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Un pequeño cangrejo caminaba por la mano de Teferi.

Las olas... ¿Qué fue lo que dijo?

―Creo que se nos agota el tiempo ―comentó Urza señalando el vacío que había sobre Teferi―. Veo algo ahí fuera.

Un diálogo entre el Destructor de Dominaria y el Destructor de Zhalfir... Ay, abuelo, siempre sigues los pasos de ese viejo zorro. ¿Qué sería lo que vio?

Levántate, sal de la playa y olvídalo. Pestañea y hazlo desaparecer. Probablemente sea la segunda vez que mueres hoy, pero, en fin, ahora estás de vuelta. ¿Qué harás al respecto?

Se avecina una guerra. ¿Qué harás al respecto?

Ilustración de Chase Stone

Desnudo y solo, Teferi caminó tierra adentro desde la playa.

El día era tranquilo y templado. El sol brillaba a través de un banco de nubes o de niebla en el horizonte, borroso, dorado y difuso. El recuerdo de un sol, el modo en que Teferi veía la luz en sueños.

Se detuvo en el lugar en que la arena de la playa daba paso a la rígida hierba de la costa y comenzaban unas dunas boscosas. Soplaba un viento constante desde el agua. Los granos de arena fina le rozaban los tobillos. En aquel sitio había un arco de piedra roja proveniente de algún otro lugar, acribillado por los granos de arena arrastrados a diario desde tiempos incógnitos. Las marcas regulares de la superficie del arco tal vez fueron en el pasado un mensaje, un idioma, un indicador del lugar en el que se encontraba, pero la erosión ya no permitía entenderlas. Más allá del arco había un sendero con aspecto de utilizarse a menudo, señalado por columnas en pie y bases de otras que estaban por los suelos.

Teferi se apoyó en el arco de piedra y tomó aliento. El dolor lo asaltó, cuando apenas momentos antes solo había una apacible nada. Le costaba respirar. Notaba los pulmones tensos, constreñidos, como si terminase de hacer una carrera de muchos kilómetros. Le dolía todo el cuerpo. Del torso a las extremidades, se sentía estrujado, como quien retuerce un trapo empapado para escurrirlo.

¿Qué sabía con certeza? Los pensamientos de Teferi se sucedieron a toda velocidad mientras los ordenaba:

“La conexión con Kaya se rompió. Estás entero, dejaste de ser un espíritu, así que algo le pasó a ella para que tú terminaras así. Esto no estaba planeado ni previsto: mal asunto. Intenta regresar”.

Teferi trató de extender su magia, de enfocarla en su interior, de realizar el movimiento habitual de los viajes por los planos, pero no consiguió nada. Un tirón renqueante, el espasmo de una extremidad entumecida. Se puso en cuclillas, se giró y se sentó. Un arranque de pánico, náuseas. Apoyó la cabeza en el arco y observó el mar abierto entornando los ojos para ver a través de la luz diurna y el agua resplandeciente.

Una bruma se aferraba al horizonte. Las olas eran suaves y menguaban en lugar de romper; llegaban hasta la playa, donde las aves costeras y los cangrejos, cazadoras y cazados, danzaban y correteaban. A Teferi le pareció distante y hermosa como nada.

Contempló la luz que bañaba el océano. Extendió una mano hacia un sol imaginario y le pidió que descendiera tras el horizonte oculto, que el día se convirtiera sin esfuerzo en noche. El tiempo no respondió a su voluntad. Teferi dejó caer la mano en el regazo.

—Se acabó —dijo para el viento, las aves y los cangrejos—. Ellos ganan.


Cayó la noche. Teferi se adormeció. Los sonidos de las cigarras eran como sierras, pesadillas. Soñó cosas que no recordará pero cargará consigo cuando despierte:

Kroog. Un campo de fango surcado de trincheras, un rostro con marcas de viruela que miraba con maldad desde el pasado más oscuro de Dominaria, cráteres empapados con muertos recientes, en descomposición y reanimados, alambres extendiéndose bajo la superficie. Argoth en llamas, manchada de aceite; elfos y humanos aplastados bajo las patas de bestias de metal, cuyas sierras le hacían rechinar las muelas aunque solo fuesen las cigarras ajenas al sueño.

Cosas que recordará cuando despierte:

La presión fría que sintió cuando el pirexiano lo apuñaló. Los pasillos oscuros de la Torre de Urza asediada le recordaban a los de Tolaria tantos años atrás, iluminados por el fuego y envueltos en coros agonizantes.

Lo que más duele:

Subira ya no viaja; ahora lo hace él.

—Nos veremos en el camino algún día, Subi.


Una niebla fría surgió del mar y le puso la carne de gallina. Despertó y vio que la marea subía. Si antes las olas menguaban, ahora rompían con un tono azul oscuro, plateado a la luz de la luna.

Teferi se levantó. No había lunas. A pesar de ello, una luz azul pálida iluminaba el paisaje de bordes duros. Era extraño, pero tenía que ponerse en marcha hacia algún lugar tierra adentro, más cálido. Siguió las huellas. Donde hay gente hay esperanza: la gente necesita comer, dormir y reír. También ropa nueva. Se abrazó contra el frío, se frotó los brazos para calentarse un poco y siguió el camino hacia el interior. Las dunas boscosas lo resguardaron del viento en gran medida y, cuanto más caminaba, más cálida y silenciosa se volvía la noche. El rico olor a madera pudriéndose, marismas, vida y muerte.

