Aunque compartan dos colores, el clan Mardu y el Abzan no podrían ser más opuestos. Los Mardu valoran la velocidad, la movilidad y los ataques devastadores para hacerse con el botín de la victoria. En cambio, los Abzan confían en su resistencia, en su capacidad de supervivencia y en no dejar de luchar hasta que sean los últimos en pie.

 

Hoy descubriremos cómo piensan los líderes de las patrullas de estos clanes cuando preparan a sus tropas para la batalla…

 


 

―Mi capitán. ―El teniente llegó a paso rápido junto a su superior, levantando una fina nube de arena que luego se dispersó con la brisa que soplaba aquella cálida tarde en las abruptas estepas―. ¿Ha visto esa humareda en el horizonte, al este del Peñón del Gólem? Podría ser un campamento mardu. ―Levantó un brazo para trazar el vector del horizonte y señaló con la otra mano enguantada; todas las piezas de metal superpuestas del guantelete articulado chasquearon cuando enderezó el índice.

 

―Tienes buena vista ―comentó Rizu, observando en aquella dirección―, pero eso no es un asentamiento mardu. Si lo fuese, veríamos muchas hogueras, ya que les gusta alardear de su superioridad numérica para confundir al enemigo. En cambio, si se tratase de un único explorador mardu, no veríamos humo, sino solo las huellas de su caballo. ―Rizu respiró con alivio y se alegró de que su teniente se hubiese equivocado. "Menos mal", pensó, "no me gustaría encontrarme con el enemigo durante lo que queda de patrulla". Giró la cabeza y observó a sus hombres: eran cincuenta, estaban repartidos en dos columnas y mantenían el paso con disciplina, pero ahora se distraían charlando y riéndose.

 

―Cuando vuelva junto a mi mujer ―presumía su jefe de escamas krumar―, voy a beberme una buena jarra de vino, a comerme un muslo de cordero entero y a pasarme dos días sin salir de nuestro cuarto.

 

―En mi caso ―le siguió el juego Rizu―, voy a cantar nanas a mis hijos hasta verlos dormir. ―Calló un instante―. Y luego me beberé una jarra de vino, comeré cordero y me retiraré a mis aposentos. ―Sus hombres se echaron a reír mientras marchaban por el camino de pastores que iba paralelo al Sendero de Sal, alejándose cada vez más de la seguridad y la civilización de los territorios abzanos.

 

Ciudadela esteparenosa | Ilustración de Sam Burley

El atardecer se tornó rojizo y el teniente volvió a apresurarse para alcanzar a Rizu.

 

―Mi capitán, ¿ve aquel humo? ―dijo señalando hacia la lejanía―. Parece que hay muchas hogueras.

 

―Efectivamente ―respondió Rizu, y su sonrisa comenzó a desvanecerse―, la veo. ―Se detuvo y sus hombres pararon en seco detrás de él―. ¿Qué creéis que puede ser?

 

―Mi señor ―dijo su sacerdote guerrero―, creo que eso no es un campamento. Percibo algo muy diferente.

 

La patrulla siguió adelante, ahora más en silencio, aproximándose lentamente al humo que veían a lo lejos. Estaba claro que aquello no eran hogueras, sino edificios en llamas, pues el humo que ascendía era denso y oscuro, y se mecía de un lado a otro debido a los vientos cambiantes del desierto. Las tropas callaron y estuvieron alerta, vigilando atentamente en todas direcciones. El halconero de la patrulla envió a su ave que chirrió y perdió una pluma cuando levantó el vuelo.

 

Llanura | Ilustración de Noah Bradley

Finalmente, llegaron al origen del humo: un asentamiento de estío para los pastores que trashumaban con sus rebaños en las colinas cercanas. El horror de aquella escena resultó duro de asimilar para los soldados. Ya habían visto aldeas asoladas por las hordas mardu, pero nunca habían presenciado algo tan brutal. La localidad había sido totalmente arrasada. No quedaba ni un superviviente; hombres, mujeres y niños yacían donde los habían matado y estaban abiertos en canal, desmembrados o decapitados. Todas las chozas de madera habían quedado reducidas a cenizas y ninguna se mantenía en pie.

 

La patrulla buscó supervivientes, pero fue inútil. Los exploradores contaron las huellas de los caballos para estimar el número de invasores que había avanzado hacia el norte; calculaban que eran al menos cien.

 

"No me gustaría encontrarme con esta horda", pensó para sí el capitán mientras ordenaba a sus tropas que enterrasen los cuerpos.

