Hace mucho tiempo, en el plano de Kamigawa, un trasgo llamado Kiki-Jiki se encontró en una situación difícil...

Esta historia se publicó por primera vez en 2004, como parte de las leyendas del bloque de Kamigawa.


―Me has ocasionado un gran problema, criatura. ―Meloku caminaba en círculos por la espaciosa estancia. Sus pies recorrían los remolinos de jade humeantes que formaban una telaraña en el suelo de mármol. El soratami se masajeó las sienes con sus largos y delicados dedos. Como embajador de su pueblo, había presidido numerosos interrogatorios; al fin y al cabo, uno necesita información para tomar las decisiones pertinentes. Sin embargo, pocos le habían resultado tan... irritantes. No esperaba mucho más de los moradores terrestres que hurtos y crímenes menores, ¡pero no allí, en sus propios aposentos! Semejante insolencia le parecía más que una afrenta personal: se trataba de una burla contra todo el pueblo del cielo, de una falta de respeto por la pálida gloria de la luna, un insulto, una atrocidad...

Meloku el espejo nublado | Ilustración de Scott M. Fischer

Meloku suspiró y levantó la vista hacia su prisionero, colgado de la parte inferior de un largo pináculo invertido, que surgía del techo abovedado en el centro de la estancia, cual estalactita de mármol blanco. Una soga plateada unía el pináculo con el prisionero; era lo único que lo sostenía en el aire. Tres metros por debajo, también en el centro de la estancia, había un agujero circular perfecto, y bajo este no había más que nubes tenues y una caída de medio kilómetro hasta las olas del océano. El prisionero movió un poco los brazos y empezó a girar lentamente. De haber estado de pie junto a Meloku, solo habría llegado por la cintura al soratami, pero el akki era grande para su raza y la soga parecía demasiado fina como para sostenerlo mucho tiempo. El akki lamentó haber comido todos aquellos biwa maduros que colgaban en el árbol del patio, antes de adentrarse en el palacio. Pero parecían tan ricos, tan dorados y dulces... Era como si lo hubiesen llamado... Una gota de sudor se formó entre las rugosas placas de su frente y descendió entre los ojos hasta la punta de su larga y aguda nariz, donde se quedó colgando durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, cayó y atravesó el agujero del suelo, para luego desaparecer con la fuerza de los vientos que rozaban la parte inferior del palacio que flotaba en las nubes. El akki tragó saliva.

―Existen otras formas de persuadirte para que hables, ¿sabes? ―afirmó Meloku enarcando una ceja y deteniendo su paseo en círculos. El soratami extrajo una fina daga de su pretina y miró hacia la tensa soga que sujetaba al akki―. No obstante, he pensado en ofrecerte una última oportunidad para que seas civilizado, Kiki-Jiki. ―El akki se puso en tensión―. Sí, sé quién eres ―dijo Meloku con una sonrisa―. Mis espejos me muestran muchas, muchas cosas... Aunque admito que me ha causado un gran dolor físico observar a tus mugrientos congéneres rodando por las montañas y arrojándose piedras unos a otros hasta aplastarse el cráneo. ―Meloku giró la cabeza con desaprobación y reanudó su lenta marcha en círculos.

»Eres Kiki-Jiki, un joven e intrépido akki, como supongo que te ves a ti mismo. Eres el cuarto vástago de tus progenitores, te echaron cuando utilizaste a tu hermana en vez de una piedra durante una práctica de lanzamiento de rocas en los campos de lava, y por haber enseñado a tus hermanos mayores, marginalmente más estúpidos que tú, cómo se juega a "burlarse del oni". Sobreviviste a estas correrías y a la ira de tus parientes lejanos gracias a tus pies ligeros... Sin embargo, ninguno de mis espejos logra mostrarme en qué lugar de Kamigawa has ocultado mi perla, ¡ni cómo has logrado adentrarte en un palacio en las nubes sin un medio de transporte! ―Meloku respiró hondo y levantó la mirada; sus finos labios se curvaron para componer una sonrisa fría―. Explícamelo pues, ya que siento una gran curiosidad por saber cómo es posible que un akki vuele.


