El Planeswalker Sarkhan Vol jamás ha tenido una vida fácil. Nació en un mundo asolado por el viento y la guerra donde los dragones se habían extinguido. Cuando era joven, se convirtió en Planeswalker y emprendió un viaje para encontrar y venerar a los mayores dragones del Multiverso.

Con el tiempo, se cruzó en el camino de uno de los seres más ancianos y poderosos de toda la existencia: el antiguo y malevolente dragón Planeswalker, Nicol Bolas. La voluntad de Sarkhan se quebró, su mente se desestabilizó y acabó convirtiéndose en el siervo del dragón. Bajo su yugo, viajó a Zendikar, se adentró en la misteriosa cámara conocida como el Ojo de Ugin y, contra su voluntad, ayudó a liberar a los devastadores eldrazi.

Incapaz de confiar en su propia mente, temeroso de la represalia de Nicol Bolas y desterrado por su pueblo, Sarkhan Vol ha regresado a Tarkir.

 


 

 

Heme aquí de nuevo, en mi hogar. Contemplo las colinas escarpadas y las estepas humeantes. Este mundo ruge vida y grita muerte, como un panorama de lucha y violencia. Podría ser muy fuerte, mas se encuentra repleto de dolor. Está dañado, al igual que yo.

 

Ilustración de Eytan Zana

He vagado durante mucho tiempo. ¿Qué propósito me aguarda ahora? El Ojo está vacío. Los mundos están vacíos. Regreso sumido en la desgracia porque ningún otro plano me dará cobijo.

Aun así... oigo algo. Los ecos de un pensamiento. ¿Qué me dicen? ¿Pronuncian mi nombre?

Todo comenzó con el fuego de dragón, Sarkhan, y el fuego de dragón será testigo del fin.

¿Quién eres, voz desconocida? Has susurrado en mi mente durante mucho tiempo, pero ahora gritas. ¿Eres un eco del pasado? ¿Un ahora que nunca fue? Quizá sea que estoy loco, como afirmó Nicol Bolas.

Ilustración de Volkan Baga

Fue él quien me envió al Ojo. Me dijo que esperase, que permaneciese vigilante, pero cuando los otros llegaron y cuando los... Otros... se fueron, me quedé ciego, durmiente. Después, admití mi fracaso y descubrí que no había sido más que un simple testigo.

El Ojo estaba cerrado. Mis ojos habían sido víctimas de un engaño. Él me había dejado allí para vigilar. Pero ¿vigilar el qué? Eran unas simples imágenes en los muros de una cueva, que se retorcían y me hablaban. Que me susurraban en la oscuridad. Cuando llegó el momento del desafío, no pude evitar el fracaso. ¿Debería considerar aquella derrota como un triunfo?

Creía que Nicol Bolas sería mi señor. Era anciano, poderoso, prominente entre los de su especie. Ansiaba estar a su servicio y él había accedido. Qué necio fui por pensar que me veía como uno de sus mejores súbditos. No fui más que un peón, pero ahora lo comprendo: un intelecto tan vasto como el mismísimo Multiverso considera que todos los mundos son sus patios de recreo.

Me expulsó, fui el juguete de un dragón, que se deshizo de mí por no resultarle útil. Jirones de pensamiento sobre un montón de huesos deshonrados; esa es la recompensa por servirle.

Sin embargo, un dragón me había hablado antaño. Susúrrame, Rey. ¿Cuál es la naturaleza de sacrificarse?

Puedes sanar este lugar. Puedes sanarte a ti mismo.

 


 

 

Crecí anhelando ver a los dragones. Mi mundo estaba... está arrasado debido a las luchas constantes. Los clanes combatían entre los huesos de los antiguos, que formaban parte de Tarkir tanto como los sangrientos campos de batalla. Éramos salvajes, pero parte de mí siempre se planteaba una cuestión: ¿cuánto más feroces habían sido los antiguos?

