Un ladrón ha sido acusado y una aldea jeskai está lista para castigarlo, pero la auténtica justicia solo tiene un origen.


―¡Han llegado! ¡Han llegado!

―¡Han venido los gemelos!

―¡Vamos, vamos!

Las voces cantarinas y los chapoteos llamaron la atención de Kela, que desvió la mirada sin girar el cuello ni un milímetro, manteniendo el paso coordinado junto a Dari.

Unos cuantos niños de la aldea de Jigme corrían hacia ellos desde la otra orilla del riachuelo.

―¿Dirán que es culpable? ―preguntó a los demás niños el que iba en cabeza.

―¡Tiene que serlo! ―dijo un chiquillo rechoncho y sonrojado que adelantó al otro niño.

―¿Y tú qué sabes? ―le espetó una niña de cabellos oscuros con el flequillo alisado.

―Lo sé porque... ―el gordito se detuvo de golpe―. Hala... ―y señaló hacia las frentes de Kela y Dari―. Mirad eso.

Gemelos del arte dragón | Ilustración de Wesley Burt

Los demás niños permanecieron detrás de él y se quedaron pasmados observando a los gemelos.

―El ojo del dragón ―dijo el primer niño con admiración.

―Qué marcas tan brillantes ―se asombró la niña del flequillo.

―Me duelen los ojos ―se quejó el gordito, cubriéndose la cara.

―No digas tonterías ―protestó una voz baja que llegaba desde el otro lado del camino.

Kela miró hacia allí sin mover la cabeza. No habría visto a la chica en el árbol si no hubiese sido por sus ojos brillantes. Eran claros, penetrantes y vigilaban todos los movimientos de Kela y Dari.

―Es un símbolo de estrategia ―dijo uno de los niños al otro lado del riachuelo.

―De astucia ―lo corrigió la joven del árbol―; el ojo del dragón es un símbolo de astucia ―hablaba en susurros, apenas lo bastante alto como para que Kela la oyese.

―También significa que saben pelear muy bien ―comentó otro de los niños.

―No, te equivocas ―volvió a corregir la chica oculta―. Significa que recorren una senda hacia la iluminación ―dijo tocándose la frente, y se notaba que estaba acostumbrada a hacer aquel gesto, como si lo hubiese ensayado―. Esa senda los ha traído aquí y es lo que nos guiará a todos a los lugares donde más se nos necesite, cuando más se nos necesite ―luego cerró los ojos y bajó la cabeza en señal de reverencia.

A Kela le encantaría que aquellas palabras fuesen ciertas. Ella no se sentía como si estuviese recorriendo una senda, sino como si vagase sin rumbo, limitándose a seguir a Dari.

De repente, la rama donde estaba la chica se partió.

Kela soltó un grito ahogado.

La joven reaccionó antes de que Kela interviniese, girando y dando una voltereta en el aire como si hubiese planeado todo aquello. Aterrizó en silencio, agazapándose como un gato junto al camino. Sus ojos penetrantes brillaron en dirección a Kela. Ahora que había quedado al descubierto, se incorporó y sonrió con timidez.

Kela giró la cabeza, estiró los labios para formar una expresión a la que no estaba acostumbrada y le devolvió el gesto.

―¿Se puede saber qué haces? ―la voz de Dari sorprendió a Kela y ella dejó de sonreír.

―Nada ―respondió volviendo la vista al frente―. Solo estaba...

―Silencio. No hables.

―Pero si aún no hemos ni llegado al pueblo.

―Aquí hay aldeanos, ¿no es así?

―Son niños, Dari.

―Pero están oyéndote hablar.

―Están oyéndote hablar a ti. Has sido tú el que ha empe...

―Ya basta. No debes mostrar emociones. Nuestra labor se basa en la imagen, Kela. ¿Cuándo lo entenderás?

―Nuestra labor se basa en la justicia, hermano.

―Una justicia que los Jeskai solo aceptan por cómo nos ven. Si esa imagen se ve cuestionada, lo mismo sucederá con nuestros decretos. ¿Acaso pretendes que sea así?

