Cuando Lukka emergió de la Eternidad Invisible, la humedad y el calor le golpearon en las entrañas. La luz verde enganchada en las turbias copas de los árboles, el sabor rancio a carne podrida en el aire, los chirridos metálicos de bestias distantes, el chapoteo del musgo empapado bajo sus pies... Todos estos detalles le indicaban que no había llegado al lugar correcto.

Ilustración de Alayna Danner

“Por la vida de todos los planos, mantendremos la guardia”. ¿Cómo podría hacer eso desde... aquí?

No estaba con el resto del equipo de ataque. Este no era el lugar de encuentro. Los pirexianos debieron de emplear una nueva defensa ante la llegada de los planeswalkers: una vez más, iban un paso por delante. Debería haber sabido que no se podía confiar en que Jace y los demás llevaran a cabo correctamente una operación militar. Cuando el telépata lo localizó, Lukka se imaginó que lo atacaría por lo que había hecho en Ikoria y en Strixhaven. Para su sorpresa, lo que hizo Jace fue reclutarlo, argumentando que su experiencia militar sería esencial para el éxito de su misión de infiltración. Lukka había tenido reparos al principio. Pero cuando Jace le dijo que Pirexia amenazaba a Ikoria, no pudo quedarse de brazos cruzados. Su hogar aún le importaba demasiado.

—Así que aquí estoy —murmuró para sí, mirando a su alrededor—. Aunque a saber qué es este lugar.

Irritado, Lukka le propinó una patada a un trozo de césped empapado y salpicó un árbol cercano. El suelo estaba plagado de agujeros inundados y de gruesas raíces: era prácticamente intransitable. Unas venas palpitantes transportaban aceite negro a través de la densa maleza y los troncos de los árboles estaban erizados con pequeños serpollos, ramas que brotaban hacia la luz del sol. Alzó la cabeza y le pareció que podría andar por las ramas de arriba.

Profusión arbórea y una vegetación pútrida y mecanizada. Tenía que ser ese lugar que habían mencionado: el Laberinto de los Cazadores.

Se planteó por un momento la posibilidad de cambiar de plano y regresar, pero, dado que había llegado aquí inesperadamente, no había garantías de que acabara donde pretendía. Podría verse en una situación incluso peor. No, treparía e intentaría volver con los demás.

“Si encuentro una criatura que pueda tomar y dominar, podré trazar mi ruta hacia la fortaleza de Elesh Norn”. Cabía la posibilidad de que Lukka aún tuviera tiempo de llegar al encuentro y retomar la misión.

Se acercó al tronco del árbol y unas hojas similares a manos, acobardadas, se apretaron y formaron puños.

Sacó su arpón de la vaina que llevaba en el brazo izquierdo, apuntó y lo lanzó hacia arriba. El arpón se enganchó en una rama alta y el árbol se estremeció, rezumando una mucosidad rojiza por las heridas. Lukka tiró de la cuerda para asegurarse de que estaba bien sujeta y apoyó los pies en los surcos del tronco. Luego, se impulsó y empezó a subir.

No era muy diferente a escalar los acantilados de su tierra. Dijeran lo que dijeran los demás, Nueva Phyrexia no era más que un plano como cualquier otro.


Un grito furioso hendió el aire e hizo huir a una bandada de criaturas anidadas en el hueco del árbol. Estos seres, de relucientes picos dentados plateados y alas del color húmedo del hígado crudo, aletearon erráticos y asustados hasta que viraron hacia el origen del grito.

Lukka soltó un improperio. Su cuerpo, ya agotado por la larga subida, temblaba en un momento de vacilación. Le dolían las manos y le estaban saliendo ampollas, pero no podía dejar que nadie luchara solo en este lugar. Además, esta podría ser su oportunidad de dominar a la fauna local.

Apretando los muslos contra el árbol, arrancó el arpón de la rama, desenredó la cuerda y la guardó. Luego se dejó caer sobre la plataforma inferior. Las criaturas, que volaban en círculos, le daban indicios de la dirección, y se dirigió hacia allí al trote, saltando de rama en rama. La emoción expulsó la fatiga de su cuerpo, convirtiendo su temblor en fuerza y preparándolo para la batalla que se avecinaba.

Sobre una rama ancha, una elfa esbelta que blandía lo que parecía una espada de madera luchaba junto a una mujer vestida de blanco y oro cuyo largo filo fluía como el agua. Lukka ya las había visto antes: la elfa era Nissa y la mujer se llamaba... la Errante.