"Menudo día". Kiki-Jiki se sacó de la nariz un moco marrón rojizo y lo tiró hacia un arbusto de jazmines que había crecido en una grieta en la pared del acantilado. El akki frunció el ceño y salió corriendo cuando vio que el arbusto se desarraigaba y empezaba a agitar sus hojas contra él, en una furiosa acometida vegetal. Allí había algo raro y sabía qué era, pero no recordaba cómo se llamaba. Era eso que hace que pasen cosas raras porque sí, eso que hacen los magos y algunos kami. Ma... Kiki-Jiki se rascó la cabeza y se quedó mirando el sendero cálido y arenoso por el que caminaba. "Qué mala suerte, otro camino sin salida". Había pasado buena parte de la mañana deambulando por aquellas rocas, en busca de la dichosa gruta que había visto el día anterior desde un risco lejano. Había divisado la entrada de la cueva y el brillo del sol poniente reflejándose en el estanque del interior. ¡Agh, estaba volviéndose loco! Casi podía oler los peces y las ranas albinas ciegas... Por los sacos de bilis del Protector, incluso podía oír el rumor del agua. Pero ¿dónde estaba? Lo único que veía eran rocas secas y abrasadas por el sol.

"Comida"...

Lo último que había comido era el trozo de pan de gusanos de hacía un mes que Paku-Paku le arrojó cuando huyó de las cuevas. Fue un buen lanzamiento. Le habría dado en toda la cabeza si no hubiese bloqueado el pan con la gallina de ciénaga que había robado. Esperaba que aquel pajarraco flacucho pusiese algunos huevos, pero el incidente con el pan la había dejado bien muerta; una noche, se refugió en los restos de un árbol partido por un relámpago y la desplumó, pero vio que apenas quedaban los huesos. No le quedó otra que comer el pan de gusanos, perdiendo así uno de sus dientes buenos. Kiki-Jiki se moría de hambre. Escarbó entre las rocas hacia donde le parecía oír el río, con el estómago vacío y la cabeza pensando en... Bueno, en realidad, su cabeza también estaba bastante vacía. El que mandaba era el estómago.

Llegó a un sitio más o menos plano. Echó un vistazo por todo el suelo, en busca de insectos, lagartijas, huesos o lo que fuese... y se fijó en una zona con hierba a la sombra de unas rocas, a unos pasos de él. Correteó hacia allí y tocó con cuidado la hierba para asegurarse de que no era hostil, luego se agachó... ¡y oyó el ruido del agua! Se apresuró a pegar una oreja al suelo. ¡Sí! ¡El río estaba allí, bajo las rocas! Oh, qué listo: ¡era un río subterráneo! Kiki-Jiki empezó a cavar. Sus manos estaban hechas para servir a modo de pala y la tierra junto a las rocas estaba seca y se desmenuzaba. No tardó en hacer un agujero respetable, casi lo bastante grande para arrastrarse por él. ¡Pronto se daría un festín de peces, caracoles y babosas! Kiki-Jiki se puso de pie y aulló de alegría, sacudiendo sus mugrientos puños hacia el cielo en señal de desafío... cuando de pronto, el suelo se vino abajo y él salió rodando, precipitándose de cabeza en el oscuro río.

Pequeño pez que camina, que buscas con manos ansiosas en el agua, hambriento de luz. Da media vuelta, pequeño pez. No eres el único que está hambriento.

Kiki-Jiki, el rompe espejos | Ilustración de Steven Belledin

Kiki-Jiki abrió los ojos y estudió la situación. Estaba en un lugar muy oscuro y casi seco, como una cueva; aquello era bueno. Había un gran pez revolviéndose bajo el borde de su caparazón, y podría golpearlo contra una roca para luego comerlo; aquello también era bueno. Sin embargo, sospechaba que la única forma de salir era el sitio por el que había llegado, y aquello era malo. Podía sentir el rocío del gélido río subterráneo que corría detrás de una grieta en la pared, a menos de un brazo de distancia de él, para luego desaparecer por una fisura más abajo. El río lo había arrastrado hasta allí, o eso intuyó por lo empapado que estaba y por el pez que se había enganchado en su caparazón. Lo cierto era que no recordaba bien lo que había pasado en los últimos cinco minutos. Había estado cavando, de eso sí se acordaba. Luego había partes en las que caía, otras en las que chocaba contra algo, muchas en las que solo recordaba oscuridad y agua... y una voz.