La pregunta parecía una trampa. Kela no se atrevió a negar con la cabeza ni a responder, porque aquello también era una trampa. Por suerte, el dilema se terminó en cuanto divisaron las puertas de la aldea.

Los habitantes de Jigme estaban apelotonados en el puente que había al otro lado de la entrada. Muchos se quedaron asombrados y boquiabiertos cuando vieron llegar a Kela y Dari.

El puente era estrecho y, como los lugareños se habían reunido allí, solo había espacio para cruzar de uno en uno. Dari fue primero, como siempre. Había hecho todo antes desde el día en que nacieron. Aunque eran gemelos, él había nacido primero: Dari llegó al mundo por la noche y Kela lo hizo durante la madrugada del día siguiente.

Al haber nacido a la luz del alba, Kela era la inocencia. Al haber nacido en la oscuridad de la noche, Dari era la culpabilidad. Al menos aquello era lo que debía ser, aunque solo fuese en la apariencia.

Un gong sonó en el centro de la localidad. Kela podía sentir la reverberación en su pecho y siguió a su hermano a través del pasillo de aldeanos hasta la plaza de Jigme. Mientras avanzaba, escuchó retazos de cotilleos, críticas y sospechas.

―... tan culpable como que el agua fluye hacia el sur...

―... no necesitamos a estos gemelos para que nos lo digan...

―... ni siquiera subió la Escalera del Iniciado.

―¿Qué clase de persona iba a...?

Kela y Dari subieron juntos tres peldaños bajos y llegaron a una tarima de madera que había en el centro de la localidad.

La anciana de la aldea los recibió inclinándose hacia ellos; era una mujer con una densa trenza cana que le llegaba a los tobillos. El resto de los habitantes contuvieron el aliento.

Anciana jeskai | Ilustración de Craig J Spearing

―Bienvenidos a Jigme ―saludó con voz nítida―. Soy Nigabo, la líder de la aldea. Nos honráis con vuestra presencia, Gemelos Mediadores ―hizo una larga y profunda reverencia―. Roguemos por que hoy se haga justicia.

―Pues así lo dictan las Normas de los Juncos Dari y Kela correspondieron la reverencia y Dari se inclinó un poco más que su hermana.

Kela se enfadó, pero no dio muestras de ello.

Se suponía que debían ser iguales, permanecer en equilibrio. Así era como se garantizaba la justicia: la inocencia y la culpabilidad debían estar parejas. Sin embargo, dado que Dari había nacido un día antes y se consideraba mejor que Kela, era un milagro que pudiesen impartir justicia. Kela pensaba que no deberían hacerlo, al menos en el caso de ella.

―Venid ―indicó Nigabo cuando se incorporó―, ha llegado el momento.


Al igual que todos los tribunales de las aldeas jeskai, el de Jigme estaba cuidado con esmero. El suelo parecía recién barrido y los almohadones que se habían dispuesto para Kela y Dari daban la impresión de haber sido bordados hacía poco. Kela tenía entendido que Jigme era conocida por sus tejidos de primera calidad.

Cuando se sentó en el mullido cojín, echó un vistazo a toda la estancia. Era una sala pequeña y apenas había espacio para que una docena de lugareños asistiesen a los juicios. Estaría cómoda en aquel lugar; si hubiese demasiados ojos observándola, se sentiría como una farsante.

―El presente proceso se llevará a cabo bajo la supervisión de los Ojos del Dragón de los gemelos Chensal ―comenzó Nigabo ante el pequeño colectivo―. Hoy se verá el caso de Lotse Taring contra la aldea de Jigme. ―Extendió un brazo y señaló hacia un hombre larguirucho de aspecto descuidado que permanecía junto a la pared con la cabeza baja―. Roguemos por que hoy se haga justicia.

―Pues así lo dictan las Normas de los Juncos ―recitaron los lugareños.