Al salir de las dunas, Teferi llegó a un soto dominado por árboles bajos de copas amplias. En el aire se oían los insectos y el viento; el sonido era tan monótono que casi parecía un silencio. La falsa luz de luna neblinosa le permitió ver el paisaje que se perdía en la distancia, cuyos rasgos oscuros dividían el horizonte en una frontera burda: montañas bajas y antiguas a muchos kilómetros de allí.

El camino continuaba y se volvía más definido. La arena pálida brillaba cual faro a la luz de la luna, como un lazo que se extendía decenas de metros hacia las praderas y luego daba paso a una senda de tierra compacta, surcada de huellas de carros semejantes a venas secas y erosionadas por la lluvia.

Teferi se agachó y acercó una mano a la arena. La movió por encima de una pisada antigua y, con un gesto lento y circular, entró en contacto con el tiempo y extrajo la historia del polvo.

La gente venía por aquí antaño. La playa más allá de las dunas solía ser un lugar alegre en el que las familias pasaban largas tardes relajándose en el suave oleaje o cerca del mismo. Los niños corrían gritando con felicidad por este camino y brincaban al pasar por debajo del arco rojo con la esperanza de crecer lo suficiente como para darle una palmada a la dovela central de la parte superior. Los padres iban detrás llevando carretillas o suaves bolsas de punto con cosas para pasar el día: alimentos deshidratados o fríos, agua, manteles, libros, cestas por si encontraban moluscos o pescaban algún pececillo y dinero para regatear con los vendedores que deambulaban por la costa.

Teferi cerró los ojos. Con la otra mano, trazó un círculo más amplio. Extendió la red hasta las olas rompientes y el litoral. Las visiones acudieron a él como recuerdos y sueños.

En el pasado, la playa estaba repleta de botes pesqueros largos y de casco ancho, pintados con colores vivos. Por la tarde, la mayoría de marineros regresaba con la pesca y la llevaba a los mercados del interior. Algunos se relajaban en la playa con sus parejas y amigos, mientras que otros seguían faenando para recoger percebes o les daban una mano de pintura a sus botes curvos. Había secaderos con grandes redes que se mecían al viento. Algunos jornaleros y pescadores pasaban los largos días allí, a la sombra de los botes invertidos, bajo la suave lluvia y el embriagador aroma oceánico de los secaderos.

Otra rotación. Acercó el pasado.

Acudían menos familias. Las que lo hacían caminaban juntas, procurando mantenerse cerca, y algunos padres llevaban armas viejas: dagas y bastones de madera dura con topes de hierro. Los botes no llevaban percebes y su pintura estaba descolorida por el sol. Los pescadores llevaban tiempo sin hacerse a la mar y los cascos más antiguos empezaban a resquebrajarse. Las redes de secar estaban blanquecinas, rígidas y quebradizas. Los marineros ya no las utilizaban porque no las necesitaban. Los pescadores compartían el miedo de los padres, el que sentía Teferi, el mismo que se retorcía en la base del cráneo, aquella voz interior que susurraba: teme el mar; teme la noche; teme lo que no ves.

Otra rotación. Más cerca.

Miedo. El zumbido de los insectos del presente se mezclaba con el estruendo de las olas del pasado y los gritos horripilantes que flotaban en un vendaval marítimo. Un cataclismo. La tierra se estremecía bajo la estampida. El suelo se levantaba, se sacudía, se desplazaba.

Otra.

Vacío. La lluvia alimentaba las olas que batían el costado de las dunas.

Otra.

La playa volvía a existir. El mar estaba inmóvil como el cristal. Un viento suave alborotó la hierba de las dunas y luego murió.

Otra.

En el extremo del camino, junto al lugar en el que Teferi fracasó en su intento de recordar y la oscuridad se volvía absoluta, un dedo de bruma se aproximó a tientas. Se enroscó y luego se disipó, arrastrado por un viento imperceptible.

En el pasado, el camino tenía un pulso propio: los pasos de gente que iba al mar o regresaba a casa. Pensó que Wrenn lo llamaría una canción. Se levantó y puso fin al hechizo. El hedor de la cronomancia se desvaneció. Teferi miró detrás de sí. El camino también tenía un cuerpo. Un cuerpo muerto que él conocía, que se extendía hacia un horizonte lejano más allá del cual no había nada. Un vacío empíreo, aislado del tiempo y de todo lo demás.

Zhalfir. Casi cuatrocientos años más tarde, estaba de vuelta en Zhalfir.


Zhalfir

A kilómetros de la playa, el camino rudimentario lo condujo a una amplia carretera empedrada que abarcaba el horizonte en paralelo a la costa. Sin la brisa del mar, la noche se aferraba al calor del día. La hierba alta ocupaba los bordes de la carretera y los sonidos de los insectos ahogaban el pensamiento.

Sin forma de orientarse, Teferi tomó el camino de la izquierda y siguió andando.

Horas después, poco antes del alba, el repiqueteo de carros y cascos de animales lo despertó. Se había echado a dormir justo al lado de la carretera, pero ese no era el momento de hacerlo. Dolorido, se acercó a los sonidos ocultándose tras la maleza y vio acercarse una caravana.