 

Al igual que todo mi pueblo, nací sumido en la guerra. Algunos aceptaban la senda del guerrero. Se regocijaban durante las cargas furiosas y presenciando el derramamiento de sangre, lanzándose a la contienda a la vanguardia de los Mardu. Otros entraban en batalla porque debían hacerlo. Negarse a luchar suponía una muerte cruel a manos de los líderes de guerra. Por último estaban los carroñeros, que se escurrían entre las patas de los caballos en busca del botín que pudiesen conseguir tras el paso de los guerreros.

Yo no pertenecía a ninguna de esas categorías. La canción de la batalla no me satisfacía. Para mí, la guerra no era más que la realidad de la vida. Uno se despierta, uno cabalga, uno lucha. Esa es la existencia cotidiana de la horda. La supervivencia depende de la victoria: conquistar significa comer.

Sin embargo, yo era un asesino. Mi talento con la magia de batalla y mi ferocidad natural me convirtieron en uno de los guerreros más temibles de la horda. Era capaz de abrir brechas en las líneas enemigas y nuestros enemigos huían ante mi ira. Quienes luchaban a mi lado se nutrían de mi furia y arrasaban las filas de quienes se nos oponían. Mi abuelo decía que mi voluntad no tenía parangón entre nuestro pueblo.

Las tierras interiores... Incineramos a sus clanes.

Ilustración de Wayne Reynolds

Sin embargo, ¿por qué luchábamos en realidad? ¿Por un trozo de tierra? ¿Por un mísero botín de alimentos? Aquellos conflictos eran insignificantes, pero muchos habían luchado y muerto en ellos. Cada vez que conquistábamos un territorio, no tardábamos en marcharnos. Siempre cabalgábamos hacia donde nos llevase el viento.

Me cansé del eterno derramamiento de sangre. Aunque mi abuelo me lo desaconsejó, depuse mi lanza y me marché lejos de las tiendas de campaña. Mis viajes me llevaron a las cumbres de las montañas de Qal Sisma, siguiendo una llamada cuyas palabras no comprendía. Vagué en solitario a través de la nieve, luchando en ocasiones contra las grandes bestias que acechaban, pero no sabía qué era lo que había oído.

Sabes qué es lo que buscas.

¿Es eso cierto? No, no le hables a la voz. Sin embargo... me resulta familiar, por algún motivo.

Entonces, una noche, bajo un manto celestial multicolor, divisé algo extraño, similar a un caparazón de tortuga tejido, que reposaba sobre un río congelado. Cuando me acerqué, una silueta surgió del hielo y adoptó mi forma. Me susurraba con palabras que resonaban en lo más profundo de mí y me hablaban sobre los dragones y su poderío. Estiré el brazo para tocarla y entonces sellé un juramento que ni siquiera sabía que había hecho.

La silueta se desvaneció y me encontré cara a cara con un joven sentado en el hielo, desnudo salvo por el sombrero de caparazón que le cubría el rostro. Se levantó, se envolvió en un manto de piel de oso y me hizo señas en silencio. Decidí seguirlo hacia los árboles.

Ilustración de Ryan Barger

Allí había una cueva, donde se reunía un grupo de gente. Me observaban desde debajo de sus capuchas sin pronunciar palabra alguna, hasta que el joven habló e hizo gestos en dirección a mí. A continuación, todos descubrieron sus rostros y comenzaron a entonar un cántico en voz baja, susurrando. En él se percibía la voz de las edades. La voz de los... reyes.

Recordaban a los antiguos. Aunque los dragones ya no volaban, aquella gente oía los rugidos y susurraba canciones sobre garras y sangre. Había una palabra. Un recuerdo. Un nombre que debería conocer. ¿Podré oírlo ahora?

Pasé muchas lunas allí, entre los susurradores, pero al final no pude quedarme. Las charlas sobre recuerdos y los ecos de las voces no bastaban para satisfacerme. No obstante, había encontrado una especie de paz. Quizá pudiese llevarla conmigo.

Los susurros no son un eco.

¡Fuera de mi mente, espectro! ¡Reniego de ti! Los antiguos han desaparecido. Solo quedaba uno... y era falso.

