchaba y olfateaba, se sentía en el paraíso. Pero cuando Nissa cerraba los ojos y proyectaba su sentido para percibir el maná, el paraíso se desmoronaba.
Las líneas místicas de Amonkhet, los huesos y la sangre del mundo, estaban atrofiadas. Normalmente eran líneas infinitas de maná latente, pero en aquel plano se concentraban en la ciudad decadente de Naktamun. Allí, detrás de la barrera, las líneas eran fuertes y vigorosas.
Sin embargo, aquella fuerza tenía un precio. Una tensión oscura y virulenta se abría paso entre las líneas místicas. Aquello no era como la corrupción insensible de los Eldrazi: tenía una vitalidad de la que ellos carecían. La oscuridad vibrante se entrelazaba con el maná y se enroscaba a su alrededor como una pitón que asfixiaba a su presa.
Nissa abrió los ojos y el paraíso apareció de nuevo. Las hojas, el agua, los pájaros... Volvió a cerrar los ojos. La serpiente escurridiza aplastaba a sus víctimas. La yuxtaposición de la belleza y el horror estuvo a punto de hacerla caer de rodillas. Abrió y cerró los ojos otra vez; la rápida sucesión de realidades le resultaba tan fascinante como abominable.
Continuó deambulando y deteniéndose ocasionalmente para cerrar los ojos y vislumbrar el horror. El estómago y la cabeza de Nissa protestaban con la creciente agonía, pero ella se obligó a seguir adelante. Necesitaba encontrar a Kefnet, el dios del conocimiento. Necesitaba respuestas.
Cuando abrió los ojos de nuevo, el dios la observaba.
Una enorme cabeza de ibis la miraba fijamente; sus ojos no pestañeaban y su largo pico señalaba directamente hacia ella, a través de ella, en dirección a un destino horrible y no menos espeluznante por desconocerlo. Nissa se desplomó en el suelo, con la voluntad mermada en presencia de aquella cruel divinidad.
Pestañeó una vez, una segunda... Era una efigie. Solo una efigie. Kefnet, el dios del conocimiento. "¿De qué sirve el conocimiento en un mundo como este? Detrás de todos los velos hay ruina. Solo ruina". Se levantó lenta y dificultosamente; el estómago y la cabeza todavía protestaban.
Bajo la inmensa cabeza de piedra y los despiadados ojos fijos, una gran puerta doble de piedra caliza se abrió ante ella. Un intenso brillo azul emanaba de las sombras al otro lado de la entrada al templo.
Un saludo. Una invitación. Emprendió el camino hacia el resplandor.
Llegó a una pequeña antecámara, donde una luz fría, procedente de una sala mayor al otro extremo, teñía de azul las paredes y el suelo de piedra desnuda. La puerta se cerró silenciosamente detrás de ella y la luz del exterior se apagó. Nissa se sintió aliviada al librarse de la apariencia cautivadora de la ciudad. Tras un atril de madera había un joven vestido con un atuendo pálido, ocupado en hojear un libro. Pasó algunas páginas más mientras Nissa le observaba; aunque él no decía nada, tenía una pequeña sonrisa en el rostro.
―Disculpa... ―empezó a decir ella, insegura de cuáles serían el protocolo y las maneras correctas. Nunca estaba segura con el protocolo y las maneras entre la gente.
El joven levantó la cabeza y su sonrisa desapareció.
―¡Guarda silencio, iniciada! Sabes que no... ―Su protesta quedó en el aire cuando reparó en el aspecto de Nissa. La elfa sintió un tacto torpe en el confín de sus pensamientos; las interacciones con Jace y su telepatía le permitieron reconocer los intentos de un novato. El tanteo inseguro cesó tras no encontrar dónde asirse.
»No... No eres de aquí ―concluyó él bajando la voz.
―He venido a hablar con Kefnet ―dijo Nissa con más seguridad de la que quizá fuese oportuna. Sin embargo, los dioses parecían caminar libremente por la ciudad y su presencia era habitual entre la gente. ¿Sería Kefnet distinto?
