Han pasado muchos años desde que Sarkhan Vol salvó la vida a Ugin tras su combate contra Nicol Bolas. Más de mil años antes de la época natal de Sarkhan, Ugin duerme en una crisálida de edro. Por su parte, Sarkhan Vol desapareció en las corrientes del tiempo, que se lo llevaron hacia un destino incierto.

Para Sarkhan y Ugin, y puede que para el Multiverso entero, este giro de los acontecimientos representa un cambio positivo. Sin embargo, los actos de Sarkhan han puesto a los clanes de Tarkir en graves apuros. Las tempestades de dragones se han intensificado y los clanes están perdiendo cada vez más terreno. El kan de los Abzan, Dagatar, abdicó hace poco en la dragona Drómoka , en un intento desesperado por salvar a su pueblo.

En lo alto de las montañas de los Jeskai, el kan Shu Yun ha convocado una cumbre sin precedentes, una reunión de líderes que deben hacer lo imposible... De lo contrario, los propios kans desaparecerán de la faz de Tarkir.


―Aunque los clanes parezcan estar en conflicto, conviven en una sutil armonía ―dictaba Shu Yun mientras caminaba. Los únicos sonidos que se oían en la elevada torre eran sus suaves pisadas y el ligero rumor de un pincel surcando un pergamino.

»Los Abzan promueven la estabilidad y el comercio, patrullando las carreteras. Los Mardu viajan a lo largo y ancho del mundo, acabando con dragones que podrían amenazar a los otros clanes. Los Temur son un pueblo fuerte con profundas raíces espirituales y sus chamanes alertan a los demás clanes sobre los peligros que nos acechan a todos. Incluso los Sultai, aunque sean un pueblo traicionero, contribuyen manteniendo a raya las plagas y los horrores de las ciénagas. Por último, los Jeskai, que moran por encima de los demás en sus monasterios de las montañas, son la memoria de Tarkir; para ello, registran todos los relatos, secretos y verdades que podrían perderse en el tumulto de la historia.

Shu Yun, la Tempestad Silenciosa | Ilustración de David Gaillet

Mientras el kan dictaba, una iniciada con la cabeza afeitada entró y se arrodilló lentamente. Shu Yun sabía que esperaría durante horas si fuese necesario, pero haría falta algo extraordinario para justificarlo. Registrar la historia de Tarkir no era más que un proyecto personal, aunque se había convertido en un asunto en verdad urgente en los últimos años.

―¿Sí? ―preguntó Shu Yun.

―Maestro ―dijo la iniciada poniéndose en pie y haciendo una reverencia―, los últimos delegados han llegado.

―Gracias ―respondió él―. Acompáñalos a sus aposentos y asegúrate de que estén cómodos. Se quejarán del frío, pero no te preocupes: no será una muestra de descontento con nuestra hospitalidad, sino con el clima.

La iniciada asintió.

―Pídeles que vengan a verme aquí dentro de una hora ―continuó Shu Yun―, con escolta mínima.

Podría aprender muchas cosas viendo quién llegaría primero y qué entendía cada kan por "escolta mínima".

―Ah, y procura dirigirte a todos por su título de kan ―recomendó con una sonrisa―. Son sus costumbres.

La iniciada se marchó con premura y Shu Yun se volvió hacia su escriba de confianza, Quan. Cuando el kan decidió organizar aquella cumbre, llevó a Quan consigo. No había escriba más responsable que él y era capaz de escribir durante muchas horas sin cansarse.

―Eso es todo por ahora ―valoró Shu Yun―, aunque los Anales deberán registrar más acontecimientos antes de la puesta de sol. ¿Cómo está tu mano?

―Como siempre, maestro: preparada ―respondió Quan.

―Espléndido ―lo alabó Shu Yun―. Esta reunión quizá sea tensa o incluso violenta. Pase lo que pase, debes tomar nota de ello. Nuestros descendientes te lo agradecerán.

"Si es que tenemos descendencia", pensó. Habían pasado años desde que las tempestades de dragones se intensificaron. Sucedió de forma repentina en todos los rincones de Tarkir. Las tormentas cambiaron y, en lugar de engendrar dragones a un ritmo controlable para los clanes, empezaron a dar a luz a un número inmenso de bestias. Los cielos bullentes se cubrieron de nubes de tormenta repletas de alas y colmillos que surgían en estampida. Nadie sabía el porqué, pero ya no importaba. Aquella reunión de los kans representaba el intento desesperado de Shu Yun por aumentar las probabilidades de que los clanes sobreviviesen.

Caminó hacia la ventana. El aire frío alcanzó el hombro que llevaba al descubierto, pero él solo lo notó levemente, como uno notaría las nubes en el horizonte. Aquel hombro había estado descubierto durante muchas décadas, desde que Shu Yun acabó con su primer dragón y recibió el tatuaje del dragón serpenteante, la marca de un guerrero de fuego fantasmal.

Isla | Ilustración de Florian de Gesincourt

Bajo él se extendía el gran lago que rodeaba la Fortaleza de Dirgur y la isla donde la habían erigido. Había pequeñas embarcaciones faenando en las aguas, preparadas para dispersarse si los vigías hacían sonar las campanas que alertaban de la presencia de dragones. En el patio que había bajo la torre, un pequeño contingente de soldados abzanos estaba saliendo en formación de su barcaza de guerra. Dirgur no era la más acogedora ni la más segura de las cuatro grandes fortalezas jeskai, pero era la más próxima al Sendero de Sal y a los territorios de los otros clanes.

Shu Yun se quedó observando por la ventana y meditando de pie. Se abandonó al silbido del viento y al vaivén blanquecino de las olas distantes, esperando a que los otros kans interrumpieran su ensimismamiento. Quan, siempre atento, permaneció sentado en silencio a sus espaldas, preparado por si de aquella meditación surgía alguna reflexión súbita que añadir a los Anales.