Kiki-Jiki estornudó y empezó a temblar. ¡Alguien o algo le había hablado! Echó un vistazo a la caverna. Sus grandes ojos se habían ajustado lo suficiente para ver un poco de luz entre el musgo del techo, pero le parecía que no había nadie rondando en las sombras. Bajó la vista hacia los ojos sin párpados del pez que tenía en la mano. Un pez... La voz le había llamado pez a él. Fuese quien fuese, había que ser muy tonto para confundir a un akki con un pez. La mayoría de los akki ni siquiera sabían nadar. Kapi-Chapi se había defendido bastante bien en el río de lava, sí, pero ni siquiera así salió viva de aquella, y encima, tenía un estilo horrible braceando. Kiki-Jiki se rio al acordarse de ella y arrancó la cabeza del pez de un mordisco. Era imposible que se fuese nadando de allí, pero si iba a morir, ¡al menos no sería de hambre!


El estómago de Kiki-Jiki volvió a rugir. Llevaba horas dando vueltas y había escudriñado cinco veces aquella prisión. Lo único que había descubierto era que se había equivocado con las posibles salidas. En el lado opuesto al río, donde las sombras eran más oscuras, había un lugar donde el suelo desaparecía de repente, formando un abismo de unos cuatro metros hasta el otro lado de la cueva. Y allí estaba sentado, junto al abismo. Tenía las patas colgando por el borde y ya se había cansado de jugar a "soy una piedra, mira cómo caigo y me muero", el pasatiempo que tanto le gustaba de niño... y de adolescente... y ahora también, en realidad. Lo malo era que se había quedado sin piedras. Lo único que le quedaba para tirar era la dura y espinosa cola del pez que se había enganchado en su caparazón, pero la estaba guardando como último manjar, para cuando la oscuridad estuviese a punto de llevárselo. "Bah, ¿para qué esperar?", pensó, levantando la cola y abriendo la boca, pero de pronto, una ráfaga de aire surgió del abismo y la cola salió volando.

Kiki-Jiki chilló consternado mientras la cola revoloteó en el aire, hasta que luego empezó a caer hacia la sima. El instinto le dijo que se lanzase tras ella, porque aunque no tenía más que espinas, era lo último que le quedaba... pero se contuvo. ¡Nadie en su sano juicio se arrojaría por un precipicio para recuperar una mísera cola de pescado! Entonces, una poderosa fuerza lo aferró con toda la fuerza y la furia de un viejo pariente que intentaba estrangularlo por alguna afrenta imaginada: era su estómago, y al estómago había que obedecerlo. Kiki-Jiki se rio y se lanzó al vacío. Iba a comerse aquella cola de pescado, aunque fuese lo último que hiciera. Y mientras se precipitaba hacia la oscuridad, se le ocurrió que probablemente lo sería.

Pez astuto, has encontrado mi guarida con facilidad. Pez incauto, ahora has de morir por ello.

Kiki-Jiki se levantó de un salto. Algo iba muy mal, y sospechaba que volvía a ser por culpa de la ma... de la cosa aquella. Para empezar, no contaba con aterrizar poco después de saltar, sobre todo porque le parecía que había aterrizado en el aire; encima, aquel aire parecía tan duro como el caparazón del anciano de la tribu, y le hizo tanto daño como cuando el anciano se le sentaba encima (un castigo que había recibido muchas veces después de sus correrías). Y lo que era más raro: podía ver que él mismo seguía cayendo hacia el abismo que había bajo él. Lástima que luego desapareciese en la oscuridad, porque estaba a punto de alcanzar la cola de pescado.

Abre los ojos, pequeño pez. Observa a aquel que acabará contigo. Obsérvame.