Era una larga fila de diez carros tirados por bestias dóciles, bueyes o búfalos. Los mercaderes iban sentados en bancos a la sombra y vestían prendas ligeras de varias capas, con mantos de tonos verdes y rojos terrosos. Se los veía tranquilos, aunque cansados. Muchos sostenían tazas humeantes con café u otras bebidas calientes. Teferi supuso que eran del turno de día, recién levantados para sustituir a los compañeros que ahora dormían en los altos carros cubiertos con lonas, entre las cajas y sacos de las mercancías que transportaban. Esperó y observó cómo pasaban los primeros vehículos. Se fijó en los guardias con armadura que iban en retaguardia; algunos estaban dormidos, atados a los soportes de sus respectivos carros para no caerse. Aquellos no eran los akinji que recordaba: su armadura no era uniforme, tenían armas de hierro puro y sus capas no estaban teñidas. Seguramente fueran mercenarios errantes que los mercaderes contrataron por un precio bajo.

A Teferi le rugía el estómago y se dio cuenta de que temblaba. Hambriento, fatigado, sediento, extraviado... Estaba solo. Necesitaba ayuda, tenía que arriesgarse a confiar.

Dejó pasar otro carro y luego salió a la carretera.

—Hola —llamó a los siguientes viajeros saludando con una mano.

La mercadera que se acercaba soltó un grito que despertó a su copiloto. Este se sobresaltó haciendo aspavientos y le dio un golpe a la taza de su compañera, cuyo café voló por los aires. Los bueyes que tiraban del carro ni se inmutaron, contentos por hacer una pausa. El que iba delante bufó, giró la cabeza en dirección a Teferi y pestañeó.

El alboroto hizo que toda la caravana se detuviera. Los gritos de alarma corrieron por la fila de carros y, con un gran estruendo, los guardias se levantaron de sus puestos. Algunos se enredaron con las cuerdas que los ayudaban a dormir, pero la mayoría se movió lo bastante rápido como para rodear y amenazar a Teferi a punta de lanza en menos de un minuto.

—¿Quién eres y qué haces aquí desnudo? —gritó una guardia de voz ronca que rondaba la edad aparente de Teferi. Vestía una armadura algo gastada pero bien cuidada, con un cuello de piel sobre una capa azul marina remendada; era una señal de que antaño fue miembro de un batallón. Probablemente fuese la líder del grupo. Igual que los otros guardias, apuntaba con su lanza al pecho de Teferi.

—Soy un viajero —respondió él—. Me atacaron unos bandidos —mintió—. Fue hace dos días, cerca de la costa. Se llevaron mi ropa y mi comida y me abandonaron a mi suerte. Por favor, si me pudieran dar algo...

—Así que bandidos. —La jefa de los guardias se relajó y, con un gesto, ordenó bajar las armas—. Que alguien le dé un abrigo. ¿Y dices que fue cerca de la costa? En ese caso, descuida, porque no volverán a hacerte nada. Justo anoche nos ocupamos de ese hatajo de traidores.

—¿De verdad? —preguntó Teferi ocultando bien su sorpresa. Un guardia le entregó un abrigo de repuesto. Se lo puso mientras se fijaba mejor en la tropa. Muchos de ellos tenían vendas puestas en brazos, piernas, el costado o la cabeza. Debió de ser un combate duro.

—Se están volviendo más osados —dijo la líder con una mueca—. La gente no puede vivir con una espada pendiendo sobre ella. Se enfada, pasa hambre. No tiene estómago para las penurias.

—Corren tiempos difíciles —reafirmó Teferi. ¿Que la gente no tiene estómago para las penurias? ¿Cuánto tiempo llevarían así los zhalfirinos? ¿Momentos... o años?

La líder bajó la mirada, firme y meditando sus próximas palabras:

—No encontramos con vida a nadie más de tu grupo —afirmó con tono directo y veraz—. Los cuerpos están en el último carro, vamos a llevarlos de vuelta a Kiingal. Puedes venir con nosotros y explicar allí lo que pasó. —La mujer asintió. Una vez tomada la decisión, dio un silbido corto y agudo: vuelta al trabajo. Cuando la caravana reanudó la marcha, ella continuó a pie y le hizo un gesto para que los acompañara.

Teferi siguió al grupo arropándose con el abrigo. Ya era de día y el calor iba a más conforme se alzaba el sol.

—Tu cara me resulta familiar —dijo la líder—. Soy Eshe. ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?

—Sefu —mintió él de nuevo—, y soy de Kipamu. La gente suele decirme eso —añadió con una sonrisa—. Tener una cara así es útil para ser comerciante; todo el mundo confía en un amigo.

—Supongo que sí.

Eshe y Teferi caminaron en silencio a un ritmo constante y cómodo junto a los grandes carros.

—No me preguntas por los muertos.

—¿Los muertos?

—Tus compañeros —aclaró Eshe—. ¿Cuántos eran?

Maldita sea... El carro estaba demasiado lejos como para girarse y mirar. En vez de ello, lanzó un hechizo breve y sutil para extraer la respuesta de los recuerdos de Eshe. La adivinación nunca fue el punto fuerte de Teferi. Entre los veteranos de los Guardianes, el especialista en leer mentes era Jace. Eso de abrir el ámbito de la intimidad como quien abre una enciclopedia... A él le incomodaba adentrarse en aquel espacio privado, arriesgarse a tirar del hilo que no debía y descomponer el rompecabezas de la mente. Es más, consideraba que estaba mal, que era una invasión... Pero en ese momento era necesario, estaba desesperado y el tiempo corría en contra de todos.

