Historia anterior: Insolencia

Años antes de la llegada de los Guardianes a Amonkhet, el destino y el futuro de tres niños tuvo efectos imprevistos en el porvenir del plano.


Le encontró en la orilla.

Daze
Ofuscar | Ilustración de Richard Wright

Los chillidos de las grullas que levantaron el vuelo anunciaron su presencia y él se giró para toparse con ella de pie entre los juncos, con los pies separados, las manos en las caderas y una sonrisa bien grande.

―Te habrás escabullido de los demás, Nakht, pero a mí no te me escapas. ―La voz llegó hasta él sin esfuerzo.

El pequeño aven agitó un poco las alas. La niña irradiaba una alegría contagiosa.

―No podía dormir ―dijo él al salir del río.

—Lo sé, yo tampoco.

Nakht bufó cuando llegó junto a ella, con los pies descalzos hundiéndose en el rico limo de la orilla.

―Anda ya, si te oí roncar como una sierpe cuando pasé junto a tu catre.

―¡Qué exagerado! ―dijo ella riendo―. Solo... fingía dormir, tontaina.

Nakht la miró con su mejor imitación de un visir estricto.

―Samut, la reina de los ronquidos y la mentirosa menos convincente.

Samut le dio un empujoncito y Nakht tropezó de vuelta hacia el agua, batiendo las alas para conservar el equilibrio. Su chillido de sorpresa se convirtió en un trino alegre y se agachó en una posición defensiva, con el agua cubriéndolo hasta las rodillas. Los ojos de Samut se iluminaron con la invitación. Sus pies se movieron instintivamente y adoptó una posición de lucha, lista para una pequeña práctica.

Aunque tenían la misma edad, Samut le sacaba casi una cabeza a Nakht. Era más rápida y fuerte y estaba en terreno elevado. Contra cualquier otro oponente, Nakht sabía que tendría las de perder.

Sin embargo, conocía a Samut.

La niña saltó como un resorte y cruzó a toda prisa la distancia la distancia que les separaba. El agua del río salpicó por todas partes con su arremetida. Nakht se agachó casi hasta la superficie, con el peso centrado y asentado. Samut trastabilló en su carrera y agitó los brazos cuando perdió el equilibrio en el lodo del río. Nakht hundió las manos en el agua, la atrapó por una pierna y tiró con fuerza. Samut cayó de espaldas con un grito de sorpresa y se hundió entre chapoteos.

Sin embargo, la ventaja de Nakht duró poco, porque una mano salió del agua como una flecha, le atrapó un hombro y también lo hundió bajo la superficie. Por unos segundos, todo fueron burbujeos y aguadillas. Luego, dos cabezas emergieron en la superficie y Nakht se sacudió el agua de las plumas mientras Samut reía a carcajadas. La niña se puso de pie con los cabellos empapados y aplastados en torno a su cara redondita.

―¡Ya verás, Nakht! ¡Un día de estos te tumbaré yo primero!

―Lo dudo mucho. ―Nakht pagó su ocurrencia con un chapoteo de agua en toda la cara.

―Podrías tumbarlo primero si te pararas a pensar antes de lanzarte a por él.

Samut y Nakht se giraron con sorpresa: Djeru estaba en la orilla y los miraba intentando aparentar seriedad, pero la sonrisa de sus ojos le delataba.

―No te las des de listo, Djeru ―dijo Samut salpicando agua hacia él.

Djeru se apartó de un salto, muy fuera del alcance de Samut.

―Deberíamos estar preparándonos en vez de jugar en el río.

―Oye, tampoco te hemos dicho que nos siguieras ―protestó Samut.

―Alguien tiene que evitar que os metáis en problemas.

Samut soltó un bufido mientras salía del río. Con un par de aleteos, Nakht llegó a la orilla antes que su amiga.

―Solo quería... salir un rato a pensar ―explicó al aterrizar―. Estar solo por un momento. ―Se internó en los juncos para recuperar las sandalias que había dejado allí. Cuando se dio la vuelta, vio a Samut con una expresión ligeramente decaída.

―Vaya, lo siento. No quería interrumpirte...

―¡Tranquila, no pasa nada! No lo he dicho por eso. No me importa que hayáis venido vosotros, de verdad. Es... agradable saber que os preocupáis por mí. ―Nakht bajó la cabeza―. Es que... hoy es nuestra Cosecha. ―Su mirada vagó hacia el río, en dirección a la ciudad.

Naktamun se extendía ante ellos, orgullosa de sus monumentos y enormes edificios que se elevaban en la lejanía. La luz anaranjada del segundo sol, bajo en el horizonte, se reflejaba en las estructuras. Las pequeñas falúas vagaban por el río y sus velas blancas dibujaban ángulos agudos en el paisaje. El primer sol apenas asomaba por el horizonte, todavía oculto tras el templo de Hazoret; sus haces dorados proyectaban un halo de luz alrededor del contorno del templo.

Todos los días, desde que Nakht tenía memoria, los cuidadores ungidos habían llevado a los otros niños y a él hasta los jardines superiores para ver la ciudad. A diario, los visires les daban clases. "Admirad la belleza y las maravillas de Naktamun", decían. "Observad las bendiciones de los dioses que lo han hecho posible". También a diario, parecía que un nuevo templo o un gran santuario terminaba de erigirse como testimonio de los dioses y de las aguardadas Horas. Todas las lecciones de los visires hablaban sobre el auténtico propósito de la gente. Y ahora, en el Día de la Cosecha, el día en que cumplían doce años, Djeru, Samut y él darían los primeros pasos hacia sus destinos, hacia la revelación de su porvenir y su papel en la magnífica ciudad.