Espejo de anillo lunar | Ilustración de Christopher Rush

Kiki-Jiki se quedó atónito. Ya no estaba de pie en la nada. Se encontraba en pleno centro de una cueva un poco más grande que la anterior, y más o menos circular. Allí no había techo alguno, y las paredes tenían algo extraño. Parecían estar hechas de paneles centelleantes y azulados, todos tan grandes como él y encajados unos con otros. Debía de haber unos cincuenta, y junto a cada panel... Un momento. No estaba solo. Allí, delante de cada panel, había unas criaturas horribles y atrofiadas. ¡Se giró y vio que también estaban en la pared de detrás! Los seres lo miraban con ojos inyectados en sangre, uno a cada lado de sus largas y agudas narices. ¡Pero qué feos eran! Kiki-Jiki se arrodilló y levantó las manos para demostrar que no iba armado, y entonces, ¡las horribles criaturas también se arrodillaron y levantaron las manos para burlarse de su gesto de rendición! Estaba seguro de que lo devorarían, porque parecían malvados, parecían viles, parecían... ¿akki? Kiki-Jiki se rascó la cabeza. Los cincuenta akki se rascaron las suyas. Se levantó y dio un par de saltos a la pata coja, y los cincuenta akki imitaron el gesto. ¡Eran espejos! ¡Estaba en una sala llena de espejos!

Tenía entendido que en Kamigawa había gente capaz de congelar la superficie del agua y ponerla en una pared, y que el resultado era un "espejo", pero era la primera vez que veía algo así. Empezó a correr hacia uno para verlo de cerca, y entonces se fijó en algo que había en el suelo. ¡Era la cola de pescado! Oh, su suerte había cambiado para mejor, desde luego. Kiki-Jiki recogió la cola y abrió la boca...

¿Puedes verme, pequeño pez?

La cola de pescado se le escurrió entre los dedos y Kiki-Jiki se mordió la lengua. ¿Cómo pudo haberse olvidado de la voz? Los paneles espejo de la habitación empezaron a deslizarse, dejando un hueco en la pared. Y de allí, de la oscuridad, emergió una gigantesca cabeza reptiliana y azul. Las patas de Kiki-Jiki temblaron y cedieron, la parte baja de su caparazón se estampó contra el suelo. Las lágrimas inundaron sus ojos a medida que la cabeza se aproximaba y los paneles se movían y cambiaban de posición, formando una fila detrás de la cabeza. ¡Por la cola chamuscada del Protector! Aquello no eran espejos, eran... eran... escamas.

Aquí estoy.

Un ryu: un gran dragón. Su voz reverberaba en el cráneo de Kiki-Jiki. Oh, y era grande, enorme, colosal... Probablemente fuese un dragón anciano, y si Kiki-Jiki sabía algo sobre los ancianos, era que podían ser muy cascarrabias.

Soy más viejo que el propio tiempo, pez asustado. Las vidas de los tuyos son para mí como una breve agitación en la corriente. He visto crecer los anillos de las grandes ostras de las profundidades y contemplado cómo sus conchas se deterioraban hasta convertirse en arena. Mis escamas son más brillantes que cualquier diamante de esta tierra y mi furia arde con más intensidad que cualquier fuego de las montañas. Y estoy furioso, pez que camina, muy furioso, pues un objeto por el que siento un gran aprecio me ha sido arrebatado.

Kiki-Jiki vio pasar su vida ante sus ojos. Sus hermanos y hermanas en la cueva familiar, golpeándolo con piedras. Su padre espantándolos, para luego sonreír y golpearlo con una piedra aún mayor. Su madre llamándolo para que fuese junto a ella, para luego golpearle la cabeza con una piedra especialmente grande y afilada. Trató de encontrar un buen recuerdo, alguno en el que al menos hubiese comida, pero todo aconteció demasiado rápido. Se acabó. Aquello era el fin. Se encogió de miedo ante el ryu y se llevó la cola de pescado a la boca, entre lágrimas. Las espinas se le clavaron en la boca y empezó a gimotear y a sollozar en silencio. Podía sentir el aliento del gran dragón, que lo envolvía como un maremoto. Apestaba a pescado muerto. Kiki-Jiki sintió tales nauseas que perdió el conocimiento y se desplomó.

Todo era oscuridad...

Pequeño pez con caparazón... Pequeño pez...

¡Otra vez la voz! Ojalá dejase de atormentarlo. Podría dejarle morir con dignidad. Bueno, aquello quizá fuese pedir demasiado, pero al menos podría darle un poco de intimidad antes del fin.

Has demostrado astucia para encontrar mi guarida, mucha astucia. Tal vez pueda encargarte algo...