 


 

El jefe de hordas dejó caer el hueso de cordero que acababa de devorar y apuró las últimas gotas de vino antes de tirar la vasija contra el suelo y romperla en pedacitos.

 

―¡Este es el fruto de nuestro esfuerzo! ―proclamó a sus guerreros mientras se acomodó en sus cojines. El pequeño ejército que se había dispersado por el campo se olvidó por unos instantes de la carne y el vino para vitorear a su intrépido líder.

 

Botín del incursor | Ilustración de Wayne Reynolds

 

―Puñalada, haz recuento de nuestros nuevos víveres y calcula cuándo tendremos que volver a saquear.

 

Puñalada dio un último mordisco a su comida y se escabulló para contar los animales y otros víveres que habían robado.

 

―Jinete Nocturno, tenemos que hablar sobre nuestro próximo objetivo ―dijo haciendo un gesto para que su consejero se acercase―. Los pastores van a llevar a sus rebaños a las aldeas del norte para pasar el invierno. Tenemos que asaltarlas mientras sean una presa fácil ―explicó. "Y mantenernos alejados de las fortalezas abzanas todo lo que podamos", reflexionó.

 

Observó a su horda: eran orcos, humanos, trasgos y caballos, y todos dependían de él. "Me necesitan", pensó con satisfacción, pero también con prudencia. "Sus vidas dependen de que yo me muestre como un líder seguro. Si transmitiese cualquier signo de debilidad, otro aprovecharía la ocasión para convertirse en el jefe de hordas. Así es como obtuve mi rango, así es como vive nuestro pueblo, así es como hemos sobrevivido durante tantas generaciones".

 

Su introspección cesó cuando regresó uno de sus espías. El diminuto trasgo se escabulló hasta ponerse a su altura y le susurró al oído.

 

―Tengo novedades: nos sigue una patrulla abzana, a solo medio día a caballo, hacia el sur. Son la mitad que nosotros, casi todos a pie, buenas armas y armaduras. Saben que estamos aquí, han visto el campamento de pastores ―informó mirando a su líder, esperando a que reaccionase.

 

El jefe de hordas respiró con calma, echó mano a un pellejo de vino y bebió un largo trago.

 


 

―Nos doblan en número ―informó el capitán Rizu a sus oficiales, que se sentaban alrededor de un mapa de la zona―. Creo que un enfrentamiento directo no sería sensato.

 

―Mi señor ―dijo su sacerdote guerrero―, somos la ley en el Sendero de Sal. Si no actuamos, es probable que mueran más inocentes.

 

―Si avanzamos sin más contra los Mardu ―objetó Rizu―, estaremos rodeados, en inferioridad numérica y totalmente a merced de sus arqueros. Si esa horda acaba con nosotros, no habrá nadie para defender a los pastores que alimentan el Portal de Esteparenosa.

 

Los oficiales murmuraron con aprobación. "Tengo miedo", pensó Rizu, "pero debo mantenerme firme. En terreno seco, los Mardu golpean como el relámpago. Si no somos prudentes, nos matarán como a perros y nunca volveré a ver a mi familia".

 

―Nos replegaremos hacia el oasis de las cascadas y esperaremos a la patrulla superior del Sendero de Sal. Cuando nos reunamos con ella, tendremos las tropas y el apoyo necesarios para repeler a la horda. Teniente, envía mensajeros en busca de la patrulla para que alerten de nuestra situación. Manda también a nuestro espía para que tenga vigilado al enemigo.

 

Vigilante del nido | Ilustración de Jack Wang

 

Cuando los Abzan terminaron de enterrar a los muertos y de realizar los ritos funerarios, la patrulla descansó unos minutos antes de emprender la marcha hacia el oasis.

 


 

El jefe de hordas se puso en pie y se sacudió los restos de comida que tenía sobre el vientre.

 

―¡Dejad de comer! ―gritó con tal ímpetu que dejó anonadados a todos los guerreros que se habían dispersado por los alrededores―. Esos necios del clan Abzan han enviado una patrulla a por nosotros, ¡pero somos el doble que ellos! ¡Cuando los masacremos, podremos saquear estas tierras todo lo que nos plazca! ¡Todo el que mate a uno de ellos podrá quedarse con sus pertenencias!

 

Aullador bélico mardu | Ilustración de Yefim Kligerman

 

Los consejeros del líder se asombraron ante aquella orden inesperada. La única que habló fue la intendente.

 

―Estoy en contra de esto ―dijo―. Tenemos provisiones de sobra y deberíamos dar a nuestros guerreros un merecido descanso. Si esa patrulla es tan débil, no será una amenaza para nosotros. Descansemos por una noche y disfrutemos de la victoria.