 


 

 

Regresé a mi clan entre el clamor de mis guerreros, pero no el de mi jefe de hordas. El rostro de Zurgo se iba ensombreciendo a medida que me acercaba: ―¿Osas regresar?

 

―Necesitaba descansar y meditar.

―¿Acaso eres uno de esos piesflojos jeskai que tienen que sentarse a pensar? La obediencia que exijo es absoluta.

―Lidero uno de nuestros flancos. Para dirigirlo de la mejor forma posible, debo tener seguridad en mí mismo.

―Para liderar hay que sangrar, tal como dicen los Edictos. Y tú sangrarás por la horda.

Ilustración de Todd Lockwood

El Aplastacráneos me envió a regañadientes con un batallón de jinetes para desafiar a los Sultai en la frontera donde sus apestosos pantanos corrompían nuestras tierras salvajes.

Puede que los hombres que me había asignado Zurgo fuesen la escoria de la horda. Quizá no apreciasen mi liderazgo. Fuese cual fuese el motivo, cuando entablamos batalla, no barrimos el suelo con las víboras sultai. Los dos bandos luchaban sin ímpetu, cuales hormigas, y ninguno lograba imponerse. Finalmente, por pura frustración, cargué a través de la marabunta y empalé al hechicero que lideraba a los Sultai.

Aquello debería haber puesto fin a la contienda, pero el enemigo no se daba por muerto, como si fuese una serpiente decapitada. La insignificante batalla continuaba y continuaba.

La furia brotaba de mi interior y, con ella, un susurro que me hablaba sobre la quietud. En plena carnicería, entré en un estado de calma.

Fue en aquel momento cuando oí la voz. Sabía que era antigua; percibía las edades en sus palabras.

¿La oyes ahora, Sarkhan?

La voz me hablaba en la lengua de los dragones. Y entonces... ¡respondí!

Mis manos estallaron en llamas. Desde lo profundo de mi alma, emergió un ser de puro fuego que se elevó por los cielos. El dragón sobrevoló a toda velocidad el campo de batalla y lo calcinó todo a su paso. La carne se abrasó y los huesos se redujeron a cenizas. No hubo salvación para nadie: ni para los naga, ni para los jinetes, ni para los caballos. La furia y la violencia encarnadas habían nacido de mí. Acogí a mi hijo de fuego... ¡y rugí como un dragón!

Me adentré en el fuego, maravillado ante aquella destrucción. El mundo ardía a mi alrededor y yo disfruté de un momento eterno de puro gozo. ¡Cuánta pasión! ¡Jamás me había sentido tan vivo!

 


 

 

Algo debía de haberme llamado desde más allá de mi mundo; ¿quizá fuese el grito de un depredador? Puede que siempre haya oído a un dragón en mi mente, pero ¿a cuál?

 

Entonces, me encontré en medio de un desierto sin fin. Un sol rojo me abrasaba los hombros. El cielo era púrpura. Estaba en una tierra desconocida con la que jamás había ni siquiera soñado.

Mientras vagaba por aquel paisaje extraño, una gran sombra oscureció la tierra. Por encima de mí flotaba una enorme bestia que nunca había visto, excepto en trances y en los iconos de los chamanes. La admiración y el júbilo se apoderaron de mí. Fuera de mi propio mundo, por fin había encontrado a mis auténticos congéneres.

Pasé varios años observando y siguiendo a los dragones, aprendiendo todo lo que podía sobre ellos. Al principio, creía que el primero que había visto era un soberano de los cielos. ¡Qué ingenuo era por aquel entonces! Apenas se trataba de un espécimen inferior. No tardé en ver lo débil que era, cuando pereció bajo el fuego de otra bestia más poderosa. Decidí seguir al depredador.

Los años pasaron y fui en busca de dragones cada vez mayores, más ancianos y más astutos. Los seguí, aprendí sus nombres, hallé sus nidos y vi cómo perecieron todos ellos. Sin embargo, cada muerte tan solo me incitaba a encontrar a otro ejemplar más poderoso, uno al que pudiese servir como a un auténtico rey.

