Hace más de un milenio, una mujer salvó su mundo de la destrucción inminente.

La Planeswalker kor Nahiri, conocida como la Litomante, ayudó a encerrar a los Eldrazi en su plano natal de Zendikar hace más de 6000 años. En aquellos tiempos, los Planeswalkers no envejecían y eran prácticamente inmortales, y Nahiri no tenía intención de dejar Zendikar desprotegido. Por ello, decidió permanecer allí para vigilar la prisión de los titanes eldrazi y esperó.

Y esperó...

Y esperó...

Hasta que algo cambió. Los Eldrazi se agitaron en su letargo. Y Nahiri despertó.

Esta historia no es la del catastrófico resurgir que vimos en la trama de Levantamiento de los Eldrazi, ya que los propios titanes siguen encerrados mientras sus linajes arrasan Zendikar. Esta historia tuvo lugar unos mil años antes y podría haber desencadenado el despertar de los Eldrazi... de no haber sido por la intervención de Nahiri.


Nahiri estaba unida al mundo.

Permanecía sentada, con los ojos cerrados, envuelta en una crisálida de piedra. Sentía el vínculo con la roca en cada recoveco de su piel, uniéndola a los sólidos cimientos de Zendikar. Todo lo que estaba en contacto con la tierra estaba en contacto con ella, en una interminable sucesión de movimiento carente de sentido; el mundo y ella simplemente existían, perduraban sin intervenir. ¿Cuánto tiempo había permanecido allí? ¿Cuántas generaciones de gente y animales habían nacido y perecido desde que ella se había retirado a aquella estancia y se había envuelto en piedra, como si fuese un monumento? No importaba. Nahiri era inmortal, imperecedera, al igual que el mundo.

"¿Sigo viva, tan siquiera?".

No se había ido de Zendikar desde el día en que Sorin, el dragón espíritu y ella llegaron allí, desde que comenzaron su trascendental labor para encerrar a los Eldrazi. Al principio, se había quedado para vigilarlos. El plan parecía haber funcionado: la prisión resistía y, con el tiempo, los Eldrazi cayeron en el olvido. Sin embargo, a Zendikar no le gustaba contenerlos. Akoum seguía estremeciéndose y temblando en las cercanías de la prisión, como si tratase de vomitarlos. Si se marchase, pensaba Nahiri, ¿cómo podría saber que su mundo seguía a salvo?

Durante los primeros siglos, había vivido, vivido de verdad entre su pueblo, los kor. Había arrullado a los recién nacidos y llorado a los muertos, había reído en festejos y banquetes y se había enamorado... dos veces. Había enseñado el arte de la litomancia a una larga, larga sucesión de discípulos, mostrándoles cómo utilizar la piedra y el metal de su interior para labrar utensilios y forjar armas.

Había instruido a los kor para que vigilasen la prisión de los Eldrazi, liderando largos peregrinajes por todo el plano. Les mostró los lugares clave que sustentaban el poder de la red de edros y enseñó a los artesanos de la piedra cómo comprobar el estado de los muros de la prisión. De ese modo, se asegurarían de que los... los "dioses", dijo ella para hacerse entender... de que los dioses no se liberasen y desencadenasen el fin del mundo.

Asamblea de nómadas | Ilustración de Erica Yang

Sin embargo, los discípulos aprendían y emprendían su propio camino. Los amantes envejecían y fallecían. Los nacimientos sucedían uno tras otro, los funerales sucedían uno tras otro, y con el tiempo, la propia Nahiri no lograba recordar por qué importaba todo aquello... por qué importaba nada.

Nahiri decidió retirarse a la cámara del dragón espíritu, el lugar que Sorin y ella habían bautizado como el Ojo de Ugin, a modo de broma entre ambos. Sus pisadas resonaron en la enorme sala de piedra. Nahiri consideró por unos instantes la posibilidad de contactar con Sorin, el único allegado que había vivido más tiempo que ella y que podría entender el vacío que sentía. Hacía décadas que el vampiro no la visitaba, pero los dos habían acordado que el poder del Ojo de Ugin solo debía utilizarse en caso de que la prisión de los Eldrazi se deteriorase.

Y así, hace muchos años, Nahiri se recluyó y cerró los ojos. Sintió que el mundo seguía adelante y que todos sus habitantes se esforzaban para seguir viviendo, como si sus breves existencias significasen algo. Desde entonces, permaneció en Zendikar porque no se le ocurría ninguna razón para ir a otra parte.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? No importaba. ¿Por qué habría de importar?