Ilustración de Alix Branwyn

Un constructo vil en el que parecían entremezclarse lo peor de una máquina y un organismo las atacó. Sus cuatro patas estaban fusionadas en ángulos extraños, pero el pirexiano tenía una gracilidad letal. La Errante, un contorno raudo y borroso de prendas blancas y espada reluciente, hizo retroceder al titán pirexiano para dar a Nissa algo de margen para lanzar hechizos. Los tatuajes de la elfa brillaban con un tenue color verde. Con su capa verde girando en torno a ella, canalizó un hechizo. Las hojas metálicas de un árbol temblaron y fueron arrancadas como por una mano invisible. Luego, se arremolinaron en el aire y descendieron hacia la abominación formando un tornado. Los afilados bordes metálicos destrozaron a la criatura, que derramó su sangre gris verdosa.

No obstante, las dos mujeres no habían visto a la segunda bestia, que se cernía sobre ellas en una rama, dispuesta a abalanzarse.

Lukka estableció contacto con ella mediante la eludha, el vínculo que podía forjar entre él y otra criatura. Sintió la mente de la bestia, metálica y brillante, con elementos biológicos pulposos e infrautilizados. La agarró y apretó. Lukka casi notaba sangre en la boca, con su sabor ferruginoso concentrándose en su lengua. El pirexiano se quedó inmóvil, incapaz de seguir avanzando. Sentía cómo se rebelaba contra su agarre, una lucha encarnizada dentro de su cráneo.

Nissa y la Errante aprovecharon su ventaja contra el titán centauro herido, avanzando por la rama. La criatura cayó, su cuerpo se deslizó sobre la rama y provocó que todo el árbol se estremeciera. La Errante saltó sobre su lomo y, con un tajo de su espada, decapitó a la bestia. Luego, con un extraño destello de luz, se desvaneció.

¿Había cambiado de plano? En ese caso, era un momento extraño para hacerlo.

Nissa avanzó a grandes zancadas y le propinó una patada al titán centauro, que se desenganchó de la rama y empezó a caer estrepitosamente hacia el suelo del bosque. Limpió su espada en la capa y la envainó.

—No te confíes. —Lukka avanzó hacia ella—. Sometí a otra bestia que pretendía emboscarlas desde arriba.

—Gracias. —Nissa se volvió y le cambió la cara—. Lukka.

Este asintió y señaló con la cabeza al titán centauro que tenían encima, que descendió de la rama alta hasta la plataforma con tanta suavidad que la rama en la que estaban ni siquiera se balanceó.

—Quería arrancaros la carne de los huesos.

—Ni siquiera sé cómo acabamos aquí —dijo Nissa.

—Pretendo llegar a lo más alto —respondió Lukka—. Cuando estemos más arriba podremos orientarnos y trazar una ruta hacia la fortaleza de Elesh Norn.

—¿Y cómo piensas orientarte en este laberinto?

Lukka, con un movimiento de cabeza, señaló a la monstruosidad pirexiana. Se había entregado a él por completo. Debería haber sabido que dominar a una criatura medio mecánica resultaría fácil. No tenía el mismo instinto de supervivencia ni el mismo sentido del yo que un animal. Era un mero constructo.

—¿Formaste un vínculo con él? —preguntó Nissa.

No parecía contenta de que le hubiera salvado la vida. Lo miró con desconfianza y preocupación. Él conocía esa mirada y la odiaba: le había hecho lo mismo la primera vez que se había vinculado a un monstruo.

—Puede guiarnos y protegernos hasta que lleguemos a la cima.

—No creo que sea buena idea que te vincules a un pirexiano —dijo Nissa, tajante—. Destruyámoslo.

—Llevo toda la vida luchando contra monstruos. —Frustrado, Lukka se apartó de ella—. Puedo soportarlo.

Nissa no pronunció ni una palabra, lo cual era bastante revelador.

—Te prometo que, si me pasa lo más mínimo, aunque sea un dolor de barriga, acabaré con la criatura —dijo Lukka.

Nissa lo miró fijamente, insegura, y luego escrutó el entorno del Laberinto de los Cazadores. Lukka imaginó que estaba evaluando su capacidad para sobrevivir sola, sin él, y que no se veía capaz. Finalmente, suspiró.

—Esto no me gusta —dijo Nissa.

—Cumpliré mi palabra —respondió él, irritado.

Nissa asintió.

—Busquemos la mejor ruta para salir de aquí.

Lukka sumergió su mente en la conciencia del titán centauro. Sus pensamientos eran confusos, de ira dura y brillante, de astucia espesa y viscosa. Percibió los confines del territorio en el que moraba el ser y los caminos que recorría con frecuencia.