―¡Es un día emocionante, Nakht! ―exclamó Samut revolviéndole las plumas de la cabeza―. ¡Por fin ha llegado nuestro turno! Hoy vamos a dejar atrás la infancia y a unirnos a nuestros predecesores. ¡Es un día de comienzos, propósitos y unidad!

Nakht asintió y reconoció las palabras familiares del visir Amosis. Sin embargo, no podía ignorar la sensación insistente de preocupación que tenía en el estómago desde que había despertado y se había escabullido del dormitorio aquella mañana.

―Chicos, deberíamos volver ―dijo Djeru con un suspiro―. Seguro que los demás están despertando y que aún tenemos que hacer preparativos. ―Esquivó ágilmente el puñado de fango que le tiró Samut y se marchó entre los juncos para rodear la orilla y regresar al corazón de la ciudad.

Nakht se rezagó. Samut regresó con él, se acercó demasiado, con los dedos aún manchados de lodo, y lo miró con malicia.

―Estás preocupado ―afirmó.

Nakht se rio.

―Y tú estás siendo muy directa.

―Piensas demasiado.

―Y tú piensas demasiado poco.

Los dos hicieron su mejor parodia del visir Heket, tamborileando con los dedos y negando con la cabeza.

―Espero que puedas centrarte en tu entrenamiento.

―Espero que aprendas a confiar en tus instintos.

―Espero que podamos estar juntos. ―Nakht dejó escapar uno de sus temores y las palabras flotaron en el aire. Samut dejó de tamborilear y arqueó las cejas, sorprendida. Nakht intentó salir del apuro―. Djeru, tú y yo. Creo que estamos bien juntos. Y... os echaría de menos.

Samut sonrió y asintió, y Nakht notó que la carga en su pecho se aliviaba un poco.

―Yo también. ―La mirada de Samut se volvió hacia la ciudad―. Quiero llegar al más allá contigo y con Djeru a mi lado. Pero incluso si no... Incluso si nos asignan a simientes distintas, Oketra nos guiará. "Deposito mi fe en los dioses, quienes depositan su fe en el Dios Faraón".

Nakht asintió al oír el dicho.

―Que su regreso se produzca pronto y que nos considere dignos. ―Sus siguientes palabras salieron atropelladamente, incitadas por su otro temor―. Pero... ¿y si tengo dudas? ―Apartó la mirada de Samut y evitó sus ojos inquisitivos.

»¿Y si mi fe flaquea?

El silencio entre ellos se prolongó y Nakht se preguntó si habría cometido un grave error. Finalmente, Samut respondió.

―No eres un disidente, Nakht ―dijo en voz baja―. Todos tenemos miedo. Todos flaqueamos. Yo también tengo dudas. ―Samut señaló hacia las dunas cercanas―. Pero ni siquiera la gran Hekma es impenetrable. Hemos oído historias de monstruos que erraban por el interior. ―Nakht asintió y sus ojos recorrieron los brillos de la barrera que les mantenía a salvo de los páramos exteriores. La arena abrasadora se arremolinaba con las tormentas y ascendía rozando la Hekma, solo contenida por aquella poderosa magia. A apenas unos pasos de las dunas áridas y muertas, la vegetación florecía, alimentada por el Luxa.

Samut tomó aire lentamente.

―Pero sé que los dioses son leales. Nos mantienen a salvo de esos horrores. Y nos guían hacia la gloria. Son tal como dice el visir Heket. Bueno, como dice cuando se toma un descanso y deja de gritarnos. "Tener fe implica cuestionar, mirar fijamente al rostro de la duda y hallar una verdad renovada".

―Prestabas más atención de la que creía durante las lecciones.

―Como te he dicho, solo finjo dormir ―respondió Samut sonriendo de nuevo.

Nakht le dio un empujón y corrió para alcanzar a Djeru, que les aguardaba con paciencia en un puente cercano. Samut adelantó a los niños como una centella mientras el primer sol coronaba los templos lejanos e incluso Djeru se animó a echar una carrera. Las preocupaciones de Nakht se desvanecieron con el calor del día.


―Chsst. Eh, Nakht.

Nakht abrió los ojos.

―Nakht. Despierta, Nakht ―dijo la voz un poco más alto y con más insistencia. Nakht siguió quieto y en silencio.

»Nakht. Nakht. Nakht. Naaakht. ―El catre de Nakht se agitó hasta que el aven se dio la vuelta, con las alas plegadas bajo la espalda al encontrarse con el rostro ansioso de Samut.

»¿Estás despierto?

Nakht contuvo la risa: Samut se lo preguntaba en serio.

―No, sigo dormido ―respondió girando hacia un costado.

Samut refunfuñó y le tiró del brazo. Nakht volvió a quedar boca arriba.

―No puedo dormir ―dijo ella dejándose caer a su lado.

―Nosotros tampoco podemos por tu culpa, Samut ―gruñó una voz en la oscuridad. Djeru se levantó en la penumbra, malhumorado y bostezando.