El joven cerró los ojos y no volvió a abrirlos; parecía haber perdido su atención. Nissa había creído que aquella antecámara ofrecería un refugio contra los brillantes engaños de la ciudad, pero cada vez estaba más segura de que no hallaría refugio alguno. Nada tenía sentido en aquel mundo. Nada era como debería ser.
"Tal vez traiga la ruina conmigo".
Aquel pensamiento la sobresaltó. Siempre había planteado la corrupción contra la que había luchado en Zendikar, en Innistrad y aquí como enemigos exteriores. Como oscuridades ajenas que debía derrotar. Pero ¿y si la oscuridad procedía del interior?
Quizá fuera ese el motivo por el que había conocido el fracaso en todos los planos que había visitado. No había logrado proteger Zendikar. No había podido vencer a Emrakul. Incluso sus triunfos parecían huecos. Tal vez mereciese aquel destino.
Portaba el vacío con ella, manchaba todo lo que tocaba.
Ahora, la fría antecámara parecía angosta, sofocante. Un pánico creciente se manifestó en su pecho y la golpeó insistentemente, ansioso por salir. El joven que tenía delante continuaba su comunión inconsciente, con la cabeza baja. Nissa dio un paso vacilante hacia la gran estancia al otro lado del vestíbulo, atraída por su luz azul.
Entonces, el joven abrió los ojos.
―Has recibido permiso para enfrentarte a la Prueba de conocimiento. Hay tres... ―Su voz sonaba extraña, tensa. Una manada de perros salvajes persiguiendo a su presa. El pánico en el interior de la elfa estalló y se impuso a la razón y el juicio. Nissa echó a correr hacia la otra sala y, cuando el hombre intentó detenerla, lo arrojó de un empujón contra la pared.
»No... No eres... ―dijo una voz dolorida desde el duro suelo.
Nissa se zambulló en la luz azul y no oyó nada más.
El ángel descendió del cielo. Entre dos soles voló, con las alas desplegadas; una luz radiante perfilaba su silueta perfecta. Los ojos cerrados se abrieron y de ellos surgieron serpientes. Cuerpos marrones que culebreaban desde orbes vacíos. El ángel batió las alas y se aproximó más y más mientras las serpientes caían al suelo estéril, siseando y deslizándose por la tierra árida.
El ángel abrió la boca y los cielos se oscurecieron. Las nubes de tormenta se congregaron detrás de Ella.
―Puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa que me plazca. Recuérdalo.
El ángel se acercó más...
Nissa despertó gritando, empapada en sudores fríos. Emrakul.
Aquel monstruo se había apoderado de su cuerpo en Innistrad, pero las palabras no fueron solo de Emrakul: también fueron de Nissa.
"¿Dónde estoy?". Buscaba... algo. A alguien. Había entrado en una gran sala. Miró el lugar en el que se encontraba ahora, diferente del anterior. Un catre austero, una manta andrajosa. Nissa pasó una mano por el tejido roído; sus hilos bastos eran sorprendentemente puntiagudos y apartó la mano con un pequeño chillido. En medio de la palma había una larga y delgada línea carmesí. La sangre empezó a manar del corte. La manta era tan áspera que la había cortado. Nuevas líneas aparecieron en su cuerpo. Grietas diminutas que florecían de rojo. El dolor era inmenso. La manta le rozaba la piel y la cortaba más y más...
Nissa despertó gritando. "¿Dónde estoy?". La pesadilla había sido horrible. Una especie de monstruo con pequeños dientes y garras la estaba destrozando y... Sacudió la cabeza con fuerza. Algo iba mal. Miró alrededor del catre, pero era como si estuviese bajo el agua. No conseguía centrar la vista en nada. Sacudió la cabeza de nuevo y trató de aclarar los ojos, pero sin éxito.
Una parálisis reptó lentamente por su espalda. Se sintió como si tuviera los brazos y las piernas pegados al lecho, inmovilizados por una fuerza implacable. Algo iba mal. Cerró los ojos y pudo sentir la irrealidad del entorno. Tenía que liberarse.
"Puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa que me plazca. Recuérdalo". Sus palabras. "Las mías". Un destello floreciente de luz verde surgió de su interior y disipó la parálisis. Nissa flotó en el aire, elevada por su poder creciente. "¿Qué puedo hacer?". No, aquella era la pregunta equivocada. "¿Qué no puedo hacer?". El poder continuaba aumentando. El mero recipiente de su piel era incapaz de contenerlo. La carne se desgarraba, se quebraba, pero a ella no le importaba. Su poder la sustentaba.
"Este es mi destino". Perderse a sí misma en el poder, en el dulce torrente de energía y líneas místicas. El poder seguía creciendo, ardía...
Nissa despertó gritando. Había visto una luz, una luz verde. Había ocurrido algo horrible, pero cuando Nissa trató de recordarlo, el sueño se desvaneció y escapó al contacto de la memoria. Había sido horrible, de eso estaba segura.
Esto está mal.
Nissa se sobresaltó. Había oído una voz. Una voz en su cabeza. Había sonado como su propia voz, pero era distinta, de algún modo. Miró alrededor, agitada, mientras las paredes empezaban a sangrar sombras. Las tinieblas se derramaban de las paredes, se aproximaban deslizándose con fluidez. Sabía que su tacto significaría la muerte... o algo peor. Nissa gritó para pedir ayuda a los demás, pero no produjo sonido alguno.
"Esto está mal".
Volvía a ser su propia voz. Nissa cerró los ojos. Sintió la irrealidad del entorno. Reunió poder...
"Alto. Tengo que detenerme. No reaccionar. Pensar".
Nissa no sabía por qué debería confiar en la voz, pero lo hizo. Respiró lentamente y se concentró en la sensación de su pecho mientras inhalaba el aire húmedo. Espiró y dejó que el aliento la recorriese mientras sentía que sus músculos abandonaban la tensión y se relajaban.
"Estoy atrapada".
Cuando lo pensó, parte de la neblina de su mente se disipó. Se había adentrado corriendo en la estancia azulada; la Prueba de conocimiento, había dicho el discípulo. Incluso ahora podía sentir las ilusiones y fantasmas que acechaban en lo alto y acariciaban su mente con llamadas empalagosas. Había caído en una pesadilla detrás de otra, enlazando cada una con la siguiente.
Volvió a respirar hondo. "Esto es magia. Magia poderosa". Se estremeció al pensar en el tormento eterno que aguardaría a cualquier iniciado desprevenido que no lograra superar la prueba. Sin embargo, por muy poderosa que fuese aquella magia, seguía estando compuesta de líneas místicas. Y el dominio de Nissa sobre ellas no era escaso.
Durante la mayor parte de su vida, había comprendido y manipulado las líneas místicas instintivamente, pero cada vez que dependía del instinto en aquel lugar, quedaba atrapada en una pesadilla. Necesitaba algo más que el instinto. Necesitaba comprender.
Estudió detenidamente la estructura mágica que la rodeaba, su forma y la sensación que transmitía, el modo en que las líneas místicas se hilaban para producir un efecto tan horrible y absoluto. Se maravilló ante la fuerza y la habilidad necesarias para construir semejante trampa. Era superior a cualquier cosa que ella hubiera hecho. "Hasta ahora".
"Lo tengo". En el tejido de magia de los alrededores había una brecha. Diminuta, pero perceptible. Nissa tanteó el maná sin abrir los ojos, dependiendo únicamente de su percepción de la magia. Empujó y tiró de la abertura para volverla más grande con cada repetición.
Las ilusiones se volvieron más insistentes: la llamaban por su nombre, le rogaban que abriera los ojos, que admirara el deleite y el horror, la verdad y la fantasía, lo que quisiera, y todo a cambio del movimiento de un párpado. Nissa ignoró por completo los ruegos y, cuando la brecha de la prisión se volvió lo bastante amplia, la atravesó.