—Ah —dijo con un suspiro de profunda satisfacción—. Hay que subir.

—Eso podría habértelo dicho yo —replicó Nissa, que parecía molesta.


En el Laberinto de los Cazadores, lo de subir era más fácil decirlo que hacerlo. En primer lugar, para llegar a un “árbol” que se pudiera trepar, Lukka y Nissa tuvieron que salvar un gran abismo entre las ramas monolíticas. Por suerte, y como Lukka había esperado, el pirexiano resultó útil.

Obligó al titán centauro a desplegar su enorme cuerpo entre los huecos de las ramas y ambos caminaron sobre él como si de un puente se tratara. Lukka sentía cómo se movía la carne de la criatura bajo sus pies mientras respiraba. Los pies de Nissa eran como un golpeteo agudo a lo largo de su columna vertebral. ¿Acaso quería la elfa que él sintiera cómo le clavaba las botas?

Cuando llegaron a la ruta más despejada para subir —un árbol sin ramas con pocos escondrijos desde los que pudieran emboscarlos los depredadores—, Lukka se montó en el titán centauro y le tendió la mano a Nissa. Ella lo ignoró y se subió a duras penas, apretando las piernas contra del cuerpo del centauro como si fuera un caballo. Eso le irritó. Incluso el penetrante olor a limón de ella le molestaba. ¿Se había lavado la larga cabellera negra con agua de limón como preparación para la batalla?

No era él quien había elegido a sus aliados. Debía cumplir las órdenes y seguir con la misión, como cualquier buen soldado, y respetar el vínculo que suponía luchar junto a una aliada.

Con un movimiento de su mente, instó al titán centauro a subir al árbol. Apenas necesitó guiarlo. Subía a saltos y las articulaciones adicionales de sus miembros hacían que se moviera a trompicones, balanceándose. Le costaba sujetarse y moverse con él.

Nissa parecía incómoda.

Lukka alzó la cabeza y vislumbró un hueco entre las ramas con su visión duplicada, mitad suya y mitad del pirexiano.

—Sujétate bien.

—Estoy lista.

El titán centauro pirexiano dio un salto. La libertad momentánea de la caída libre atravesó a Lukka y se precipitaron hacia delante al aterrizar. El impacto le sacudió la columna vertebral del planeswalker.

Luego, el centauro se impulsó hacia delante, hacia la plataforma que sobresalía de un árbol sin ramas. Parecía un soporte metálico fúngico recubierto de brillantes manchas verdes, similares a líquenes.

El titán centauro clavó sus afiladas extremidades delanteras en el árbol y comenzó a ascender. Lukka se inclinó hacia delante, acercando su centro de gravedad al lomo del centauro. Sentía cómo cada parte de la bestia se esforzaba al subir, cómo latía con fervor su corazón orgánico, cómo crujían sus articulaciones metálicas por el peso combinado de los dos planeswalkers. Nissa se aferraba a Lukka, agarrada a su cintura con su esbelto brazo y con la mejilla contra su espalda.

Lukka concluyó que solo le molestaban sus pies: sus puntiagudos talones se clavaban en el cuerpo del centauro y sentía su eco en las costillas.

No siempre había sido tan alto y tan fuerte como ahora. Una vez, antes del estirón de la adolescencia, un grupo de chicos mayores lo había acorralado. Por aquel entonces ya sabía que era diferente, aunque no distinguía la razón. A algún nivel, los otros chicos se habían percatado de que había una barrera invisible que le impedía ser uno de ellos. Lo acorralaron cinco contra uno. Resolvió retirarse, pero le pusieron la zancadilla. Mientras se protegía hecho un ovillo de los golpes que le llovían, tuvo que tomar una decisión: ¿la cabeza o las costillas? Se cubrió el cráneo con los brazos y aguantó.

Se lo hizo pagar más tarde, faltaría más. Se arrepintieron.

Quería que Nissa se detuviera, que dejara de clavar los talones. “Basta”.

Sabía que la elfa tenía que agarrarse bien, y eso hacía. Lukka no dijo nada: al fin y al cabo, no eran sus costillas.

El Laberinto de los Cazadores parecía murmurar a su alrededor, como si un viento invisible agitara sus ramas, pero ninguna ráfaga turbó el vello de su nuca. Las esporas caían flotando en un remolino de motas verdes y brillantes.