La primera en llegar fue la kan mardu, Alesha, que entró caminando estrepitosamente y con solo dos guardias por escolta: un orco colosal y una humana esbelta de mirada atenta. Alesha llevaba la cabeza descubierta y la melena suelta. Era joven y orgullosa, y Shu Yun se preguntaba si podría hacerle entender su perspectiva. La kan mardu le mostró una sonrisa depredadora.

Alesha, la que sonríe a la muerte | Ilustración de Anastasia Ovchinnikova

―Los jeskai te damos la bienvenida ―dijo Shu Yun con una ligera reverencia.

―Y los Mardu me dijeron que podías guardártela ―respondió Alesha jovialmente―. Pero bueno, aquí estoy. Si quieres hablar, te escucharé. Espero que los míos no hayan elegido ya un nuevo kan.

―Solo os siguen a vos, mi kan ―argumentó el orco guardaespaldas frunciendo el ceño.

Alesha se giró hacia él y su sonrisa desapareció.

―Lo harán, sí, pero solo hasta que los dirija a donde no quieran seguirme. A lo mejor sucede hoy.

―En ese caso, te doy la bienvenida con más motivo ―dijo Shu Yun.

Entonces llegó Reyhan, una mujer robusta, armada y blindada, que se había proclamado kan de los Abzan. Dagatar, el formidable líder que había sido kan durante muchos años, se había puesto al servicio de una dragona y se había llevado con él a la mayoría del clan; este sorprendente giro de los acontecimientos fue el motivo por el que Shu Yun propuso aquella cumbre sin precedentes. Reyhan era kan solo a medias y apenas contaba con la décima parte del clan. Shu Yun sabía que los demás no la tomarían en serio.

General escamadragón | Ilustración de Volkan Baga

Reyhan hizo una reverencia hacia Shu Yun y Alesha, con la debida propiedad. Su guardia de honor estaba compuesta por cuatro soldados, que se situaron a lo largo de una pared.

―Bienvenida ―dijo Shu Yun―. Te elogio por haber venido. No podemos prescindir de ninguno de nosotros.

―Tal vez ―comentó Reyhan―, pero nuestro pueblo es el que más podría perder si este esfuerzo fracasase.

La siguiente en llegar fue Yasova, kan de los Temur. Shu Yun la había conocido hacía años, antes de que fuese kan. Ahora parecía agotada para la edad que tenía y se apoyaba en su bastón, que remataba en una garra. Había acudido sola. Shu Yun la saludó con una reverencia y Yasova respondió de la misma forma.

Yasova Garradragón | Ilustración de Winona Nelson

―Me alegro de volver a verte, Garradragón ―dijo Shu Yun.

―No puedo decir lo mismo ―contestó Yasova―. Sin ánimo de ofender, preferiría que ninguno de nosotros estuviese aquí.

―En efecto ―afirmó Shu Yun―. Creo que todos pensamos lo mismo, pero nuestro propósito es más importante que nuestras reticencias.

El último en llegar, jadeando por el esfuerzo de subir a la torre y cómicamente envuelto bajo pieles suficientes para abrigar a dos personas, fue Tasigur, el arrogante y traicionero kan de los arrogantes y traicioneros Sultai. Detrás de él llegó una docena entera de soldados; Shu Yun se percató de que todos eran humanos y no había ninguno de los nauseabundos zombies sibsigs. Tasigur era el más joven y orgulloso de todos los kans, pero los últimos años no le habían ido nada bien. Tenía arrugas en la frente provocadas por la ansiedad y estaba incluso más demacrado de lo normal. Tasigur observó la sala con sus ojos pequeños y brillantes.

―Que me aspen... ―dijo en voz baja―. Es verdad que hemos venido todos. ―Entonces se fijó en Reyhan―. Bueno, casi todos. No te lo tomes a mal, por favor.

Reyhan entrecerró los ojos.

―Bienvenidos seáis todos ―dijo Shu Yun. En un rincón, Quan transcribía en silencio sobre un nuevo pergamino―. Jamás hemos celebrado una reunión como esta y me temo que no tenemos un protocolo preciso. No obstante, espero que todos nosotros nos tratemos mutuamente con el respeto debido a gente de nuestro cargo.

Tasigur, el Colmillo Dorado | Ilustración de Chris Rahn

―Faltaría más ―dijo Tasigur con una reverencia burlona―. Disculpa mi grosería, mm...

―Reyhan ―dijo entre dientes la líder abzana.

―Kan Reyhan. Como he dicho, no pretendía que te lo tomases a mal. Solo quería aludir a las terribles circunstancias en las que nos encontramos todos.

―Terribles circunstancias, dice ―bufó Alesha―. Si tu situación fuese mejor, estoy segura de que ni siquiera habrías venido. Tengo entendido que ahora no gobiernas más que a un puñado de sirvientes debiluchos y a las moscas de sangre de las ciénagas. ¿O es que los naga por fin han vuelto para llevarte de la mano?

―¡Cuánta bravuconería! ―estalló Tasigur. Se plantó delante de la kan mardu, aunque tuvo que levantar mucho la vista para mirarla a los ojos―. No me esperaba algo así de una simple bandida venida a más y cubierta de polvo y boñig...

―¡Basta! ―los interrumpió Shu Yun.

El orco guardaespaldas de Alesha llevó una mano al mango de su hacha.

―Dejemos de discutir ―se impuso Shu Yun―. Hemos venido porque nuestros clanes están en peligro de desaparecer. No podemos dejarnos llevar por estas reyertas entre nosotros. Ni siquiera podemos permitirnos combatir a los dragones por separado. Tenemos que luchar codo con codo, o nuestros modos de vida desaparecerán de la faz de Tarkir.

Alesha sostuvo la mirada de Tasigur unos segundos más, luego se encogió de hombros y bufó. Hizo un gesto a su guardaespaldas para que se calmase.

―Estoy con Shu Yun ―afirmó―. Si pudiésemos arreglárnoslas por nuestra cuenta, no habríamos venido.

―No ―dijo Tasigur con frialdad―, claro que no.