Y así, se hizo el silencio en la sala para que Kela y Dari procediesen con el Ritual de los Gemelos Mediadores. Mediante una serie de movimientos lentos y controlados y un cántico bajo y profundo, entraron en un estado de meditación. Los gemelos escucharían los alegatos en aquel trance, unidos a la verdad, la justicia y la sabiduría de los dragones.

El juicio se llevó a cabo ante su presencia; Lotse Taring fue acusado y él argumentó su defensa. El caso era muy sencillo: Lotse fue acusado de hurto. Nueve cestas de manzanas habían desaparecido de las reservas de la aldea y tres de ellas habían sido halladas en la cabaña de Taring, a menos de medio día de viaje desde Jigme. Las otras seis habían sido encontradas en los alrededores, vacías, y muchos Jeskai errantes habían esparcido corazones de manzanas en los senderos cercanos a la cabaña.

Lotse admitió que alimentaba a los viajeros hambrientos, pero también argumentó que la fruta era suya.

Las voces inundaban a Kela, acunándola con suavidad y sumiéndola en una meditación cada vez más profunda.

La voz llorosa de Lotse se arremolinaba alrededor de ella.

Kela se ausentó aún más.

Las palabras de la anciana Nigabo bailaban ante los párpados de Kela.

Se dejó llevar.

Los aldeanos murmuraron.

Finalmente, Kela llegó al lugar en el que moraba la justicia.


Cuando emergió del trance, Kela se fijó poco a poco en el lugar donde estaba. Se encontraba en la Torre de la Inocencia de Jigme. El juicio había terminado. La habían portado hasta la cima de la torre mientras meditaba, según la tradición.

Pronto llegaría el momento del veredicto.

Se suponía que debía hallarse en un estado de la más pura claridad, algo que solo podían experimentar los Gemelos Mediadores. En teoría, abriría los ojos conociendo el veredicto, percibiendo en su alma si Lotse era inocente o culpable.

Sin embargo, lo único que sentía Kela en su interior era el peso del engaño; su engaño. Era lo que siempre la invadía en todas las Torres de la Inocencia de las aldeas jeskai que visitaba con Dari. Era una farsante.

Estandarte jeskai | Ilustración de Daniel Ljunggren

Cuando se fijó en la lámpara de aceite que había en el centro de la torre, se le encogió el estómago. Tenía que decidir si encender la mecha o no hacerlo. En realidad, no debería decidirlo, sino saberlo. Sin embargo, no estaba segura.

Se puso en pie y recorrió la pequeña circunferencia de la estancia. No quedaba mucho tiempo. El gong sonaría en cualquier momento y entonces tendría que decidirse. Dari también lo haría y encendería, o no, la lámpara de la Torre de la Culpabilidad. A diferencia de ella, él sabría qué hacer, sin duda alguna. Dari siempre lo sabía.

Kela intentó recordar el juicio y ordenar los detalles que le inundaban la mente. ¿Sería Lotse inocente? Daba la impresión de que podría serlo. Tal vez. Kela pensó que debería encender su lámpara. Sí, iba a hacerlo.

Trató de estar segura respecto a su decisión. Aquella era la parte difícil, como le explicaba una y otra vez su mentor en la Fortaleza del Monte Cori: "Debes confiar en ti misma, en lo que presientes en tu interior, donde se halla la verdad".

Intentó confiar. Tenía que estar segura, porque si se equivocase...

Solo podía arder una llama. Los Gemelos Mediadores solo encendían un fuego en cada juicio desde el inicio de aquella tradición. No hablaban entre sí ni se les permitía verse el uno al otro, y sus torres estaban separadas, pero siempre se encendía una única llama. Nunca se prendían las dos, jamás permanecían ambas apagadas. De ese modo, los aldeanos sabrían que se haría justicia.

El gong sonó.

Kela recogió el pedernal y se dispuso a golpearlo, pero entonces se detuvo.

No, no debería prenderlo. No. Lotse Taring era culpable.

¿O quizá no?

