El Planeswalker y mago dracónico Sarkhan Vol ha abandonado su época y para viajar al Tarkir de hace más de 1200 años y prevenir la muerte de Ugin, el dragón espíritu. Al salvar a Ugin, Sarkhan ha logrado que las tempestades de dragones perduren en Tarkir y ha salvado a los dragones... O eso espera. Justo después de crear una crisálida de edro para proteger al derrotado Ugin, las fuerzas del tiempo se llevaron a Sarkhan para devolverlo al presente. Ahora, el Planeswalker ignora qué cambios ha provocado su intervención en los acontecimientos. ¿Cuántas repercusiones han tenido sus actos en la historia de Tarkir? ¿Y quién compartirá con Sarkhan el nuevo mundo? ¿Quién prosperará en el Tarkir de los dragones?


Sarkhan Vol estaba regresando a su hogar.

Sí, lo sintió con toda certeza en cuanto emprendió el viaje por la eternidad infinita. Las fuerzas desconocidas que lo habían enviado al pasado estaban devolviéndolo a... ¿A dónde? ¿Al futuro? ¿Al presente? ¿Al ahora? No importaba cómo lo llamase, porque era su hogar.

El tiempo transcurrió en un instante; incontables años, numerosos siglos... Para Sarkhan, la historia de Tarkir se desarrolló en un segundo.

Cuando el suelo firme se materializó a sus pies y el mundo cobró forma alrededor de él, Sarkhan respiró por primera vez el aire del nuevo Tarkir. Sintió la plenitud del entorno en sus adentros.

Se encontraba ante la crisálida de edro, exactamente en el mismo lugar en el que estaba hacía un momento. Mas no era así: en realidad, habían pasado cientos o puede que miles de años. Si Sarkhan fuese un hombre menos perspicaz y no hubiese sentido el transcurso del tiempo, tal vez habría pensado que nunca se había ido de allí; quizá habría supuesto que solo se trataba de un episodio de vértigo o que se había desorientado. Sin embargo, incluso si no hubiese percibido el efecto de las fuerzas del tiempo y el flujo de la historia, habría reparado en las señales del paso del tiempo que presentaba la propia crisálida.

Crisol del dragón espíritu | Ilustración de Jung Park

Las superficies de los edros estaban cubiertas de capas de hielo, se habían formado carámbanos en los salientes y los bordes, la nieve se había acumulado en las ruinas y había muescas y grietas en las partes expuestas de la roca. Tenía ante él todas las pruebas que necesitaba y la verdad era irrefutable: para Sarkhan, el tiempo y la historia habían transcurrido en un instante.

―Ugin ―dijo con voz temblorosa, como si estuviese poniendo a prueba la credibilidad del nuevo presente―. Aquí estoy, Ugin. He regresado. ―Palpó la crisálida con sus dedos temblorosos.

Durante unos segundos, la única respuesta que obtuvo fue el silbido del viento.

De pronto, oyó un rugido procedente de las alturas.

Sarkhan miró hacia el cielo y el júbilo se apoderó de él: ¡había toda una manada de dragones volando en círculo!

―¡Ja, ja, ja! ―estalló en una carcajada―. ¡Míralos! ¡No me lo puedo creer!

No había hecho mal en albergar esperanzas. Había sucedido. Había funcionado. El fragmento de edro que había salvado la vida a Ugin también había salvado a los dragones de Tarkir.

Los ojos de Sarkhan se inundaron de lágrimas cálidas. Era real; aquello era real.

―¡Tienes que ver esto! ―llamó a Ugin―. ¡Lo he logrado! ¡He reescrito la historia!

Sin embargo, el dragón espíritu no respondió.

No importaba. Sarkhan estaba allí. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito de alegría que resonó en los alrededores. Cuando le llegó el eco, el grito se convirtió en el rugido gutural de un dragón. Sarkhan Vol adoptó su forma dracónica y levantó el vuelo.