El sol estaba brillando. Unas nubes blancas se movían lentamente. Y los pájaros... Había pájaros revoloteando en el cielo azul. Kiki-Jiki estaba en un bote, meciéndose en el océano. Qué calma, qué paz... No estaba en una cueva, no había espejos escamosos, ni oía voces en su cabeza. Sonrió de felicidad. Sintió que el bote se alzaba al remontar una ola y una nube esponjosa acudió a su encuentro. Qué suave y agradable era. "Hola, nube...", pensó Kiki-Jiki. Pero entonces, atravesó la nube y la dejó debajo. ¡Por el Caparazón del Último Anciano! ¡No estaba en un bote! ¡Estaba volando! Miró hacia abajo y vio su propio rostro reflejado en una brillante escama azulada. ¡Estaba montando a lomos del ryu! Entonces, lo recordó todo: la voz había dicho que lo necesitaba para recuperar algo que le habían arrebatado, una perla de gran valor que se hallaba en un palacio flotante en el cielo...

Carro de nubes soratami | Ilustración de Franz Vohwinkel

Kiki-Jiki levantó la vista y lo vio en la lejanía: un palacio increíble que parecía haberse erigido en las nubes. Sus torres eran resplandecientes a la luz del sol. Podía ver grandes bóvedas y patios, y por todas partes había una especie de carros que se deslizaban por las corrientes de viento, yendo y viniendo entre el palacio principal y las nubes de la periferia, donde había torres más pequeñas y pagodas. Aquellas eran las moradas de los soratami, el pueblo de la luna, una raza alta y fría que vivía en el cielo y mostraba poco interés por los moradores de la tierra, y menos aún por los akki. Había oído las historias sobre Zo-Zu el castigador, quien lideró a los más valientes lanzadores de piedras hacia los lugares por donde solían volar los carros soratami. Y en los restos chamuscados había visto los resultados de su poderosa ma... ma...

Magia.

―¡Magia! ―gritó Kiki-Jiki por encima de las ráfagas de viento. ¡Aquella era la palabra! Se echó a reír de alegría y estuvo a punto de caer del lomo del ryu, pero la gran bestia serpenteó para que recuperase el equilibrio―. Un momento... Si los soratami pueden usar magia, ¿no nos verán venir?

Verán una nube que se desplaza rápidamente, pero nada más, pequeño pez. Los soratami son sabios y precavidos, pero no dominan los cielos. Aquí hay numerosos seres mucho más antiguos que ellos.

El ryu viró hacia la izquierda, rodeando un oscuro cumulonimbo.

Esa nube es un raijin, un kami del trueno. Pobre del carro soratami que pase bajo su velo de tormenta.

―Ya veo ―dijo Kiki-Jiki, tragando saliva―. Pero ¿qué debo hacer cuando me dejes en el palacio? ―Sin embargo, el anciano ryu se limitó a sonreír. Sus escamas resplandecieron con la luz reflejada de los brillantes minaretes y los finos contrafuertes curvos. Ya habían llegado.


Kiki-Jiki engulló su quinto biwa del frondoso árbol del patio exterior y pensó en cuál sería el siguiente paso. ¿Por qué les gustarían tanto a los soratami aquellos espacios abiertos? Esperaba que en el interior del palacio hubiese algún sitio cómodo, como una pequeña roca de talla tosca o algo de musgo. Sin embargo, tanto cristal y mármol le resultaba inquietante y las espaciosas estancias no ayudaban a escabullirse por ellas. Avanzó agachado por un corredor, pisando suavemente por las nubes pintadas en el frío suelo de baldosas. Debía de estar acercándose a los aposentos del embajador que había mencionado el ryu. Entonces oyó unas voces que se aproximaban a la vuelta de la esquina. Kiki-Jiki se escondió tras una gran estatua de jade que parecía una gigantesca boca con alas.

―... y el doguso morador terrestre me dijo: "¡Los kami nos lo están arrebatando todo, todo! ¡Cuando nos arrebaten la mismísima tierra, ¿en dónde viviremos?!". Y yo respondí: "Una cuestión preocupante, en efecto".