Notó un leve campanilleo en el oído. El hedor punzante de la hierba en llamas. Un único grito, interrumpido por una lanza con punta en forma de hoja.

—Diez —respondió cuando el recuerdo se desvaneció.

—¿Diez muertos? —Eshe movió la cabeza de un lado a otro―. Qué tragedia. Pero no te preocupes, te cuidaremos bien.


La caravana se detuvo a la mañana siguiente, a un día de camino de Kiingal.

—Todos en fila, en fila —avisaron los guardias a los mercaderes para que se situaran en el borde de la carretera—. Deprisa, podría haber bandidos —insistieron, regañando a los viajeros adormilados.

Teferi se colocó junto a ellos y se meció un poco mientras intentaba mantenerse tal como pedían los guardias. Apenas durmió la noche anterior, aunque no tuvo pesadillas. Bostezó en respuesta a la comerciante que estaba a su lado, que se estremeció con la intensidad de su propio bostezo.

—¿Esto es habitual? —le preguntó Teferi.

—No —dijo ella. La mujer temblaba, pero no de frío, ya que hacía una mañana cálida, sino de miedo—. No te fíes de estos bandidos —susurró rápidamente—. Mataron a nuestros guardias y se hacen pasar por ellos. Planean vender la mercancía a...

—Silencio —siseó Eshe. La comerciante se sobresaltó, sorprendida, y Eshe los observó a ambos.

Teferi la miró a los ojos y entonces comprendió. La expresión de la bandida era de puro odio: lo había reconocido, sabía quién era.

—En fila con los demás, Sefu —dijo ella—. Y no hagas ni un gesto.

Teferi asintió y no se movió. El porvenir aún no estaba escrito; quizá hubiese un modo de salir de aquella sin provocar un conflicto. Guardó silencio y esperó.

Los guardias se situaron delante de los mercaderes, superados en número pero armados y blindados, a la espera de que Eshe terminara de pasar revista a los prisioneros. Caminaba con una precisión rígida.

—Escúchenme todos —dijo al llegar al final de la fila. Su voz se oyó con claridad y fuerza en el solitario trecho de la carretera, por encima del zumbido matutino de los insectos—. Están siendo pacientes con nosotros, amables a pesar de nuestro comportamiento. Ahora pido otro acto de caridad: entre ustedes hay una víbora.

Los mercaderes se miraron unos a otros con preocupación.

—Zhalfir está en guerra —continuó Eshe. Dio media vuelta y empezó a recorrer la fila despacio—. Llevamos en guerra desde hace generaciones. Primero fue la del Espejismo, luego la lucha contra los keldon y, ahora, esta larga espera. La preparación para la guerra pirexiana, la defensa de Dominaria contra las hordas de Yawgmoth. Nuestros campos, nuestras ciudades, nuestra tierra, nuestras gentes... Todo ello abocado a la guerra durante generaciones. —Eshe se detuvo junto a una comerciante y la señaló sin mirarla—. Tú, ¿a cuántos parientes perdiste por su culpa?

—Tres en la guerra del Espejismo —respondió la mujer, que carraspeó para graznar las palabras con la garganta seca por el miedo—: mi madre, mi abuela y mi abuelo.

—¿Y tú? —Eshe señaló a la siguiente persona.

—Dos cuando atacaron los keldon: mi esposo y mi hermano.

—¿Tú?

—Mi hermano, mi hermana y mis dos hijas por culpa de los ejércitos de Kaervek en la guerra del Espejismo. Y a mí me hirieron en Tefemburu.

Ilustración de Daarken

Eshe asintió. Atrajo hacia sí a aquel mercader, emocionada por un momento. Apoyó la frente contra la de él y le susurró algo en privado. Acto seguido, le dio un beso en la frente y se apartó. Miró al resto de los bandidos, los señaló a ellos y luego a los comerciantes otra vez.

—El dolor nos une a todos. Somos hermanos, hermanas y congéneres en la pérdida, el hambre y el miedo.

Teferi bajó la vista hacia la tierra rojiza que pisaba. No derramó lágrimas. A él no le correspondía llorar.

—Zhalfir sola, nosotros solos, detuvimos todo el acero que nos amenazó. —La voz de Eshe temblaba, abrumada por las emociones—. No importaba cuántos muriesen ni cuán temible fuera el enemigo.

Silencio. Con la base de la lanza, Eshe golpeó la tierra compacta del camino siguiendo un ritmo pensado para calmar, para tranquilizar los corazones inquietos. Dio los pocos pasos que le faltaban para llegar hasta Teferi.

—Solos —repitió ella. Todos los demás sonidos parecían haber abandonado la cálida mañana—. Uno de los aquí presentes no conoce ese dolor. Se escabulló, pero ahora regresa. —Eshe levantó un brazo y lo señaló—. Aquí está Teferi, la víbora.

Los demás viajeros se quedaron atónitos y soltaron gritos y expresiones de incredulidad ante la revelación. Nadie se acordó de guardar el orden cuando los mercaderes se alejaron de Teferi y los guardias avanzaron hacia él con las armas preparadas. Algunos comerciantes también se aproximaron con los puños cerrados. Teferi no se resistió cuando lo agarraron, simplemente sostuvo las manos en alto.

—Eshe, por favor.

—No —dijo ella. Levantó su lanza, armó el brazo y descargó un golpe apuntándole al corazón.