Ganó más y más y más altitud, a una velocidad tal que la piel del hocico hizo presión contra la carne. Se dirigió directamente hacia la manada de dragones hasta que se unió a ellos, chocando contra sus gruesas pieles, serpenteando entre ellos y sintiendo la turbulencia que provocaban sus pesadas alas.

Reconocía a aquellos dragones por sus cuernos y sus anchos hombros. Pertenecían a la estirpe contra la que habían luchado Yasova y su felino hacía... ¿cuánto tiempo? ¿Puede que un milenio?

Yasova. La tenaz y poderosa Yasova. Sarkhan no la culpaba por sus actos. Tan solo había cumplido su parte, al igual que él. No estaba enojado, ni con ella ni con nadie; ya no. Ahora, todo le parecía más que correcto. Tenía la mente despejada, era el dueño de sus pensamientos y su Tarkir estaba repleto de dragones.

¡Dragones!

Ilustración de Steve Prescott

Sarkhan quería agarrar a la bestia que tenía junto a él y decirle: "¡Estáis aquí! ¡He logrado que sigáis existiendo en Tarkir!". Sin embargo, sus fauces no podían pronunciar aquellas palabras, así que se giró hacia el dragón y rugió a plena potencia.

La bestia se fijó en él.

¿Lo habría entendido? ¿Podría comprender lo maravilloso, lo grandioso y lo imposible que resultaba aquello?

Sarkhan siguió rugiendo una y otra vez mientras serpenteaba entre la manada.

Su vigor fue como una chispa en un almiar.

Los dragones respondieron a Sarkhan, devolviéndole un rugido ensordecedor tras otro. Cada exhalación daba fuerzas a la siguiente inhalación y la manada cobró intensidad, volumen y velocidad, creciendo hasta convertirse en una fuerza absorbente que se nutría de todos los dragones del grupo y los unía en una sola entidad. Las bestias rugieron al unísono y Tarkir tembló.


Mientras Sarkhan surcaba los cielos con su manada adoptiva, contemplaba los nuevos paisajes de Tarkir. Reconocía muchos lugares, pero también le parecían muy diferentes. Podía ver otras manadas a lo lejos; algunas eran similares a la suya, mientras que otras tenían aspectos totalmente distintos. Había dragones esbeltos que planeaban como plumas en las corrientes y otros con escamas gruesas que volaban juntos a mucha menos altura. Incluso había engendros que actuaban más como serpientes y permanecían en grandes templos en las ciénagas, que Sarkhan solo veía desde las alturas.

La propia tierra también había cambiado. Donde antes había ruinas y pilas de huesos de dragón, ahora crecían praderas y bosques. La tundra nevada, que otrora estaba cubierta por un manto blanco e infinito, ahora solo lo estaba en parte, ya que había extensas superficies chamuscadas. ¡Era fuegodragón! Sarkhan descendió en espiral, celebrando el descubrimiento y dejando que el aroma de los sotobosques quemados le llenase las fosas nasales. ¡La tierra había cambiado porque los dragones seguían vivos!

Ilustración de Titus Lunter

Cuando remontó el vuelo para regresar junto a la manada, contempló ni más ni menos que una tempestad de dragones formándose ante él. La tormenta engendró nuevas crías.

Sarkhan rugió de euforia.

La manada respondió con su rugido.

Y las crías se unieron al clamor.

Fue un momento glorioso.

Era lo que Sarkhan había ansiado siempre.

Podría vivir así eternamente.

¡Qué gran mundo! ¡Qué gran época! Qué perfección.

Pero entonces, la sensación de perfección de Sarkhan se quebró con el repentino y desagradable repique de una campana.

El agudo sonido metálico atravesó la manada como un cuchillo y sonó sin descanso. Los dragones se dispersaron, rompieron la formación y dieron media vuelta entre gritos de alerta. Sarkhan recibió un aluvión de golpes de hocicos, alas y poderosas patas.

Notaba que los dragones percibían el peligro y la sensación también se apoderó de él. Sin embargo, una campana no debería haber causado semejante revuelo entre una poderosa manada de dragones.