Ilustración de Jaime Jones

Un día, llegué a un mundo nuevo y salvaje. El carbón crujía bajo mis pies. El ambiente vibraba debido a las tormentas. Los árboles eran enmarañados y descendían por las laderas hacia pozos de brea ardiente. Los ríos rojos arañaban las torturadas rocas.

Mientras exploraba aquel panorama salvaje, oía los chillidos de innumerables bestias salvajes. El aire e incluso la tierra reverberaban con los rugidos de los carnívoros y los aullidos de muerte de sus presas. Un viento caliente me abrasó las mejillas y miré hacia arriba. El cielo estaba cubierto por unas alas y un fuego colosales.

¡Cuán magnífico era! Incluso viéndolo desde lejos, su poderío era evidente: se percibía por los gruesos músculos del cuello y la mandíbula y el potente batir de las alas. Estaba cubierto de ceniza, tal como si fuese el manto regio de un kan.

Entonces, el gran depredador se abalanzó sobre una presa que no divisé. Lanzó un grito tan potente que parecía capaz de hacer añicos la mismísima tierra. El fuego emergía de las colinas mientras el maestro de los cielos descendía en picado hacia él.

Había llegado al paraíso.

En Jund también encontré tribus de humanos, cazadores con trenzas y cuerpos pintados que perseguían a los dragones y les arrebataban su poder a modo de trofeos. Su estilo de vida era rudimentario, pero su entrega y coraje no tenían parangón salvo entre mi propio pueblo. Aunque falleciesen partidas de caza enteras durante las persecuciones, otras la sucedían con ímpetu. Eran fuertes, desde una perspectiva según la que muchos otros no lo eran. Me crucé con ellos en ocasiones, pero jamás me uní a sus cacerías.

Solo hice una excepción: el anciano Malactoth;él había sido un auténtico desafío, aquel contra el que me pondría a prueba para ofrecer mi lealtad. Sin embargo, incluso él cayó.

Por muy poderosos que fuesen los tiranos de los cielos de Jund, no dejaban de ser meras bestias. Ninguno de ellos merecía mi servidumbre. Entonces, comencé a preguntarme si en todos los mundos existiría algún dragón como el que buscaba: uno que pudiese guiarme, instruirme, mostrarme todo mi potencial.

Hubo uno que lo hizo, pero no lo escuchaste.

"Yo lo puse donde yace". ¿Acaso no me había asegurado aquello Nicol Bolas? Quizá me engañase... ¿A qué dragón había oído? ¿A quién oigo ahora? Puede que los videntes de las montañas tuviesen razón y el mundo recuerde lo que sus gentes han olvidado.

Un nombre.

Ugin.

Heme aquí de nuevo, espectro. Me habías dicho que regresase a este mundo que me rechaza, al igual que me rechazó mi maestro. ¿Qué me espera aquí?

Encuentra la entrada.

¡Otro acertijo! ¡Otro engaño! ¿Cómo que una entrada? Este mundo es un campo de batalla. Aquí no perdura nada. ¿Qué pretendes que haga?

Tarkir es un lugar sin futuro, solo tiene un presente de lucha. En cambio, en el pasado... los humanos habíamos construido algo duradero. Nuestra civilización había permanecido en pie durante siglos, a pesar de los constantes ataques de los dragones... ¿O fue más bien gracias a ellos? Luchábamos juntos contra un enemigo poderoso: aquello era lo que nos hacía fuertes. Cuando las tormentas cesaron y los reyes de los cielos cayeron, nuestro declive comenzó.

Oigo los cuernos de los cazadores. Percibo el viento de las flechas. La polvareda de incontables cascos de monturas cubre hasta donde alcanza la vista. La batalla tiene lugar en mi interior, como siempre ha sucedido. La respuesta está aquí, en algún lugar de mi mundo, pero no en este lugar. Mis viajes aún no han concluido.

Oigo tu voz. Acudiré de nuevo a los susurrantes de las cumbres. Quizá ellos también te oigan. Encontraré la puerta.

Volveré a hacernos fuertes.

Ilustración de Daarken