Flotaba en un etéreo cielo azul. No, no era un cielo: era un lienzo azul pálido, vacío y a la espera de significado. Más ilusiones, pero Nissa tenía una sensación de control, una vigilia que la había eludido durante las pesadillas. Bajo ella vio los restos de la trampa anterior, los remolinos púrpura oscuro que habían provocado tal terror.
Ahora podía ver a través de las ilusiones y percibir la arquitectura de la magia a sus pies. Distinguía los mismísimos cimientos de la Prueba de conocimiento, tan cruelmente diseñada.
"Quiero ver. Quiero ver más".
Dejó que las ilusiones se arremolinaran en torno a ella y ganaran fuerza y velocidad. Un latido rítmico llenó la estancia y resonó en su propio corazón. Cerró los ojos. Contempló.
Una serpiente oscura, alada y venenosa proyectó su sombra sobre el desierto. Era inmensa, mayor que un roble, que un robledal. Su sombra cubrió el mundo entero. La serpiente habló y su voz reverberó en el desierto vacío.
—Ellos me arrebatarían mi poder. Me arrebatarían lo que hace que yo sea yo. No lo toleraré.
La sombra de la serpiente se enroscó alrededor del mundo.
—Para lo que necesito, drenaría todos los mundos. Devoraría todos y cada uno de ellos. Pero comenzaré aquí.
La sombra oprimió. El mundo gritó. Nissa gritó.
La escena desapareció, huyendo del dolor.
Nissa miraba hacia el espacio, hacia los astros. Ocho estrellas. Ocho estrellas dispuestas en círculo y separadas equitativamente para iluminar todo el firmamento nocturno.
Una línea de oscuridad, visible de algún modo incluso en la noche, se abrió paso entre las ocho estrellas. Una linea que relucía oscuridad. La línea se retorció, giró y vibró; su pulso era un grito violento. Cuando la línea dejó de moverse, había formado un ocho de costado: una serpiente que mordía su propia cola. La figura abarcó las ocho estrellas y todas ellas titilaron desesperadamente contra la cortina de tinieblas que se aproximaba.
Tres de las estrellas se apagaron con un parpadeo. Su luz y su calor se consumieron. Sus vidas se extinguieron.
Sin embargo, Nissa aún podía ver movimiento donde habían estado esas tres estrellas. Ya no eran astros, solo desgarros en el tejido del cielo. Tres agujeros oscuros que poseían energía y furia propias y latían acompasadas a un ritmo malévolo.
Las cinco estrellas restantes se desplazaron. Su nueva alineación estaba distorsionada, doblegada a la línea tenebrosa que se había entretejido en su constelación. El nuevo contorno semejaba dos cuernos gemelos.
La escena cambió; los remolinos ilusorios se movieron para pintar de nuevo el lienzo.
Unas siluetas extrañas y envueltas en lino blanco cavaban en las inhóspitas arenas. Momias, las llamaban. Los ungidos. Cientos, miles de momias trabajaban en una profunda excavación y extraían un mineral azul. Carros y carros cargados de mineral serpenteaban en procesión hacia la ciudad.
Más allá, tres niños se detuvieron ante una barrera. La hermosa ciudad a un lado, los yermos áridos del desierto en el otro. Se susurraron mutuamente. Echaron un vistazo alrededor, se miraron unos a otros. Dudaron. Un niño atravesó la barrera. Los otros dos lo siguieron. Los tres fueron devorados por las arenas hambrientas.
Una nueva escena.
Un joven con el rostro borrado caminaba pesadamente por un jardín de estatuas. En las alturas, una nube creciente de anochecer atacó al sol. En algún lugar en el exterior del jardín se oyó un rugido atronador.
Cambio.
Nissa vio un mundo, luego decenas y cientos de ellos. Miles. Vio aquel mundo, el mundo de Amonkhet, y enroscada a su alrededor había una línea oscura y fibrosa. La línea se extendía por todos los mundos, por los miles de mundos, y vio una línea intacta de oscuridad que se remontaba desde Amonkhet hasta el inicio de la línea.
Cambio.