—Detente —pidió Teferi, y el tiempo obedeció.

Soltó un suspiro. Con cuidado, se apartó de los mercaderes paralizados en el tiempo que lo sujetaban y se agachó, exhausto. Luego se sentó.

—Anoche no dormí bien... —murmuró para sí—. Eshe, ¿me oyes? —le preguntó.

Levantó la vista hacia ella, que no estaba paralizada del todo, sino que se movía imperceptiblemente despacio, aún en plena acometida. Eshe no respondió. En su garganta solo retumbaba un rugido grave: su grito asesino, ralentizado.

—Cierto... —dijo Teferi.

Levantó una mano y trazó un arco perezoso con un dedo. La embestida de Eshe aceleró paulatinamente y su grito fue recuperando el timbre normal. La confusión afloró en su rostro cuando los ojos le comunicaron al cerebro que Teferi ya no estaba enfrente de ella.

—Aquí abajo —la avisó.

Eshe lo oyó minutos más tarde. Su confusión se tornaba en furia, pero ahora lo miraba. Teferi la observó mientras luchaba contra el tiempo ralentizado, intentando hacer girar su lanza y lanzar una cuchillada fea pero práctica desde arriba.

—Hace tiempo amé a una caravanista —relató él—. Se llamaba Subira. Al igual que tú, cuando me conoció, pensaba que era un asesino, un idiota. Pensaba muchas cosas acerca de mí, pero me trataba con caridad. Me escuchaba. —Alzó la mirada, pero no hacia Eshe, sino hacia el cielo, y pestañeó para contener las lágrimas—. Me escuchaba aunque yo no lo mereciese. Nos amamos el uno a la otra y formamos una familia juntos. —Se enjugó las lágrimas—. Ella no perdió a nadie cuando hice que Zhalfir desapareciera. Creció en los caminos, igual que hizo su familia durante generaciones. Para ella, Zhalfir no era más que una historia. —El rostro se le descompuso de dolor. Lo que iba a decir a continuación era angustiante, pero tenía que oírse pronunciarlo.

—Creo... —Teferi sintió las palabras densas y frías en la boca— que dejé que su amor me absolviera del gran dolor que causé a todos. Del dolor que causé a Zhalfir, a nuestro hogar. Subira me aceptó, lo que exigió una cantidad inmensa de gracia por su parte. Pero su aceptación, su amor... —Teferi negó con la cabeza—. Un amor como ese puede salvar un alma, pero no cura esto. —Hundió las manos en la tierra rojiza, recogió dos puñados y dejó que se le escurriera entre los dedos. El color le tiñó las palmas y se le metió bajo las uñas. Jamás se borraría—. Subira falleció antes de que yo encontrase la forma de enmendarlo.

La lanza de Eshe terminó de girar, con el filo hacia abajo. Estaba a menos de un metro y él podría detenerla con un simple gesto; no corría peligro, pero Eshe seguía luchando. Teferi se limpió las palmas en el abrigo donado y luego alzó las manos para sujetar la hoja del arma.

—No tengo perdón. Solo puedo hacer lo correcto. —Apretó el filo y dejó que le cortara la palma. Su sangre, de un rojo vivo, le corrió por el brazo, goteó desde el hombro y se mezcló con la tierra. Zhalfir estaba en él, y él, en Zhalfir, y el dolor era el precio—. La amaba tanto como amaba esta tierra. Y haré que Zhalfir esté a salvo de lo que se avecina. Esa es mi promesa. Así enmendaré esto.

¿Captaría Eshe el dolor de su voz? Seguía atrapada en aquel intento de matar al Destructor de Zhalfir, un desesperado hombre del futuro que le desvelaba que la guerra no terminaría allí. No pasó por alto la similitud con su experiencia reciente con Urza. Se preguntó si aquellas siluetas oscuras que rodeaban el pequeño lago en el que habían nadado también estaban observando ahora. Si también estaban dirigiendo sus mentes inmensas e incomprensibles hacia aquel momento. Si también iban a irrumpir allí y enviarlo a otro lugar.

Dejó eso para después. Lo primero era Pirexia, de nuevo.

—Eshe, voy a detener este hechizo —avisó él—, pero necesito que me prometas que me dejarás ir. Ya era inevitable que circularan noticias de su aparición en Zhalfir. Teferi solo podía ganar tiempo antes de que las autoridades fueran en su busca. Este grupo estaba formado por bandidos y sus prisioneros, pero cuando informaran de su llegada, causarían tal revuelo que sus crímenes serían ignorados... o provocarían suficiente caos como para escapar en medio de la conmoción.

Eshe continuaba rugiendo lentamente. Teferi soltó su lanza y se miró la palma cortada. Retrocedió varios pasos y se apartó de los mercaderes que lo habían retenido y del alcance del arma de Eshe. Levantó las manos y conjuró una temible luz azul, una concentración pura de maná que le causó escozor en la nariz e incluso le erizó el vello de la nuca. Aquel era el colmillo mostrado, el núcleo crepitante de un fuego, una magia profunda y primitiva que no guardaba relación con ningún arte, sino con un poder puro y abrasador. Una demostración, solo por si acaso.

Teferi dejó que el tiempo reanudara su transcurso normal.

Eshe terminó el grito y su animosidad se convirtió en angustia. Trastabilló hacia atrás y alejó de él la punta de su lanza. Teferi se sacudió la energía azulada de las manos y la envió de vuelta a la tierra.