Unos pequeños globos oculares, que abultaban como nudos en la madera, se abrieron para ver pasar a Lukka y a Nissa. Un follaje formado por lo que parecían ser helechos desplegó sus hojas como si ansiara la sangre de él. Unas pequeñas criaturas metálicas semejantes a cangrejos correteaban entre charcos aceitosos. Podía sentir su interconexión: los pirexianos que vagaban por la zona estaban unidos al Laberinto de los Cazadores con enredaderas metálicas. Eso sí que estaría bien, ¿no? Dominar todo un ecosistema...

“Imagínate el poder...”.

Sobrevino un destello de luz blanca.

—¡Cuidado! —gritó la Errante. Había aparecido de la nada en un árbol frente a ellos y ahora se aferraba al tronco con un abrazo de oso para no caerse.

Lukka buscó el peligro.

Unas alas coriáceas se abrieron cerca de su cabeza y una monstruosidad pirexiana se abalanzó hacia el rostro de Nissa con sus garras empapadas de aceite. Nissa se agarró fuertemente a Lukka con una mano y se dispuso a desenvainar su espada con la otra. Lukka trató de retorcerse, de esquivar a la criatura, pero esta se encontraba justo detrás de él. No podía sujetarse al titán y luchar al mismo tiempo.

La monstruosidad volaba en torno a ella, atacando el brazo con el que Nissa se aferraba y desgarrándole la mano para que no pudiera desenvainar la espada.

Ilustración de Lorenzo Mastroianni

Lukka estableció contacto mental con el titán centauro pirexiano y le dio una orden: “sujétame”. Este lo hizo, pero no de la forma que él pretendía. Del torso de la criatura brotaron tentáculos venosos que perforaron la piel del hombre y se deslizaron por sus entrañas para enrollarse en su columna vertebral. Debería haberle dolido, pero no fue el caso. “Esto no es lo que quería decir”. Cada fibra dejaba a su paso un frío entumecimiento. Lukka se sintió uno con la criatura: su columna estaba revestida, sus huesos, bien sujetos.

Se retorció. Ahora que tenía los brazos libres, desenvainó el arpón y lo lanzó contra su atacante, clavando en un árbol a la sorprendida monstruosidad pirexiana, cuya sangre aceitosa le salpicó la cara. Tiró de la cuerda para arrancar el arpón y la enrolló para traerlo hacia sí. El cuerpo cayó al suelo.

Los carroñeros de color pardo se lanzaron tras el cadáver con gritos de alegría. “Solo los más fuertes merecen sobrevivir”.

—Aquí no sirvo de nada —murmuró la Errante, que observaba a Lukka desde el árbol en que estaba. Después se desvaneció.

Nissa lo miraba horrorizada, con los ojos verdes abiertos como platos. La elfa tenía sangre en la cara. ¿Tendría una herida en la cabeza? A veces, los cortes poco profundos en el cuero cabelludo sangran mucho y parecen más graven de lo que son. Pero si tuviera un traumatismo craneal grave, no podría luchar. Necesitaba saber si podía contar con ella. Extendió la mano para echarle el pelo hacia atrás. Ella retrocedió instintivamente y empezó a deslizarse en la montura, amenazando con caer. Lukka la agarró y el peso extra hizo que el titán centauro apretara sus ataduras internas; estaba bien arraigado en su interior.

Nissa dejó de resistirse y analizó el entorno como si buscara un lugar donde poder soltarse. Pero no había nada: solo el resbaladizo tronco metálico y una gran caída hasta el suelo. Podía o bien agarrarse o bien darse por vencida y cambiar de plano. Decidió agarrarse, pero con el ceño fruncido y los labios apretados.

El titán centauro y el vínculo de Lukka con él los habían salvado a ambos.


Nissa y Lukka habían llegado a un punto elevado del dosel del Laberinto de los Cazadores. Allí la luz era más brillante, de un amarillo más cálido e intenso, como la mantequilla. El “árbol” que escalaba el pirexiano se había estrechado y era tan fino que se tambaleaba por su peso.

“Mereces poder. Eres fuerte. Aquí se recompensa la fuerza. Los débiles son eliminados”.

No sabía si a Nissa le resultaba igual de evidente que a él, pero ahora estaban a una altura que les permitía volver a avanzar en horizontal, tal vez hasta llegar a la linde del bosque. Las ramas entrelazadas, nudosas como la madera pero hechas de metal y carne, formaban una red de sendas por las que transitaba la vida. Las hojas brillaban y los estomas, del tamaño de puños, se abrían y cerraban para que respirasen los árboles. Las bayas, tan grandes como cabezas cortadas, colgaban en racimos. Las flores, de color rosa intestino y fétidas como la carroña, vertían aceite negro.