―Callad, pesados ―protestó otra voz como dando la razón a Djeru. Otros se unieron al coro de quejas y Nakht vio que varios ungidos entraban lentamente y se dirigían hacia ellos. Se llevó un dedo al pico y tomó de la mano a Djeru y Samut. Los tres se agacharon, se escabulleron por debajo de los catres y esperaron a que los pies vendados pasaran de largo. Cuando se acercaron lo suficiente a la entrada, salieron del escondite y corrieron hacia la puerta. Los cuidadores ungidos no les oyeron abrirla ni vieron el haz de luz nocturna y rojiza que se filtró en el interior antes de que los tres salieran hacia la libertad.

Detrás de ellos, la residencia de los niños se cernía ligeramente amenazadora y la luz carmesí del segundo sol proyectaba sombras oscuras en la fachada. Se internaron rápidamente en un callejón y llegaron a una fuente decorada con una estatua de Kefnet; era el lugar donde solían esconderse en las noches frescas cuando se escapaban de la cama. Djeru soltó otro bostezo y Samut le dio un coscorrón.

―¿De verdad podías dormir? ¿No estás entusiasmado? ―preguntó ella con incredulidad.

―Claro que lo estoy, pero eso no me impide dormir ―respondió Djeru.

―Qué aburrido eres... ―dijo ella con un suspiro.

―Lo siento, Samut, pero yo estoy con Djeru en esta ―terció Nakht―. Mañana empezaremos a entrenar como discípulos y tenemos que descansar bien.

―¡Dormir no es propio de los ambiciosos! ¡Somos Djeru, Nakht y Samut de la simiente Tah! ―Samut sacó pecho y los niños refunfuñaron, pero debajo de su actitud apática vibraba un entusiasmo electrizante. Samut insistió―. Setha y Basetha también estarán en nuestra simiente. ¡Qué ganas tengo de conocer a todo el mundo y empezar a entrenar juntos!

―Eso será estupendo ―admitió Djeru―, pero creo que Nakht tendrá más entrenamiento individual.

―¿Te refieres a lecciones de vuelo y eso? ―preguntó Samut.

―¿No prestaste atención durante la Cosecha? A nosotros nos dieron un khopesh, pero a él le entregaron un bastón. ―Djeru sonrió a su amigo―. Parece que guardabas un secreto.

Samut se volvió hacia Nakht con cara de no comprender y a él se le erizaron las plumas de la coronilla, un poco avergonzado.

―En realidad no es un secreto. Es que no he tenido ocasión de contároslo. Y en realidad no puedo controlarlo todavía. ―Tras mirar a Djeru, Nakht centró su atención en la fuente.

Levantó una mano hacia ella, respiró hondo y cerró los ojos. En la oscuridad, oyó un borboteo de agua, seguido de las exclamaciones de asombro de Djeru y Samut. Tiró con la mano y con la mente y abrió los ojos para ver cómo un pequeño chorro de agua se arremolinaba y danzaba alrededor de sus dedos. El agua fluyó trazando lazos y sin rozarle la piel hasta formar en su palma una pequeña esfera que tembló por unos instantes y luego estalló como una uva jugosa. El truco hizo que Samut silbara de admiración.

―¡Es increíble! ―dijo ella―. ¿Cómo...? ¿Cuándo te diste cuenta?

Nakht metió la mano en la fuente y disfrutó con el frescor del agua.

―Hace muy poco. Cuando me adentraba en el río, a veces el agua... me escuchaba y hacía lo que le pedía.

―Todos dicen que es importante tener magos en una simiente ―dijo Djeru con una sonrisa―. Tú fortalecerás la nuestra con tus habilidades.

―Cómo me alegro de que sigamos juntos. ¡Los tres vamos a ser imparables! ―Samut agarró a Nakht por la cabeza y le frotó las plumas. El muchacho se rio y se retorció para librarse de la presa... pero entonces chocó con Djeru y lo tiró al agua accidentalmente. Djeru se encaramó al borde, completamente empapado y apretando los labios con cara de enfado. Samut se inclinó sobre el borde y soltó una risita al verle... hasta que Djeru saltó y también la tiró al agua. Los tres acabaron jugando a hacerse ahogadillas mientras intentaban aguantar las carcajadas en el silencio de la noche.

Cuando se cansaron, los tres se sentaron en el borde de la fuente a recuperar el aliento. De pronto, Samut se levantó de un salto y se volvió hacia los dos niños.

―Yo también tengo un secreto ―anunció.

Y entonces echó a correr entre las calles oscuras. Djeru y Nakht se miraron mutuamente, se encogieron de hombros y corrieron detrás de ella.


Nakht nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Samut los había guiado por un laberinto de callejones estrechos que conducían a un distrito abandonado, muy lejos del centro de la ciudad y los monumentos principales. Nakht intuía que estaban en un barrio residencial antiguo, que había sido olvidado a medida que se construían nuevas residencias. Los edificios que seguían en pie en aquel distrito eran viejos, erosionados por el sol y el paso del tiempo. Las capas más recientes de dormitorios y tejados ocultaban los restos desgastados de las estructuras de años pasados. A medida que se adentraban en el distrito, los jeroglíficos de las paredes parecían distintos a los que Nakht había estudiado e incluso había muchos símbolos que no conocía.