Cuando el mundo se quebró, Nahiri sintió que la habían apuñalado en el vientre.

Akoum se debatía como un pez enganchado en un anzuelo. Entre las oleadas de náuseas que la invadían y abrumaban, Nahiri trató de localizar el origen del dolor que sentía el mundo, la mordedura o picadura que había provocado aquella reacción. Mientras Zendikar se estremecía a su alrededor, la mente de la Planeswalker se abrió camino hasta el borde de un abismo, de un vacío absoluto: la prisión de los Eldrazi. Estaba entreabierta.

Todo aquello era una metáfora, por supuesto. Los Eldrazi no estaban confinados, ya que no eran entidades físicas que pudiesen ser detenidas. Eran criaturas de la Eternidad Invisible y sus manifestaciones en Zendikar no eran más que extensiones, como sombras proyectadas en una pared. El poderoso hechizo que Ugin, Sorin y ella habían elaborado no era una simple jaula. Se trataba de una magia constrictora que retenía las sombras de los Eldrazi en Zendikar, para que no pudiesen moverse por el plano ni abandonarlo.

No obstante, algo había cedido, aunque solo fuese ligeramente. Nahiri percibió el movimiento inquieto de los titanes, como si estuviesen poniendo a prueba la resistencia de sus ataduras, y también sentía el bullir de sus progenies, que cobraban vida alrededor de ellos. El dragón espíritu había explicado que aquellas marabuntas de Eldrazi inferiores eran extensiones de los tres titanes y servían como órganos sensoriales y digestivos para aquellos seres extraplanares. Cuando atraparon a los titanes, los linajes de la progenie continuaron pululando por el mundo, pero tras apresar a sus progenitores, los Eldrazi inferiores eran como cuerpos espasmódicos y agonizantes a los que hubiesen decapitado. Poco a poco, los habitantes de Zendikar los exterminaron. Desde que se creó la prisión, no se habían visto nuevos Eldrazi.

Incubador de Emrakul | Ilustración de Jaime Jones

Sin embargo, los engendros estaban surgiendo nuevamente de la tierra; Nahiri percibía sus movimientos como pinchazos dolorosos, una sensación que no había experimentado desde hacía siglos. Se familiarizó con aquella sensación y notó el enfado que despertaba en su mente. Se planteó ignorar aquel padecimiento y permitir que los Eldrazi se liberasen y acabasen con Zendikar, con sus gentes y con ella misma, que pusiesen fin a la eternidad inmutable de su existencia y al transcurso del tiempo, tan carente de significado para ella.

Pero siguió notando dolor, y enfado, y entonces surgió un deseo... un deseo de que aquellas sensaciones cesasen.

Y así, Nahiri dispersó la roca que la envolvía y se puso en pie, estirando las extremidades que llevaban largo tiempo sin moverse. El suelo de piedra temblaba bajo sus pies y caminó con cuidado hacia el centro de la cámara, usando la litomancia para anclar cada paso al suelo. En el corazón del Ojo se encontraba el reluciente gran edro, el nexo de toda la red que conformaba la prisión de los Eldrazi.

Por fin había llegado el momento de convocar a Sorin.

El dragón espíritu había dotado al Ojo de Ugin de una magia que escapaba al entendimiento de Nahiri, forjando un vínculo especial entre Ugin, Sorin y ella misma, un vínculo que abarcaba la Eternidad Invisible. Cualquiera de los tres podía contactar con los demás desde aquel lugar, usando la magia del Ojo para enviarles un mensaje que llegaría hasta ellos, estuviesen en el plano en el que estuviesen. El hechizo se había elaborado precisamente para circunstancias como aquella, con la idea de que Nahiri pudiese convocar a sus aliados si los Eldrazi se liberasen de sus ataduras.

Ojo de Ugin | Ilustración de James Paick

Cerró los ojos e hizo cesar el temblor de la piedra que la rodeaba, para luego enviar su llamada a través del éter: un mensaje sin palabras que los otros percibirían como un tirón incesante que los dirigía hacia Zendikar.

Después de transmitir su mensaje, volvió a sentarse en el suelo y se envolvió de nuevo en roca, sintiendo dolor cuando la piedra transmitió en su piel las picaduras de los Eldrazi al moverse. Ignoró el dolor mientras esperaba a que sus aliados llegasen y siguió el avance de la plaga de engendros que se expandía por Akoum.

