El origen de Chandra: La lógica del fuego
Ilustración de Chase Stone
Ciudad de Ghirapur, plano de Kaladesh
La joven de once años Chandra Nalaar trepaba por una rejilla, envuelta en una lluvia de chispas. Sus padres estaban soldando en la galería de la mina y ella sonreía mientras las pequeñas partículas de fuego rozaban su cabello rojo. Siguió subiendo por el entramado exterior del andamio que ascendía paralelo a la pared del túnel. Por fin había llegado el día. Sus padres eran inventores, sus abuelos habían sido inventores, los ancestros de su familia fueron inventores. Aquel era el día en el que por fin iba a asumir el cargo que siempre le había estado destinado: iba a convertirse en repartidora de condensadores.
Inventar nunca había sido su punto fuerte.
No era que no apreciase las máquinas. Su mundo estaba repleto de inventos fantásticos y chasqueantes maravillas de vida artificial compuestas de mecanismos. Simplemente, su paciencia parecía agotarse por algún motivo antes de que terminase sus proyectos. Y por algún motivo, durante la fase de construcción, sus puños casi siempre acababan encontrándose con la cara de alguien que se los merecía.
Aquello era un defecto personal. Lo había asumido.
Había probado con otras vocaciones. Se propuso convertirse en una gran artista y podía demostrar que lo había intentado, porque había partido pinceles y destrozado lienzos suficientes como para llenar una habitación. También trató de aplicarse en los estudios, hasta que volvió a casa con los nudillos magullados y una nota del director. Nunca había conseguido encontrar su sitio en un mundo gobernado por la precisión y los cónsules, pero aquel día iba a marcar el inicio de su auténtica vocación.
Puede que Chandra nunca llegase a ser una metalúrgica como su padre o una artesana ingeniosa como su madre. Sin embargo, en un mundo construido con máquinas elegantes, ella podía proporcionar a los demás la fuente de energía que movía la maquinaria: el místico éter. Los cónsules ejercían un rígido control sobre el suministro de éter, pero sus padres conocían formas de obtenerlo y siempre ayudaban a quienes necesitaban combustible para dar rienda suelta a su ingenio creativo.
Chandra trepó a la plataforma en la que su padre labraba una de sus creaciones metálicas. Cuando la vio, levantó sus gruesas gafas de soldar y reveló un antifaz de piel limpia que le hacía parecer un mapache―. ¡Chandra! ¿Cómo tengo que decirte que subas por dentro de la rejilla de seguridad? ¿Para qué crees que la construí?
―Es que es más fácil que subir por el andamio ―explicó Chandra. Luego se abrazó a la cintura de su padre―. Bueno, queridísimo padre... Estoy lista. ¿Sabías que estoy lista? Porque si no, te lo digo ahora. Lista.
―Cuándo aprenderás a tener paciencia ―se lamentó su padre mirando hacia arriba―. Pero bueno, no lo tengo yo. Ve con mamá.
Su madre bajó con un estruendo metálico por una estrecha escalera de caracol. Llevaba puestos sus guantes de trabajo y se había atado a la cadera su bufanda bordada. Traía alegremente un recipiente de metal, como si fuese una tarta de cumpleaños―. ¡Su primera entrega sin ayuda! ¡Ay, mírala, Kiran! No cabe en sí de alegría. Ven, hija, ayúdame a sellar esto antes de que estalle... o de que estalles tú.
La madre de Chandra posó el condensador en el suelo. La tapa resplandecía y expulsaba un fino chorro de vapor efervescente acompañado de un agudo silbido. En el tiempo que su padre tardó en decir "¡cuidado!", Chandra le pegó una buena patada al condensador. La tapa se abolló, pero dejó de silbar y Chandra sonrió.
―Estoy segura de que vas a ser la mejor mensajera que nunca ha habido en la ciudad ―le dijo su madre con un guiño.
Ilustración de Tyler Jacobson
Chandra alzó la barbilla y habló dándose aires de grandeza―. Quiero mis medallas y trofeos preparados a mi regreso. Intentaré acordarme de vosotros cuando sea la forajida más importante del mundo.
―Preferimos considerarnos "servidores de la comunidad" ―corrigió su padre―. Tienes una responsabilidad importante, Chandra. Los cónsules han reforzado sus patrullas. La gente necesita lo que podemos proporcionarle, pero si le causamos problemas, se pondrá en contra de nuestra causa. Tu madre y yo estamos intentando encontrar gente de fiar.
―Y hoy vamos a fiarnos de la anciana que vive en la Fundición, ¿no? ―Chandra metió el condensador en su mochila y se la echó a la espalda.
―Sí, la señora Pashiri ―confirmó él.
―Siempre te ha tenido mucho cariño ―dijo su madre―. Acuérdate de que conoce la señal. Todos los que la conocen saben quiénes somos en realidad.
―Yo ya sé quién soy. Soy Chandra, la Mejor Mensajera del Mundo.
―Tu padre y yo confiamos en ti. ―Su madre la abrazó dificultosamente y dio una palmadita al condensador que llevaba a la espalda―. Sabes el camino y conoces la ciudad. Lo vas a hacer de maravilla.
―Procura que nadie te siga cuando vuelvas ―añadió su padre, pero Chandra ya estaba trepando.
El sol la deslumbró unos segundos. La ciudad de Ghirapur se movía como un ser vivo. La arquitectura se adaptaba a las necesidades de los creadores de artefactos, los constructores de tópteros, los forjadores y los demás inventores y artesanos que pululaban por las calles. Chandra se abrió paso entre la multitud. Sujetaba la túnica de la escuela con los dientes y notaba los golpecitos del condensador en la espalda.
Ilustración de Magali Villeneuve
La calle principal estaba atestada de gente y Chandra decidió desviarse hacia el canal. Dos mitades de un puente se aproximaron para unir las orillas del canal y empezaron a conectarse con una serie de chasquidos metálicos, pero Chandra saltó el hueco entre ellas antes de que acabaran de juntarse. Rodeó las puertas de la Akhara, una amplia plaza redonda con gradas. Evitó los mecanismos que rotaban en el pavimento y la tarima central y dejó atrás a una camarilla de eterólogos que farfullaban sobre sus asuntos.
Tomó otros dos desvíos y se detuvo ante un muro bajo de terracota. Estaba decorado con un colorido mosaico que representaba a grandes inventores. La superficie era lisa y vertical, pero Chandra apoyó un pie en una muesca que había encima la nariz de un inventor y escaló el muro. Se dejó caer por el otro lado y llegó a una callejuela pintada a franjas.
Cuando aterrizó, un grupo de soldados de aspecto engreído y acicalado le cerró el paso: eran hombres de los cónsules. Llevaban hojas retráctiles en los antebrazos, sus armas reglamentarias, y uno portaba un lanzadardos potenciado con éter.