Levantó el vuelo para seguir el ritmo. Samut corría con una velocidad y resistencia que pocos podían igualar, incluso entre los niños mayores. Djeru era uno de los pocos que podían compararse con ella. Nakht sabía que Samut corría más despacio por él, pero incluso así, le faltaba el aliento cuando llegaron a una pequeña plaza tras dejar atrás los callejones.

―¿Qué es este lugar, Samut? ―preguntó Djeru con la respiración un poco entrecortada y limpiándose el sudor de la frente.

Samut señaló hacia un enorme mural en una pared vieja y medio derruida en el otro extremo de la plaza. La pintura estaba descolorida y los grabados se habían vuelto casi lisos.

―No estoy segura, pero es antiguo, muy antiguo. Probablemente más viejo que cualquiera de nuestros conocidos.

Nakht se acercó al mural y entrecerró los ojos mientras intentaba descifrar el significado. La pintura mostraba gente en varias posiciones. Algunas de ellas resultaban casi familiares, como algunas de las posturas de combate que les habían enseñado los visires, pero muchas otras no tenían sentido. Había muchos glifos y runas que Nakht no podía leer, mezclados con otros que sí conocía. Sin embargo, incluso los símbolos legibles tenían florituras y matices extraños que les daban un estilo y un aspecto muy diferentes.

―Qué raro... ―murmuró.

―Los dioses nos enseñan a no preocuparnos por lo antiguo, por las cosas del pasado ―dijo Djeru un poco preocupado―. Las pruebas y el más allá se encuentran delante de nosotros, no detrás.

―Pero mira esto: ¡aquí también aparecen los dioses! En estos murales antiguos. Fíjate, esa es Hazoret. ―Samut señaló una figura alta en la pared y Nakht reconoció a la deidad... pero parecía diferente, representada con un estilo distinto al que había visto en cualquier otro sitio. Hazoret supervisaba a otros seres más pequeños: humanos, aven, chacales, minotauros y naga, todos ellos de pie en diversas posturas.

―¿Qué creéis que hacen? ―preguntó Nakht señalando las extrañas poses de los dibujos.

―Ese es mi secreto ―respondió Samut con una sonrisa―. He estado intentando averiguarlo. Creo que son estilos de combate antiguos o algo así.

Entonces, Samut imitó la primera postura del mural: una posición recia, familiar, con los pies plantados para conservar el equilibrio. Sin embargo, cuando empezó a moverse, su cuerpo fluyó con un ritmo y un estilo diferentes a cualquier otra forma de combate, de manera fluida y ágil, fuerte a la par que flexible, como un junco al doblarse con el viento. Sin detenerse, pasó por todas las posturas representadas en el mural y sus pies levantaron una nube de polvo mientras despertaban un aire de familiaridad en la mente de Nakht. "Se mueve con tanta naturalidad como yo vuelo", se percató: músculos movidos más por el instinto primordial que por el raciocinio, recuerdos ancestrales heredados mediante algo más profundo que las palabras e incluso la sangre.

Samut se detuvo de pronto, desafinada en su repentina quietud.

―Eso es todo lo que he progresado hasta ahora ―admitió.

―Ha sido... hermoso. ―Nakht sonrió. Samut se sonrojó. Djeru tosió.

―Me pregunto si esto es un antiguo templo a Hazoret ―cambió de tema Samut―. No sé decir por qué, pero parece... importante, ¿no creéis?

―No sé... ―respondió Djeru mientras caminaba hacia Samut observando el mural. En su rostro había más sospechas que asombro―. Si lo fuese, ¿por qué está abandonado? ¿Por qué parecen tan extraños los retratos y los glifos? Quizá... no deberíamos estar aquí.

―Tan aguafiestas como siempre... ―Samut pegó un puñetazo a Djeru en el hombro.

―Solo digo que deberías ser más prudente ―protestó él frotándose el cardenal que empezaba a formarse.

―Y tú deberías relajarte un poco ―bufó Samut―. Kefnet exige que los iniciados se hagan preguntas y tengan una mente inquisitiva.

―Pero Oketra enseña que las simientes deben ser disciplinadas.

Los dos se enzarzaron en una batalla de citar a los dioses y se pelearon como niños. Nakht los ignoró y siguió recorriendo el mural desgastado con la mano hasta detenerse a los pies de la Hazoret pintada.

―Me pregunto si hubo un tiempo anterior a los dioses... ―caviló en voz alta.

El silencio repentino sacó a Nakht de su ensimismamiento. Cuando se dio la vuelta, Djeru y Samut tenían los ojos puestos en él.

―El Dios Faraón es eterno ―dijo Djeru afirmando con la cabeza sin dejar de mirar a Nakht.

―Por supuesto ―respondió él.

Se hizo otro silencio incómodo.

―Que su regreso se produzca pronto y que nos considere dignos ―añadió Samut.

―Gracias. Cierto. ―Las alas de Nakht se agitaron ligeramente. Djeru frunció el ceño.

―Es que... Bueno, si el Dios Faraón está ausente ahora mismo, ¿hubo una época anterior a su primera llegada? ―Nakht sentía que la incomodidad de Samut y Djeru seguía creciendo, pero insistió―. Si él instruyó a los dioses y ellos nos instruyen a nosotros, ¿quién lo instruyó a él?

―El Dios Faraón no necesita maestros. Él es el origen de todo ―replicó Djeru―. Es la primera lección que aprendimos.