El planeswalker no se había dado cuenta de lo hermoso que era todo hasta ahora.

El titán centauro saltó de su árbol al siguiente, aterrizando con fuerza en otra plataforma fúngica. Lukka le ordenó que retirara sus tentáculos y lo hizo sin protestar. Desmontó y Nissa le miró el estómago, pero no había señales de que el pirexiano hubiera estado en su interior, salvo unos cuantos desgarros en la camisa, que podría haberlos causado cualquier cosa. Ni una gota de sangre teñía la tela.

Nissa caminó hasta el borde de la plataforma y miró a su alrededor como si buscara una ruta. Al no encontrar nada, sacudió la cabeza. Lukka tuvo la sensación de que si el camino se hubiera dividido, ella le habría sugerido que se separaran. Pero no era el caso. La vegetación era tan densa que solo podía ver un camino por el que avanzar. De modo que la planeswalker tendría que decidir si acompañarlo o cambiar de plano para volver a su hogar. La mente del pirexiano le había dicho cuál era la ruta correcta.

—Sigo sin ver la salida —dijo Nissa, que se puso a su altura, entrelazó los dedos y los estiró, mirando hacia arriba.

—Está ahí.

Sentía el calor vivificante del sol en la espalda. Al darle unas vueltas, se percató de que estos árboles eran organismos perfectos, grandes y fuertes aun con el poco sustento que tenían. “Tú también eres así. Siempre has aceptado lo que te ha tocado en suerte. Te las arreglaste lo mejor posible con lo que tenías”.

El camino conducía a una abertura semejante un esfínter. Estaba abierta, palpitando en la penumbra.

—Vamos —dijo Lukka mientras se internaba.

—Espera... —Nissa lo siguió y luego se detuvo.

La abertura se cerró tras ellos y Nissa se giró hacia su compañero, mirándolo con desconfianza, pero no dijo nada.

Él reanudó la marcha. El titán centauro pirexiano avanzaba a paso ligero, obediente.

El olor del pasadizo le evocaba a Lukka un campo de batalla por el hedor a sangre y materia fecal. Una pátina de enfermiza y tenue luz verde recubría las paredes que lo rodeaban, que se proyectaban y movían hacia delante como las vellosidades de un intestino.

Nissa, aun con reservas, lo siguió. Se disponía a criticarlo, pero no es que ella tuviera un plan mejor. Él era quien los había llevado a ambos hasta aquí, prácticamente arrastrando su peso muerto. Ni siquiera sabía por qué Nissa había decidido participar en este ataque.

“Los menos dignos deben perecer para dejar paso a los más inteligentes y despiadados”.

Lukka siempre había creído en la meritocracia. Excelencia, habilidad, entrenamiento, talento: así había ascendido a la capitanía de su escuadrón.

Un movimiento entre la camisa y la piel captó su atención. Metió los dedos por los agujeros de la ropa, esperando encontrar un mosquito atrapado.

Algo suave y similar a una ventosa le agarró el dedo.

Lanzó una mirada a sus espaldas, pero Nissa estaba escudriñando el pasadizo en busca de peligro. No lo miraba.

Echó un vistazo por un agujero de la camisa. Dentro de él aún quedaban algunas radículas pirexianas que ahora le besaban los dedos, como anémonas de mar.

“¿Y si nunca sintieras dolor ni miedo? ¿Y si solo sintieras certeza y pertenencia, el convencimiento de que lo que haces está bien porque eres tú quien lo hace?”.

—¿Qué pasa? —preguntó Nissa.

Lukka sacó los dedos con una punzada de culpa. Le había asegurado que se echaría atrás si experimentaba algún cambio físico como resultado de su vínculo con la abominación pirexiana. Pero aquellos tentáculos delicados y húmedos que le palpitaban en la punta de los dedos no le causaban dolor. Se sentía más sano, fuerte, confiado... Más él mismo de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Sonrió a Nissa.

—Creo que me magullaste las costillas durante la subida. Te agarrabas con mucha fuerza. Estarías asustada, ¿verdad?

—¿Estás seguro de que vamos por el buen camino? —respondió Nissa con el ceño fruncido.

—Segurísimo.

A su alrededor, las paredes suspiraron satisfechas. Avanzó más y más hacia el sonido. ¿Lo habría oído Nissa también? Le pareció oír voces. No eran susurros, sino murmullos. Quizá se dirigían hacia un grupo de planeswalkers que también se separaron durante el ataque inicial. Pero lo más probable, supuso, es que caminaran hacia el enemigo.