Pestañeó una vez y sintió las pisadas de los zendikari que huían, y luego el paso firme de los ejércitos organizados para enfrentarse a los Eldrazi.

Pestañeó de nuevo y sintió que Zendikar se retorcía de dolor a medida que los Eldrazi superiores de los linajes de la progenie aniquilaban la vida y el maná a su paso, absorbiendo las energías del frondoso mundo salvaje.

Pestañeó una tercera vez.

"¿Cuánto tiempo llevo aquí?".

Aquel pensamiento repentino le devolvió la consciencia. Por un momento, creyó que la idea de que los Eldrazi se hubiesen liberado no había sido más que un sueño. Sin embargo, el dolor que recorría su piel confirmó que las progenies eldrazi seguían arrasando el plano... y se habían propagado muy lejos mientras ella esperaba a Sorin y al dragón espíritu.

No habían acudido. Sorin no había venido. Estaba sola.

Quería... quería que el dolor cesase, quería ver a Sorin otra vez... Y con cierta sorpresa, se dio cuenta de que quería salvar Zendikar, tanto el plano como a sus gentes perdidas, insignificantes y desesperadas. Sin embargo, mientras ella aguardaba, la situación había empeorado terriblemente.

Desplazó hacia arriba su crisálida de piedra y esta se fundió con la roca, para luego emerger en la cima de una montaña cercana.

Nahiri oteó los valles repletos de Eldrazi, que convertían el suelo en polvo blanquecino allá por donde pasaban. La Planeswalker se estremeció y, con un pisotón en la superficie rocosa de la montaña, provocó una avalancha para aplastar a aquellas abominaciones. Acto seguido, volvió a desaparecer entre la roca y emergió en Ondu, cerca de una ciudad kor que había visitado numerosas veces durante sus primeros años de custodia.

Los Eldrazi también se encontraban allí, en un desfiladero cercano, pero la ciudad ya estaba reducida a escombros: eran unas ruinas polvorientas y abandonadas tiempo atrás, seguro que mucho antes de que los Eldrazi resurgiesen. Con un gesto de la mano, cerró el desfiladero para engullir a los Eldrazi mientras ella entraba en la ciudad por una brecha de la derruida muralla.

Demoler | Ilustración de John Avon

―Conozco estas calles... ―murmuró; su voz sonaba como el crujido de la gravilla, después de tanto tiempo sin usarla. Recordó haber regateado con un vendedor en la plaza del mercado, un poco más adelante, donde había comprado... ¿qué, exactamente? Era algo brillante y azul que la hacía sonreír, algo suave...

»Una bufanda... ―dijo, y creyó que estaba en lo cierto.

Los placeres y las angustias de toda una vida la invadieron en un instante. Su mente se inundó de recuerdos: las imágenes, los sonidos y los aromas del bullente mercado, la felicidad que sentía en su corazón, el sabor de los besos de su amante, el amargo dolor de las lágrimas. Aquel lugar había estado repleto de vida, había sido su hogar, y no estuvo allí para presenciar su declive.

La ciudad había cambiado, incluso antes de que la abandonasen. Algunos edificios altos habían sustituido a los que ella conocía y un bloque entero había sido destruido y reconstruido desde la última vez que estuvo allí. Donde antes había un vecindario, ahora encontró una gran estructura de piedra, casi intacta. Sintió curiosidad y cruzó el arco de la entrada.

Nada más entrar, se encontró ante una estatua de ella misma tallada en piedra; la efigie la representaba con los brazos abiertos, en señal de bienvenida.

Se detuvo y se quedó observándola. Era ella, sin lugar a duda. La escultura era un relieve tallado en la pared y una de las piernas sobresalía, como si la Nahiri pétrea fuese a emerger de la roca. Probablemente fuese obra de los místicos fragua de piedra, sus discípulos, que habían representado sus rasgos en la roca. Recorrió con los dedos la suave mejilla de su efigie, y entonces se fijó en la pared de la que emergía el relieve.

Retrocedió un poco para verla en su plenitud. Había otro relieve tallado por detrás, alrededor de la representación de Nahiri.

―¿Kozilek? ¿Pero qué...?