Samut refunfuñó en voz baja.

―Nakht, no le animes a hablar, por favor. Casi me dormí en esa lección del visir Heket y no creo que pueda aguantar si Djeru empieza a recitarla.

La tensión se disipó y a Djeru se le escapó una carcajada, mientras que Nakht sonrió sin mucho ánimo.

―Bueno, ahora conocéis mi secreto. ―Samut atizó un puñetazo a Djeru―. Te toca.

―¿Cómo que me toca? ―dudó Djeru.

―Nakht y yo hemos compartido un secreto ―explicó Samut con seriedad―. Lo justo es que tú nos cuentes uno.

―Pero es que no tengo secretos ―dijo él, perplejo.

―Mentira cochina ―protestó Samut―. Ni siquiera tú puedes ser tan aburrido, Djeru.

El muchacho se quedó pensativo por un momento y luego se le iluminó el rostro.

―Bueno, en realidad no es un secreto. O sea, lo es, pero solo porque aún no he tenido ocasión de decirlo.

―¡Déjate de intrigas y cuéntanoslo! ―insistió Samut plantándole un dedo en el pecho. Djeru sonrió y se marchó corriendo de la plaza. Samut lo siguió inmediatamente.

―En fin... Supongo que esta noche no vamos a pegar ojo ―se lamentó Nakht antes de ir detrás de sus amigos.


Nakht se quedó perplejo, incapaz de creer lo que veía. Levantó una mano y palpó la barrera semitranslúcida de la Hekma, brillante e incandescente. Aunque estaba hecha con magia de agua, la barrera parecía sólida, impenetrable; una muralla lo bastante robusta como para repeler las arenas y las sombras que acechaban en los yermos.

Desde el otro lado, Djeru les saludaba con una sonrisa maliciosa.

Samut y Nakht vieron cómo se tumbaba de nuevo en el suelo y reptaba hacia ellos a través del agujero casi invisible en la Hekma. En pocos segundos, volvió a levantarse junto a ellos y las únicas pruebas de su osadía eran el pequeño rastro que había dejado en la arena y la ráfaga de aire abrasador que soplaba en las canillas de los tres.

―Tenemos que salir ahí fuera ―dijo Nakht.

Sus palabras borraron al instante la sonrisa de Djeru.

―Ni hablar. Tenemos que avisar a los visires de Kefnet para que cierren la brecha.

―¿De qué sirven los secretos si los desvelas de inmediato? ―cuestionó Nakht.

Djeru negó con la cabeza seriamente.

―Os he dicho que no es un secreto de verdad. Encontré el agujero ayer mientras os buscaba, pero aún no he tenido ocasión de decírselo a nadie.

―Entonces, por una o dos horas más no pasará nada. ―Incluso Nakht se sorprendió al oír las palabras que salían de su pico. Sin embargo, el mural de Samut había despertado algo en él―. Quiero saber qué hay al otro lado.

Sabemos lo que hay ―contestó Djeru entrecerrando los ojos―: monstruos, muertos errantes, desolación y yermos. Es el lugar donde los ángeles expulsan a los disidentes para que nuestra concentración y nuestra devoción sean puras.

―Sabemos lo que nos han dicho que hay ―replicó Nakht. Era consciente de la impresión que daban sus palabras, pero continuó―. Quiero verlo por mí mismo antes de comenzar el camino de las pruebas.

―¿Te das cuenta de lo que dices? ―Djeru estaba cada vez más alterado y negaba firmemente con la cabeza―. Pareces un... un...

―Un disidente. Lo sé. ―Nakht pestañeó y se sorprendió al notar las lágrimas que brotaron en sus ojos: los miedos contenidos empezaban a bullir―. No lo soy. Al menos, creo que no. Adoro a los dioses; cuando Oketra caminó entre nuestra clase, me sentí muy feliz. Cuando Rhonas supervisó nuestro entrenamiento aquella tarde, descubrí un orgullo y una fuerza que jamás había conocido.

Miró allende la barrera y sintió el viento en los pies.

―Pero mi corazón está lleno de dudas. Ese mural ha sembrado todavía más. En todo lo que nos rodea, con los dioses y los visires para proporcionarnos respuestas, yo solo veo más preguntas. Estoy a punto de estallar y... necesito saberlo. Tengo que ver y descubrir qué hay, por mí mismo.

―¿Qué crees que encontrarás? ―Djeru intentó parecer tranquilo, pero Nakht percibió el temblor en su voz.

―No lo sé. ―Nakht rio y se frotó los ojos―. Probablemente sea una tontería, que no haya nada, pero... ¿cuándo tendremos otra oportunidad de verlo con nuestros propios ojos?

Los tres permanecieron junto a la Hekma, observando los remolinos de arena. Finalmente, Samut tomó la palabra.

―Eres la persona menos tonta que conozco, Nakht. Y... yo también quiero saberlo. ―Se dirigió a Djeru―. Tendremos cuidado y volveremos rápido, antes del amanecer. Quién sabe, puede que aprendamos algo útil antes de empezar a entrenar como discípulos de la simiente Tah.

Samut dio un apretón a Nakht en el hombro, le mostró una sonrisa y luego se tumbó boca abajo y comenzó a reptar hacia el otro lado. Djeru la vio marchar, lleno de preocupación, pero no intentó detenerla. Nakht posó una mano en el hombro de su amigo.