Miró hacia abajo, en busca del origen del sonido. En tierra, en el centro de lo que parecía ser un campamento mardu, había alguien tañendo la campana.

Era un simple humano. ¿O puede que un orco? Sea como fuere, ¿qué amenaza representaba una criatura tan insignificante para una manada de dragones?

Un segundo después, descubrió la respuesta. Como si se tratase de una erupción volcánica, una oleada de dragones emergió del campamento y salió disparada hacia el cielo.

Batían las alas al ritmo de la campana del orco mardu. A pesar del peligro que sentía, Sarkhan estaba emocionado. Los dragones y los clanes vivían en el mismo campamento. ¡Los dragones y los clanes colaboraban! Era exactamente como debía ser.

Sin embargo, no pudo regocijarse mucho tiempo, porque los dragones de la manada mardu, que eran de una estirpe que aún no conocía, volaban más rápido que una salva de flechas.

El ataque estaba dirigido por una dragona anciana y poderosa, con membranas de piel alrededor del rostro y púas que sobresalían de la cabeza y el lomo. Había nacido para ser veloz: su cuerpo era ágil y firme, sus alas tenían una gran fuerza... e iba directa hacia Sarkhan.

Ilustración de Jaime Jones

El tiempo se detuvo por un instante. Sarkhan se quedó mirando los ojos de la gran dragona. Reconocía el rostro, la forma del hocico y la silueta de la mandíbula. Le resultaba muy familiar, pero ¿por qué? Nunca había visto a aquella dragona. Era imposible. Y aun así... mientras la observaba, el repique de la campana le hizo evocar una imagen. Era un recuerdo del antiguo presente. Durante una fracción de segundo, Sarkhan vio dos Tarkirs, uno superpuesto al otro. Lo que se dirigía hacia él era tanto la dragona de aquel ahora, cubierta de carne y escamas, como la dragona del ahora que se había perdido para siempre, que no era más que una calavera hueca y desollada que servía como trono a los kans mardu. Por eso conocía a aquella dragona.

¡Cuánto había cambiado el mundo!

Trono dragón de Tarkir | Ilustración de Daarken

Un rugido feroz hizo que las dos realidades volviesen a ser una y Sarkhan salió de su ensimismamiento justo a tiempo para apartarse del camino de la dragona anciana. Mientras ella dirigía a su manada hacia las alturas, él descendió en picado. Era lo bastante pequeño como para pasar desapercibido y se alegró por ello, ya que no deseaba entablar batalla con la gran dragona.

Con el pulso acelerado y la mente dando vueltas, Sarkhan aterrizó cerca del campamento y volvió a su forma humana. Se refugió bajo un saliente rocoso mientras las dos manadas de dragones luchaban en las alturas. Al escuchar los ecos de la batalla, se regocijó por lo que había logrado en realidad. Aquellos dragones solo seguían existiendo gracias a él. Incluso la más grande de ellos debía su existencia a Sarkhan Vol. Él había hecho posible aquel Tarkir. La realidad había cambiado gracias a él, y era gloriosa.

―¡Intruso! ¡Intrusooo!

Sarkhan se sobresaltó al oír una voz, que no procedía de las alturas, sino de abajo.

―¡Intruso! ¡Al ataqueee! ―Una trasga violenta cargó contra Sarkhan desde un arbusto... pero él la conocía.

―¿Rajatobillos?

No utilizaba la indumentaria que él recordaba. No llevaba su capa y blandía un frasco cilíndrico en vez de un puñal, ¡pero era ella, sin lugar a dudas! Sarkhan se emocionó al verla... al haberla encontrado en aquella época, en el nuevo Tarkir, ¡y viva!

―¡Rajatobillos! ―Sarkhan fue a su encuentro con los brazos abiertos y estrechó a la trasga cuando se abalanzó sobre él. El Planeswalker no pudo contener la alegría y la zarandeó con entusiasmo―. ¡Estás aquí! ¡Estás viva, como la dragona!