Mas no se trataba del titán eldrazi... al menos, no exactamente. Por el contorno general de la estatua, podría haber sido Kozilek, pero los rasgos faciales eran los de un kor que portaba una corona de curiosa geometría, que imitaba las extrañas placas que flotaban sobre la forma alienígena del titán. El kor también tenía los brazos abiertos, imitando el gesto de la Nahiri de piedra, y sostenía dos espadas, cuyas anchas hojas se extendían hacia los codos, a lo largo de los antebrazos, imitando las extremidades bifurcadas del Eldrazi.

Sobre la cabeza del kor, una talla en arco indicaba el tema central de la obra: "Nahiri la Profeta, Voz de Talib".

Dio la espalda a la escultura y salió a zancadas del santuario. Una vez fuera, levantó los brazos y apretó los puños, y una nube de polvo se levantó a sus espaldas cuando el edificio se derrumbó.

Había sido culpa suya: ella fue la primera en decir que Kozilek era un dios. Al parecer, los kor habían recordado más aquella palabra que las severas advertencias acerca del fin del mundo. Se sintió disgustada.


Nahiri recorrió uno a uno los emplazamientos de la ruta que había enseñado a los antiguos kor, donde estaban los lugares clave de la red de edros. Allá donde encontraba representaciones suyas emergiendo de la piedra, también se topaba con los Eldrazi, y cada vez que lo hacía, abría la tierra para que se los tragase o provocaba avalanchas para sepultarlos. Acabar con las progenies eldrazi no era el problema; cualquier mortal podría hacerlo. Sin embargo, solo ella podía impedir que volviesen a emerger... En realidad, no era así: Sorin y el dragón espíritu también podrían lograrlo, pero Nahiri estaba sola y lo haría sola. Tenía que hacerlo.

Estuvo a punto de no visitar los puntos clave de Akoum. Al estar tan cerca de su lugar de reposo en el Ojo de Ugin, habría notado cualquier perturbación en la red de edros, por lo que no necesitaba inspeccionar aquellos sitios. Sin embargo, decidió ser minuciosa, aunque solo fuese por aprovechar la oportunidad de volver a descubrir el mundo que casi había olvidado y disfrutar con los recuerdos que evocaba en cada lugar.

Así fue como llegó a un emplazamiento en lo alto de las montañas cercanas al Ojo de Ugin. Y allí mismo, donde había enseñado a los kor a comprobar el estado de la red de edros, encontró un edificio de piedra que no le resultaba familiar. A diferencia de las estructuras lisas de los kor, aquella construcción estaba hecha con bloques de piedra escarpados y de corte tosco, con grandes picos metálicos que sobresalían de la argamasa y se curvaban hacia el cielo. El suelo presentaba ondulaciones, como si el edificio hubiese echado enormes raíces que empujaban la piedra hacia arriba.

Incluso antes de llegar a la entrada, supo que aquel era el lugar donde la red de edros se había deteriorado. Y había ocurrido delante de sus narices, mientras ella permanecía sola en el Ojo de Ugin. La furia se acumuló en su interior, dirigida tanto contra ella misma como contra quienquiera que hubiese perpetrado aquello.

La furia... Otra sensación que había olvidado. Una sensación agradable.

Avanzó a zancadas hacia el edificio y el suelo tembló con cada paso, haciendo que algunas motas de gravilla y polvo se desprendiesen de las paredes. Cuando se acercó, tres siluetas oscuras aparecieron rodeando el edificio y se pusieron en posición de combate en cuanto divisaron a Nahiri.

Se detuvo y posó una rodilla y una mano en la tierra. Los tres desconocidos avanzaron más despacio, mostrando cautela. Entonces, con un grito, Nahiri extrajo del suelo una espada incandescente y cargó contra ellos.

Nahiri, la litomante | Ilustración de Eric Deschamps

Los individuos parecían humanos, pero Nahiri no reconoció a qué cultura pertenecían sus vestimentas. Unas gasas ligeras apenas les cubrían el torso, revelando las austeras pinturas rojizas que adornaban su piel ceniza. Unos garfios afilados sobresalían de sus hombros y sus brazos, y cuando gruñeron ante su avance, Nahiri vio que tenían unos colmillos ligeramente más largos de lo normal.

"¿Vampiros?", pensó. "Pero si no hay vampiros en Zendikar".

Entonces, los tuvo a su alcance y la espada fulgurante cortó su fría carne, llenando el aire de humeantes chorros de sangre carmesí.