―Los dragones están arrebatándonos nuestros hogares en todas partes ―continuó Shu Yun―. Nadie puede negar que las tempestades se han vuelto más constantes e intensas. Nuestro problema es sencillo de entender: hay demasiados dragones. Nadie conoce el motivo ni qué fue lo que cambió, pero todos sabemos que es así.

―Yo conozco el motivo ―dijo Yasova en voz baja.

Los otros kans se volvieron hacia ella. Shu Yun miró atentamente a Quan, que estaba demasiado ocupado con la escritura como para darse cuenta de que su maestro lo miraba. "Correcto", pensó Shu Yun.

Yasova se dejó caer al suelo. Parecía agotada, derrotada. Aquello desalentó mucho más a Shu Yun que las riñas de los kans más jóvenes y orgullosos.

―Sucedió hace años ―comenzó a explicar Yasova―. Yo me había embarcado en una especie de... búsqueda surgida de una visión. Había previsto que las tempestades de dragones cesarían si... ―Hizo un gesto de duda―. Sé cómo sonará esto, pero había visto que las tempestades cesarían si ayudaba al malvado espíritu de un dragón a matar al gran Ugin.

Hubo murmullos. Todos habían oído hablar de Ugin, aunque ninguno comprendía quién era exactamente. Los Jeskai lo consideraban una fuente de sabiduría, el origen de la magia que los ocultaba contra la depredación de los dragones.

Maestría de lo oculto | Ilustración de Daniel Ljunggren

―¿Pretendías... acabar con el dragón espíritu? ―preguntó Shu Yun.

―¡Tenía que hacerlo! ―respondió Yasova―. Vuestros pueblos mueren por culpa de los dragones tanto como el mío. Si tuvieseis la más mínima oportunidad de poner fin a las tempestades y reducir el número de dragones en el mundo, ¿no intentaríais aprovecharla?

―Poner fin a las tempestades haría más que reducir su número ―objetó Alesha―. Acabarían extinguiéndose.

―¿Matar a Ugin detendría las tempestades? ―interrumpió Tasigur. Sus ojos reflejaban ambición―. ¿Podríamos acabar para siempre con los dragones?

Yasova negó con la cabeza.

―Fui una necia ―dijo―. Ugin es poder, una fuerza de la naturaleza. ¿Cómo se me ocurrió pensar que podría destruirlo, incluso con la ayuda de un espíritu? ¿Por qué lo consideré sensato?

―¿Qué sucedió? ―preguntó Reyhan.

―Guié al espíritu hasta él ―respondió Yasova―. Le mostré el camino. Los dos dragones lucharon en los cielos de la tundra. El mundo tembló.

Quid del destino | Ilustración de Michael Komarck

―Recuerdo que hubo temblores justo antes de que las tempestades empeorasen ―añadió Shu Yun.

―Mi visión estaba cumpliéndose. El espíritu derrotó a Ugin y luego desapareció. Entonces... Entonces intervino él. Otro espíritu. Se presentó ante mí como un vagabundo, pero luego se convirtió en un gran dragón de una raza que nunca había visto. Se hacía llamar sar-kan, gran kan. Me habló de un futuro en el que no había dragones, pero no era el porvenir próspero que yo había visto. Según él, nos aguardaban luchas entre nosotros y Tarkir se convertiría en un lugar lleno de ruinas y desolación.

»El cuerpo de Ugin se desplomó en la tierra y entonces supe que el sar-kan tenía razón. Ugin estaba moribundo y una fuerza vital del mundo iba a perecer con él. Las tempestades iban a desaparecer con él. Por un momento, todo se paralizó. El sar-kan estaba herido. Lo curé con el fin de interrogarlo, porque estaba segura de que yo había ganado, pero ya no sabía si había hecho bien en hacerlo. Pero él... usó un tipo de magia que jamás había visto. Envolvió a Ugin en una gran crisálida de piedra grabada con runas dracónicas. La quietud cesó. Las tempestades regresaron más intensas que nunca y el cielo se enfureció por culpa de mi osadía. Después, el sar-kan se desvaneció y regresó al mundo espiritual del que procedía.

Crisol del dragón espíritu | Ilustración de Jung Park

»No sabía qué hacer. La situación era peor que antes. Intenté convocar al espíritu del dragón para decirle que Ugin aún vivía e implorarle que acabase con él. Traté de romper la piedra yo misma con todos los recursos de los que disponía. Incluso intenté sanar a Ugin a través de la piedra para rogarle que calmase las tempestades y al menos devolviese el mundo a su estado anterior. Pero no hubo respuesta, ni logré hacer mella en la piedra, ni percibí el más mínimo aliento. La crisálida sigue allí y Ugin yace en su interior. Las tempestades se han intensificado desde entonces.

Durante unos segundos, nadie dijo nada.

―Fuiste tú... ―dijo Reyhan―. Tú permitiste que sucediese. Tú hiciste que sucediese. ¡Tú has matado a miles de mis congéneres y obligado a miles más a someterse a una dragona! ¡¿Tienes idea de lo que has provocado?!

Yasova respiró hondo, pero no dijo nada.

―¿Tienes algo que decir en tu defensa? ―dijo Reyhan―. ¿Hay algún motivo por el que no debería arrastrarte hasta la única fortaleza abzana libre y colgarte de la muralla ante todos?

Shu Yun se interpuso entre Reyhan y Yasova. La cumbre había sido idea suya y él había declarado la tregua, por lo que no permitiría que todo acabase en violencia.

―No, ninguno ―respondió Yasova―. He venido sola. He abandonado a mi clan. Si quieres matarme por lo que hice, adelante. Mi único objetivo era asegurarme de que alguien supiese la verdad.

El pincel seguía surcando el pergamino.

―Hiciste lo que te parecía correcto ―dijo Alesha―. Nadie puede culparte por eso.

Reyhan frunció el ceño, pero asintió.

―A mí no me interesa culpar a nadie ―dijo Shu Yun―, ni absolverlo. Lo importante es que sabemos más que antes. Puede que estos conocimientos nos salven.

―Nuestro objetivo está claro ―dijo Reyhan―. Tenemos que aunar nuestras fuerzas para abrir esa crisálida.