―¡Soltar! ¡Loco! ¡Loco! ¡Soltar!

―¿Te salvó un dragón? ¡Seguro que fue eso! ¿O es que en esta realidad nunca has estado en peligro?

―¿Peligro...? ¡Peligro, loco es un peligro! ―Rajatobillos escupió a la cara a Sarkhan y la saliva se le escurrió por la mejilla―. ¡Loco va a morir! ¡Soltar a Aplastafrascos! ¡Soltarmeee!

―¿Aplastafrascos? ¡Ja, ja, ja! ¡Hasta tu nombre es distinto! ―Sarkhan tenía que esforzarse para asimilar la situación. Había millones de cambios, diferencias y detalles―. Un momento. ¿Por qué me has llamado intruso? ¿No me conoces?

―¡Intrusooo! ―Rajatobillos, ahora conocida como Aplastafrascos, lo mordió, clavando sus gruesos dientes en la muñeca de Sarkhan y apretando lo más fuerte que pudo.

El Planeswalker la soltó y gritó de dolor, pero pronto empezó a reír de alegría―. ¡Muerdes aún más fuerte que antes! ¡Sigues viva y encima eres más fuerte!

―¡Tarado! ¡Tú estás mal de la cabeza! ¡Apartarse o Aplastafrascos aplastará! ―La trasga blandió el frasco que usaba como arma. El vello de los brazos se le erizó, como si estuviese cargado de electricidad.

Sarkhan se dio cuenta de que el efecto se debía al líquido brillante del frasco. Reconoció lo que era. Rajatobillos utilizaba un frasco de...

―Fuegodragón... ―susurró―. ¿Lo comparten con vosotros? ¿Los dragones entregan su fuego al clan? Es perfecto. ¡Esto es perfecto!

―¡Aplastafrascos aplasta! ―dijo ella tomando impulso.

―¡Espera! ―protestó Sarkhan, pero fue demasiado tarde.

La trasga arrojó el frasco.

Ilustración de Franz Vohwinkel

Cuando estalló contra el suelo, Sarkhan se transformó en dragón y saltó hacia Aplastafrascos, desplegando las alas para cubrirla de la explosión.

La trasga dejó de protestar enseguida y Sarkhan notaba que estaba temblando en el suelo. Bajó la vista hacia ella y volvió a convertirse en humano.

―Hombre dragón... ―dijo ella; estaba boca abajo, haciendo una reverencia. Levantó la vista hacia él y se echó hacia atrás a toda prisa―. Ya no aplastar. Aplastafrascos no aplastará a hombre dragón. Aplastafrascos no lo sabía y pide perdón. No hacer daño a Aplastafrascos... ―dijo retrocediendo y mirando hacia todas partes en busca de una escapatoria.

―¿Qué sucede ahí abajo? ―bramó la voz retumbante de un orco, que hizo girarse a los dos―. He visto el destello del fuegodragón, pero todos los dragones están arriba. ¿No te había advertido que no hay que malgastar...? ―se interrumpió el orco al ver a Sarkhan.

Y Sarkhan se quedó de piedra: era Zurgo.

―Rompefrascos, no me digas que has desperdiciado el fuegodragón con este invasor de pacotilla ―gruñó Zurgo.

―¡Aplastafrascos! ¡Aplasta-frascos, no Rompefrascos! ¡Zurgo el campanero lo sabe! ―chilló la trasga, apretando el puño y gruñendo―. ¡Zurgo el campanero es orco malo, malooo!

―¿Campanero? ―repitió Sarkhan―. ¿Zurgo el campanero? ―Miró varias veces a Zurgo y a Aplastafrascos―. ¿Es...? ¿Eres el campanero? ―Y entonces, Sarkhan se fijó en la espada de Zurgo y comprendió que era verdad. La hoja estaba roma, pero no por el desgaste de usarla en combate, sino porque la utilizaba para golpear una gran campana metálica. Zurgo era la persona que Sarkhan había visto desde lo alto.