―¿Adónde vas, jovencita? ―preguntó uno de ellos―. Esta zona es de acceso restringido. ―Se fijó en la indumentaria de Chandra, una réplica de las que usaban los estudiantes del Instituto de Constructores―. ¿No tendrías que estar en clase?
―Estoy tomando un atajo ―mintió Chandra―. Van a echarme una buena bronca como llegue tarde. ¿Me dejáis...?
―Como sabrás, esta zona está vedada a los ciudadanos ―la interrumpió otro soldado. La hoja retráctil asomó con un chasquido; su filo era resplandeciente―. La vía peatonal está al otro lado de la plaza.
―Además, la campana del Instituto ya ha sonado ―añadió el soldado de antes―. ¿Seguro que eres estudiante?
―No estarás transportando mercancía ilegal, ¿verdad?
―La mochila, por favor.
Chandra sintió que el calor le inundaba la frente. No podía lanzarse contra ellos e intentar esquivarlos; tampoco sabía si conseguiría darles esquinazo.
―Si me ponen otra falta, me van a expulsar ―dijo mirando la hoja brillante y luego a los ojos del soldado―. ¿No podéis dejarme marchar?
―Saca el detector de éter ―ordenó un soldado a otro.
Uno de ellos intentó sujetarla, pero Chandra se apartó a un lado, le dio un puñetazo y luego asestó un codazo en el vientre a otro soldado, para después estampar el puño en el cuello al mismo de antes. "Creo que he metido la pata", pensó nada más hacerlo, pero así funcionaba la lógica de los puños.
Los soldados se le echaron encima. Uno le agarró las manos, se las puso a la espalda y tiró hacia arriba para obligarla a bajar la cabeza hacia el suelo. Chandra le pegó una patada en la espinilla e intentó propinarle un cabezazo a otro, pero no consiguió soltarse. Sintió una oleada de calor y furia por todo su cuerpo y apretó los dientes.
Los soldados se detuvieron. Chandra levantó la vista y vio otro par de pies que se acercaba.
―Capitán Baral ―dijo uno de sus captores.
Chandra se resistió y levantó la cabeza. Baral era un hombre imponente, corpulento y escultural; su rostro parecía mofarse de quienes lo rodeaban por no ser tan bellos como él. Los demás soldados permanecieron quietos.
―¿Qué es este altercado? ―preguntó con un susurro cavernoso. Miraba a Chandra, pero no se dirigía a ella.
―Se ha negado a cooperar, señor. Puede que esté haciendo novillos.
―Le hemos dicho que los ciudadanos no tienen permiso para andar por aquí.
―Con estos críos de la calle hay que usar palabras fáciles ―susurró Baral con una sonrisa de superioridad―. Órdenes sencillas. "Quieta". "Siéntate".
Chandra apretó los puños. Sintió un arrebato de furia que la prendió como si fuese una caja de cerillas y encendió todos los nervios de su cuerpo. El calor bajó por los brazos hacia las manos, que seguían presas a la espalda.
―Sé que no eres estudiante ―afirmó Baral―. Quítate la mochila y dámela.
―No.
―Creo que no lo entiendes, niña. Ya has infringido media docena de leyes. Obedece o haré que obedezcas. ―Posó una mano en el hombro de Chandra con suavidad, pero sin amabilidad alguna. Fue un contacto frío y casi repulsivo por su indiferencia.
Chandra se puso en tensión y se sacudió para apartarse, gruñendo entre dientes. Quería gritar y descargar su furia contra él.
Entonces sucedió algo que nunca le había pasado. Sus manos brillaron por dentro y se le iluminaron los huesos, los vasos sanguíneos y las rayas de las manos. El calor cobró intensidad y brotó por la piel hasta que las manos estallaron en llamas como si fuesen antorchas. El soldado la soltó y Chandra se quedó atónita al ver que las manos le ardían.
Ilustración de Eric Deschamps
Los soldados retrocedieron y formaron un semicírculo alrededor de ella. El capitán Baral permaneció quieto y su sorpresa se transformó en interés.
Chandra agitó las manos, pero no se apagaron. Pensó en darse palmadas en el cuerpo para extinguir el fuego y lo reconsideró inmediatamente. Miró a los hombres, aunque estaba demasiado desconcertada como para componer palabras; solo podía gemir y agitar las manos. Era extraño, pero la piel no le ardía. Las llamas le envolvían las manos y no sentía dolor alguno.
―Deja que te ayude, niña. ―Baral volvió a extender el brazo hacia ella.
―¡Aparta! ―Instintivamente, Chandra hizo un gesto para rechazar a su agresor y creó un arco de llamas en el aire. Los hombres retrocedieron. El fuego se evaporó y, por unos instantes, todos se quedaron perplejos.
Chandra echó a correr. Pasó entre dos de los soldados, que vacilaron al intentar detenerla, y logró escabullirse. Mientras se alejaba, oyó que los susurros cavernosos de Baral se habían convertido en un gruñido―. Mandad zumbones tras ella. Ahora mismo.
Chandra dobló por muchas calles y dejó atrás a los soldados de los cónsules y una tormenta de emociones desconcertantes. Seguía mirándose las manos, pero ahora no parecían más que dos manos normales y corrientes; no había rastro de la locura fulgurante de hacía un momento. No era la primera vez que contemplaba la magia. Los inventores solían construir aparatos que desafiaban la lógica, sobre todo si funcionaban con la energía del éter. Pero aquello de conjurar fuego sin ayuda... Jamás había visto tal cosa.
Ilustración de Lius Lasahido
Empezó a cruzar un puente para regresar a casa, pero se detuvo a mitad de camino. Tres girotópteros ornamentados ascendieron casi en silencio por encima de los edificios, cortando el aire con sus rotores. Todos tenían una gran lente y estaban observándola.
Chandra aún llevaba consigo el condensador. Dudaba que todavía pudiese aspirar a ser la Mejor Mensajera del Mundo e incluso se preguntó si habría un título para la Peor. Lo único que quería era volver corriendo a casa, pero si lo hiciese, los zumbones la seguirían y descubrirían a su familia. Los vigilantes voladores informarían de las actividades de sus padres y estaba segura de que el capitán Baral iría a arrestarlos. No conocía el castigo por traficar con suministros de éter, pero había oído historias sobre condenas severas y dolorosas que se ejecutaban públicamente en la Akhara.
Los zumbones descendieron un poco y la siguieron de cerca mientras cruzaba el puente. Era difícil huir a pie de algo que volaba: los zumbones se elevaban fácilmente por encima de los obstáculos que Chandra tenía que rodear y ella también tenía que estar pendiente de lo que se cruzase en su camino. Se adentró en callejones angostos y atravesó varias tiendas, pero los zumbones se adelantaban ágilmente y siempre la esperaban al otro lado.