Hubiera pensado que después de la escalada y de varios combates estaría dolorido, pero no era así. Sentía las rodillas diferentes, al igual que las articulaciones de las caderas, como si se hubieran reorganizado con un esquema más fuerte y eficaz.

“Hay fuerza en el cambio y poder en la flexibilidad. Solo importa ganar”.

Un enjambre de criaturas parecidas a sanguijuelas surgió de las vellosidades que los rodeaban. Sus cuerpos afilados como cuchillas y de dientes relucientes se precipitaron hacia Lukka con sorprendente rapidez. El titán centauro pirexiano respondió con presteza, aplastando a las criaturas pulposas.

La Errante se materializó junto a ellos. Durante una fracción de segundo pareció confusa, pero luego se lanzó a la acción, desenvainando la espada y rebanando a las criaturas con largos y devastadores tajos.

—Salgo de un peligro y me meto en otro —murmuró.

Nissa despedazó a las criaturas con su espada y las apartó a patadas antes de que pudieran treparle por las piernas. Lukka ni siquiera sacó el arpón. No sería eficaz contra criaturas tan insustanciales como estas: eran tan pequeñas que podría agarrarlas y partirlas en dos. Sentía como si sus manos y sus dedos fueran afilados, metálicos. No recordaba cuándo se había producido ese cambio, pero debía de ser reciente. Rajaba con las uñas a las innumerables criaturas, esparciendo perlas de vísceras púrpuras por el suelo. Pero no dejaban de venir más.

El suelo se despertó, agitándose, y Lukka se dio cuenta de que se habían topado con la criatura madre, incrustada en el suelo del pasadizo, con las crías enterradas en su carne como pústulas. El suelo volvió a convulsionarse, surgieron dientes y se abrieron múltiples bocas a sus pies.

La Errante aulló y corrió para huir de la boca de la bestia.

Nissa agarró de la mano a Lukka y tiró de él hacia delante. Los dos saltaron para evitar las fauces de la bestia y cayeron al suelo que tenían delante, más plano, seco y metálico.

Detrás de ellos, la bestia madre emergió y se enroscó alrededor del titán centauro pirexiano para engullirlo. Su dolor atormentado y furioso resonó en el interior de Lukka. ¿Cómo pudo pensar que aquella criatura era mecánica y carente de emociones? No, había estado sometida, a la espera, evaluándolo... Corrió hacia delante.

—¡No lo hagas! —exclamó Nissa—. ¡Déjalo!

Pero una fuerza que nunca antes había sentido lo recorrió, y se lanzó hacia delante en un salto que desafiaba la gravedad, impulsándose hacia las fauces centrales de la criatura. “Estos cambios no parecen tan malos, Nissa. Son útiles, más que nada”.

Sus uñas brillantes como el metal y sus manos eran tan afiladas que con ellas rebanó por la mitad a la monstruosidad madre. Separó un pliegue de carne y liberó a su pirexiano. La criatura captora, partida en dos, se estremeció con viscosos estertores hasta que los chorros arteriales se ralentizaron y finalmente murió. Sus crías se dispersaron y huyeron.

El titán centauro pirexiano avanzó tambaleándose y se tendió, postrado de gratitud, a los pies de Lukka.

La Errante había cortado una tira de tela blanca de su ropa para vendar una herida en el antebrazo de Nissa. Una de esas sanguijuelas debió de haberle arrancado un trozo de carne.

—¿Tienes fuerzas para continuar? —preguntó Lukka intentando ser comprensivo. “Solo los supervivientes merecen vivir. Los fuertes tienen el derecho y el deber de matar a los débiles”.

—Deberíamos cambiar de plano e irnos de aquí —respondió Nissa.

—Casi llegamos al centro del laberinto —replicó Lukka.

—Intentábamos salir. Nos dirigíamos a la superficie —dijo Nissa, dirigiéndole una mirada gélida.

Lukka frunció el ceño. No recordaba cuándo habían cambiado sus objetivos. ¿Habían cambiado? Sentía que siempre había ido en esta dirección. Reflexionó al respecto, mirándose los brazos y las manos. El problema de luchar contra las criaturas con nada más que sus manos era que, evidentemente, le habían mordido por todas partes. No se había dado cuenta entonces y ahora no le dolía. Las heridas ya habían empezado a cerrarse con gruesas costras negruzcas.

—¿Tú qué piensas? —preguntó finalmente Lukka a la Errante—. ¿Te pusiste en contacto con los demás planeswalkers? ¿Nos retiramos?

—No —dijo negando con la cabeza tras vacilar—. Vi gran parte de este plano mientras intentaba mantenerme estable. Una de las cosas que vi fue a Vórinclex.