Kiki-Jiki escuchó una voz, seguida de risas frías, y dos soratami entraron flotando por uno de los accesos cercanos, pero pasaron de largo. Eran altos y delgados, y vestían hábitos añiles bordados con extraños símbolos circulares y reluciente hilo de oro. Uno de ellos llevaba un kimono con amplios puños rojos y los patrones de su atuendo ondulaban cuando se movía. "Ese debe de ser el embajador", pensó Kiki-Jiki. Esperó a que desaparecieran por uno de los pasillos antes de rodear la extraña estatua y adentrarse por donde habían venido los soratami.

Enviado de Oboro | Ilustración de Rob Alexander

Kiki-Jiki llegó a una sala mucho más decorada que cualquiera de las que había visto desde que entró en el palacio. Había pilares de jade reluciente por toda la estancia, que contrastaban de forma agradable con los blancos y grises de las paredes de mármol. En los laterales de la habitación había nichos con elegantes candelabros blancos, tallados en hueso. Estaban vacíos, pero arrojaban una luz parpadeante, procedente de las llamas que flotaban escasos centímetros por encima de donde tendrían que haber estado las velas. En la pared del otro extremo de la sala, en el centro de un grueso tapiz con brocado dorado, una gigantesca luna tejida parecía flotar por encima de la tela, emitiendo su propia luz pálida en aquella mitad de la estancia. Kiki-Jiki tenía la impresión de que la sombra de la luna se movía incluso cuando esta permanecía inmóvil. Más magia. Sus ojos bajaron observando la seda y continuaron por las borlas plateadas que formaban el horizonte sobre el que se alzaba la luna. Allí, destacando en el pálido tapiz lunar, había una gran perla en un pedestal de hierro. Era la perla del ryu.

Kiki-Jiki apretó los puños y dudó por un momento. ¿Y si aquello era una trampa? Los soratami podían haber lanzado un horrible hechizo de transformación sobre la perla, y cuando él la tocase, se convertiría en... ¡en algo peor que un akki! "¿Y si todo esto es un truco de mi familia para darme una lección?". No, la mayoría de sus parientes ni siquiera podría controlar los intestinos al encontrarse con un ryu, y menos aún convencerlo para que les ayudase a preparar una broma así. Kiki-Jiki sonrió al imaginarse a sus tíos huyendo a toda prisa de su nuevo amigo. Le dio un último bocado a un biwa y tiró el corazón contra un bonito sofá de seda. El corazón rodó por el suelo, dejando una ligera mancha anaranjada en el tapizado. Kiki-Jiki lamió los restos de jugo que tenía en las manos, se acercó al pedestal, se estiró para alcanzar la perla (la cual, de cerca, resultó ser casi tan grande como su cabeza, y mucho, mucho más pesada) y se giró para marcharse. Pero entonces, se quedó inmóvil.

Alguien estaba observándole. Por el rabillo del ojo, vio a alguien de pie en el nicho más cercano, detrás del candelabro. Kiki-Jiki sopesó la perla que tenía en sus manos. El ryu no había especificado que debía devolvérsela en buenas condiciones, y si había algo que se le daba bien a Kiki-Jiki, era arrojar objetos grandes a la gente. Con un movimiento ágil, se giró y levantó la perla con ambas manos por encima de la cabeza... y la figura del nicho hizo exactamente lo mismo. "¡Otro espejo!". Estuvo a punto de soltar una carcajada. Volvió a sostener la perla bajo un brazo, se acercó tranquilamente al nicho y apartó el candelabro hacia un lado. Aquello sí que era un espejo: un óvalo perfectamente claro de cristal reflectante en un marco de oro decorado con pequeños zafiros y rubís. Al verse dentro de aquel marco, Kiki-Jiki pensó que parecía un auténtico galán. Su huesuda nariz le daba un aire audaz, sus ojos eran de un azul brillante, sus brazos eran largos y... ¿y no sujetaban nada?