Pasó por encima de los cadáveres y abrió su propia entrada en la áspera pared de piedra. En el interior había más de aquellas criaturas, que intentaron escabullirse ante la repentina aparición de la kor, pero Nahiri dejó un rastro de cuerpos inertes a su paso, hasta que llegó a la amplia sala principal.

En el centro de aquel lugar había un gran altar de piedra, justo en el punto donde se unían las líneas de la matriz de edros. La erosionada losa que lo coronaba estaba manchada con sangre vieja.

Nahiri echó un vistazo alrededor y vio algunos vampiros más huyendo de la sala. ¿Realmente serían vampiros? En un lateral de la estancia había una enorme estatua de piedra, tallada para representar lo que parecía una efigie medio olvidada de Ulamog. Tenía rasgos afilados de humanoide, bajo un casco que se parecía mucho a las extrañas placas faciales del titán eldrazi. En vez de piernas, tenía una masa de tentáculos retorcidos, muy fieles a la auténtica forma del Eldrazi. Y en sus dos manos humanoides, aferraba los garfios de los hombros de una figura vampírica arrodillada, tallada bajo la efigie principal.

―¡¿Otro maldito dios?! ―gritó―. ¡Los titanes eldrazi no son como este dios que os imagináis, mentecatos!

No obstante, los sacrificios que se realizaron en aquel altar habían dado sus frutos. Tanto si Ulamog escuchaba las plegarias de los vampiros como si no, los rituales habían logrado debilitar la red de edros lo suficiente para que las progenies de los Eldrazi resurgiesen.

Nahiri posó las manos en el altar de piedra y agudizó los sentidos para valorar los daños. Apenas había sido un cambio sutil, una mínima alteración en la red de la prisión de edros. Aun así, aquello había proporcionado a los titanes eldrazi un ínfimo margen de maniobra, con el que su presencia volvió a manifestarse en Zendikar. El daño podía repararse, por supuesto, pero requeriría tiempo. Y habría resultado mucho más fácil si contase con ayuda.

―Pero nadie vendrá a ayudarme ―dijo en voz alta―. Será mejor que me ponga manos a la obra.

Con un suspiro, echó un vistazo en busca de una roca del tamaño adecuado. Sus ojos se avivaron al ver la grotesca estatua y Nahiri sonrió. "Perfecto".

Se acercó a la efigie y levantó los brazos para agarrar los garfios que sobresalían de los hombros del vampiro, unidos a las extrañas manos de Ulamog. Entonces, tiró hacia abajo y la estatua entera cambió.

Había tardado cuarenta años en construir la red de edros, lo que en aquella época le parecía toda una vida, cuando aún convivía con los mortales. Crear un único edro no llevaría ni mucho menos tanto tiempo, aunque lo hiciese ella sola. Lo más difícil sería moldear la superficie sin las indicaciones de Ugin.

Lo que había sido una estatua se convirtió en una masa informe de piedra en manos de Nahiri, y luego en un cuerpo de ocho lados triangulares con bordes definidos. Nahiri cerró los ojos y respiró hondo, tratando de recordar los patrones que necesitaría grabar en la superficie para que redirigiesen correctamente el flujo del maná.

Unas pisadas cercanas interrumpieron su concentración y suspiró. Otros vampiros la habían rodeado y estaban acercándose lentamente, armados con sus largas espadas curvas.

―¿Por qué insistís? ―les espetó―. Estáis empezando a hartarme.

Asesino de Guul Draz | Ilustración de James Ryman

―Estás profanando nues...

―Como queráis. ―Y Nahiri desplomó las paredes sobre ellos antes de volver a su trabajo.

Con sumo cuidado, recorrió con los dedos cada centímetro de la superficie del edro, moldeando los precisos patrones que el dragón espíritu le había enseñado. Cuando una marabunta de Eldrazi se acercó a toda prisa desde las ruinas, la Planeswalker erigió una cúpula de piedra alrededor de ella, manteniéndola aislada de los engendros. El aura de corrupción de los Eldrazi deterioró la piedra poco a poco y la cúpula empezó a deshacerse, pero Nahiri se limitó a arrojarla contra los monstruos y a levantar una nueva.