—Gracias, Eshe.

—Márchate —dijo ella. Tenía la piel oscura empapada en sudor y resollaba por el esfuerzo de oponerse a la magia de Teferi. Le costaba recuperar el aliento y los brazos le temblaban.

Teferi levantó las manos con las palmas hacia ella. Eshe no se inmutó, pero muchos comerciantes y guardias huyeron despavoridos y se ocultaron detrás de los carros.

—No tienes nada más que explicarnos —dijo Eshe—. Vete de una vez.

Teferi asintió. Se irguió despacio y empezó a alejarse. Eshe no lo miró; se quedó observando el sitio donde se había sentado él, la tierra revuelta de la que había tomado dos puñados.

Teferi se marchó a paso rápido por la carretera, solo. Un buen rato después, Eshe y la caravana se fueron en el sentido opuesto, juntos.


Otro lugar

Teferi dormía y soñaba.

Existe una gran cadena de sucesos que se empezó a fraguar en fuegos muy distantes y apagados. Todas las cosas están unidas a esa cadena y viajan por ella, pero viajan hacia atrás y solo son capaces de ver la cadena que hubo, no la que habrá. Teferi recordaba haber intentado explicárselo a Urza durante el momento aparte que tuvieron, pero expresar la realidad era complicado. Tal vez hubiera podido resumirlo mejor antes de renunciar a su chispa por primera vez.

La mayoría de seres de la inmensa aglomeración de criaturas conscientes a lo largo del tiempo y del Multiverso nunca tienen el lujo de experimentar esta revelación o de presenciarla, y menos aún de poder agarrar la mismísima historia y alterarla según su voluntad. Teferi había renunciado a su chispa y luego la había restaurado; el poder que poseía era prácticamente divino. El tiempo era suyo, solo de él.

De todas formas, esa cadena la forjaban muchas manos, y unas pocas de ellas se encontraban en los momentos adecuados de la historia para dejar su huella. Cuanto más retrocede uno por la cadena, más borrosas se vuelven esas huellas. También sucede lo contrario: cuanto más se acerca uno al extremo actual de la cadena, más evidentes resultan las huellas de sus autores. Ahí refulgen las marcas de quienes forjan un eslabón, de quienes ensamblan una conexión o de quienes fuerzan una desviación, enfriándose como si las fraguaran en hierro.

En sueños, Teferi contemplaba la cadena que tintineaba en su interior. No dolía en absoluto, solo era una línea infinita que se extendía más y más y más hacia la oscuridad del pasado, y todos los eslabones llevaban su nombre.


Zhalfir, meses después

El agua del río era fresca y cristalina, llevaba consigo el agradecido frío de las Montañas Pequeñas de Teremko. Incluso al atardecer, la gran llanura conservaba el calor del día.

Desnudo hasta la cintura, Teferi trabajaba vadeando el río en el centro de una larga línea de jornaleros. Iban con los pantalones remangados por encima de las rodillas y, a través de un meandro largo y poco profundo, tendían juntos una red tejida meticulosamente. Más allá del último pescador, el lecho del río se hundía al llegar a la orilla opuesta, donde la corriente esculpía poco a poco la marga arenosa. Era la última red, la última captura del día.

Los minutos y las horas se fundían. Todos los momentos eran uno: el agua que borboteaba alrededor de sus piernas era el lejano retumbar del gran río. La suave corriente era la cuerda áspera que sostenía. Sumido en el ritmo de la sencilla canción que entonaban los demás, sumó su propia voz. El canto que salía de sus labios era el aire de los pulmones de sus compañeros, que también tiraban de la cuerda áspera, también estaban de espaldas a la suave corriente y también oían el lejano retumbo del río y el suave borboteo.

Trabajo compartido, tiempo compartido. Había belleza en el río, en aquella labor sencilla, en el esfuerzo de tantos brazos que tiraban, tantas voces que cantaban, tantas manos que tendían aquella red elaborada hace años por artesanos diestros para atrapar peces plateados y carnosos en el frío y cristalino río. Había esperanza en las manos que tiraban de las fibras, en los dedos diestros que daban puntadas, en los brazos morenos por el sol que tendían la esperanza a lo largo del tiempo. Una red que abarcaba cientos de vidas en un periodo ininterrumpido de tiempo y trabajo para, al final de todo ello, producir vida.

—Moldeador —lo llamó la jornalera que estaba a su lado. A lo largo de la red, amparadas por la canción, surgían pequeñas conversaciones. Al igual que el río, la canción contenía remolinos y espirales—. Cuando llegue la guerra, ¿marcharás con los clanes bélicos o te quedarás en la aldea?

—Preferiría quedarme —respondió Teferi. Gruñó y colaboró con su sección para sujetar la red, mano con mano—. Pero sirvo a discreción de la reina. Adonde ella diga, yo iré.

—Vives igual que estos peces —comentó la jornalera—. Yo me uniré a los akinji con mis hermanas cuando llegue la guerra.

Teferi se fijó en ella. Era joven y llevaba los hombros pintados para darse fuerza. Lo que obtuviera de aquel trabajo guiaría su lanza y tensaría su arco.

—¿Cuántas hermanas tienes?

—Tres —respondió ella—: Neema, Kani y Amana.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Oyana. Y sé quién eres —reveló Oyana—. No hablas mucho, pero no hace falta que digas nada para que te conozcan. Te vendría bien hablar más.