―No lo sé... ―Kela contuvo el aliento y apretó los puños―. Por favor, por favor...

―¡Culpable! ¡Es culpable! ―gritaron los aldeanos desde abajo.

―¡Que nos devuelva las manzanas!

Kela respiró tranquila.

Lotse era culpable: Dari había encendido su lámpara.

Kela había hecho bien en no prender la suya.


La celebración que tuvo lugar se hizo tanto por los habitantes de Jigme como por sus invitados. Las flautas talladas a mano comenzaron a silbar su melodía, las luces mágicas danzaban en el cielo y los aldeanos cantaban agarrados de la mano alrededor de las hogueras.

Manteniéndose al margen del grupo, Kela se fijó en la chica del árbol. Estaba contemplando el festejo, pero no quería unirse a él. Cuando se dio cuenta de que Kela estaba observándola, volvió a sonreírle con timidez, como había hecho antes. Su mirada viva denotaba que sentía admiración por ella y Kela se alegró de que Dari y ella hubiesen estado a la altura de las expectativas de la joven.

Habían vuelto a servir como mediadores en un juicio, habían vuelto a impartir justicia a pesar del desequilibrio que existía entre ambos, a pesar del fraude que había sido el nacimiento de Kela. Observó a su hermano. ¿Sería aquella la senda que les aguardaba? ¿Llegaría ella a sentirse a gusto con aquel estilo de vida?

Como dictaba la tradición, la primera en recibir la cena fue la anciana de la aldea. Se trataba de una torta plana de pan y, como era apropiado para la ocasión, una sopa consistente de manzana.

―Gracias ―dijo Nigabo al joven que la había servido. Todas las miradas estaban pendientes de la anciana, que se sentaba en la tarima de madera y estaba colocándose un mechón canoso tras la oreja. Inspiró el aromático vapor de la sopa y asintió―. Huele muy bien.

Se oyeron algunas risas de cortesía. Kela percibía el hambre que transmitían las risas; la tradición era que no se serviría a nadie hasta que la anciana comiese.

Nigabo por fin se llevó el cuenco a la boca y bebió la sopa. Dio un trago, luego un segundo, y después bajó el cuenco con una sonrisa en el rostro. Abrió la boca para decir algo... pero no le salía la voz. Ladeó la cabeza, perpleja, y luego abrió los ojos de par en par. Se llevó las manos al cuello y las sacudió sin parar mientras el rostro se le volvía gris.

La música cesó.

Las luces danzantes se vinieron abajo.

―¡Se está asfixiando! ―gritó una aldeana.

―¡Que alguien la ayude! ―rogó otra persona.

Los lugareños subieron en tropel a la tarima y corrieron a ayudar a la anciana; entre ellos había sanadores y místicos.

La conmoción fue en aumento... y luego, de la misma forma, disminuyó hasta que se hizo el silencio.

Un curandero de Jigme se puso en pie, bajó la cabeza y negó lentamente.

―¿Qué le ha pasado? ―preguntó alguien desde el gentío.

―No lo sé ―respondió el sanador―. Se ha... se ha...

―¡La han envenenado! ―exclamó una voz segura―. ¡Había algo en las manzanas!

Kela no fue la única que se sobresaltó.

―¡Ha sido Lotse!

Los aldeanos de Jigme se pusieron en marcha al unísono y, antes de que Kela comprendiese lo que pretendían hacer, empezaron a aporrear las puertas de la cárcel.

―¡Asesino! ―gritaba la muchedumbre.

―¡Matadlo!

Los aldeanos abrieron la celda de Lotse y lo sacaron a rastras. La turba quería sangre.

―¡No! ―suplicaba Lotse Taring―. ¡Parad, por favor!

―¡Pagarás por tus crímenes! ―aulló un guerrero jeskai antes de desenvainar su sable.

―¡Alto! ―gritó Kela, que se plantó de un salto delante del guerrero. Había reaccionado sin pensar y, de repente, se dio cuenta de que tenía la punta del arma ante los ojos y de que respiraba entrecortadamente.