»¡Ja, ja, ja! ―Sarkhan dejó escapar una carcajada.

―¡¿Osas reírte de mí, desgraciado?!

―Pero es que antes te llamabas Aplastacráneos, antes... ―dijo Sarkhan apartándose el pelo que le había caído sobre los ojos.

―Él no aplasta nada. Él es el campanero ―interrumpió la trasga, que se señaló a sí misma―. Yo soy Aplastafrascos.

―Antes liderabas a los Mardu ―continuó Sarkhan, ignorándola. Se quedó mirando a Zurgo.

―¡Se acabó! ―bramó Zurgo―. ¡No vuelvas a faltarme al respeto!

―¿Qué son los Mardu? ―preguntó Aplastafrascos.

―Vuestro clan. Nuestro clan de guerreros ―dijo Sarkhan―. ¿Quién es el kan ahora?

―¡No kan! ¡No decir kan! ―chilló Aplastafrascos, que saltó sobre Sarkhan y le tapó la boca con la mano―. ¡La señora dragón Kólagan mata a quienes dicen kan!

―¿Señora dragón...? ―preguntó Sarkhan aunque le tapasen la boca. Aplastafrascos se agarraba a su costado―. ¿Ahora hay señores dragón en vez de kans?

―¡No decir kan! ―le rogó la trasga.

―Suéltalo ―espetó Zurgo antes de apartar a la trasga de un manotazo―. Deja que el hombrecillo hable si quiere morir. Adelante, forastero, repítelo para que te oigan desde el cielo. Vuelve a insultar a la mismísima Kólagan.

Ilustración de Jason Rainville

―¿Tú tampoco me reconoces? ―Sarkhan notó una sensación inquietante―. ¿No sabes quién soy, Zurgo?

―¿Por qué tendría que conocer a un vagabundo?

―No soy un vagabundo. Soy... ¿Cómo es posible que no me recuerdes? ¿Por qué? ¡Soy Sarkhan Vol!

―¡No decir kan, no decir kan! ―Aplastafrascos se tapó sus largas orejas y se agachó, meciéndose adelante y atrás.

―¿Vol? ―Zurgo se rio―. Parece un nombre de esos enclenques de los Atarka.

―No, es mi nombre ―dijo Sarkhan en voz baja―. ¿No te suena en absoluto? ―El orco no se inmutó. ¿Cómo era posible? El mundo era distinto, sí, pero ¿hasta qué punto? ¿Por qué no lo conocía nadie? ¿Sería aquella la primera vez que Sarkhan hacía acto de presencia en la nueva realidad? Cuando creó el nuevo ahora, ¿su pasado desapareció?

―Vol es un nombre patético para un hombre patético. Alguien llamado Vol caería fácilmente.

Sarkhan oyó las palabras de Zurgo como si procediesen de un lugar muy lejano. Su mente estaba muy confusa, tratando de atar los cabos del tiempo y de asimilar las consecuencias de sus actos.

Zurgo alzó su espada cuando Sarkhan, inconscientemente, se convirtió en dragón. Sarkhan se fijó en el filo romo e inútil del arma que portaba el orco. Era una espada para un campanero. "Pero si tú antes eras kan", dijo mientras se transformaba. O puede que solo lo pensase, porque Aplastafrascos no protestó.

Tanto el orco como la trasga se quedaron paralizados cuando Sarkhan Vol levantó el vuelo.

Hasta que sobrevoló la montaña más cercana, no oyó el lejano repique del instrumento de Zurgo el campanero.


Una serie de pensamientos inconexos pasaron por la mente de Sarkhan mientras surcaba con esfuerzo los cielos de Tarkir. Aquel era su Tarkir, el Tarkir que había creado, pero nadie lo conocía.

Era como si no existiese, como si no tuviese un pasado.

Sintió náuseas en el estómago y, por un momento, pensó que iba a marearse en pleno vuelo. Pero logró resistir y trató de recomponer sus pensamientos incoherentes.

Para empezar, ¿qué importaba aquello?