―Acabaremos con Ugin ―añadió Tasigur―. Pondremos fin a las tempestades.

Yasova se asombró.

―Los Jeskai no ayudarán a matar al dragón espíritu ―protestó Shu Yun―. Ugin siempre ha abogado por el equilibrio. ¿Acaso os falla la memoria? Él fue quien nos enseñó la magia de ocultación la última vez que los dragones parecían estar imponiéndose a nosotros. Siente aprecio tanto por los dragones como por los clanes. Si estuviese sano y salvo, esto no habría sucedido.

―De acuerdo. Entonces, abriremos la crisálida y lo sanaremos ―accedió Reyhan―. Si es cierto que valora el equilibrio, tomará partido. Y si no, siempre podemos recurrir al plan de Tasigur.

―Hay tantas probabilidades de que nos ayude como de que nos condene ―intervino Alesha―. Deberíamos preocuparnos de los grandes dragones, porque están fortaleciéndose en su ausencia. Olvidaos de Ugin. Tendríamos que centrar nuestros esfuerzos en matar a los líderes de las estirpes.

―Te equivocas ―objetó Shu Yun―. Acabar con los dragones no es mejor que ver desaparecer a los clanes. Debemos buscar el equilibrio. Tenemos que salvar a Ugin.

―Ya no podemos recuperar el equilibrio ―dijo Tasigur―. Tenemos que...

―Calla ―lo interrumpió Alesha―. ¿Oís eso?

Los kans guardaron silencio y todos oyeron lo que había percibido Alesha: el leve y lúgubre repique de una campana a lo lejos, en el este. Luego sonó otra, más alto... y otra.

―Dragones... ―murmuró Shu Yun.

Se acercó enseguida, casi corriendo, a una ventana de daba hacia el este. En el lago, unas siluetas enormes con alas cortas planeaban sobre el agua en formación de uve; sus sombras ondulaban en la superficie del lago. Había decenas de ellas. La más grande de todas iba a la cabeza de la formación, como una malevolente mancha de oscuridad en el cielo.

Sílumgar, la Muerte Errante | Ilustración de Steven Belledin

―Sílumgar... ―dijo Shu Yun. El gran dragón de los pantanos nunca había osado adentrarse en las montañas. Los dragones tenían un fuerte instinto territorial. Ójutai y su estirpe seguramente los expulsarían.

Todos los kans excepto Yasova empezaron a dar órdenes, indicando a sus tropas que se preparasen para el ataque.

Entonces se oyeron más campanadas, procedentes del norte.

Shu Yun se dirigió a las ventanas septentrionales. El mismísimo Ójutai planeaba sobre la superficie del lago, levantando olas moteadas de hielo a su paso. Detrás de él venían al menos otros veinte dragones de su estirpe, tan gráciles como bastos eran los de Sílumgar. Shu Yun se había enfrentado una vez a Ójutai. Había tenido suerte de sobrevivir y no le entusiasmaba la idea de volver a luchar contra el gran dragón.

Ójutai, el Alma del Invierno | Ilustración de Chase Stone

―Nunca pensé que me aliviaría ver a un dragón ―dijo Reyhan―. Porque lucharán entre ellos... ¿verdad?

El caos se apoderó del patio cuando se transmitieron las órdenes de los kans. El repique de las campanas era incesante y parecía proceder de todas direcciones.

Sobre el agua, las dos numerosas bandadas de dragones volaron la una hacia la otra, se toparon... y se unieron en una única nube de muerte que giró y se dirigió directamente hacia la Fortaleza de Dirgur.

―Vienen hacia aquí... ―dijo Shu Yun―. Todos se dirigen hacia aquí.

―Los dragones no cooperan ―comentó Yasova―. Jamás ha sucedido.

―Tal vez lo harían si pensasen que podrían matar a los kans ―observó Shu Yun.

―Tampoco aceptan sirvientes humanos ―dijo Reyhan―. Los tiempos han cambiado.

Lo que estaban presenciando era indiscutible: los dragones remontaban el vuelo y estaban cruzando el lago, en dirección hacia ellos.

―¿Y cómo saben que estamos aquí? ―preguntó Alesha―. No hemos ondeado ningún estandarte, ninguno lo hemos hecho. Dudo que cooperen así solo para atacar una fortaleza.

―Alguien ha tenido que hablarles sobre nuestra cumbre ―razonó Reyhan.

―Lo mismo digo. ―Alesha llevó la mano a su arma y miró a Shu Yun como un águila miraría a una liebre.

Las campanas repicaban. Los dragones se acercaban. Quan seguía escribiendo.

―Jamás haría tal cosa ―aseguró Shu Yun. Se pasó una mano sobre su tatuaje, que emitió una luz mágica―. Ningún dragón me toleraría. ¿Por qué habría de intentar aliarme con ellos?

―Porque sacrificarías tu vida y todas las nuestras si eso permitiese vivir a tu clan ―contestó Alesha. Sus dos guardaespaldas estaban detrás de ella, con las manos en las armas.

Shu Yun dudó.

―Así es ―dijo finalmente, y luego negó con la cabeza―, pero sinceramente, no creo que eso sirviese para salvarlo.

―¿Dónde está Tasigur? ―preguntó Yasova.

Todas las miradas se dirigieron hacia los guardias de Tasigur. La mitad de ellos se habían marchado mientras los kans gritaban órdenes. El kan sultai se había escabullido.

―Creía que nunca lo preguntaríais ―dijo el líder de la guardia, un hombre con cicatrices que vestía una armadura ornamentada.

Alesha y sus guardaespaldas cargaron contra ellos y el caos se adueñó de la estancia.

Shu Yun se hizo a un lado y se mantuvo atento a la batalla.

―Quan, dame los Anales. Debemos preservarlos. Hay una sala bajo la fortaleza donde estarán a salvo.

―Yo los llevaré ―se ofreció Quan, que empezó a recogerlos frunciendo el ceño, ya que la tinta seguía húmeda y le emborronó los dedos.