Ilustración de Svetlin Velinov
Se dirigió hacia un pináculo que le resultaba familiar: era la Fundición de los cónsules, la fábrica que utilizaba la energía del éter para producir en serie los autómatas de los magistrados. Estuvo a punto de rodearla y correr hacia el centro de la urbe, pero entonces oyó su nombre.
―¿Chandra? ―Era la señora Pashiri, la amiga de la familia Nalaar que sería su contacto. Estaba saliendo por la puerta principal de la Fundación y sostenía un manojo de llaves.
―¡Señora Pashiri! ―gritó Chandra, que estaba quedándose sin aliento.
―¿Qué ocurre, cielo? No teníamos que encontrarnos aquí.
―Me... persiguen... ―dijo Chandra con voz entrecortada. Señaló por encima del hombro, pero los zumbones aún no habían llegado. Se quedó mirando las llaves de la Fundición de los cónsules y recordó la advertencia de sus padres: no debía fiarse de cualquiera. Apretó los puños en un acto reflejo.
Sin embargo, la señora Pashiri describió un cuarto de círculo con el índice y el pulgar y se llevó los dedos a la frente, como si estuviese ajustándose unas gafas. Era la señal que Chandra había aprendido de sus padres. Cuando la señora Pashiri hizo el gesto, lo realizó con respeto, casi como un saludo cortés―. Los Nalaar y yo nos conocemos desde hace mucho, hija.
Chandra dudó. Oía que los zumbones se aproximaban. Quería confiar en su contacto, en aquella amiga de la familia que conocía la señal, pero el manojo de llaves indicaba que tenía algún vínculo con los cónsules. Barajó sus alternativas.
La señora Pashiri entrecerró los ojos y levantó la vista cuando los zumbones aparecieron en las alturas. Se giró y volvió a abrir la puerta de la Fundición―. Entra. Sal por detrás. Yo los distraeré.
Aquel era el último lugar en el que Chandra preferiría esconderse. Mientras dudaba, la señora Pashiri extrajo de su túnica un elegante pájaro de cobre. El ave cobró vida, batió sus alas grabadas a modo de plumas y voló hacia los zumbones. El pajarito chocó contra uno de ellos y explotó, descargando una lluvia de metal sobre la calle.
―No te preocupes ―aseguró la señora Pashiri mientras extraía un pequeño murciélago de filigrana de plata―. Los mecánicos aún no han llegado. Entra, cielo, ponte a salvo.
Chandra corrió al interior mientras la señora Pashiri profería insultos contra los zumbones.
Ilustración de Johann Bodin
El interior de la Fundición era una naturaleza muerta de maquinaria en silencio. Los autómatas a medio ensamblar estaban suspendidos en el aire, colgados por el torso junto a los puestos de los mecánicos. Las piernas y otros tipos de bases se encontraban en diversos estantes, a la espera de que los remachasen y los convirtiesen en otro siervo fabricado en serie. Las lámparas principales estaban apagadas y la única luz procedía de una claraboya redonda en el techo abovedado. En el centro de la fábrica había una gran torre de alta tensión que se alzaba hasta la bóveda. Había brazos automatizados y otros instrumentos mecánicos plegados contra la torre, como si fuesen las alas de un ave.
Chandra caminó entre los puestos de ensamblaje y la maquinaria para buscar la otra salida. Oyó una nueva explosión en el exterior y los improperios de la señora Pashiri se perdieron en la lejanía. Chandra dio un profundo suspiro de gratitud por la distracción.
Un golpeteo en las alturas captó su atención. En el techo, un conjunto de elegantes engranajes comenzó a girar y la claraboya se abrió. El inconfundible ruido de unos rotores anunció la llegada del último zumbón, que descendió por la claraboya y detectó a Chandra con su lente.
Una serie de lámparas anaranjadas parpadearon en el techo de la Fundición y cobraron vida siguiendo un patrón en espiral. Los brazos de la torre de alta tensión se agitaron y extendieron sus sorprendentemente largas extremidades y ganchos, que parecían garras. Por todo el suelo de la Fundición, las criaturas artefacto se desengancharon de sus soportes y rotaron la cabeza hacia Chandra bajo la intensa luz de las lámparas.
Un nuevo arrebato de calor recorrió su cuerpo y sintió un hormigueo en las manos, que comenzaron a brillar.
―No, gracias ―dijo a las manos―. Otra vez no. No, no, no.
Apartó de un empujón a una pequeña criatura y quitó a otra de en medio con un codazo. Divisó la salida, pero una gran máquina de seis patas se interponía en su camino. Se giró hacia la entrada, aunque aquella opción parecía incluso peor. Los autómatas salían de la nada y avanzaban o se arrastraban hacia Chandra.
Un constructo humanoide extendió los brazos hacia ella. Tenía grilletes metálicos en lugar de manos y pretendía apresarla, pero ella intentó golpearlo antes, porque así era la lógica de los puños. Sin embargo, en vez de impactar contra la máquina, su puño descargó una ráfaga de fuego que lanzó por los aires el constructo y lo redujo a chatarra chamuscada. Otra criatura se arrastró hacia ella y Chandra también le pegó un puñetazo de fuego, que liberó una llamarada en el punto de impacto. Sus manos volvían a estar envueltas en llamas. Aquellas máquinas eran bonitas y ella no tenía el más mínimo control sobre sus habilidades, pero no era un buen momento para detenerse a pensar. Se abrió camino con una sucesión de gritos y golpes y abrasó uno a uno a sus agresores cuando se acercaron a ella.
Ilustración de Daarken
Intentó llegar a la salida, pero la horda de siervos de la Fundición no le daba un momento de respiro y la monstruosidad de seis patas seguía defendiendo la puerta. El zumbón incluso tuvo la osadía de descender con una garra extendida y tratar de atacar por la espalda.
Chandra se giró repentinamente y le gritó. De algún modo, las aspas del rotor se incendiaron y la máquina se inclinó en pleno vuelo hasta que chocó contra la torre de alta tensión y cayó al suelo, convertida en una pila de metal humeante.
Chandra recordó que no había hecho la entrega para la señora Pashiri. Aún tenía el condensador de éter en la mochila. Volvió a girarse hacia el guardián de la puerta y se le ocurrió una idea muy mala.
―A ver qué sois capaces de hacer, chicas ―dijo a las manos. Con los dedos todavía en llamas, se quitó la mochila y arrojó el condensador hacia la puerta trasera. El recipiente se estampó contra el guardián y cayó al suelo, lo que hizo que la tapa se soltase. Un chorro de éter empezó a silbar.