Kiki-Jiki bajó la vista hacia la perla. Pues sí, allí estaba: sujeta bajo el brazo derecho y tan pesada como un hermano desmayado. Volvió a mirar el espejo. Su reflejo tenía el brazo doblado como él, ¡pero la perla no estaba! Dejó la perla en el suelo y levantó la vista. Su reflejo le devolvió la mirada. Se rascó la barbilla y su reflejo hizo lo mismo. Sonrió y su reflejo le devolvió la sonrisa, ¡pero luego le sacó la lengua y le hizo una pedorreta! Por un segundo, Kiki-Jiki pensó que la había hecho él mismo (no sería la primera vez que se le escapaba una pedorreta), pero bajó la vista y se dio cuenta de que su lengua seguía en la boca, tras los dientes. Volvió a mirar el espejo. ¡Su reflejo estaba señalándolo, doblándose hacia abajo y riéndose de él! "¡Dichoso reflejo! Eres un listillo, ¿eh?". Furioso, Kiki-Jiki recogió la perla del suelo. La levantó poco a poco por encima de la cabeza y se rio de su reflejo. El reflejo levantó la vista, se quedó estupefacto y levantó las manos para cubrirse la cara. Parecía que gritaba algo, pero Kiki-Jiki no pudo oírlo. ―¿Quién se ríe ahora? ―dijo Kiki-Jiki antes de estamparle la perla a su reflejo en toda la cara.

El espejo se hizo pedazos con un sonoro estruendo. La perla rebotó contra él y golpeó a Kiki-Jiki, que cayó sobre su caparazón en el centro de la sala. Giró sobre sí y alcanzó la perla antes de que cayese al suelo de mármol y se partiese o, peor aún, de que hiciese más ruido. Se levantó para ver el estrago que había causado y allí mismo, en el nicho, ¡su reflejo estaba sacudiéndose los trozos del espejo!―. ¿Quién eres tú? ―preguntó Kiki-Jiki.

―¡Soy Kiki-Jiki! ―contestó el reflejo.

―¡No, yo soy Kiki-Jiki!

Los dos akki oyeron voces procedentes del pasillo; eran los soratami, que venían para ver qué había sido aquel estruendo, seguro. Kiki-Jiki miró detenidamente a su reflejo―. Escucha ―susurró en medio del tintineo de los últimos trozos del espejo que caían al suelo―, no me fío de ti, pero si no cooperamos, van a freírnos como a una gallina de ciénaga en un foso de lava. ―Su reflejo asintió―. Sígueme ―dijo Kiki-Jiki aferrando la perla bajo el brazo, y luego corrió hacia la entrada de la sala, con su reflejo justo detrás.

Tuvieron suerte. El embajador soratami aún no había regresado. Los dos Kiki-Jikis salieron corriendo por un lateral y llegaron a un amplio patio. Kiki-Jiki se detuvo y se giró hacia su reflejo―. Tengo que volver con el ryu.

―¡Y yo! ―exclamó el reflejo.

Kiki-Jiki tuvo una idea enseguida, lo que era una novedad para él, aparte de un milagro, pero ya tendría tiempo más tarde para darse una palmadita en el caparazón. Primero, tenía que salir de allí―. A ver, eh... Vamos a separarnos. Yo iré por la izquierda, hacia esa torre, y tú ve por la derecha, por ese patio. Nos veremos detrás del palacio para volver junto al ryu. ¡Así tendremos las de llegar!

Su reflejo frunció el ceño, con desconfianza.

"Maldita sea".

Kiki-Jiki probó con otra táctica―. Ah, y recoge unos cuantos biwa de la que vas, ¿vale?

El reflejo sonrió. Tenían el mismo aspecto y el mismo estómago, al parecer. Kiki-Jiki sintió un escalofrío cuando su reflejo salió corriendo hacia el patio. ¿Tan fácil era engañarle? Tendría que pensar sobre eso. Se giró y echó a correr hacia la pequeña pagoda donde el ryu había prometido esperar por él. El sol le hacía sentir un calor agradable en el caparazón y, por algún motivo, la perla ya no parecía tan pesada.


El ryu atravesó a toda velocidad un cúmulo de nubes esponjosas, virando ocasionalmente para esquivar las bandadas de polillas gigantes, que se dispersaban como trozos de papel tras el paso del ryu. El dragón sujetaba la perla en sus inmensas fauces, y la gema emitía una tenue luz carmesí a la luz del sol poniente. Sentado a lomos del dragón, Kiki-Jiki hacía algo que no tenía por costumbre: reflexionar. De pronto, se puso de pie y gritó por encima del aullido del viento―. ¿Qué crees que le ha pasado a mi reflejo?