―¡Levántate y quítate de en medio! ―le espetó el guerrero.

―¿Se puede saber qué haces?

Kela reconoció la voz de Dari. Estaba observándola desde detrás de la muchedumbre. Sabía qué estaba pensando su hermano incluso aunque guardase silencio. Aquella no era la imagen que quería mostrar a los aldeanos. Dari le estaba diciendo con la mirada que se irguiese, se apartase y dejase que mataran a aquel desdichado.

Sin embargo, Kela no podía hacerse a un lado. Algo la había atado a aquel lugar en aquel preciso momento. Era como si hubiese estado recorriendo un largo camino y solo entonces se diese cuenta de que había llegado a su destino.

―¡Colabora y apártate! ―gritó el guerrero, poniéndole la punta contra el cuello.

―Tiene derecho a un juicio ―susurró Kela.

―¿Qué ha dicho? ―quiso saber alguien de la muchedumbre.

―¿Me repites eso? ―preguntó el guerrero.

―Tiene derecho a un juicio ―respondió Kela, esta vez un poco más alto.

―¡Pero si es un asesino! ―gritó un aldeano.

―¡Asesino! ―entonaron otras voces de la turba.

―¿Afirmas que no es el culpable? ―preguntó el guerrero.

Kela miró a Lotse. Sus ojos mostraban miedo... miedo y una súplica. Intentó vislumbrar más allá, pero no había nada más que ver. No sabía si era culpable o inocente, no era capaz de distinguirlo.

―¿Y bien? ―la presionó el guerrero―. Dilo, mediadora, si es que puedes. Di que es inocente.

No era capaz de hacerlo.

Kela vio a Dari detrás del guerrero. Tenía los labios torcidos, formando una mueca de desdén. Parecía que todos los aldeanos que lo rodeaban imitaban su expresión.

Los gestos hacían que Kela se sintiese como una ignorante. ¿Qué había hecho? ¿En qué estaba pensando? Apartó la vista hacia el suelo embarrado, pues no había otro sitio al que pudiese mirar. Entonces, vio a la chica del árbol.

La joven observaba a Kela, perpleja, desde debajo de un carromato volcado. Sus miradas se cruzaron y, entonces, Kela comprendió algo que nunca había entendido del todo. Allí no se estaba poniendo a prueba solo la culpabilidad o la inocencia de un hombre: la justicia jeskai estaba en entredicho. La joven del árbol estaba ayudando a Kela a asumir su papel en aquella situación.

―¡Fijaos! ¡No es capaz de afirmarlo! ―gritó alguien desde la aglomeración―. ¡No puede decir que es inocente!

―¡Entonces, es culpable!

―¡Asesino!

―¡Matadlo!

―¡Silencio! ―exclamó Kela, aunque le temblase la voz. Daba igual que sintiese miedo. Asintió en dirección a la joven y apartó el sable de un manotazo. Se incorporó y plantó cara a Dari y a los aldeanos enloquecidos de Jigme.

―¡No pienso tolerar esto! ―Jamás se había sentido así. El fuego recorría sus venas y le avivaba el alma. En lugar de contenerlo, permitió que fluyese y dejó que brotase de su interior en el nombre de la justicia―. Las Normas de los Juncos dictan que todo Jeskai acusado de asesinato tiene derecho a un juicio, ¡así que este hombre lo tendrá! ¡No emitiré un veredicto hasta que esté en mi torre!

―¡Calumnias!

―¡Es culpable!

―¡¿No te das cuenta?!

―¿Tú también deseas proceder con el juicio, mediador? ―preguntó el guerrero dirigiéndose a Dari.

Kela sintió lástima por su hermano en aquel instante. No tenía más remedio que aceptar lo que había dicho ella, tanto por cuestión de imagen como por respeto a las Normas de los Juncos.

―Así es ―confirmó Dari, asintiendo levemente.

La muchedumbre se quedó atónita.