―No tienes por qué venir, Djeru. No te culparé. ―Se dio la vuelta y reptó detrás de Samut.

Desde el suelo, Nakht oyó un suspiro.

―El visir Heket nos matará como se entere.

―Menos mal que ya no es nuestro maestro ―gritó Samut desde más adelante.


El calor cayó sobre los tres. Aunque todavía era de noche, la luz de un único sol hizo que se empaparan de sudor.

Llevaban más o menos una hora caminando por las arenas, siempre manteniendo Naktamun a la vista. Djeru parecía muy nervioso, pero Samut estaba realmente emocionada y su energía ayudaba a aliviar la inquietud que les invadía poco a poco. Al principio, parecía que todo lo que les habían enseñado los visires era verdad. Caminaron por un mundo muerto, sin nada excepto arena bajo los pies y vientos abrasadores en la espalda. Aun así, permanecieron alerta, ya que las historias sobre los monstruos y muertos malditos que acechaban tras la Hekma se repetían constantemente en sus cabezas.

Y entonces la encontraron.

Nakht fue el primero en avistarla. Parecía un simple saliente de piedra en la arena, una roca protuberante como una astilla suelta. Caminaron hacia ella, más que nada para tener algún destino hacia el que caminar. Cuando llegaron junto a la roca, Samut se encaramó a ella, corrió por la superficie, se dejó caer al otro lado... y soltó un grito de sorpresa. Djeru y Nakht fueron corriendo junto a ella y vieron qué la había sobresaltado: un ojo inmenso asomaba justo por encima de la arena; el rostro semienterrado de una estatua gigantesca contemplaba eternamente la lejanía.

Más allá de la estatua enterrada, una zona sembrada de ruinas asomaba sobre la arena. La mayoría de las piedras estaban erosionadas por el sol y el viento. En otras se conservaban restos de glifos y escrituras. Caminaron entre las ruinas y se detuvieron junto a varias rocas para tratar de adivinar qué habían sido. Parecía el tejado de un edificio, quizá un campo de entrenamiento. Tal vez se tratase de un templo a un dios, cuya imagen debía de haber estado grabada en una columna partida, antes situada a cierta altura por encima de los fieles, ahora desgastada e irreconocible. La mayoría de los fragmentos y salientes de piedra eran imposibles de distinguir. Samut no tardó en empezar a hacer conjeturas disparatadas sobre todos los restos que encontraban.

―En fin... ―dijo Djeru con un suspiro tras oír la teoría de Samut de que una losa de piedra había sido el suelo de un cuarto utilizado únicamente como orinal―. Como mínimo, esto demuestra que, sin la bendición del Dios Faraón y la Hekma, todo se deteriora.

Al ver los alrededores, Nakht no podía rebatir la afirmación de Djeru.

De pronto, Samut los empujó y los metió tras los restos de un muro, apretándolos con fuerza contra la piedra caliente. Las protestas de los dos cesaron en cuanto vieron el temor desbocado en los ojos de ella y oyeron el rumor de las arenas. Nakht se asomó lentamente por el borde del muro y echó una ojeada.

A lo lejos... algo enorme se desplazaba por las arenas. Era incluso más alto que los dioses y sus extremidades, que parecían no tener fin, aplanaban dunas enteras y transformaban el paisaje allá por donde pasaba. Un extraño gemido grave surcó el aire, causando temblores en las arenas y reverberando en los estómagos y los huesos de los jóvenes.

―Por los dioses, ¿qué es esa cosa? ―susurró Nakht a Samut y Djeru con los ojos abiertos de par en par.

―No lo sé ni quiero saberlo. ―Samut se asomó por el otro borde del muro y observó los movimientos del ser. Entonces echó a correr. Djeru y Nakht se apresuraron a seguirla y los tres se deslizaron por una duna hacia un estanque fétido y poco profundo que debían de ser los restos de un oasis.

No pararon de correr hasta llegar a la otra orilla y esconderse entre las ruinas de un santuario. La pequeña estructura de piedra aún conservaba las cuatro paredes, pero el techo se había perdido durante alguna calamidad del pasado. Samut y Djeru se quedaron junto a la entrada y dejaron la puerta entreabierta lo justo para mirar hacia el lugar donde habían divisado al monstruo.

―Vale: calor implacable, arena, destrucción, desolación, monstruos y demonios ―repasó Djeru contando con los dedos―. Los páramos son tal como nos los han descrito. ¿Ya estáis contentos? ¿Podemos volver?

Nakht iba a responder, pero algo llamó su atención junto a la cabeza de Djeru. Los jeroglíficos de aquel santuario eran mucho más legibles, de estilo y diseño más parecidos a las escrituras que ellos conocían. En la pared detrás de Djeru, el símbolo del Dios Faraón envolvía su rostro preocupado como si fuese una corona. A diferencia de todo lo que habían visto en las ruinas, aquel símbolo tosco y desigual parecía haber sido tallado recientemente, como si lo hubiera hecho una mano desesperada. Justo debajo del símbolo había otro grabado con pulso tembloroso:

Intruso.

Samut también se fijó en él y dirigió una mirada inquisitiva a Nakht. El muchacho se estremeció. La palabra parecía un mal presagio, una maldición más allá del tiempo y pronunciada por el mismísimo Dios Faraón. "No deberíamos estar aquí", pensó Nakht.