Pergamino de los maestros | Ilustración de Lake Hurwitz

―Yo llegaré más rápido ―argumentó Shu Yun. Miró significativamente hacia la ventana. Quan se quedó perplejo.

―Maestro, vos no podréis ―protestó Quan.

―¿Te preocupas por mi seguridad? ―preguntó Shu Yun sonriendo―. ¿O por la de los pergaminos?

―Por la de los pergaminos ―respondió Quan sin dudarlo―. Ningún miembro del clan es imprescindible, pero el conocimiento es nuestra savia vital.

Shu Yun hizo una profunda reverencia.

―Eres un hombre sabio ―lo elogió―. Dame los pergaminos; es una orden. Me aseguraré de preservarlos, pase lo que pase.

Quan terminó de guardar los pergaminos en su estuche y se lo entregó a Shu Yun inclinando la cabeza. No contenían toda la historia que Shu Yun había recopilado en los Anales de Ojosabio, pero al menos se conservarían los capítulos más recientes y los sucesos de aquel funesto día; el resto estarían seguros durante un tiempo en la Fortaleza de Ojosabio. Shu Yun se aseguró el estuche en el cinturón.

Los guardias de Tasigur habían muerto. Los Abzan habían perdido a dos soldados y Alesha estaba limpiando de su espada la sangre del hombre de las cicatrices. Reyhan se trataba una herida en el hombro, pero la magia de Yasova ya estaba cerrándola.

―Esto habrá que verlo ―dijo Alesha. Estaba sonriendo de nuevo, mostrando aquella sonrisa inquietante y carente de alegría―. Los kans luchando juntos contra los dragones. No es lo que esperabas, pero tendrá que valer.

―Me temo que yo debo cumplir otro propósito ―se disculpó Shu Yun asintiendo―. Buena suerte y buena caza. No subestiméis a Ójutai: es astuto como muy pocos. Y si os encontráis con Tasigur... recordadle que había accedido a la tregua.

Shu Yun miró por la ventana. Alrededor de la torre, los cielos estaban repletos de dragones de las dos estirpes, que escupían ácido corrosivo y un frío abrasador. Shu Yun dejó la mirada perdida, esperó a que llegase el momento adecuado y saltó.

Descendió cortando el viento, hasta que aterrizó de pie sobre el lomo escamado y resbaladizo de uno de los dragones de Sílumgar. Se agachó para mantener el equilibrio, ya que los voluminosos pergaminos lo desestabilizaban. Su primera caza había sido muy similar: sin cuerdas ni asistencia, solo un joven temerario y un dragón muy desafortunado. Su tatuaje brilló con energía mágica y Shu Yun estampó una palma contra un punto muy concreto del cráneo del engendro.

Punto de presión | Ilustración de Chase Stone

El dragón se estremeció, rotó hacia un lado y empezó a caer. Unas gotas de su baba corrosiva sisearon en la manga de las vestimentas de Shu Yun.

El kan se sujetó firmemente al cuerpo inconsciente del dragón mientras descendía en espiral, medio planeando. En el último momento, Shu Yun saltó del lomo de la bestia, giró en el aire y aterrizó agachado. El dragón se estrelló de bruces detrás de él y se oyó un sonoro crujido.

El patio era un tumulto de soldados, dragones lanzando ataques en picado y montones de cadáveres cada vez más grandes. Shu Yun corrió hacia las puertas de la fortaleza.

Una vez dentro, pasó en dirección contraria a las tropas que salían al patio. Recorrió un camino muy específico a través de los pasillos y bajando escaleras, hacia una sala nada llamativa que se encontraba en lo más profundo de la fortaleza. Dio las gracias a la suerte y al destino por haber pasado sus años mozos en Dirgur y por conocer sus rincones más recónditos.

Abrió la puerta de un empujón. La sala estaba cubierta de polvo y llevaba mucho tiempo sin usarse. Shu Yun escondió los pergaminos en un recoveco, dio media vuelta y se dispuso a salir. La puerta tenía cerradura y la llave estaba junto a ella. El kan la cerró, tragó la llave no sin estremecerse y volvió corriendo al patio.

Cuando volvió a la luz del exterior, le costó ver. Ahora había muchos más cadáveres humanoides, pero solo unos pocos cuerpos de dragones. El patio y los muros de los edificios estaban plagados de un líquido negro humeante y trozos de hielo.

Una sombra pasó por encima de Shu Yun y un ser inmenso aterrizó elegantemente frente a él: era el mismísimo Ójutai, que lo miraba desde arriba con la cabeza ladeada.

Asedio al monasterio | Ilustración de Mark Winters

―Ójutai ―dijo Shu Yun extendiendo los brazos y mostrando las palmas―, sabes quién soy y qué he hecho. Una vez, soñé con volver a enfrentarme a ti y poner a prueba nuestras facultades, pero ahora tengo un propósito distinto.

Se puso de rodillas y siguió mirando a Ójutai. Tras el dragón, desde la ventana de la alta torre, Quan observaba. Shu Yun asintió y Quan inclinó la cabeza.

―Mátame ―dijo―. Mata a todos los que porten la marca de los matadragones, si así lo consideras. Te ofrezco mi vida. Pero por favor, de maestro a maestro... te ruego que perdones a mi clan.

Ójutai profirió una serie de sílabas estridentes en dracónico. Un aven aterrizó junto al dragón; vestía ropas que Shu Yun no reconocía. Al parecer, se trataba del intérprete de Ójutai, que convirtió en palabras el mensaje de su maestro:

―El señor dragón accede a tus condiciones.

Las fauces de Ójutai se abrieron y el frío que surgió de ellas fue como el corazón de un glaciar, el fin del mundo.

El kan de los Jeskai pereció.


Quan vio morir a su maestro, cubierto de una capa de escarcha y congelado en una pose de súplica sumisa. "Ningún miembro del clan es imprescindible", había dicho, pero Shu Yun casi lo era.