―Sin... ―comenzó a decir Dari mientras alzaba las manos antes de que la gente profiriese protesta alguna―. Sin embargo, será un juicio breve. Dirijámonos a las torres ahora mismo y emitamos nuestros veredictos, como desea mi hermana. Llevemos a cabo el proceso antes de proceder con el castigo; hagámoslo para que vuestra aldea no infrinja las Normas de los Juncos.

―De acuerdo ―aceptó el guerrero―. Encended las llamas si es necesario. ¡Necesitaremos luz para ver la decapitación del asesino!

Los habitantes de Jigme lo corearon y se dirigieron hacia Kela y Dari como una gran ola.

Kela gritó, pero su voz no logró destacar entre el griterío. La empujaron hacia la torre y cargaron con ella escaleras arriba. Aquella no era forma de tratar a una mediadora ni de realizar un juicio.

Su mirada se cruzó con la de Dari.

Su hermano giró levemente la cabeza. Sabía qué quería decirle: "No prendas tu llama".

Él pretendía encender la suya para ganarse la confianza de los aldeanos y no mancillar la imagen de la justicia.

Sin embargo, la justicia no era una cuestión de imagen.

Kela fue arrojada en la estancia superior de la torre y la puerta se cerró de golpe.

Apenas tuvo tiempo de ponerse en pie antes de que sonase el gong.

La llama de su interior aún ardía, de modo que se apresuró para golpear el pedernal y luego prender la mecha. La lámpara de la inocencia se encendió.

―¡¿Pero qué es esto?! ―se oyó gritar desde abajo unos segundos después.

Kela se apresuró hacia la ventana. Toda Jigme estaba pendiente de Dari y de ella.

―¡Han encendido las dos llamas!

―¡Aquí no hay justicia!

―¡Queremos que se haga justicia!

La turba se dirigió hacia las torres, al igual que sus ansias de sangre.

La torre de Kela tembló cuando la muchedumbre subió en tropel. Poco después, los lugareños llegaron a la puerta de la estancia superior e intentaron tirarla abajo.

Kela saltó por la ventana y corrió hacia el suelo surcando las corrientes de aire. Se negaba a que la atrapasen, sobre todo en una situación como aquella.

―¿Por qué lo has hecho? ―Dari aterrizó con fuerza en la corriente de aire que sostenía a Kela. La trayectoria del viento se alteró al cargar con ambos―. Estás perjudicándonos, hermana. Jamás volverán a confiar en nosotros.

―No estoy perjudicándonos, estoy salvándonos. No sabemos cuál es el veredicto. Esta es la única forma de ser justos.

―Yo conozco el veredicto.

Kela dudó y perdió velocidad. La corriente de aire tembló bajo los pies. Dari había hablado con mucha seguridad. Kela giró la cabeza para observar a su hermano. Su rostro era como una máscara que no podía interpretar.

―Conozco el veredicto ―repitió―. Debería bastarte con eso, hermana. Acéptalo, porque tú nunca lo has tenido claro, ¿verdad? Siempre lo he sabido. Para ti, no era más que cuestión de suerte, una adivinanza. "¿Dari va a encender su llama?". ¿Cuántas veces te has planteado esa pregunta?

Kela titubeó y la corriente de aire cedió. Perdió el control y se desplomó contra el suelo.

―No me obligues a hacerlo, hermana ―dijo Dari en la oscuridad. Kela abrió los ojos y parpadeó varias veces hasta que el mundo volvió a ser nítido. Su hermano estaba de pie junto a ella y había desenvainado su sable―. Admite que tengo razón. El ladrón también es culpable de asesinato. Lo sé.

No, Dari no podía saberlo. Kela estaba segura de ello, tenía la certeza de que era así. Aquella sensación dormitaba en su interior y por fin la había percibido claramente. La había sentido en muchas ocasiones, en todas las aldeas, en todas las Torres de la Inocencia, en la propia torre de Jigme, donde le había dicho que no encendiese su llama. Hasta entonces, solo había sido un susurro, porque ella misma no creía que fuese real. Sin embargo, ahora que prestaba atención a la voz, se había convertido en un grito. Por tanto, ella gritó que no, rodó para apartarse del arma de Dari y se puso en pie de un salto. Si ella no sabía la respuesta, su hermano tampoco podía hacerlo.