―Lo siento, Djeru. Tenías razón. No tendríamos que haber venido. ―Un escalofrío involuntario recorrió su espalda a pesar del calor sofocante.

Samut volvió a girarse hacia el exterior.

―Volvamos a Naktamun antes de que... ¡¿Qué son esas cosas?!

Samut abrió la puerta un poco más para que pudieran mirar. Inmediatamente, Nakht lamentó haberlo hecho. Un gran número de cadáveres putrefactos habían empezado a surgir del agua estancada y las arenas de los alrededores. Había humanos, chacales, aven... Sus gargantas resecas emitieron gemidos enojados mientras salían de debajo de la superficie y se volvían hacia los tres niños.

―Disidentes... ―Djeru se apartó de la entrada con una máscara de terror en el rostro― La maldición de los errantes los ha levantado.

Samut cerró la puerta de golpe cuando el primer cadáver corrió hacia ellos. La delgada tabla de madera se resquebrajó y tembló con el impacto y Djeru se apresuró a empujar desde dentro para impedir el paso a los monstruos. Las garras y manos muertas arañaron y arrancaron trozos de la puerta y los gemidos se convirtieron en un rugido monótono a medida que más muertos se amontonaban en el exterior.

―¡Estamos atrapados! ―gritó Samut. Nakht se apartó justo antes de que una mano abriera un boquete en la puerta. Djeru gritó y se agachó cuando la mano empezó a dar zarpazos furiosos busca de carne.

Nakht extendió las alas y se elevó en el aire. Con varios aleteos, ascendió entre las paredes del santuario para ver con claridad a la muchedumbre de resucitados que les rodeaban.

"Son demasiados".

Los cadáveres seguían cargando contra el edificio de piedra. Era imposible que Samut y Djeru resistieran. Tenía que hacer algo. A través del velo de miedo, dudas y pánico, el esbozo de un plan pasó por su mente y Nakht se aferró a él.

No era un buen plan, pero la desesperación no le permitía pararse a buscar alternativas.

Nakht descendió en picado hacia la multitud de muertos y los sobrevoló lo bastante cerca como para atraer su atención. Las garras en descomposición y las manos retorcidas trataron de alcanzarlo. Voló de vuelta hacia el agua y soltó un chillido agudo para desviar la atención del santuario y atraerla hacia sí. Cuando la horda se volvió contra él, Nakht gritó a sus amigos.

―¡Djeru, Samut! ¡Corred, ahora!

La puerta se abrió de golpe y golpeó a los pocos resucitados que aún seguían junto a ella. Samut y Djeru salieron a toda velocidad.

―¡Huid! ¡Vamos!

El primer resucitado se adentró en el agua y Nakht centró su atención en la horda que ahora cargaba contra él. Batió las alas con fuerza contra el aire seco del desierto para mantenerse fuera del alcance de los muertos.

Cuando la mayoría de la turba se hubo metido en el agua, Nakht respiró hondo, levantó las manos y cerró los ojos.

Debajo de él, las aguas se agitaron y empezaron a arremolinarse.

"Kefnet, concédeme sabiduría; Rhonas, otórgame fuerza", suplicó.

Abrió los ojos y cerró los puños con fuerza. Las aguas estancadas formaron un remolino y de la superficie surgieron látigos de agua que golpearon y derribaron a los resucitados y arrastraron a otros hacia abajo.

Nakht levantó la vista y vio que Djeru y Samut seguían cerca del santuario, observando con una mezcla de terror y admiración.

―¡Vámonos! ―Mantuvo los puños apretados para no perder la concentración mientras ganaba altura para regresar junto a sus amigos. Cuando vieron que estaba a salvo, Djeru y Samut se giraron y corrieron de vuelta hacia la ciudad. Nakht empezó a descender hacia ellos mientras la horda gemía y rugía debajo de él.

De pronto, una súbita sensación de temor invadió todo su cuerpo y sus músculos se paralizaron. En tierra, el agua dejó de agitarse cuando perdió el control del hechizo, pero todos los resucitados también se quedaron paralizados. Nakht sentía que sus alas aún se movían, pero no podía volar hacia delante.

El pánico penetró en su mente, que gritó para moverse, huir, hacer algo... pero su cuerpo se negaba a obedecer. Lentamente, con un aullido en los pensamientos que apenas salió como un pequeño graznido de su garganta, giró la cabeza y miró detrás de sí.

El gran horror que había visto antes se elevaba en la distancia, en la cima de una duna lejana. Su rostro, o lo que debería haber sido un rostro, miraba en dirección a él. Unas astillas gélidas de terror se clavaron en el cuerpo de Nakht. Apretó los ojos y sintió que los músculos de las alas ardían por el esfuerzo de mantenerlo en el aire.

Cuando abrió los ojos, el horror estaba justo delante.

Una máscara de hueso donde debería haber una cara. Un rombo de luz en lugar de ojos. Vacío infinito, cuerpo de oscuridad, terror errante y desesperación turbia.

Un apéndice imposible, casi pesado y perdido en su trayectoria, se elevó hacia Nakht.

Una cacofonía de gritos de aven resonó en sus oídos. Por el rabillo de un ojo, vio siluetas de aves no muertas que volaban y planeaban como mosquitos alrededor de un cadáver, otorgando voces eternas a la sombra muda.