¿Tan relevante era que no lo conociesen?

Ahora estaba allí, ¿verdad? Y Tarkir era perfecto: aquello era lo realmente esencial.

Incluso si nadie lo conociese y si no tuviese un pasado propio, Tarkir tenía una historia brillante porque él la había hecho posible.

Los dragones habían sobrevivido; más bien, habían prosperado, al igual que los clanes, y Aplastafrascos era la prueba de ello. Ahora estaba viva, mientras que en la otra realidad había fallecido. Al pensar aquello, Sarkhan se quedó de piedra y dejó de batir las alas. Si el destino de Aplastafrascos, el de Zurgo y el de la gran dragona habían cambiado, el de otra persona también podría haberlo hecho. Podría haberle sucedido lo mismo a... Narset.

¡Cierto! ¡Narset!

Claro, era obvio. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Zurgo no había matado a Narset en el nuevo ahora, y menos con aquella espada roma e inútil. Sus caminos nunca se habían cruzado en el desfiladero. Ella no había guiado a Sarkhan hasta allí. Jamás había tenido que poner en peligro su vida. Narset estaría aquí, ¡seguiría viva!

Sarkhan volvió en sí y remontó el vuelo.

"¡Narset!", trató de rugir a los cuatro vientos.

La antigua kan conocería aquel mundo, sus maravillas, el equilibrio y la perfección. Se regocijaría en aquel Tarkir. Y él le relataría la historia de cómo lo había hecho posible.


Sarkhan se apresuró para llegar al territorio de los Jeskai. Confiaba en que encontraría allí a Narset, pues en otra época había sido la kan de todas las tierras de los ríos. No obstante, cuando llegó, descubrió que un dragón llamado Ójutai era el nuevo señor de la región. Parecía que los dragones gobernaban en todas partes en el nuevo ahora, como debía ser.

Sarkhan aprendió de los seguidores de Ójutai que el elegante y ágil dragón era el ser más anciano y sabio de todo Tarkir. Los lugareños lo llamaban el Gran Maestro y lo tenían en gran estima, deseosos de que los iluminase. Por su parte, el dragón respetaba a sus pupilos y los instruía, compartiendo sus conocimientos y su sabiduría para ayudarlos a que desarrollasen su propia fuerza y astucia.

Sarkhan estaba seguro de que Narset sería la mejor discípula de Ójutai. Estaría en lo más alto y, por supuesto, Sarkhan tenía razón. Siguió el rastro de gente que mencionaba a Narset y se aproximó cada vez más al nido de Ójutai. La morada del dragón estaba en la cima de la torre. Sarkhan sabía que era una de las fortalezas jeskai, pero ahora se había convertido en el Santuario del Ojo del Dragón.

Cuanto más se acercaba a la cima, más correcto le parecía todo. Narset tenía que estar allí, en el lugar más elevado de la región, en el cielo, con los dragones. Sarkhan se emocionó solo de pensarlo.

Ilustración de Florian de Gesincourt

Cuando entró en la estancia más elevada, al principio pensó que estaba vacía. Sin embargo, sus ojos percibieron un ligero movimiento: el de un torso hinchándose levemente al respirar. Había alguien meditando en el otro extremo de la sala, inmóvil como una estatua. Sarkhan estuvo a punto de ir corriendo a abrazarla, pero se dio cuenta de que no era Narset y se llevó una decepción―. ¿Quién eres? ―preguntó sin pensar.

La silueta levantó la cabeza y Sarkhan distinguió los rasgos de aquel hombre. Era un espécimen perfecto: todo lo que debería ser un humano entrenado por los dragones. Aquella persona irradiaba poder.

―Soy el Maestro Taigam. ―La voz del hombre era de lo más suave―. Y tú eres un discípulo que ha venido en busca del conocimiento y la sabiduría. Has recorrido un largo camino, viajero. Bienvenido al Santuario del Ojo del Dragón.