Teferi sonrió. Fue una sugerencia amable por su parte, pero él creía que ya había dicho suficiente. Guardar silencio era prudente y penitente.

—Los demás dicen que viniste a la aldea para esconderte —dijo Oyana—. Kani me contó que te escupieron y te maldijeron cuando fuiste a la ciudad. No me imagino a la gente bella de la ciudad hacer eso, pero Kani también dice que la gente bella de la ciudad habla con la boca cerrada.

Teferi refunfuñó. Nunca se fijó en eso.

—Mi hermana Neema ya estaba al servicio del general Mageta cuando la reina los convocó para que se preparasen. Kani, Amana y yo tuvimos que quedarnos aquí, haciendo esto. —Tiró de su parte de la red—. Ahora todas tenemos edad para luchar y soy fuerte gracias a este trabajo. —Oyana se irguió y sacó músculo—. Cuando volvamos, iré al frente y le demostraré a toda Dominaria quiénes somos y quiénes son los demás.

Teferi se inclinó para tirar del siguiente tramo y sujetar la red.

—Zhalfir está preparada —dijo Oyana. Ahora hablaba con voz firme y captando la atención de los jornaleros cercanos—. Yo estoy preparada. Mis hermanas y hermanos están preparados. Los pirexianos no tienen nada que hacer contra nosotros.

Los demás trabajadores musitaron de acuerdo con ella y sus voces retumbaron y se alzaron con el sonido del río.

—No tienes motivos para callarte —le dijo Oyana al moldeador—. Eres el padre de Zhalfir. Tú moldeaste nuestros credos y nuestra tierra. Habla con la boca abierta, Teferi.

Él sujetó el siguiente tramo de red y no dijo nada. Siguió trabajando, consciente de que Oyana lo observaba, de que todos los jornaleros tenían la mirada puesta en él, de que el sol descendía y el agua que le rozaba las piernas estaba pasando de fresca a fría. Sentía la rabia acumulada en las miradas de algunos trabajadores, pero la mayoría lo observaba con curiosidad, como quien contempla una criatura extraña, majestuosa y peligrosa.

—¿Cómo dices? —preguntó Oyana. Los demás ya estaban trabajando de nuevo, pero ella no. Seguía observándolo a la espera de una respuesta. Teferi no sabía decir si Oyana preguntaba eso porque lo había oído o porque su propia voz, silenciosa desde hace tanto tiempo, se había perdido bajo el sonido del río.

—Nadie está preparado —repitió él—. Nadie puede detenerlos, ni siquiera los valientes.

Oyana se sorprendió. Frunció el ceño, miró a Teferi de arriba abajo y negó con la cabeza. Entonces se alejó.

Teferi retomó su labor.

Más adelante, donde la pesca danzaba y brincaba, el río describía una curva, llevándose consigo la hierba alta y los gruesos árboles, la tierra y el horizonte. Las montañas lejanas atrapaban la luz del sol poniente; las crestas brillaban desafiando el ocaso del día, pero los pliegues ya estaban oscuros ante la noche que se avecinaba. Las nubes surcaban el cielo con los tonos vivos y cálidos del verano. Un verano en su apogeo, sin firmamento por encima del plano. Y allende el cielo, la nada. Una ceguera empírea que los ocultaba a todos de los terrores que había más allá.

Al levantar la mirada, Teferi solo veía aquel vacío detrás del cielo, como si fuese piedra desnuda bajo una fina capa de pintura: el trabajo de ocultarla aún seguía sin terminar. Sonrió. Estaba en su hogar.


Teferi y los pescadores volvieron a la aldea al anochecer, con la larga red enrollada y cargada a los hombros de todos como el cadáver de una gran serpiente. Llevaban la pesca consigo y las antorchas iluminaban el camino. Poca gente conversaba: en el crepúsculo, el trabajo de la jornada les pasaba factura y todos pensaban en comer, regresar con sus familias y descansar.

La aldea se camuflaba con la tierra. Las viviendas de ladrillos de barro estaban dispuestas con orden junto a edificios comunales largos y bajos con techos vivos. Graneros, hornos, ahumaderos, talleres de forja en frío, curtidurías, establos... Era un lugar de encuentro para los granjeros, pescadores, cazadores y recolectores de la región, un satélite de la ciudad a decenas de kilómetros al oeste. Un templo pequeño, achaparrado y abovedado era la única construcción que destacaba entre el resto: se trataba del salón de los credos. A diferencia de otros edificios y hogares que se camuflaban con la pradera, el salón estaba hecho para que lo vieran y ocupaba un lugar prominente en la localidad. Era un humilde templo dedicado a los cinco credos de la magia, una fe y filosofía que guiaba Zhalfir, y servía como lugar de descanso a los fieles de cualquier credo mientras viajaban por Zhalfir.

Ilustración de Ilse Gort

Teferi se agachó para entrar en el edificio y dedicó un momento a lavarse los pies en el canal azulejado de la entrada. Un biombo sencillo separaba la sala abovedada central y la entrada, y servía de pantalla para atenuar la luz y el ruido del exterior. Teferi inspiró el intenso y ligeramente dulce incienso que llegaba de dentro. Era de bonawellia zhalfirina, que ardía en el pebetero de maná del centro del salón. Cerró los ojos. Un momento de reverencia, de dolor aliviado, de henchir una vez más los pulmones y el corazón después de tenerlos vacíos tanto tiempo que no recordaba que pudieran henchirse de nada. Se secó los pies, rodeó el biombo de la entrada y pasó a la estancia principal.