El graznido de Nakht se convirtió en un chillido a pleno pulmón.

Entonces, la oscuridad lo consumió.


Samut llegó a la cima de la duna y se detuvo para mirar atrás en busca de Nakht. Se quedó atónita al ver la gran monstruosidad, boquiabierta al contemplar el momento en que la sombra tocaba a su amigo. Oyó su chillido desolador cuando Nakht se marchitó y descompuso al instante, consumido hasta quedar reducido a una cáscara sin vida. Samut prorrumpió en un grito de angustia, pero Djeru la derribó y ambos cayeron rodando por el otro lado de la duna, levantando arena hasta que se detuvieron en el fondo. Permanecieron juntos allí, con los corazones descontrolados, medio enterrados en la arena mientras escuchaban cómo los sonidos de los horrores que habían contemplado se alejaban poco a poco. Solo cuando el mayor de los soles asomó por el horizonte y cuando lo único que oyeron fue el silbido del viento incesante, los niños se levantaron y huyeron a toda prisa y desesperadamente, de vuelta a la ciudad.

El tiempo pasó en cascada y enterró aquella experiencia en lo más hondo de los corazones de los niños. Sin embargo, las semillas de su dolor germinaron en pensamientos y dudas divergentes y dieron frutos completamente distintos.

Un corazón, endurecido por el sacrificio que había presenciado, halló una fe más profunda en las palabras de los dioses, en la protección prometida y en la oportunidad de tener una muerte con significado. El otro, hecho pedazos por aquella pérdida sin sentido, heredó el manto de las dudas y las preguntas, de buscar consuelo y lucidez en el pasado en lugar de marchar incesantemente hacia el futuro y el más allá.

Y así fluyó el tiempo, implacable y constante como el Luxa. Los niños se convirtieron en adultos jóvenes. Los discípulos se convirtieron en iniciados encadenados al camino de las pruebas, tal como decretaba el Dios Faraón y defendían los dioses. Sin embargo, a medida que recorrían la senda expuesta ante ellos, ninguno de los dos olvidó la intrusión que cometieron de niños.

En el caso de Samut, su búsqueda de verdades antaño olvidadas la devolvía una y otra vez al mural que había mostrado a Nakht y Djeru. Cuando el malestar apagado de los recuerdos provocaba dolor fresco y cuando la pérdida hueca de su amigo bullía hasta la superficie, Samut se adentraba cada vez más en las zonas antiguas y abandonadas de Naktamun. Los fragmentos de lo que presenciaron en el exterior de la Hekma y los tentadores glifos medio olvidados de las ruinas ahora inaccesibles revoloteaban en los confines de sus pensamientos. Con cada nueva pieza del pasado que descubría, sus dudas sobre las pruebas y la auténtica naturaleza de los dioses iban en aumento.

Y así, Samut pasó tanto tiempo entre las rocas como entre sus compañeros iniciados, para investigar con la curiosidad y el deseo heredados de Nakht, luchando desesperadamente para convertir en carne y hueso la danza y los movimientos de una historia oculta.

Eso es lo que la condujo, en un día inevitable en el que el segundo sol se acercaba a su cénit final entre los cuernos del Dios Faraón, hasta una cámara sellada en las profundidades del monumento a Bontu. En aquel lugar donde ningún iniciado debía adentrarse y cuya existencia había olvidado la propia Bontu, Samut descubrió un glifo que no había visto desde su travesía por las arenas.

Las paredes de la cámara tenebrosa hablaban sobre la primera llegada del Dios Faraón a Amonkhet, sobre su eminencia y su poder. Sus cuernos, el símbolo omnipresente en Naktamun, reinaban sobre todo lo demás. Sin embargo, los jeroglíficos no llamaban al Dios Faraón como tal: le daban un nombre distinto, un nombre que ella no podía descifrar, grabado en una escritura antigua y extraviada en el tiempo. No obstante, bajo el nombre impronunciable había un apelativo que Samut reconoció:

Intruso.

En un instante, los recuerdos del santuario olvidado del desierto regresaron en tromba. Cuando Samut inspeccionó el resto de la pared, que describía una terrible destrucción a gran escala, un entendimiento gélido se filtró en sus tripas.

"No somos nosotros los intrusos por tener prohibida la entrada en el desierto".

"El Dios Faraón es el Gran Intruso".

"No es de este mundo. Nació en otra parte. Entonces vino y se fue. Y a su paso, nosotros luchamos por tener sentido".

"No nos salvó de una calamidad".

"Él la provocó".

Todas las historias de su infancia, todos los mitos del Dios Faraón sobre su nacimiento en medio del caos, sobre cómo trajo el orden en medio de la destrucción, sobre la promesa de su regreso glorioso... Todo ello cobró una claridad aguda. La verdad hirió el corazón de Samut y lo hizo sangrar.

La gente había sido embaucada. La verdad había sido tergiversada. Los dioses habían sido engañados... o habían olvidado los acontecimientos de algún modo.

Tenía que prevenirlos a todos.

Cuando salió de la cámara, corriendo con una velocidad sobrenatural, una magia oscura cobró vida poco a poco entre las runas.

En el cielo del exterior, el sol rojo estaba cada vez más cerca de su lugar de descanso final.


Archivo de relatos de Amonkhet