 

―¿Quieres liderar esta horda? ―preguntó con una mirada iracunda el jefe de hordas―. ¿Quieres cargar con la responsabilidad sobre tus hombros? Porque si esperamos, los Abzan harán acopio de fuerzas y prepararán sus defensas. Sus patrullas siempre tienen refuerzos cerca. No cuestiones mis órdenes.

 

La intendente torció la boca con un gesto afligido y apartó la mirada de su líder, como muestra de obediencia.

 

―Te daré un aviso para que recuerdes que no debes poner en duda mi autoridad delante de mi gente. Dame la mano.

 

La intendente estiró el brazo con mucho pesar hacia el líder, quien le agarró la mano repentinamente, cogió un cuchillo y le cortó la punta del pulgar antes de que ella pudiese reaccionar. Los otros consejeros se retiraron, prestos para cumplir las órdenes del jefe de hordas. "No me gusta tener que hacerle daño", pensó, "pero nadie debe cuestionar mi autoridad absoluta".

 

―¡Partiremos de inmediato! ―gritó a su gente, que se apresuró para desmontar el campamento y reunir a sus monturas, mientras el sol dorado se tornaba rojizo durante su descenso hacia el horizonte.

 

Traviesavalles | Ilustración de Matt Stewart


 

El espía aven regresó junto a la patrulla a primera hora del día siguiente, descendiendo en círculos desde una altura demasiado lejana para alguien que no entrenase la vista. El sol aún no había surgido por las montañas del este y el rocío del desierto cubría la tierra polvorienta. La luna seguía visible y la patrulla se guiaba por su reflejo ondulante sobre el territorio llano.

 

―La horda ha dado la vuelta para enfrentarse a nosotros ―informó el halconero―. Ha cabalgado toda la noche y nos alcanzará antes del mediodía.

 

El capitán reunió a sus tenientes, pero no detuvo la marcha. Se apartaron a un lado para debatir con calma, lejos de la soldadesca.

 

―No podemos replegarnos más rápido de lo que ellos cabalgan ―empezó a explicar―. Es poco probable que logremos reunirnos con la gran patrulla antes de que nos alcancen y me temo que nuestra única esperanza es prepararnos para un combate directo.

 

―Señor, si nos damos prisa, quizá logremos llegar al oasis. El cañón anulará la movilidad de su caballería y quizá podamos montar unas defensas robustas aprovechando el terreno y los árboles del oasis. Si logramos detenerlos, quizá sobrevivamos hasta que lleguen los refuerzos. Nosotros dispondremos de agua y cobijo, mientras que ellos lucharán desde el desierto.

 

El teniente primero miró a los otros hombres con satisfacción.

 

Jefe de la escama | Ilustración de David Palumbo

 

El capitán Rizu observó a sus oficiales uno a uno. Ninguno estaba en contra de aquella estrategia.

 

―Si nos atrapan durante la retirada, podemos darnos por muertos, pero si nos quedamos a luchar aquí, es probable que acaben con nosotros de todos modos. De acuerdo, intentemos conseguir la mayor ventaja posible. ―Se puso en pie, por encima de los demás.

 

―¡¡Paso ligero!! ―ordenó el capitán, que se apresuró para llegar al frente de la columna.

 


 

El jefe de hordas se inclinó un poco en la grupa de su caballo de guerra. Cabalgar de noche era agotador, pero no tanto como avanzar a pie, como seguramente estaban haciendo los Abzan. Tenía la esperanza de arremeter contra ellos en la oscuridad y pillarlos desprevenidos, pero estaba claro que habían descubierto sus planes. La horda había seguido el rastro de la patrulla desde que dejó atrás el campamento de pastores.

 

Si los Abzan habían tenido tiempo para organizar sus defensas, sería una estupidez atacar de frente. Sus jinetes podían cabalgar muy rápido, pero sus armaduras eran ligeras. Incluso una pequeña patrulla abzana podía ser devastadora si estuviese preparada para repeler un ataque. Sin embargo, ahora que había puesto en marcha un plan, tenía que ceñirse a él. Si cambiase de parecer, transmitiría una impresión de inseguridad, y no debía mostrar debilidad si pretendía seguir siendo un jefe de hordas. En aquel momento, lo único que esperaba era alcanzar a los Abzan antes de que llegasen sus refuerzos o de que organizasen sus defensas. Aún era posible, pero aquello se estaba convirtiendo en una decisión más arriesgada de lo que esperaba.