Un gran disco dorado, moldeado y estilizado como un sol, descendía del cielo. El disco solar se aproximó a una enorme losa circular de piedra con símbolos extraños. Los dos discos se fusionaron y se convirtieron en un único disco dorado. En este aparecieron grietas, pequeñas al principio, pero luego se agrandaron y expandieron. El disco se hizo pedazos y dio paso a la nada.
Las escenas cambiaban a mayor velocidad, apenas formando imágenes antes de sustituirlas por otras. Una antorcha crepitante. Un reloj roto con una superficie limpia. Una cabeza momificada miraba hacia atrás en lo alto de un cuerpo momificado. Un árbol partido derramaba su savia en el suelo. Un escudo roto, cuyos trozos metálicos y brillantes yacían hechos pedazos y dispersos.
Cerró los ojos ante el torrente de imágenes, pero estas siguieron acudiendo a su mente y la hicieron desplomarse en medio del aire. Un dragón descendía. Gigantes cubiertos de azul metálico pisoteaban las calles. Un inmenso destello de luz consumía un mundo.
Un ángel descendía del cielo.
Nissa abrió los ojos y el ángel siguió descendiendo. Era el ángel de su pesadilla. El ángel que le recordaba a Emrakul.
El ser abrió los ojos, pero a diferencia del sueño, de ellos no salieron serpientes. Solo eran orbes blancos e inexpresivos. El ángel aterrizó delante de Nissa.
—¿Por qué pierdes el tiempo? Te he mostrado las sendas del poder. Utilízalo. —La voz del ángel era melodiosa, una brisa fresca. Hermosa. Tan hermosa como lo era Amonkhet, con su horror subyacente.
Nissa intentó reunir su poder, pero no ocurrió nada.
"Puedo hacer lo que quiera. Cualquier cosa que me plazca".
Pero no podía. Permaneció allí, clavada en el suelo, y el ángel continuó hablando con su hermosa voz.
—¿Eres un peón? ¿O una reina?
—¿Quién eres? —gritó Nissa. Sabía que no podía ser Emrakul, encerrada en plata a mundos de distancia. No era más que otra ilusión, otra creación nacida de la magia y sus propios pensamientos—. ¡Déjame en paz! ¡Vete! —Nissa inclinó la cabeza con agonía, sufriendo un dolor intenso. Cerró los ojos, pero el ángel siguió allí, claramente visible aunque apretara los párpados con fuerza.
—Nissa Revane, ¿eres un peón o una reina?
—No... No lo sé. Solo quiero...
―¡No! —La voz del ángel se volvió fría y dura—. ¡Esa pregunta está mal! ¡Tanto los peones como las reinas siguen siendo piezas! Piezas que aguardan a que las dirijan.
El ángel colocó una mano en la barbilla de Nissa y le levantó la cabeza amablemente para mirarla a la cara. No había amor en aquella mirada, pero se sintió reconfortada igualmente. El dolor que había sentido en la cabeza desapareció.
—Deja de ser una pieza, Nissa. Sé la mano que dirige. —Entonces se oyó un gran estruendo detrás de Nissa. El ángel miró por encima de ella y algo cambió en sus ojos. Sin mediar palabra ni despedirse, el ángel levantó el vuelo y pronto se convirtió en una mota en la lejanía.
Una nueva voz retumbó por encima de Nissa.
—¿Quién osa mofarse de mi prueba?
Nissa levantó la vista. Un ibis gigantesco se alzaba ante ella, ataviado con una túnica azul de ribetes dorados y portando un largo bastón con filo en un extremo. Compartía la mirada penetrante y casi cruel de la efigie de su templo. Pero aquello no era una efigie: era el mismísimo dios, Kefnet.
Y no parecía contento.
Nissa se había enfrentado a titanes eldrazi y magos demoníacos, pero jamás se había sentido tan abrumada por el poder puro como se sentía en presencia de la deidad con cabeza de ibis.
Sus pensamientos y todo su ser luchaban por conservar la coherencia delante de Kefnet, una lucha tan fácil como la de una pila de hojas resistiendo un vendaval.