Chandra canalizó toda su furia y su fuego hacia el condensador; no tenía tiempo de pararse a pensar si sería la decisión correcta.
La penumbra de la vivienda subterránea ofrecía una tranquilidad fría. Cuando Chandra bajó corriendo por las escaleras, su madre apagó la varita de soldar y su padre se levantó las gafas. Se fijaron en su cara de circunstancia y en su túnica chamuscada por las mangas.
―Tengo... Tengo que contaros algo ―dijo Chandra.
―¡¿Estás bien?! ―Corrieron a abrazarla―. ¿Te has quemado? ¿Qué ha pasado?
―Estoy bien ―dijo para tranquilizarlos. Le temblaban los brazos―. He hecho... He hecho fuego.
―¿Has prendido fuego a algo? ¿Al paquete?
―No, he hecho fuego ―explicó separándose de sus padres―. Con las manos. Me crucé con unos soldados y me enfadé y mis manos empezaron a echar fuego y...
Su madre abrió los ojos de par en par y le sujetó las manos para comprobarlas minuciosamente―. ¿Te has hecho daño? ¿Has hecho daño a alguien?
―Un momento ―se sobresaltó su padre―. ¿Te has topado con las fuerzas de los cónsules?
―Nadie se ha hecho daño. ―Al imaginar que alguien pudo haber salido mal parado por lo que hizo, Chandra sintió pesadumbre, como una especie de manto de culpabilidad. Se quedó cabizbaja y se le formó un nudo en la garganta―. Bueno, sí que hubo... Sí que he causado daños. En la Fundición.
―¿En la Fundición de los cónsules?
―La señora Pashiri me ayudó a entrar, pero tenía que salir por la puerta de atrás y... la destrocé entera.
―¿Has destruido la puerta?
―No, la Fundición entera.
Sus padres se miraron mutuamente. Gesticularon como si intentasen decir algo, pero las palabras se les atragantaban. Al final, su padre se volvió hacia ella.
―¿Y dices que tus manos han entrado en combustión sin un dispositivo? ¿Espontáneamente?
―Sí... ―Las lágrimas asomaron a los ojos de Chandra y se las enjugó con el dorso de la mano.
―¿Pero no te has quemado la piel?
―No, solo he quemado un poco la ropa.
―¿Puedes... volver a hacerlo?
―No puedo controlarlo. Lo he hecho sin querer. ¿Por qué me pasan estas cosas...?
―¡Chandra! Oh, Chandra... ―Su madre la abrazó con fuerza y Chandra apretó la cara contra su cuello.
―Ya sé... ―balbuceó. Quería abrazar a su madre, pero mantuvo las manos apartadas a ambos lados. Se secó una lágrima en la bufanda―. Soy... Soy un bicho raro.
―Cariño, no eres un bicho raro ―le aseguró su madre. Se separó de ella y posó ambas manos en los hombros de Chandra. La miró a los ojos y decidió explicárselo―. Eres una piromante.
―¿Así llaman a los que tenemos cerillas en vez de manos?
―Escúchame ―la reprobó su madre. Tenía el semblante serio―. Esto es un don. Posees una cualidad especial que no se ha visto desde hace muchos años.
Chandra la oía, pero las palabras no cobraban sentido en su mente. Buscó alguna pista en el rostro de su madre.
―No lo entiendo.
―Tu fuego es un tipo de magia ―le explicó―. Una clase especial. Pero eso intimida a los cónsules. Si puedes hacer algo así sin necesidad de máquinas ni éter... puedes valerte por ti misma, ¿entiendes? Y ellos odian eso.
―Necesitan que la gente dependa de ellos ―intervino su padre―. Y si alguien no les necesita, se convierte en una amenaza.
Chandra apretó los puños. ¿Cómo podían causar tantos problemas dos manos tan pequeñas?
―Hija, tengo que preguntarte otra cosa. ¿Te han seguido hasta aquí?
―Creo que me he cargado todo lo que me seguía.
―¿Y los soldados te han identificado?
―Quizá. No lo sé. Pero los he dado dejado atrás en la plaza. Oye, papá...
―Dime.
―Tampoco voy a convertirme en la Mejor Mensajera del Mundo, ¿verdad?
Su madre se tapó la boca con las manos y contuvo las lágrimas.
Su padre sostuvo las manitas de Chandra en sus grandes manos―. Eres la Mejor, Chandra, la Mejor del Mundo. Eres lo mejor que una madre y un padre podrían pedir. Pase lo que pase.
Chandra asintió, su padre la abrazó y su madre le estrechó una mano. Solo ser ella misma, ser su hija, significaba muchísimo para ellos. Se preguntó qué veían en ella y qué significaba ser la Mejor Chandra del Mundo.
La oscuridad pronunció su nombre.
"Chandra".
Lo oyó como si lo murmurasen con mucha dulzura; parecía casi irreal. La consciencia empezó a despertar y a tirar de ella.
"Chandra".
―Chandra. ―La voz de su madre era suave, pero su mano le apretaba el hombro con firmeza―. Despierta, cariño. Tenemos que irnos.
Su habitación estaba a oscuras. La única luz procedía de las lámparas que sostenían sus padres. Fue extraño, pero la oscuridad le quitó el sueño mucho más rápido que la luz matutina. La oscuridad no era habitual. La oscuridad significaba que algo iba mal, incluso peor que al día anterior.
Vio mochilas. Cinturones de herramientas. Posesiones apiladas.
―¿A... A dónde vamos?
―Ponte la mochila y síguenos.
―¿Qué pasa?
Su madre le colocó la mochila en los brazos. Subieron las escaleras que llevaban a la pesada puerta seccional que formaba la entrada de la casa. Cuando salieron, su padre la bajó y su madre la selló con una varita de soldar. Se marcharon al amparo de la noche. Llevaban su hogar a cuestas y se refugiaban de sombra en sombra. No dijeron ni una palabra y Chandra tampoco hizo preguntas cuando subieron a la parte de atrás del carro que los esperaba y se cubrieron con una manta.
Ilustración de Dan Scott
Las aldeas no tenían nombres. Los caminos de tierra sustituyeron a los suelos móviles con mosaicos de Ghirapur. Los tejados de paja sustituyeron a las torres giratorias. Los trabajadores del campo, con sus espaldas encorvadas, sustituyeron a los retratos de los héroes inventores. Chandra sustituyó la túnica y las botas por un vestido sencillo y unas sandalias. Incluso sustituyó su identidad, porque sus padres le habían dicho que los tres debían utilizar nombres falsos. Le dieron un pañuelo azul marino para que cubriese sus cabellos rojos, pero lo perdió poco después.
