El corazón envenenado
En el corazón de la fortaleza del señor dragón Sílumgar, la naga no muerta Sidisi aguarda pacientemente...
La corte de Sílumgar no era el lugar concurrido que Sidisi imaginaba en su juventud, cuando ascendía entre las filas de los naga tratando de obtener poder. Había imaginado que algún día sería la consejera de confianza del dragón, que podría utilizar aquella influencia para aplastar a sus enemigos y convertirse en la más opulenta de los naga.
Custodio del tesoro | Ilustración de Raoul Vitale
Ahora comprendía que pocos estaban dispuestos a adentrarse en la corte de Sílumgar, ya que las garantías de abandonarla eran escasas, incluso en negociaciones diplomáticas aparentemente benévolas. El dragón veía a los seres inferiores como válvulas de escape para sus caprichos. La mayoría de las gentes de los dominios de Sílumgar enviaban tributos excesivos, con la esperanza de que nunca las convocasen a una audiencia en privado. Eso significaba que muchas jornadas se hacían eternas, puesto que apenas se requerían las dotes de Sidisi como intérprete.
En aquellos momentos de pausa, la mente de Sidisi evocaba sus últimos momentos como mortal, cuando el cuchillo se hundió en su corazón y los nigromantes pronunciaron el hechizo que la traería de vuelta... O al menos a la parte de ella que quedaba. Había dolor en aquellos instantes finales, sí, pero también estaban presentes la brisa fresca del anochecer y el aroma de las orquídeas en su lengua... Sensaciones distantes, fugaces, pero presentes. Sidisi las había ignorado en vida, las había rechazado durante su búsqueda de poder. Ahora, eran lo único que jamás podría recuperar.
Aquel era el castigo definitivo impuesto por la magia oscura de la nigromancia: arrebatar la capacidad de sentir los placeres de aquello que nos rodea, mas no sus recuerdos. Los deseos permanecían, pero se trataba de un hambre que no podía ser saciada. Los recuerdos que perduraban después de la transición de Sidisi, incluso los que resultaban tan dolorosos como aquellos, eran más placenteros que su existencia como sibsig.
Mandato de Sílumgar | Ilustración de Nils Hamm
La llegada de una caravana devolvió a Sidisi al presente; procedía de la región del Marang, si había identificado correctamente las carretas. Dos docenas de hombres fuertes salieron portando cofres repletos de oro. Mientras ascendían los peldaños hacia la corte de Sílumgar, un humano se acercó a ella.
―Requiero una audiencia ―dijo el hombre―. Debo explicar por qué nuestro tributo no está a la altura de lo esperado.
―Tal vez deberíais enviar a uno de vuestros súbditos, si es que traéis malas noticias ―respondió Sidisi tras examinar el medallón de oro que lucía el humano en el pecho, una clara señal de riqueza y poder―. No parecéis un hombre que valore más el honor que la vida.
―Yo soy el enviado de Jhinu ―explicó él, tendiéndole a Sidisi una pequeña bolsa con gemas―. Me dijo que estáis dispuesta a escuchar, aunque no mencionó que erais una...
―Recuerdo a ese humano ―lo interrumpió ella―. Lo conocí hace muchos años, durante mi anterior vida. Él también me ofrecía joyas a cambio de los favores del dragón. Eran muy hermosas. Una bolsa de gemas a cambio de una montaña de oro... Un trato muy provechoso. ―Sidisi se guardó la bolsa en una manga―. Seguidme.
Bolsa del sobornador | Ilustración de Steve Argyle
Sidisi condujo al hombre al interior y se aproximó al trono de Sílumgar. Un tintineo metálico resonó en la sala cuando serpenteó entre las monedas de oro y los tributos que el dragón había acumulado a lo largo de su milenio de mandato. Era sabido que Sílumgar dormitaba durante las tardes de finales de verano, y convenía anunciar la presencia de uno si se pretendía seguir de una pieza.
―Mi señor... ―profirió Sidisi en un idioma grave y áspero. Los naga no podían pronunciar el dracónico con precisión, pero sabían producir una imitación pasable. Aquel era el idioma que complacía al dragón.
Sílumgar, señor dragón | Ilustración de Steven Belledin
Sílumgar levantó la cabeza y la giró hacia la procesión de objetos de valor que estaban trayendo las dos docenas de sirvientes. Monedas de oro, yelmos dorados, reliquias de los guerreros vencidos del protectorado de Drómoka... Sílumgar observó el botín, pero su monstruoso rostro no permitía adivinar su juicio. Cuando el último siervo vació su ofrenda, el dragón se giró y apartó la vista.
Tesoro del hedonista | Ilustración de Peter Mohrbacher
―Vuestros hombres pueden marcharse ―indicó Sidisi al emisario―, pero vos, no. ―Cuando los sirvientes abandonaron la sala del trono, Sidisi levantó la cola hacia el rostro del hombre que tenía ante ella―. Hemos oído historias sobre las conquistas en la provincia del Gurmag. Habéis obtenido grandes victorias contra numerosas fortalezas de Drómoka, ¡y riquezas inconmensurables! Sin embargo, los tesoros que nos habéis traído son mensurables. ¿Acaso no creéis que vuestro señor merezca su parte?