El embajador soratami lo ha capturado.

―Vaya... ―Kiki-Jiki frunció el ceño―. Me siento mal por haberlo dejado atrás. O sea, la familia es una cosa, pero él... ¡soy yo!

No te preocupes, valiente pez. Los reflejos de los tuyos son aún más efímeros que vosotros. No será su prisionero durante mucho tiempo. Alégrate, pez con cuernos, gran rompe espejos. Has obrado bien.

Kiki-Jiki no sabía qué significaba "efímero", pero sonaba a una especie de magia que ayudaría a su reflejo a escapar, así que todo acabaría bien. Suspiró con alivio y miró hacia la tierra, que se encontraba muy por debajo. Allí estaba el risco que había escalado el día anterior, y más allá, las montañas de las que procedía... y donde vivía su familia. Kiki-Jiki se dio un golpecito en la cabeza. ¡Tendría que haber hecho más reflejos! Se imaginó a varias docenas de copias de él mismo sembrando el caos en las cuevas y se estremeció de gusto. Casi podía ver a su padre, boquiabierto de horror y asombro, ¡y enterrado bajo una montaña de Kiki-Jikis!― ¡Tendría que haberme llevado unos cuantos espejos! ―gritó por encima del viento.

¿Qué puede darte un espejo, aparte de lo que le muestras? Esa magia vive en ti, pez astuto.

―¡¿Cómo?! ―chilló Kiki-Jiki, rascándose las placas huesudas de la frente―. ¿Dices que puedo hacer más reflejos? ¿Cuando yo quiera? ¿No necesito esos espejos? ―El ryu no dijo nada, pero a Kiki-Jiki le pareció sentir una extraña vibración en las grandes escamas azules. Un temblor que parecía como... ¡como una risa! ¡El ryu estaba riéndose! Con un movimiento súbito, remontaron un poco el vuelo, rodeando una nube, y luego descendieron a toda velocidad hacia las montañas.

Keiga, la estrella de la marea | Ilustración de Ittoku

El ryu había prometido llevarle a un huerto abandonado, repleto de árboles frutales cargados de todo tipo de manjares y de caracoles gordos, listos para devorar. "También habrá un estanque", pensó: allí podría practicar su talento recién descubierto. Kiki-Jiki sonrió. Al final, aquel día estaba siendo una maravilla.


En el palacio en las nubes, Meloku dejó de pasear. Dirigió una dura mirada a su prisionero y sonrió―. En verdad, esperaba no tener que recurrir a esto, ya que no siento aprecio por la barbarie, pero no me dejas otra elección. ¡Cortemos la soga y contemplemos el milagro del akki volador! ―Aún suspendido de la soga plateada, el akki chilló y se revolvió. Eso hizo que se meciese un poco más, lo que a su vez le hizo chillar todavía más alto―. Esto no me aporta placer alguno, Kiki-Jiki, te lo aseguro ―dijo Meloku con un brillo de satisfacción en los ojos, y entonces desenvainó su daga y flotó hacia el pináculo del que pendía su prisionero. De pronto, se detuvo en el aire.

Algo iba mal. El akki ya no se revolvía. De hecho, estaba completamente quieto, como si lo hubiesen congelado. Meloku enarcó una ceja y luego se quedó atónito cuando el akki se hizo astillas, soltando una lluvia de miles de fragmentos cristalinos que desaparecieron en el éter antes de llegar al suelo. Lo único que quedaba era la soga anudada, colgando inútilmente del pináculo. Meloku se masajeó las sienes con sus largos y delicados dedos. En efecto, había sido un interrogatorio realmente irritante.


En una gruta oculta por un río subterráneo, el gran ryu azul se enroscó en la oscuridad, rodeando la perla que brillaba casi imperceptiblemente desde que los rayos del sol la bañaron al regresar del palacio en las nubes.

Duerme, hijo mío, y hazte fuerte. Pronto nacerás y ocuparás tu legítimo lugar entre las cataratas y las neblinas y las estrellas de este mundo. Comerás las ostras de las profundidades, y el dulce rocío de las nubes, y los peces que caminan por tus tierras. Solo te pido... que no te pases con los peces con caparazón.