Aprendieron a no desempaquetar sus cosas. Chandra y sus padres solo permanecían unos pocos días en el mismo sitio; a veces, incluso partían hacia la siguiente aldea tras dormir algunas horas.
―¿Cuánto vamos a quedarnos aquí? ―preguntó Chandra mientras el carro llegaba a una nueva localidad.
―No mucho ―respondió su padre―. Durante un tiempo, nuestro hogar será el camino. Espero que te acostumbres.
―¿Viajamos por diversión? ―preguntó Chandra medio en broma.
―Es una aventura, sí ―contestó él con voz apagada.
Cada vez que remontaban una colina, Chandra volvía la vista hacia la ciudad y comparaba la distancia con la última vez que había visto las siluetas de los edificios. Siempre que lo hacía, las llamativas estructuras se volvían más diminutas; los pináculos y las brillantes cúpulas de cobre de la ciudad se ocultaban un poco más tras la cordillera que los rodeaba. Chandra se fijaba en la expresión de su padre en aquellos momentos. Buscaba algún indicio de que aquello no le resultaba duro, de que no le dolía en el alma haber abandonado su pequeña fragua y sus proyectos. Ella se estaba adaptando a la vida errante e incluso la disfrutaba. Sin embargo, en el fondo creía que aquel viaje era culpa suya, por los problemas que había causado.
Pasaba los días vagando por las aldeas y los bosques de los alrededores. Perseguía aves de corral y exploraba los caminos elevados de ramas entrelazadas. Los lugareños siempre le sonreían, la saludaban y la dejaban a su aire. Su madre decía que las normas eran solo palabras que utilizaba la gente que quería algo. Aquellas personas no querían nada de ella, así que disfrutaba de su libertad. Recogía semillas, grandes frutas y otros regalos de los bosques y luego los dejaba en las puertas de los aldeanos. A veces pensaba en su fuego, pero no intentaba utilizarlo y este no se manifestaba. Consideraba que su poder era como uno de los inventos fracasados que había intentado construir en Ghirapur: estaba incompleto, no lo dominaba y había acabado por abandonarlo.
Un día soleado en el que no había pensado nada en el fuego y apenas se había acordado de los soldados, encontró un tesoro entre los árboles. Era un cuerno enorme y con ondulaciones que sobresalía entre dos pesadas ramas. Tenía una elegante forma curva, con estrías que servirían bien para contener pintura; sería un buen regalo para algún aldeano. Chandra trepó hasta su premio, forcejeó para soltarlo y lo dejó caer al suelo.
Cuando bajó para recogerlo, una manada de bestias peludas la sorprendió. Sus cuernos eran como el que acababa de encontrar; estaba claro que se había adentrado en su territorio. Los animales gruñeron y dejaron ver unos colmillos hechos para desgarrar carne. Rugieron a la cara de Chandra.
Y ella les devolvió el rugido.
El fuego acudió a ella inmediatamente, sin pensar, tan natural como el impulso de huir. Puso cóncavas las manos y, como si estuviese arrancando arcilla del aire, esculpió arcos de fuego mientras corría; las llamas rozaron los rostros de las bestias y les cortaron el paso. Chandra siguió lanzando llamas sin dudar cómo hacerlo, sin quemarse las mangas y sin esfuerzo. Esta vez no tuvo que reñir con el fuego: lo necesitaba y había acudido a ella.
Ilustración de Victor Adame Minguez
Las bestias se marcharon con el pellejo ligeramente chamuscado y quemaduras superficiales. Chandra volvió a estar sola, con la respiración entrecortada y las mejillas brillantes. Encontró una vereda y regresó a la aldea sujetándose las manos y sonriendo para sí misma. No les contó a sus padres que había estado a punto de morir corneada por una manada de criaturas del bosque, pero le preguntaron por qué apenas probó bocado durante la cena. Era porque no podía, ya que la emoción seguía causándole pequeñas explosiones en el estómago.
Aquella noche no paró de dar vueltas en el catre. No era capaz de dormir. Recorrió con un dedo las rayas de una palma y palpó el contorno de los huesos de la mano; luego hizo lo mismo con la otra. Había algo en ella que nadie más tenía, algo que la apasionaba de verdad, no como pintar naturalezas muertas o repartir condensadores. Pasó horas sin conciliar el sueño. Imaginaba que había una polilla revoloteando en su interior: una polilla de fuego que ardía sin extinguirse.
Una vela en una lamparilla de filigrana proyectaba sombras muy elaboradas en las paredes del despacho del capitán Baral. Una mensajera uniformada entró y se llevó un puño al pecho en señal de saludo. El capitán Baral levantó la vista de su escritorio.
―Informa, soldado ―ordenó el capitán con su voz baja y áspera.
―Tenemos noticias de uno de nuestros exploradores, señor ―dijo la mensajera.
―¿La han localizado?
―A los tres. Los Nalaar han huido de la ciudad.
―¿Conocemos su paradero?
―Solo de forma aproximada. Se esconden en las afueras y viajan de aldea en aldea. Los zumbones los han visto en dos ocasiones.
―Vuelve cuando estemos seguros de dónde se esconden ―contestó Baral torciendo la boca―. Puedes irte.
―Señor... Debo deciros algo más.
El capitán se limitó a enarcar las cejas.
―Los cónsules han aconsejado que suspendamos la búsqueda. ―Colocó sobre el escritorio una carta con un sello oficial―. Esta misiva indica que estamos empleando grandes cantidades de éter para seguir a los Nalaar. Señor, los capturaremos con toda seguridad si intentan regresar a Ghirapur. Los cónsules opinan que esta tarea no merece el gasto de tantos recursos.
―Lo que me preocupa no son un par de fugitivos, soldado ―replicó el capitán sin alzar la voz―. Me preocupa el futuro. Debemos demostrar a la gente de esta ciudad que estamos preparados para olvidar la barbarie del pasado y abogar por el progreso. La niña es un residuo de una época caótica, un obstáculo. Si pretendemos continuar avanzando, necesitamos que nuestro camino esté despejado. Los cónsules lo entenderán.
―Muy bien, señor ―respondió la mensajera―. Los encontraremos.
―Perfecto. Quiero una aeronave y un destacamento listos para partir en cualquier momento.
―Señor... ―dudó la mensajera―. ¿Podremos hacerles frente en caso de que demos con ellos? La magia de la chica... es poderosa.
―No hay nada que temer, puesto que somos miembros de una sociedad iluminada de constructores y creadores. ―Baral atrajo hacia sí la lamparilla con la vela y la abrió. La sombra de su mano oscureció las paredes. No tocó la llama, sino que se limitó a cubrirla. La luz se atenuó y la vela se apagó; solo quedaba una sinuosa línea de humo―. Sabemos que el fuego jamás crea, puesto que solo es capaz de destruir. Lo único que traerá a quien lo utilice será la ruina.