Yasova, Alesha y Reyhan habían aunado sus fuerzas. Reyhan se quedó atrás con sus tropas, rechazando a los dragones hasta que sus defensas finalmente quebraron. El propio Sílumgar acabó con Reyhan. Yasova, Alesha y sus guardaespaldas subieron a un bote pequeño y veloz. Quan los vio alejándose por el lago. La magia temur y las flechas mardu abatieron a los dragones que los siguieron por las aguas, hasta que la embarcación llegó a la costa, al mínimo refugio que podía proporcionar el Sendero de Sal. Para entonces, la batalla había concluido y Quan no había hecho nada. Él era artesano e historiador, no un luchador. Su labor era observar.

Sílumgar y sus dragones también se habían ido, expulsados por la estirpe de Ójutai en cuanto las hostilidades terminaron. A Quan le pareció ver que un engendro llevaba a un humano en sus garras.

Abajo, en el patio, los monjes y soldados jeskai estaban deponiendo las armas y arrodillándose ante el gran dragón Ójutai. Quan se apresuró para unirse a ellos.

Cuando llegó al patio, se puso de rodillas ante el dragón, que destacaba sobre él. Quan no era como Shu Yun: él nunca había visto un dragón cara a cara. El escriba se postró junto al cuerpo congelado de su maestro. El dragón vociferó y ululó.

―El gran Ójutai declara que los Jeskai ya no existen ―anunció el aven―. Vuestro kan ha caído, al igual que una de vuestras fortalezas. Las demás también serán conquistadas. El gran Ójutai ordena...

El aven titubeó unos instantes y luego continuó.

―... que este cuerpo y los otros caídos sean desechados sin ceremonias y que... que todos los individuos que porten el tatuaje de los guerreros de fuego fantasmal sean pasados a cuchillo.

Hubo un murmullo de enojo entre la muchedumbre, pero estaban rodeados de dragones.

Ójutai volvió a hablar en dracónico.

―Tú ―dijo el aven indicando a Quan que se pusiese en pie―, ¿eres un escriba?

Supervisor aven | Ilustración de David Gaillet

Quan asintió y se percató de que tenía los dedos manchados de tinta.

―El gran Ójutai tiene una tarea para ti ―afirmó el intérprete―. A partir de hoy, los clanes ya no existen. Tampoco habrá kans. Esas dos palabras no volverán a utilizarse. Busca en tus registros y en todos los archivos y borra todas las menciones a los clanes. Vuestra historia empezará hoy.

Quan levantó la vista hacia los ojos brillantes de Ójutai. Pensó en lo que había escrito aquel día y se preguntó si Shu Yun habría logrado esconderlo. Esperaba que alguien encontrase los pergaminos y los mantuviese a salvo.

―Así será ―dijo.


Tasigur temblaba de furia.

Sílumgar se había abierto paso con su enorme cuerpo hasta el interior del palacio, derribando las paredes cuando le hacía falta. El dragón había devuelto el trono, ¡el trono de Tasigur!, a su legítimo lugar en el gran salón, para luego enroscarse alrededor de él y echarse a dormir. Las fauces de Sílumgar rezumaban sus babas, que goteaban sobre el trono y desgastaban los exquisitos adornos. Regresar de Dirgur en una de aquellas grandes garras escamosas ya había sido bastante malo, pero ver a un dragón estropeando su posesión más preciada en su propio palacio y sin siquiera molestarse en despertar... Aquello era excesivo.

Asedio al palacio | Ilustración de Slawomir Maniak

La traicionera naga Shidiqi, que había abandonado a Tasigur para aliarse con Sílumgar, esperaba junto al dragón. Tasigur guardaba una distancia respetuosa, pero se le había agotado la paciencia.

―¡Despiértalo! ―exigió―. ¡Tengo una audiencia!

―¡Silencio, gusano! ―replicó Shidiqi. Era evidente que disfrutaba de la situación―. Nuestro señor dragón duerme y despierta cuando a él le place, y no le gusta que lo molesten.

―¡He dicho que lo despiertes! ―chilló Tasigur―. ¡Me prometió un estatus del que estaría orgulloso! ¡Esta... esta... esta invasión no es lo que acordamos!

Sílumgar se revolvió. Shidiqi se deslizó hacia atrás para alejarse de las garras. El humor del dragón podía ser pésimo cuando se despertaba.

Sílumgar abrió un ojo y masculló en dracónico. Shidiqi respondió y el dragón volvió a decir algo.

―Nuestro señor dragón pide disculpas ―tradujo, prácticamente ronroneando―. En efecto, se te prometió un estatus del que estarías orgulloso.

"Algo va mal", pensó Tasigur. "Está demasiado contenta con lo que le ha dicho".

Tasigur dio media vuelta, pero tres sirvientes zombies lo habían rodeado. Dos de ellos lo agarraron por los brazos y el otro le puso un pesado y apretado collar con incrustaciones de oro. Estaba unido a una cadena chapada en oro, que daba la vuelta hacia atrás, hacia el extremo... que Shidiqi ofreció a Sílumgar.

Sibsigs arrastrafangos | Ilustración de Zack Stella

―¡No puedes hacerme esto! ―chilló Tasigur―. ¡Teníamos un acuerdo! ¡Yo soy el kan!

El dragón tiró brutalmente de la cadena y rugió. Tasigur cayó de bruces contra el suelo.

Shidiqi se inclinó cerca de Tasigur.

―Nuestro señor dragón te informa de que ya no hay ningún kan ―dijo ella―. Si vuelves a pronunciar esa palabra, insecto, descubriremos nuevas y creativas acepciones para el término agonía.

Tasigur intentó ponerse en pie, pero Sílumgar tiró de él, enroscando la cadena dorada en su grueso y rugoso antebrazo. Tasigur resbaló y rodó por el suelo hasta que se encontró agachado a los pies del señor dragón; la baba ácida de Sílumgar goteaba peligrosamente cerca. El dragón emitió un ruido sordo, claramente de diversión.

Shidiqi se inclinó y acercó el rostro al de Tasigur, a sabiendas de que él solo podía moverse hacia Sílumgar.