—¿Quién eres, mortal? —Pensamientos y recuerdos arrancados de su cabeza en contra de su voluntad; su mente quedó como semillas de diente de león esparcidas por un campo. Era inútil oponerse. Decidió fluir con el vendaval e intentar salir por el otro lado.
»Ya veo. ¿Por eso decidiste venir aquí? ¿En busca de respuestas? —Nissa no pudo interpretar el tono del dios, ni leer su rostro ni comprender nada de lo que ocurría en los alrededores. Toda su atención se concentraba en mantener la coherencia. Y estaba perdiendo la batalla.
»Tengo una respuesta para ti, mortal. Una de las más antiguas. El conocimiento no se regala: se consigue. Solo los dignos merecen el conocimiento. —La presión de Kefnet en sus pensamientos iba en aumento—. Los indignos merecen la nada. La disolución es mi acto de generosidad para contigo. La nada es mejor que la ignorancia.
Estaba a punto de desintegrarse.
—No... —Fue la única palabra que consiguió articular. Pensó en la maldad de Nicol Bolas, en cómo había corrompido a Kefnet y los demás dioses, pero todos sus pensamientos resultaban vapuleados por el tacto de Kefnet. Parecía que el dios ignoraba o no daba importancia a la influencia de Bolas en su esencia.
Incluso entonces, Nissa podía ver a través de la esencia del dios, hecha del propio mundo. Las líneas místicas corrompidas de Amonkhet eran los mismos hilos de corrupción que presentaba Kefnet; una extraña fusión de poder y virulencia, adversa al deseo de Nissa de preservar la belleza natural de los mundos. Las líneas místicas en el interior de Kefnet eran fibras diminutas, unidas tan firmemente que resultaba fácil pasarlas por alto.
El dios del conocimiento estaba hecho de líneas místicas. Líneas que ella podía manipular.
Desesperadamente, Nissa tejió un hechizo en los pocos segundos que le quedaban. Una infusión de magia surgió de sus manos e impregnó las líneas místicas de Kefnet, penetrando en su superficie cubierta de hoyos. Guio la magia a través de la esencia de Kefnet.
Recordó lo que había presenciado: la corrupción de los dioses a manos de Nicol Bolas, una hélice oscura en el cielo nocturno. No podía deshacer lo que él había hecho, pero utilizó parte de ese conocimiento para crear un pequeño patrón de factura propia.
Encontró el hilo que buscaba. Tiró de él y añadió una nueva fibra de maná a la mezcla.
El vendaval cesó. Kefnet permaneció allí, completamente quieto mientras los pensamientos de Nissa volvían a ser solo de ella. Respiró hondo, todavía temblando y consciente de lo cerca que había estado de quedar reducida a nada.
―Puedes marcharte, iniciada. Has superado la prueba. ―El dios con cabeza de ibis apenas parecía ser consciente de su presencia mientras se alejaba volando hacia otro lugar.
El hechizo había sido torpe, basto. Nissa no era más que una aficionada manipulando dioses. No, manipular era un verbo demasiado fuerte. Solo había alterado al dios lo suficiente como para que no quisiera destruirla. Pero había funcionado. Todavía era capaz de respirar, vivir y pensar. "Pensar... En verdad es un don. Un don que debo utilizar más".
Y por muy aficionada que fuera, había tejido su propio patrón en el interior de Kefnet. Era un hilo del que podía tirar... y aunque aún no sabía qué conseguiría con ello, sospechaba que se presentaría la ocasión de averiguarlo. Se había cansado de ser un peón que reaccionaba a las pesadillas y los fracasos y nunca se anticipaba a ellos.
Puede que incluso el destino de una reina se le quedara pequeño.
Oyó una voz, su propia voz, clara como una campanilla de cristal.
―Sé la mano que dirige.
Nissa disipó las ilusiones de los alrededores. Todavía se encontraba en la antecámara por la que había entrado, pero ahora estaba sola. Empujó la puerta de regreso a la ciudad y esta se abrió para revelar el panorama del brillante y peligroso mundo exterior. Cruzó el umbral con paso firme.
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Perfil de Planeswalker: Nissa Revane