―No, yo no... No soy un discípulo. He venido a buscarla a ella. ¿Dónde está? ―Sarkhan volvió a mirar por toda la estancia, pero era un espacio abierto y despejado, y podía ver que ella no se encontraba allí―. ¿Hay algún lugar más elevado? ―preguntó levantando la vista.

―¿Más elevado? ―rio por lo bajo el Maestro Taigam―. No hay nada por encima de este lugar, excepto la morada del mismísimo Ójutai.

―Entonces, ¿dónde está Narset?

El Maestro Taigam abrió los ojos apenas unos milímetros y luego los cerró lentamente. Permaneció así varios segundos, los suficientes como para inquietar a Sarkhan.

―¿Conoces a Narset? ―El entusiasmo de Sarkhan se transformó en duda y luego en preocupación. Ya no podía contenerse―. Tengo que encontrarla. Ella me entenderá. Ella lo entenderá todo.

―Narset no es bienvenida en Ojo del Dragón ―dijo el Maestro Taigam abriendo los ojos aún más despacio que cuando los había cerrado, y levantando la cabeza lo justo para cruzar la mirada con Sarkhan―. Era una hereje y, por tanto, fue castigada conforme a nuestras leyes. No debes buscarla en este lugar. Hace ya mucho tiempo que nos dejó.

―¿Se marchó? ¿Adónde? Tienes que decírmelo.

―Narset ya no existe ―explicó el Maestro Taigam con un leve suspiro.

―¿Cómo que no existe? ―Sarkhan palideció y se quedó anonadado―. No puede ser...

―Es como debe ser ―contestó un poco irritado el Maestro Taigam―. Ese era su destino y todo aquel que busque a la hereje habrá de compartirlo.

―No es una hereje. Ella es... lo es todo.

―No pienso tolerarte más. ―El Maestro Taigam dio un puñetazo al aire con tanta fuerza que Sarkhan salió disparado hacia la puerta.

―No lo entiendes ―dijo aferrándose a la pared, esforzándose por resistir el poder del Maestro Taigam―. Ella tiene que estar aquí. Este mundo es para ella. El mundo de los dragones es... ¡para ella!

―Largo, hereje. ―El Maestro Taigam descargó otro golpe. Sarkhan salió volando por la puerta y se precipitó escaleras abajo.

Ilustración de David Gaillet

La mente de Sarkhan daba vueltas mientras él caía y caía. No sabía qué fuerza le estaba afectando, si la del Maestro Taigam o la de su propio miedo.

Aquello no podía ser. Narset no tenía que haber muerto. No esta vez, no en aquel Tarkir.

Los dragones existían.

Sarkhan salió hacia la luz y cruzó a trompicones un mercado.

Aquello no podía ser.

―No ―negó con la cabeza, tirándose del pelo―. No, no, no. ―Y echó a correr. Tenía que ponerse en marcha. Tenía que irse. Tenía que cambiar aquello―. ¡No!

Con un grito, Sarkhan se transformó en dragón y echó a volar.

Si Aplastafrascos estaba viva, si los dragones que habían muerto aún surcaban los cielos y si el kan Zurgo se había convertido en campanero, Narset tenía que estar en alguna parte. Tenía que estar allí.

Mientras sobrevolaba Tarkir, Sarkhan no lograba mirar hacia abajo. El mundo, que parecía tan perfecto y glorioso, ahora estaba dañado y arruinado. Sin ella, aquel lugar no era nada.

Sarkhan rugió de furia. ¿Cómo podía haber permitido el destino que sucediese aquello? Se suponía que había reescrito la historia. Su aliento, que había salvado a Ugin, tendría que haber...

"Ugin".

La mente trémula de Sarkhan se aferró al recuerdo del dragón espíritu.

Ugin lo sabría. Ugin, cuya voz había guiado a Sarkhan a través del tiempo. Ugin, cuyo poder florecía en aquel ahora. Ugin lo sabría.

Sí.

Ugin sabría cómo enmendar aquel error.

Sarkhan batió las alas con una determinación renovada. Había llegado el momento de despertar al dragón espíritu.


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