Parecía que el trabajo le estaba llevando una eternidad, lo cual le resultó extraño. No tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido en el Ojo de Ugin, meditando mientras percibía las sensaciones del mundo. Había dejado atrás su vida y se había recluido en la roca, pero ahora que los Eldrazi andaban sueltos por su mundo, volvía a sentir premura. Por supuesto, quería sellar de nuevo a los Eldrazi antes de que mucha más gente perdiese la vida luchando contra ellos. Pero en parte, se daba cuenta de que quería concluir aquella tarea para volver a vivir.

Quizá hubiese pasado el tiempo suficiente encerrada en su crisálida, y ahora estuviese lista para disfrutar de una nueva vida, como un geópodo totalmente desarrollado. Los recuerdos amargos, como la añoranza melancólica y (sobre todo) la ira enardecida, quizá la hubiesen despertado tras siglos de letargo e insuflado en ella un nuevo sentimiento de vigilancia. En cualquier caso, quería terminar aquello para dar el siguiente paso en su vida, fuese el que fuese.

Finalmente, acabó de labrar el edro. Estiró los brazos para romper la cúpula de piedra que la rodeaba e inhaló el aire fresco.

Bóveda peligrosa | Ilustración de Sam Burley

"¿Cuánto tiempo llevo aquí?", se preguntó.

No prestó atención a aquella idea pasajera y levantó los brazos, elevando cuidadosamente el edro muy por encima de ella. Le bastó con un mero pensamiento para depositarlo en su sitio, restaurando las líneas de la red de edros y reparando la prisión de los Eldrazi.

Hincó una rodilla en el suelo y lo palpó con ambas manos. Podía sentir que la agitación de los titanes cesaba a medida que la prisión volvía a sumirlos en su letargo. Sus progenies continuaban pululando por el mundo, pero los mortales podrían encargarse de ellas. Lo más preocupante era que el propio Zendikar seguía reaccionando: no solo en Akoum, como sucedía desde que encerraron allí a los Eldrazi, sino en todo el plano. Los terremotos sacudían la tierra y alteraban el paisaje, las marejadas cambiaban los litorales y los vientos huracanados asolaban los cañones. Zendikar se retorcía por culpa de los Eldrazi y Nahiri sospechaba que tardaría un tiempo en volver a sosegarse.

La Planeswalker se hundió en la tierra y volvió a emerger en el Ojo de Ugin. Posó las manos en el edro que servía de piedra angular y se aseguró de que la red estaba reparada. Se planteó llamar de nuevo a Sorin y al dragón espíritu, pero ya había resuelto la situación. Zendikar volvía a estar a salvo gracias a sus propios esfuerzos. No había necesitado la ayuda de los demás.

Sin embargo, aquello no cambiaba el hecho de que sus aliados no habían acudido. Sorin y el dragón espíritu prometieron regresar a Zendikar cuando los convocase, para ayudarla a mantener la prisión que había vigilado durante incontables siglos. Pero Sorin la había abandonado y los Eldrazi habían vuelto a propagarse por Zendikar.

Otras sensaciones casi olvidadas, la preocupación y la ansiedad, se apoderaron de su corazón y la hicieron sonreír, incluso si también le provocaban dolor. Hacían que se sintiese viva: notaba que el corazón latía en su pecho, que los oídos percibían los latidos y que los músculos se tensaban al fruncir el ceño y apretar la mandíbula.

¿Qué habría estado haciendo Sorin durante tantos años, mientras ella permanecía en el Ojo de Ugin? ¿Seguiría con vida? ¿Se habría olvidado de ella y de su tarea de vigilar Zendikar? ¿Habría sucumbido a la misma apatía que se había apoderado de ella durante tanto tiempo?

Nahiri partiría en su busca, lo despertaría si fuese necesario, le recordaría quién era ella y cuál era su misión en Zendikar, y también que habían compartido una amistad, y qué significaba vivir, sentir y preocuparse por los demás. Había salvado Zendikar y ahora salvaría a Sorin. Y luego, regresaría y volvería a vivir entre los suyos. Volvería a enseñar, a reír y a amar, y aquello volvería a ser importante. Todo tendría importancia.

Nahiri posó una mano suavemente en la pared de la cámara y esta se derritió cuando la Planeswalker abrió una senda a través de la Eternidad Invisible. Las paredes de la cámara se convirtieron en colinas sombrías de una cordillera inhóspita. Nahiri respiró hondo aquel aire desconocido y se adentró en el plano, ansiosa por encontrar al más viejo de sus amigos.