―Nuestro señor dragón asegura que deberías sentirte más que orgulloso de tu estatus.

Le mostró los colmillos y dibujó una sonrisa cruel.

―Después de todo, Tasigur, eres su mayor trofeo.


Dagatar terminó de leer la carta y la revisó, solo para estar seguro de su contenido. Luego la dobló cuidadosamente por la mitad. La luz de la lámpara de aceite que ardía en su escritorio se oscurecía paulatinamente.

Reyhan estaba muerta. Había fallecido en una especie de cumbre desesperada de los cinco kans. La kan temur Yasova, ni más ni menos, había considerado que Dagatar debía saber que Reyhan había muerto salvando las vidas de otras dos kans.

Postura valerosa | Ilustración de Willian Murai

"Ese tendrías que haber sido tú", dijo en su mente una voz con toda la malicia de un espíritu enojado. Sin embargo, la Remembranza había desaparecido. Lo que le hablaba no era más que su voz, su propia culpa.

Dejó la carta doblada en la mesa que había junto a la lámpara.

―¡Béril! ―llamó.

Una esbelta soldado ainok con pelaje pardo entró en la tienda, casi antes de que Dagatar terminase de pronunciar su nombre.

―¡Señor!

―Transmite un mensaje a nuestra señora dragón ―dijo. Tanto Abzan como kan eran palabras prohibidas y no podían usarse, así que utilizó los eufemismos con los que ya se había familiarizado―. He recibido noticias de que la líder de la resistencia ha muerto ―indicó con un suspiro bien audible―. Di a nuestra señora dragón que, si nos ponemos en marcha ya, podemos obligar a los últimos rebeldes a que se rindan... o aplastarlos de una vez por todas.

Béril se quedó mirándolo unos instantes. Llevaba mucho tiempo a las órdenes de Dagatar y ya intuía cómo se sentía realmente al dar sus órdenes.

―Sí, señor ―dijo en voz baja.

La lona de la tienda se cerró y Dagatar se giró hacia la mesa.

Recogió la carta, acercó una esquina a la llama titilante de la lámpara y observó cómo ardía el papel. Dagatar pronunció en voz baja una plegaria prohibida, una plegaria que había recitado numerosas veces en voz bien alta, para que lo oyesen regimientos enteros. Era una plegaria por los muertos, una simple muestra de esperanza para que las almas de los fallecidos encontrasen un lugar donde descansar en paz.

Se preguntó si al alma de Reyhan le quedaría algún lugar pacífico al que dirigirse.


Alesha cabalgaba lo más rápido que podía y sus dos guardaespaldas iban junto a ella. Avanzaba ondeando su propio estandarte, que se veía desde buena parte de la estepa.

En algún lugar, por delante de ellos, se encontraban los siempre errantes Mardu. El clan. Su clan. Los había abandonado para ir en busca de aquella última esperanza, pero había quedado reducida a cenizas, como todo lo que tocaban los dragones. Maldijo a Tasigur, lo maldijo por haberse dado a la fuga y maldijo que quizá nunca lograría hundirle la espada en las tripas, como se merecía.

A lo lejos, una tempestad estaba a punto de estallar. Los relámpagos rojos y púrpuras cortaban el cielo y las siluetas oscuras de los dragones ya empezaban a formarse entre las nubes. Las tempestades se habían vuelto muy frecuentes y todas ellas engendraban más dragones.

Alesha pensó en Dagatar doblando la rodilla ante Drómoka y en Tasigur y el pacto que habría establecido con Sílumgar. También recordó a Yasova, quien dijo antes de separarse que trataría de llegar a una especie de acuerdo con Atarka. Por último, pensó en Ójutai, que se había adueñado de una de las cuatro fortalezas de los Jeskai; era probable que ellos también se rindiesen. Los kans habían caído, pero sus pueblos seguían vivos.

Los clanes no iban a perecer, sino a cambiar.

―¿Creéis que los Mardu se arrodillarían ante un dragón? ―preguntó en voz alta.

Jagun Volañero, su guardaespaldas orco, se giró en la silla de montar.

Pendenciero de batalla | Ilustración de Karl Kopinski

―Los Mardu no se arrodillan ―gritó por encima del retumbo de los caballos―, pero os seguirán adondequiera que vayáis.

Alesha prefería la muerte que vivir sirviendo a un dragón. Pensó que no le importaría morir, pero cuando imaginó que todos y cada uno de sus congéneres podrían fallecer y que su estilo de vida podría desaparecer...

―Mirad ―dijo Doshin Perforaojos, su otra guardaespaldas, que señalaba hacia atrás. Era una mujer callada, solo un poco mayor que Alesha, con una mirada certera y manos firmes.

Alesha estiró el cuello y lo vio.

Una sombra oscura recorría la estepa a toda velocidad, planeando tan bajo que un guerrero podría alcanzarla arrojándole una jabalina... si es que no pretendía vivir mucho más. Los relámpagos restallaban a su paso, chamuscando la tierra. Era Kólagan, el ser más veloz que el mundo había visto jamás, la sombra de la mismísima muerte.

La dragona iba a pasar justo por donde estaban ellos.

―¡Separaos! ―gritó Alesha―. ¡Preparad las armas!

Los tres caballos viraron. Alesha y Doshin tensaron sus arcos y Jagun alzó una gran lanza.

Kólagan no parecía haberlos visto. Se dirigía hacia la tempestad para dar la bienvenida a las nuevas crías y reivindicar su autoridad. Tres humanoides a caballo no merecían su atención.

―¡Aguantad! ―dijo Alesha―. ¡Esperad a mi señal!

Entonces, las aletas de Kólagan brillaron. La bestia rugió y ajustó su trayectoria para dirigirse hacia ellos.

La gran dragona se cernía sobre los jinetes, cada vez más grande. Se inclinó hacia un lado cuando los tuvo cerca y miró hacia ellos. Sus fauces se abrieron, listas para descargar relámpagos que los freirían antes de que la dragona llegase siquiera a tocarlos. Alesha alzó el arco, lista para dar la señal.