―En efecto, hemos logrado muchas victorias ―razonó él, girándose hacia el dragón―, pero también hemos sufrido muchas pérdidas. Necesitábamos reconstruir... Necesitábamos alimentar a las familias de los caídos.
―No os dirijáis a nuestro soberano ―espetó Sidisi, que rozó el cuello del hombre con su cola putrefacta―. Me hablaréis a mí. Yo transmitiré el mensaje a nuestro señor.
Sidisi gruñó y Sílumgar giró la cabeza―. Os habéis llenado los bolsillos con oro que le pertenecía a él por derecho ―afirmó la naga―. Habéis intentado sobornarme, pero ya no siento aprecio por cosas tan insignificantes. ―Sidisi dejó caer la bolsa de gemas―. Nuestro señor me ha convertido en quien soy, y tiene mi lealtad. Dime, humano: ¿a quién eres leal tú? A Jhinu, quien te ha enviado a morir en este palacio, ¿verdad? ¿Ha protegido él vuestras tierras como lo hace Sílumgar? ¿Te ha permitido vivir?
―Sé que sirves al dragón ―dijo el hombre―, pero no lo reverencias.
―¿Por qué no habría de hacerlo? ―Sidisi se aproximó más al humano―. En vida, ansié el poder, pero no comprendía qué significaba. Ahora lo contemplo a él y por fin lo entiendo.
―Es imposible que estés de acuerdo con lo que te ha hecho ―objetó el hombre.
―¿Qué crees saber de mí, humano? ―Sidisi enroscó la cola―. Oponerse a Sílumgar es inútil. Uno solo puede servirle y esperar que la muerte sea indolora cuándo él lo exija.
―¿Y si no fuese inútil? ―preguntó el hombre acercándose más a Sidisi―. Tengo en mi bolsillo tres frascos de veneno de la orquídea de Objung. Un simple cuarto de frasco bastó para abatir a uno de los regentes de Drómoka. Deja que me acerque al dragón y acabaré con su reinado.
Mano de Sílumgar | Ilustración de Lius Lasahido
Sílumgar rio por lo bajo y pronunció un mensaje en su lengua antigua que hizo vibrar la estancia y provocó que algunas pilas de oro se desmoronasen.
―Que nuestro señor no desee hablar tu lengua no significa que no la entienda ―dijo Sidisi.
La naga apresó al humano por el abdomen usando la cola, pero él tiró de un brazo hasta liberarlo y arrojó un frasco. El recipiente voló por la sala y se estrelló contra el inmenso cuerpo de Sílumgar. El cristal se partió y un líquido negro se vertió por las escamas del dragón; algunas gotas cayeron sobre el oro y lo corroyeron, haciendo un ruido sibilante.
―Nuestro señor respira veneno ―dijo Sidisi mientras aferraba con más fuerza al hombre―. ¿Creías que tu extracto serviría de algo contra su magnificencia?
Pacto abominable | Ilustración de Zack Stella
Sílumgar bufó y una nube tóxica envolvió la sala. Antes, cuando Sidisi aún vivía, el aliento del dragón le quemaba la piel y ella siempre se escabullía rápidamente para tratar las quemaduras con bálsamos, antes de que se formasen llagas negras.
El humano no era un sibsig. Su piel no era resistente a los vapores.
―Si hubieses venido sin el oro, Sílumgar solo habría ejecutado a la décima parte de vuestra población como castigo ―explicó Sidisi al hombre mientras este trataba de respirar―. Muchos de tus seres queridos habrían sobrevivido. Ahora, me temo que las consecuencias serán mucho más severas.
El dragón vociferó más órdenes. Sidisi agarró al hombre por el cuello y lo arrastró fuera de la sala del trono, hasta el borde de un foso de sibsigs.
Tejecadáveres | Ilustración de Nils Hamm
―Por favor... ―suplicó el hombre―. Por favor... No, por favor. No quiero morir. Sé que puedes ayudarme.
―Podría ―respondió Sidisi mientras extraía los frascos restantes de la capa del humano―, pero no lo haré. ¿De qué sirven ahora tus riquezas? Ya no me ofrecen alivio alguno.
―He fallado a mi familia... ―se lamentó el hombre, llorando y cada vez más falto de aliento―. No hay veneno capaz de matar a esa bestia. Estamos condenados...
―Por separado, nada servirá ―susurró Sidisi―, pero los tributos atraen a muchos como tú que se creen capaces de acabar con el dragón. Y todos llevan consigo venenos de lo más potentes...
Sidisi arrojó el cuerpo casi exánime al foso. Los sibsigs se darían un festín y no quedaría ni rastro del humano. La naga levantó la placa ornamentada que cubría su torso y dejó al descubierto un gran agujero: la cavidad donde antaño latía su corazón.
Sidisi, visir muerta viviente | Ilustración de Min Yum
Aquel rincón de su cuerpo albergaba una colección de venenos procedentes de todo Tarkir, que continuaban mezclándose para formar una potente ponzoña.
Sidisi seguiría esperando hasta el día en que el concentrado madurase y el dragón bajase la guardia. Ese día, se haría con el poder que el dragón le había arrebatado y los naga se convertirían en lo que siempre estuvieron destinados a ser: los soberanos de aquellas tierras.