―¿Querías verme? ―preguntó Chandra al entrar en la modesta vivienda que ocupaban en la última aldea.
―Ven ―dijo su padre dando unas palmadas a un banco de madera―. Siéntate conmigo.
―Un momento... ―En vez de sentarse, Chandra se sacudió el polvo de la ropa―. ¿Ese es tu tono de "vamos a hablar seriamente de tu comportamiento, jovencita"? ¿O es el de "quiero que sepas que siempre te apoyaré, hija mía"? No puedo distinguirlo.
―Siempre uso el último. Y en este caso, también un poco del primero. Siéntate, anda.
―Entonces, ¿esto es un "me he enterado de que has quemado algo y eso está mal"? ―preguntó mientras se sentaba.
―Usar tu don nunca es malo ―respondió él―. Eso es lo que te hace especial y siempre me parecerá bien. La cuestión es que... no todo el mundo opina lo mismo.
―¿Es por lo de las bestias? ¿Quién se ha chivado?
―Chandra, lo importante es que en esta aldea hay personas que dependen de los animales del bosque para vivir. Están ayudándonos a escondernos porque no soportan a los cónsules.
―Y las fuerzas de los cónsules están buscándonos.
―Eso es. Esta gente se ha ofrecido a mantenernos a salvo. Mientras estemos aquí, somos sus invitados. Tenemos que respetar sus normas.
―Mamá dice que aquí no hay normas.
―Creo que no entiendes del todo lo que ha querido decirte. Debemos mucho a nuestros anfitriones por su generosidad. Tenemos que utilizar nuestros dones sin causarles problemas.
―Yo hago fuego, papá. ¿Por qué dices que te parece bien que lo use? Todos los demás quieren que no lo haga.
―Solo tienes que aprender a usarlo con más cuidado. Tengo algo que te será de ayuda. ―Le entregó un pequeño dispositivo: una caja metálica con grabados hermosos y rejillas de ventilación en un lateral. Tenía una correa para el hombro y un cable flexible.
―¿Qué es? ―Chandra lo inspeccionó con curiosidad.
―Se llama caja de escape. Está basada en un artilugio de hace mucho tiempo. Tu madre y yo hemos construido esta para ti.
―¿Debería parecerme raro que me deis esto? Porque me lo parece.
―Prueba a ponértela.
Chandra se puso de pie y se pasó la correa por el hombro. La caja quedaba a la altura de la región lumbar. Su padre le colocó el extremo del cable cerca del omóplato, directamente sobre la piel, y se adhirió allí.
―¿Para qué sirve? Pesa un poco. ―Se retorció para intentar verlo. El metal era frío al tacto incluso a través de la ropa. Además, sentía una ligera carga eléctrica en la zona donde el cable se unía a su piel.
―Ahora tengo que darte una mala noticia. ―Su padre se llevó una mano a la barbilla y la observó―. Me temo que no podrás volver al bosque. Nunca más.
―¡¿Qué?! ―Chandra se giró hacia él como un resorte―. ¿Por qué?
La caja siseó y expulsó un poco de vapor.
―Parece que funciona ―confirmó su padre.
―Ahora ya empiezo a desconfiar, querido padre ―dijo Chandra entornando los ojos.
―Lo siento, tenía que hacerlo. La caja de escape convierte el exceso de energía en vapor. Estos dispositivos se usaban para liberar con seguridad la potencia sobrante en los condensadores de éter. En este caso, tu temperamento es una fuente de energía. Es lo que alimenta tu don. Y esto te ayudará a controlarlo.
―O sea, ¿que no podré crear fuego mientras la lleve puesta? ―dijo frunciendo el entrecejo.
―Mitigará tu don para que solo se manifieste de forma más segura. No se descontrolará cuando no deba. A partir de ahora la llevarás puesta todo el tiempo.
La caja de escape siseó. Se acordó de la imagen de la polilla en llamas, pero esta vez se la imaginó ahogándose y apagándose en el interior de la caja. Parecía que la magia de fuego no le gustaba a nadie. Se sintió como una niña pequeña.
―Esto es por tu bien y por la seguridad de nuestros anfitriones ―dijo su padre mientras le apretaba un brazo.
―Papá... ―Chandra suspiró y volvió a sentarse, abatida―. ¿Es culpa mía que estemos aquí? ¿Es por lo que hice en la Fundición?
―Hija mía, escúchame bien. ―La estrechó entre los brazos―. Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti, de la persona en la que te estás convirtiendo. Para nosotros no hay nadie ni nada más importante que tú en todo el mundo. Todo lo que hacemos es para mantenerte a salvo y para que el mundo sea un lugar mejor para nuestra familia. Lo demás no importa.
Su padre dejó de abrazarla y vio que le sonreía con ternura y sinceridad. Los bordes metálicos de la caja molestaban en la espalda, pero Chandra se contuvo y no se quejó.
El día en que los soldados rodearon la aldea, Chandra estaba explorando el bosque; llevaba puesta la caja de escape, aunque le diese golpecitos cuando caminaba. No vio a las fuerzas de los cónsules cuando se acercaron a las casas. Ni siquiera reparó en el descenso de la aeronave. No volvió corriendo a la aldea hasta que oyó los gritos.
Usaban los mismos uniformes que el grupo que la había detenido en la zona restringida de Ghirapur. Llevaban las armas en los antebrazos y muchos sostenían faroles encendidos, aunque estaban a pleno día. Uno de ellos era más alto e imponente que el resto y daba órdenes susurrando con su voz ronca. Era el capitán Baral. Los había encontrado.
Ilustración de Daarken
Los soldados formaron una valla humana alrededor de la aldea y se cruzaron de brazos para dejar a la vista sus hojas retráctiles. Una mujer avanzó hacia ellos y empezó a gritarles. Tras una orden de Baral, los soldados la devolvieron a empujones con el resto de la gente.
La caja de escape de Chandra expulsó una nube de vapor. Salió del bosque dando zancadas y fue directa hacia ellos―. ¡Eh! ¿Me buscabais? ¡Pues aquí estoy!
―La niña Nalaar. ―Los soldados se miraron unos a otros.
―Me llamo Chandra ―dijo con tono desafiante―. Dejad en paz a esta gente. Ellos no han hecho nada. Llevadme a mí.
―En efecto, te llevaremos con nosotros ―afirmó Baral. Había olvidado lo bajo que hablaba y lo ronca que era su voz; sonaba como unas piedras que estuviesen siendo reducidas a polvo―. Porque tú y los tuyos sois un peligro para vosotros mismos y para nuestras gentes. ―Se volvió hacia la mujer y los otros aldeanos―. Podéis iros.