Sus ojos se encontraron y, por un brevísimo instante, el tiempo pareció detenerse.

Kólagan, la Furia de la Tormenta | Ilustración de Jaime Jones

Las fauces de la dragona se cerraron. Alesha bajó el arco y Kólagan pasó de largo, dejándolos atrás entre una nube de polvo cargada de electricidad.

―No habéis disparado ―dijo Doshin―. Podría haberla alcanzado.

Alesha hizo girar a su caballo y vio a Kólagan mientras se esfumaba rápidamente a lo lejos.

―Ahora lo entiendo ―dijo―. Los demás dragones quieren ser líderes. Pretenden que los traten como señores, que los sirvan y que se inclinen ante ellos.

Estiró un brazo hacia atrás, extrajo su estandarte del soporte de la silla y lo arrojó al suelo.

―Kólagan no quiere liderar ―explicó―. Habría podido acabar con los kans mardu si quisiese, y lo sabía. Pero aquí estoy.

―¿Qué queréis decir? ―preguntó Doshin.

―No tenemos que arrodillarnos ―dijo Alesha sonriendo―, solo intentar seguir el ritmo.

Jagun no le devolvió la sonrisa.

―No creo que podamos hacerlo ―comentó.

―Este es el camino al que nos dirijo ―afirmó Alesha―. Seguidme, o no lo hagáis.

Espoleó a su montura y se alejó al galope. Tras un momento de duda, sus guardaespaldas la siguieron.

Tres guerreros a caballo persiguieron el relámpago de oscuridad que era Kólagan, dejando el estandarte de la kan mardu en el suelo polvoriento.


Yasova Garradragón caminaba despacio junto al cadáver de un mamut portado en un trineo. El olor de la sangre fresca era penetrante. Llevaba una mano sobre Anquin, su felino dientes de sable. Antes de abatir al mamut, le había dado de comer todo el alce que quiso, pero el instinto del animal le pedía que hundiese la cabeza en el cadáver aún tibio y comiese hasta saciarse. Sin embargo, el mamut no era para él. Yasova solo le había quitado una cosa: la punta de uno de sus colmillos, que serró meticulosamente. Conservaba la pieza de marfil para más tarde.

Su pequeño séquito de guerreros escoltaba montaña arriba el cuerpo del mamut, dirigiéndose hacia el estrecho valle de Ayagor: el nido de Atarka. Había dragones rodeando a la comitiva y Yasova estuvo pendiente de ellos, preparada para repelerlos. No obstante, ninguno se acercó, probablemente porque respetaban el territorio de caza de Atarka.

Los krushok que tiraban del trineo resoplaban y gruñían, inquietos por la presencia de la carne cruda y los dragones que acechaban. Los hombres y mujeres que caminaban junto a ellos no se encontraban mejor.

El valle de Ayagor se extendía a su alrededor. En el otro extremo había una enorme pila de huesos chamuscados. Entonces, una sombra eclipsó el sol y la colosal Atarka aterrizó ante ellos como una avalancha. Su cuerpo emitía calor, su cornamenta brillaba con su fulgor interno y sus fauces estaban entreabiertas, dispuestas a bañarlos a todos en fuegodragón. Anquin gruñó.

Atarka, el Ocaso del Mundo | Ilustración de Karl Kopinski

Yasova tiró del cogote de Anquin hasta que el felino la siguió. Sus guerreros y ella se alejaron corriendo por donde habían venido y Anquin fue tras ellos. Se escondieron detrás de una peña y observaron.

Atarka contempló aquella extraña escena por un momento, pero luego rugió y escupió un torrente de llamas que mató a los krushok, abrasó la carne de mamut y prendió fuego al trineo. Entonces, devoró al mamut arrancando grandes trozos de carne y después se acomodó para roer la gruesa piel chamuscada de los krushok.

Cuando Atarka parecía apaciguada, Yasova salió de detrás del peñasco. No llevaba su bastón.

Atarka levantó la cabeza rápidamente; la sangre le chorreaba por el hocico. Miró a Yasova con hambre y sus fauces se abrieron.

Yasova señaló lo que quedaba del cadáver del mamut y luego extendió las manos.

―¡Atarka! ―dijo―. Ya no quiero oponerte a ti. Estoy cansada de luchar. Esto ha sido una ofrenda. Si nos perdonas, habrá más.

Atarka ladeó la cabeza, luego rugió y volvió a roer a los krushok.

―Parece que podemos irnos ―indicó Yasova.

Reunió a sus guerreros y se marcharon del valle.

Caminaron en silencio y regresaron a la cueva que habían estado usando como refugio contra los dragones. Alguien había encendido una hoguera. Yasova sacó la pieza de marfil que había extraído del colmillo del mamut y empezó a tallarla con un pequeño cuchillo, continuando la labor que había comenzado.

―No tengo claro cuánto tiempo tardará Atarka en entender que preferimos cazar para ella que luchar ―explicó Yasova―. Y menos aún si se molestará en decir a los otros dragones que no nos coman ―dijo resoplando―. De todos modos, por algo hay que empezar.

―¿Estáis segura de esto? ―preguntó uno de sus guerreros, un joven de rostro lampiño llamado Yeran.

―No ―respondió Yasova―, pero estoy más que segura de que no sobreviviríamos si siguiésemos viviendo a la antigua usanza.

Terminó su obra y sostuvo la pieza de marfil a la luz de la hoguera. Era una talla humilde con imágenes sencillas y runas chamánicas. Representaba a un grupo de gente ofreciendo carne a la dragona Atarka; las runas indicaban que eran los Temur. Yasova se levantó, se dirigió a una repisa de roca y colocó la pieza de marfil tallado junto a la que ya se exponía allí. La otra mostraba a un hombre con alas de dragón y marcado dos veces con la runa de kan, que se erguía bajo una tempestad de dragones.

―Nuestro porvenir aún no está escrito ―aseguró a los demás―. Somos nosotros quienes tenemos que escribirlo, juntos. Día tras día.

Revelación chamánica | Ilustración de Cynthia Sheppard


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