 

No obstante, así era el estilo de vida de los Mardu: los fuertes sobreviven, y el clan era fuerte. Habían vivido durante generaciones sirviéndose del esfuerzo de los débiles. Aquellos guerreros dependían de él para que los liderase con firmeza y para sobrevivir. Las tradiciones del clan los habían mantenido vivos y prósperos durante mucho tiempo y había que respetarlas.

 

Supremacía mardu | Ilustración de Jason Chan

 

Puede que aquel fuese el día en el que sus hombres morirían, pero si no, su posición como líder se vería reforzada una vez más.

 


 

El capitán Rizu convocó a sus tenientes a la sombra de un peñasco y compartió su pellejo de agua. El día ya se había vuelto caluroso. Los cincuenta hombres de la patrulla abzana llenaron sus pellejos en el oasis y dieron de beber a los pocos íbices que llevaban consigo.

 

―Ogan Remiendaescudos, ven con nosotros ―dijo Rizu a su jefe de escamas krumar, que había pertenecido a los Mardu y estaba apartado, vigilando el horizonte en busca de la horda―. Dispón a tus tropas en la entrada del cañón y preparad un muro de escudos. Asegúrate de que tengan lanzas y agua en abundancia.

 

El krumar se apresuró para cumplir las órdenes de su capitán.

 

Tomar las armas | Ilustración de Craig J Spearing

―Que nuestros arqueros se oculten entre las rocas de la cara oeste para repeler a la horda por ese flanco; así protegeremos a las tropas y las provisiones del fondo del cañón. Enviad al resto de los hombres al norte, donde nace el manantial, y preparad una emboscada por si tratan de atacarnos por la retaguardia. Asignad a cuatro soldados la tarea de reabastecernos a los demás y explicad la estrategia a las tropas.

 

Los tenientes asintieron. El sacerdote guerrero rezó a los ancestros y bendijo a las tropas, que se reunieron en torno a la sombra de las palmeras que crecían junto al manantial.

 

―Cuando estamos patrullando, vosotros sois mi familia ―arengó Rizu a sus soldados―. Este vínculo es lo que nos da fuerzas. Confío en la fortaleza de esta unidad y en que juntos lucharemos haciendo honor a la tradición abzana.

 

Las tropas se dieron la mano como era costumbre en el ejército abzano y se pusieron en acción con premura.

 


 

La horda mardu incrementó la velocidad en cuanto el oasis estuvo a la vista. Solo había unos pocos kilómetros de desierto duro y pedregoso entre ella y los Abzan. Aunque la horda había cabalgado toda la noche, no estaba exhausta, y los jinetes siguieron adelante, empujados por las ansias de luchar y por la gloria que les aguardaba. El jefe de hordas miró hacia atrás, hacia la polvareda que se extendía cientos de metros por las llanas estepas. Cerró los ojos, escuchó el galope atronador de su caballería y sintió el calor del desierto que le surcaba el cabello. La victoria ya no dependía de él, sino de los métodos de los dragones. La velocidad de las alas del dragón les permitiría triunfar aquel día.

 

Ímpetu de batalla | Ilustración de Dan Scott


 

―¡La horda se aproxima! ―gritó el explorador cuando pasó entre las tropas apostadas en la entrada del cañón. Veinticinco infantes escamadragón equipados con armadura pesada pusieron sus lanzas en ristre y unieron sus escudos, formando un robusto muro por todo el estrecho. Ninguna flecha podría penetrar aquella muralla invulnerable como el lomo de una de las antiguas bestias. Sabían que la horda era veloz, pero no podría resistir como las escamas del dragón.

 

Una lluvia de flechas descendió silbando contra el muro. Los Abzan se cubrieron tras los escudos, los árboles y las rocas. Un viento sobrenatural les sopló en el rostro y algunos de ellos, sorprendidos, descubrieron que su cobertura no les bastaba para protegerse. La infantería escamadragón cubrió nerviosamente los huecos que habían dejado sus compañeros abatidos.

 


 

La horda mardu se dividió en dos con presteza, sin detener el galope, dirigiéndose así hacia las dos entradas del cañón donde estaba el oasis.

 

―¡¡El vencedor se queda el botín!! ―aulló el jefe de hordas mientras desenvainaba su espada, y el poder de su voz espoleó aún más a los caballos, como por arte de magia.

 

Se incorporó apoyándose en los estribos de su montura y entonces fue cuando vio la torre del elefante de asedio abzano que destacaba en la lejana calina…

 

Fortaleza de eburno | Ilustración de Jasper Sandner

 


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