Los lugareños se alejaron y los mayores llevaron a los niños a casa. Chandra buscó a sus padres con la vista, pero no los distinguió entre la multitud.
―No soy un peligro. Ya no. ―Se giró para mostrar a Baral la caja de escape. Un chorro de vapor constante salía por la rejilla.
―Tu mismísima existencia es un peligro ―susurró Baral―. ¿Sabes cómo te hemos encontrado, niña? Esta gente te ha delatado.
―Mentira. Mis padres dijeron que nos mantendrían a salvo.
―Tus padres han cometido muchos crímenes, pero los tuyos son mucho más graves, piromante. Eres un instrumento del caos y la muerte. ¿A cuántas personas has matado?
―A nadie. Solo rompí unos cuantos trastos fabricados en serie.
―Eso no es lo que tengo entendido. ―Baral mostró los dientes en una mueca siniestra―. Yo creo que has sido la responsable de decenas de muertes... en esta misma aldea. ―Asintió hacia los otros soldados―. Adelante.
Los soldados arrojaron los faroles contra los tejados de paja de las casas. Las viviendas se incendiaron de inmediato y expulsaron un humo denso y nefasto.
―¡No! ―Instintivamente, Chandra extendió los brazos para arrojar fuego contra los soldados, pero no ocurrió nada. El vapor crepitaba en la caja de escape. Baral sonreía y sus ojos tenían un brillo extraño.
―¡Chandra! ―Su padre salió corriendo desde detrás de un edificio―. ¡Corre, Chandra! ¡Por aquí! ―Lanzó un pequeño orbe de cobre delante de los soldados, que estalló con un destello cegador y roció sus caras con motas de metal. Los hombres gimieron y se llevaron las manos a los ojos.
Chandra corrió hacia la aldea y su padre la siguió de cerca. Pasó junto a las viviendas, que estaban siendo pasto de las llamas entre los alaridos de la gente. El humo llenaba las calles y ocultaba el camino hacia la casa donde se había refugiado su familia. Chandra corrió delante y trató de no perder de vista a su padre.
Cuando salió de la humareda, vio que estaba al otro lado de la aldea. El fuego se elevaba sobre los edificios y los consumía completamente. La gente chillaba al salir de las casas y rodaba por el suelo para apagar las llamas. Los soldados de Baral se mantuvieron al margen y no hicieron nada para ayudar a las víctimas. Chandra se dio cuenta de que la culparían de aquello. Había asustado a las bestias del bosque con su fuego y algún aldeano debía de habérselo dicho a las fuerzas del capitán Baral. Iban a declararla responsable del incendio y las muertes, porque era la piromante. La habían engañado muy fácilmente y Baral lo había relatado delante de ella.
Los soldados la vieron. Dio media vuelta para echar a correr, pero resbaló con algo y cayó al suelo. Junto a su pie había un trozo de tela pisoteado y cubierto de tierra. Lo recogió entre las manos. Era la bufanda de su madre, la que siempre llevaba consigo, con su característico bordado. Estaba humeando y se había chamuscado. Chandra se dio cuenta de que estaba delante de la vivienda en la que se alojaban, pero el fuego la había devorado.
―¡¡Mamá!! ―aulló. Había perdido la voluntad para levantarse y seguir corriendo―. ¡Nooo!
Los soldados se acercaban con sus afiladas armas extendidas sobre los antebrazos. Dejaron paso al capitán Baral, que se acercó a Chandra. Llevaba una simple daga en la mano y se cernió sobre ella. No pudo obligarse a moverse.
―Daremos un espectáculo excelente en la plaza ―susurró Baral―. Los cónsules disfrutan aplicando castigos ejemplares a los disidentes. Y a las masas les encantan las muestras de violencia cuando no les afectan a ellas.
Su padre salió de la humareda de la aldea. En cuanto vio a Chandra, corrió a interponerse entre ella y los soldados―. Ya basta ―dijo tosiendo―. Llevadme a mí. Soy el que queréis. Me rindo.
Baral se acercó a él, lo sujetó por un hombro y lo apuñaló en el vientre. Kiran dio un grito ahogado y cayó de rodillas con las manos sobre la herida. Miró a Chandra por unos instantes y ella vio la última emoción que transmitió su mirada: no era miedo, sino decepción por no haber podido hacer más por ella. Finalmente, se estremeció y se desplomó en el suelo.
Ilustración de Jason A. Engle
Chandra no oyó el grito que ella misma dio en ese momento. El mundo quedó envuelto en vapor, humo y uniformes de soldados. No percibió el tintineo de las esposas en las manos, los refinados círculos de cobre que resistían como hierro pesado. Tampoco se percató de los estallidos de vapor de la caja. No fue consciente de que la llevaron a la aeronave y la obligaron a subir a bordo y a sentarse, todo ello mientras aferraba la bufanda de su madre. Y tampoco vio las columnas de humo que seguían surgiendo de la aldea cuando la aeronave despegó y puso rumbo a Ghirapur. Lo único que veía era a su padre desplomándose en sobre la tierra una y otra vez y lo único que oía era el suspiro descorazonado de su último estertor.
El verdugo era alto y corpulento y ocultaba el rostro tras una máscara de filigrana. Lo más preocupante para la situación de Chandra era que su antebrazo terminaba en una hoja pesada. Puede que solo estuviese cubriendo la mano, pero a Chandra le pareció que la habían injertado al ominoso atuendo del verdugo. Caminó alrededor de Chandra y recorrió el perímetro de la tarima central de la plaza. Estaban en la Akhara, el mismo lugar que Chandra había evitado cuando fracasó en su primera entrega hacía pocas semanas. Las gradas estaban abarrotadas de gente que había acudido a presenciar el macabro espectáculo.
Bajó la vista y miró las elegantes esposas que le sujetaban con firmeza las muñecas. Sus manos no parecían las armas de una piromante, solo las manos de una niña normal y corriente.
Una oradora bajita vestida con una toga de seda leyó el veredicto con voz retumbante―. Por crímenes contra el bien público, la destrucción de la noble Fundición de Ghirapur y la muerte de tres personas en el incendio de la aldea de Bunarat, esta ciudadana ha sido condenada a morir bajo la hoja de la justicia.
Mientras leía, Chandra trató de reunir su fuego, pero no acudió a ella. Sentía que algo la refrenaba y mitigaba sus esfuerzos. Todavía llevaba la caja de escape en la espalda; ahora descansaba sobre la bufanda de su madre. La caja no siseaba. Su furia se había desvanecido junto con su padre. Chandra buscó cualquier indicio de su madre entre la multitud. Si seguía viva, estaría allí para intentar detener aquello y salvar a su hija. Sin embargo, nada interrumpió el discurso de la oradora y Chandra entendió el porqué. Su madre también debía de haber muerto.