Lukka se rascó una costra y, al desprenderse esta, vio en la herida un movimiento serpenteante, como de gusanos. Debajo, su cúbito relucía: era metálico. Se maravilló de que una herida tan profunda ni siquiera le doliese.

—Vórinclex —repitió Nissa.

—Sí —dijo la Errante—. Estamos cerca. Al menos, ustedes lo están. Además, creo que Vórinclex se recuperó de su viaje a Kaldheim. Tenemos que acabar con él antes de que haga daño a alguien más.

—No vinimos a hacer eso —repuso Nissa—. Deberíamos volver con los demás.

—Sí, no es parte de la misión —puntualizó Lukka que, por una vez, estaba de acuerdo con ella.

—Aprovechemos esta oportunidad —contestó la Errante que, un segundo después, con un destello de luz blanca, cambió de plano involuntariamente.

Nissa parecía pensativa.

—No sé si lograríamos encontrar a los demás aunque lo intentásemos. Sin embargo, quizá les sea de ayuda que matemos a uno de los aliados de Norn.

Lukka reflexionó y llegó a la conclusión de que llegar tan lejos y no atacar sería de cobardes.

—Tienes razón, igual que la Errante. Eliminemos a Vórinclex.

Nissa lo escrutaba como si midiera su valía como aliado.

—¿Por dónde se va?


El trayecto fue fácil a medida que se acercaban al centro del laberinto: o estaba desguarnecido o un depredador más grande había devorado a las monstruosidades más pequeñas. Un denso murmullo de voces, todas ininteligibles, era tan fuerte que hacía imposible pensar.

Lukka se preguntaba por qué a Nissa no parecía afectarle en absoluto. Quizá era más dura de lo que creía.

Todas las vellosidades que recubrían las paredes del laberinto se agitaban como si una corriente invisible tirara de ellas hacia el medallón central. En la cámara de Vórinclex, las vellosidades se hicieron más gruesas, largas y pálidas, de un blanco amarillento y reluciente, y el suelo dio paso a un agujero cavernoso que parecía la boca de una estrella de mar. Oyó un choque metálico, el inconfundible sonido de una espada contra otra, seguido del duro chirrido del filo deslizándose al rechazar un ataque. Entonces los vio.

Vórinclex estaba luchando contra una elfa pirexiana bajo las monstruosas calaveras que colgaban del techo. La elfa parecía recubierta de placas de metal cobrizo fundidas y no necesitaba una espada: su brazo era una cuchilla. Glissa, así se llamaba. Había tratado con ella brevemente una vez. Vórinclex se alzaba sobre ella, tres metros de metal, hueso y carne supurante. Arremetió con sus musculosos brazos contra ella como si intentara inmovilizarla en el suelo con sus enormes garras. Glissa esquivó a un lado con un giro mientras se carcajeaba, con los retorcidos flecos cobrizos de su cabello flotando en el aire.

Lukka no sabía si luchaban en serio o por entretenimiento.

Glissa flanqueó a Vórinclex, asestándole una estocada en los hombros peludos con el filo de su brazo, pero Vórinclex salió a su encuentro y rechazó de nuevo el golpe. Lukka nunca había visto a nadie entregarse al combate con tal júbilo. Los dos bailaban sobre las vellosidades paliduchas y tambaleantes del suelo, y parecían hasta flotar.

Ilustración de Krharts

—Nosotros dos quizá podríamos enfrentarnos a Vórinclex —susurró Nissa agarrando a Lukka de la muñeca—. Pero a Vórinclex y Glissa a la vez...

—Somos dos contra dos.

—Kaya dijo que apenas podía hacer frente sola a Vórinclex —respondió la elfa dirigiéndole una mirada penetrante.

—Seremos capaces.

—¿Tú no me escuchas? —siseó Nissa.

—Tenemos también a mi aliado. La abominación pirexiana.

Sin mediar palabra, Lukka cargó hacia la batalla. Nissa, detrás de él, soltó una retahíla de improperios que habrían sonrojado incluso a Chandra. Pero iba justo detrás de él, como sabía que haría: la elfa nunca dejaría que un aliado luchara solo.

Lukka se lanzó contra Glissa mientras Nissa luchaba contra Vórinclex.

Glissa se giró con un siseo y levantó sus manos con garras para defenderse. Lukka no necesitaba un arma para atacarla: él también tenía garras. Intercambió golpes con Glissa y esta sonrió; estaban perfectamente igualados. Hacía años que no se sentía así, desde su último gran combate de práctica con las Capas de Cobre. Glissa parecía sentir lo mismo y él se reía de pura felicidad.