Kela desenvainó su sable.

―No hagas tonterías, hermana. Si pretendes luchar contra mí, acabaré contigo. Suelta el arma.

―Solo lo haré si así lo determina la justicia. ―Kela asestó un tajo y Dari lo desvió―. Vamos a luchar, hermano. Lo haremos para dar con la respuesta a este juicio.

Los sables chocaron y el sonido del metal contra el metal impregnó el aire.

Así fue como dio comienzo su Combate de la Claridad. Se trataba de una antigua tradición entre los Gemelos Mediadores, aunque rara vez llegaba a presenciarse. Si los hermanos no estuviesen de acuerdo en un veredicto, tendrían que enfrentarse en duelo. Según las escrituras, dado que ambos estarían totalmente igualados, lo único que podría marcar la diferencia sería la claridad de su decisión. El gemelo que luchase por la justicia y defendiese la verdad tendría una ligerísima ventaja y saldría victorioso.

Sabios del ojo del dragón | Ilustración de Jason Rainville

Kela poseía la claridad en aquel combate y lo sabía. Podía verlo todo. Era como si contemplase el mundo desde cuatro perspectivas simultáneas y también pudiese vislumbrar dos momentos del futuro. Veía a su hermano rodando hacia atrás, y al mismo tiempo lo veía incorporándose. Sin embargo, cuando Kela se adelantó para interceptarlo, lo que vio era a su hermano trastabillando, sin llegar a rodar ni a incorporarse.

Lo mismo sucedía con cada movimiento. Kela podía anticipar todas las acometidas y desviarlas con su sable. Sabía qué fuerza debía aplicar a los golpes y cuándo le convenía esquivar.

Kela sentía que toda la aldea los observaba mientras ellos maniobraban alrededor del otro. También percibía el baile de las miradas con cada choque de los sables. La conmoción de la muchedumbre se convirtió en incredulidad, y luego en admiración. Todos los que la contemplaban entendían lo que ella comprendía, vislumbraban lo que ella veía, aunque quizá con menos claridad. Entendieron sus razones, su verdad y la justicia en la que ella creía.

En el momento preciso, Kela saltó para propinarle una patada giratoria a Dari y aterrizó poniendo una rodilla sobre el pecho de su hermano y el sable cerca de su garganta.

Dari observó la mirada de su hermana y, entonces, él también lo vio. Lo vio todo.

―¿Qué harás, Kela? ―murmuró―. ¿Cuál será tu veredicto? Soy culpable de no haber respetado las Normas.

Kela se dio cuenta de que ella tenía el mando por primera vez desde que habían nacido, y supo que no deseaba aquello. No pretendía ejercer poder alguno sobre Dari. Lo que ambos necesitaban era un equilibrio.

―Al igual que la luz no puede existir sin la oscuridad, ni el día sin la noche, no puede haber inocencia sin culpabilidad ―dijo sonriendo a su hermano. Apartó el sable de la garganta de Dari y se puso en pie―. Yo sola no sería más que un filo de la hoja. Juntos, somos la espada de la justicia ―tendió la mano a Dari―. ¿Me acompañarás?

Su hermano no apartó la mirada, agarró la mano de Kela y dejó que lo ayudase a levantarse.

Por primera vez, los dos se trataban como iguales a la vista de los aldeanos.

―Lotse Taring tendrá un juicio justo ―afirmó Dari―. Roguemos por que hoy se haga justicia.

―¡Pues así lo dictan las Normas de los Juncos! ―exclamaron los lugareños.

Entonces se oyó el gong.

Kela se giró hacia el origen del sonido. La joven del árbol estaba junto al instrumento metálico, martillo en mano. Mostraba una amplia sonrisa.

Kela estuvo encantada de corresponderle el gesto.