No le quedaba nada. Quizá fuese preferible que el verdugo le quitase la vida.
―Hoy aprendemos una difícil lección sobre los límites de la compasión y la necesidad de vigilancia ―continuó la oradora―. Hoy aprendemos que, para algunos, ninguna cantidad de orientación y dirección moral es suficiente. Algunos nacen con la destrucción en su ser y, por el bien de todos nosotros, deben ser eliminados.
Quizá no estuviese destinada a progresar. Quizá no estuviese destinada a ser la mejor en algo. Quizá fuese solo un bicho raro, un monstruo con un "don" que solo perjudicaba a quienes se acercasen. Quizá nadie pudiese confiar en ella y quererla por ser quien era. Quizá debería bajar la cabeza y aceptar su sentencia.
Algo llamó su atención en las gradas. Era la señora Pashiri, su contacto en la Fundición. Inclinó la cabeza cuando vio que Chandra se fijó en ella. Apretaba los labios, que formaban una línea delgada y tensa, y sus ojos estaban vidriosos por las lágrimas. Entonces levantó una mano lentamente. Los dedos se acercaron a la frente describiendo un cuarto de círculo; la señal de los Nalaar, el saludo que imitaba a su padre ajustándose las gafas de soldar.
Chandra apretó los puños. La caja de escape siseó y luego silbó como una tetera. No apartó la mirada de la señora Pashiri y de aquel gesto de respeto por quien era. Era una Nalaar. Era Chandra Nalaar.
―La existencia de esta ciudadana es un peligro constante para todos ―continuaba la oradora―. Y por el bien de todos se cumplirán las exigencias de la justicia. Ejecutor, aproxímese.
Mientras el verdugo daba tres pasos rituales hacia Chandra, la hoja salió del antebrazo y duplicó su funesta longitud. Chandra se tensó por completo. El silbido de la caja de escape se convirtió en un chisporroteo cuando algo empezó a hervir en el interior de Chandra.
Ilustración de Lius Lasahido
El verdugo se inclinó y acercó su rostro enmascarado―. Sé que lo estás intentando, piromante ―dijo con un susurro cavernoso.
Chandra giró la cabeza como un rayo, clavó la mirada en la máscara y sus dientes comenzaron a rechinar. Había reconocido la voz al instante: Baral.
Podía ver sus ojos a través de la máscara de filigrana; tenía una mirada fría como el hielo. Sentía que su presencia la oprimía y notaba la presión de su antimagia.
―Tú y yo no somos los únicos magos que ha visto este mundo ―susurró―. Pero yo seré el último que verás. ―Volvió a enderezarse lentamente y trazó un arco con la hoja para que todo el público la viese.
Chandra centró su atención en la señora Pashiri. La anciana no bajó la mano en ningún momento. Chandra tenía las muñecas apresadas y no podía moverse. Aquellos iban a ser sus instantes finales.
Baral alzó la hoja. La oradora dio la orden―. Proceda.
Todos los músculos de Chandra se tensaron. Buscó en su interior algo que pudiese ayudarla, cualquier cosa... Y encontró a la polilla de fuego y sus alas fulgurantes. Era una diminuta fuente de luz indómita, resuelta e inextinguible. Se dio cuenta de que la representaba a ella: era una imagen de su don, pero también una manifestación de ella misma. Ella era su fuego y su fuego era ella. Comprendió una parte minúscula de lo que significaba ser una piromante, de lo que significaba estar viva y ser Chandra.
En un lento instante, la hoja descendió y cortó el aire en dirección a su cuello. Chandra notó un hormigueo en todo el cuerpo que la envolvió como un manto de ascuas. Su vista parpadeó en el contorno y empañó a Baral, a la oradora y a todo lo que la rodeaba. La plaza y la multitud se deformaron tras una calina ondulante. Notó que el vapor de la caja de escape se había convertido en un líquido candente: la caja se había derretido y los restos se deslizaron por las piernas hasta caer a la tarima de piedra.
Ilustración de Eric Deschamps
Las manos estallaron en llamas y fundieron al instante las esposas. Los brazos entraron en combustión. El fuego brotó de los hombros y el torso. Intentó apartar la cara, pero las llamas se extendieron por el rostro. Los cabellos se convirtieron en una pira refulgente. Los ojos se volvieron orbes incandescentes.
Chandra liberó un grito de furia que desencadenó una explosión. Una cascada de fuego surgió de ella y envolvió la tarima, a sus captores y el mundo entero. Todo lo que percibía quedó envuelto en llamas.
Levantó los brazos ígneos por encima de la cabeza llameante y cerró con fuerza los ojos de fuego. Le zumbaban los oídos, ensordecidos y perceptivos a la vez. Pasó un instante o una eternidad. Unos segundos antes le había parecido oír los gritos de Baral, pero después tuvo la sensación de que ella misma se apagaba como una vela... O de que había atravesado un tornado a toda velocidad y había salido al otro lado.
Cuando abrió los ojos, el humo de su explosión seguía envolviendo el mundo que la rodeaba. Su ropa humeaba y no había rastro de la caja de escape. Entonces oyó nuevas voces que se acercaban y preparó más fuego, dispuesta a arrojarlo contra sus captores. Las llamas acudieron a ella de inmediato como si fuesen aliadas de fiar.
El humo se disipó lo suficiente para permitirle ver a quienes se acercaban. No parecían esbirros de los cónsules, pero tampoco había visto nunca a personas como aquellas: eran altas y de aspecto noble, vestían hábitos de monje y tenían los rostros surcados de marcas de ceniza; parecía que llevasen máscaras ornamentadas. Detrás de ellos había una colina de roca esculpida toscamente. Unas escaleras conducían a un pasaje abovedado que se adentraba en la montaña. La arquitectura de piedra abrupta brotaba del suelo, iluminada por regueros de fuego sin brasero, y el aire olía a gases cálidos y tierra cocida.
No había ni rastro de la plaza. La ciudad y el mundo entero la habían abandonado... O ella había abandonado el mundo.
Chandra se estremeció de terror. Los monjes le tendieron la mano con un gesto tranquilizador y uno de ellos dijo algo en un tono reconfortante.
Chandra respondió convocando sus llamas y arrojándolas contra ellos. Era la lógica del fuego.
Sin embargo, el furioso torrente ígneo no les hizo daño. Uno de los monjes levantó una mano y el fuego de Chandra se sosegó, se atenuó y se convirtió en un anillo cálido que los envolvió a todos. El monje inclinó la cabeza.
―Saludos, piromante ―dijo con cortesía―. Aquí eres bienvenida.
Ilustración de Eric Deschamps