Hasta que tropezó.

Glissa se impulsó hacia delante dispuesta a atravesarlo con el filo de su brazo. Él nunca se lo permitiría; no quería que la lucha terminase.

Utilizó su eludha y su aliado pirexiano irrumpió en el combate. “Sé uno conmigo”, le dijo, ansiando su poder, su fuerza. El pirexiano fluyó hacia él. Sus tentáculos se retorcieron dentro de su cuerpo y las radículas que tenía en su interior salieron a su encuentro. Sentía cómo el pirexiano se removía dentro de él y luego se fusionaba con él. Su piel se desgarraba como si fuera una fruta demasiado madura, más que preparada para este cambio. Su cuerpo se dobló hacia atrás como una flor que se abre y sus costillas se ensancharon para que el pirexiano se alojara en su interior. Los brazos de este ser se convirtieron en sus brazos.

Estaba dispuesto a obedecer hasta el final, a dar la vida para salvarlo. Menuda lealtad. El pirexiano era suyo, obediente y sumiso en todos los sentidos.

Su columna vertebral se convirtió en la del pirexiano, y ahora se erguía sobre sus patas, mucho más alto que Glissa. Conservaba sus brazos humanos, más afilados y definidos, pero tenía además un segundo par: los del pirexiano, de mayor alcance. Siempre había sentido que su arma formaba parte de él; ahora por fin era así. Trató de apuñalar a Glissa, que se movió grácilmente hasta encima de las vellosidades con una risa radiante y alentadora.

Ilustración de Chase Stone

El cara a cara de Lukka con Glissa le había acercado al de Nissa y Vórinclex. La planeswalker no lo había hecho mal: el magistrado tenía una docena de tajos por todo el cuerpo de los que manaba icor.

—Ve a por la elfa —espetó Vórinclex.

Nissa lanzó una rápida mirada a Lukka. Luego le dedicó otra; esta, de asco y horror. Retrocedió: la superaban en número y lo sabía.

Lukka avanzó hacia Nissa. Era uno con el titán centauro y, combinado con él, ambos eran más poderosos. La elfa retrocedió cautelosamente, con la ira y el miedo desdibujando el terror de sus facciones. Finalmente, lo temió. Lo respetó.

“Así es como debe ser. Los fuertes triunfan sobre los débiles. Así es la vida. Esto es lo que significa vivir”. Aprendió bien esa lección cuando se reveló su vínculo y su gente se volvió contra él. Siempre supo que quería ser el agresor, no el agredido, pues en este mundo solo existen dos tipos de personas. “Los hay que dan y los hay que reciben”. Nissa siguió retrocediendo lentamente hacia el pasadizo que habían utilizado para entrar en los aposentos de Vórinclex. Tenía la espada en alto para protegerse de los posibles golpes. Parecía estar pensando, intentando decidir si quedarse en el Laberinto de los Cazadores o cambiar de plano. Tenía que atraparla ahora, antes de que escapara. Levantó las manos y avanzó hacia Nissa, deleitándose con su agudeza: no necesitaba un arma, el arma era él.

La Errante volvió a materializarse entre Nissa y él, y levantó instintivamente la espada para detener la arremetida. Lukka la golpeó con las manos, pero ella encajó el golpe, apretando los dientes para aguantar el empuje, y le rechazó.

—¿Lukka? —Su ira de batalla también se transformó entonces en confusión—. ¡Nissa, corre!

Nissa le dirigió al planeswalker una mirada dolorida y furiosa.

Luego echó a correr.

—Por los Nueve Infiernos, así no... —dijo la Errante, que se desvaneció.

Glissa sonrió a Lukka. El mecanismo que le recorría la mandíbula y la mejilla revelaba su belleza pura. Se lo había ganado. Siempre había sabido que era diferente por su capacidad para establecer vínculos con los animales. Siempre había sabido que era mejor. Ningún monstruo de su plano natal podría plantarle cara ahora si volviera allí.

Por fin se había convertido en él mismo, en lo que estaba destinado a ser.

—Para —ordenó Glissa, y Lukka se detuvo, esperando más instrucciones—. Encuentra a la elfa, Lukka, pero no la mates. Nueva Phyrexia tiene reservado un uso para ella en la guerra que se avecina.

A su lado, oyó la risa grave y bronca de Vórinclex y sintió el placer que le producía a Glissa su confianza en sí mismo. Esbozó una sonrisa: el Laberinto de los Cazadores era extenso, hermoso y terrible, y había llegado el momento de buscar a su presa.