La sala abovedada era de planta pentagonal; cada lado representaba uno de los cinco colores de la magia. En el lado opuesto a la entrada había una pared oscura con una puerta sencilla, tras la que estaban los humildes cuartos para acoger a los fieles de los credos. Un banco bajo rodeaba la sala, separado del elemento central: un pebetero de piedra amplio y poco profundo que contenía un modesto lecho de ascuas de bonawellia. Aquel calor tenue era la única fuente de luz del lugar, que, bajo la bóveda, parecía inmenso, mucho mayor de lo que sugería el exterior del pebetero de maná.

Teferi caminó despacio y en silencio hasta su puesto a la izquierda de la entrada. Allí se detuvo ante el arco del Credo de los moldeadores, se arrodilló para asir el borde del pebetero y apoyó la frente en él. El zumbido del maná resonó en su interior con una sensación cálida y familiar que vibraba a través de la superficie y se acumulaba en el amplio recipiente de piedra. En algún lugar por debajo de él, alrededor y a través de Teferi, había una línea mística.

—Kaya —susurró—. ¿Me oyes?

Nada. Las brasas chisporrotearon: un leño de bonawellia se deshacía.

—Me llamo Teferi Akosa. Mantengo la guardia por los perdidos y los olvidados. Soy el padre de Niambi y esposo de Subira. Soy... —Teferi interrumpió la recitación. Se oía movimiento al otro lado de la sala. Miró por encima del pebetero y vio a una joven acólita cerrar con cuidado la puerta detrás de sí. Llevaba un sencillo hábito blanco que la señalaba como seguidora del Credo cívico. Era una aspirante a sanadora que seguía a Teferi de cerca desde que llegó a la aldea; no para aprender de él, sino para asegurarse de que no se hundiera en la ruina.

—Hola, Adia —la saludó.

—Moldeador... —murmuró ella. Hablar más alto en el salón de los credos sería como gritar—. Bienvenido. ¿Un buen día?

—Un buen día —respondió mientras se levantaba—. Pescamos suficiente como para cumplir la cuota. Los labradores quizá protesten, pero satisfaremos el encargo de la reina y sobrará para comerciar.

Adia asintió.

—Unos soldados de Kipamu te están buscando.

—¿Cuándo llegaron?

—Poco después de que te marcharas al río. Pensaban que estarías aquí.

—¿Sabes por qué me buscan?

—Por la guerra —contestó Adia. Separó las manos con las palmas hacia arriba. No había nada más que decir.

La reina había ordenado que toda Zhalfir se movilizara y los cinco sumos hechiceros y el general Mageta se habían mostrado de acuerdo, por lo que Zhalfir se movilizaría. Un órgano perfecto, un Estado lógico y serio, un pueblo decidido a demostrar su valía y un plano que salvar. Meticuloso, ordenado, un mito a la espera de que lo plasmaran, con plazas monumentales ocupadas por pedestales vacíos que aguardaban las estatuas de los héroes y paredes desnudas y preparadas para albergar los mosaicos de las grandes batallas.

Aquel callejón, aquella ciudad, aquel niño llorando, toda aquella sangre, aquellos cuerpos, el fuego devorándolo todo, el motor de acero viviente.

—Les dije que estabas en el río —comentó Adia— y volverías por la noche.

—Qué responsable —dijo él con una mueca.

Adia inclinó la cabeza, un pequeño gesto en lugar de una reverencia ostentosa.

—Primero debo asearme y comer. —Teferi pasó junto a la acólita y se dirigió a su pequeño cuarto—. Ve en busca de los soldados y diles que estaré aquí. Solo eso. Y gracias —dijo despidiéndose de ella con una mano. No esperó a ver si la joven acólita se marchaba; necesitaba comer, ponerse ropa limpia y descansar un rato. Cuando Adia regresase con los soldados, nada de eso estaría garantizado.


Llamarlos simplemente “soldados” fue una enorme minusvaloración. Teferi se esperaba que fueran un puñado de akinji que acompañaban a un askari de rango medio, como patitos siguiendo a su madre. El grupo que se topó al salir a la estancia principal del salón parecía más bien un consejo de guerra. Allí le aguardaba más de una decena de musculosos sidars que vestían elegantes túnicas azules y armaduras de un cuero muy bien curtido; eran guerreros imponentes que llevaban las espadas listas para desenvainar, con exquisitas pieles a los hombros y acero en la mirada. Los sidars rodeaban a su líder, un oficial con una reluciente armadura de plata que sujetaba un casco con alas rojas bajo el brazo.

—¡Teferi Planeswalker! —rugió el general, que extendió los brazos—. ¡Por fin te encuentro, cabrón!

—Ahora solo soy Teferi Akosa, Jabari —aclaró él. Se permitió mostrar una leve sonrisa, aliviado por el momento. Si la reina enviaba a su verdugo, al menos era un amigo—. Cuánto tiempo.

—¿Ah, sí? —preguntó Jabari mientras se daban un abrazo. El sidar le pegó unas palmadas en la espalda, lo estrujó y luego tomó la cabeza de Teferi entre las manos al separarse—. Puede que para ti lo fuese —dijo señalándole la cara, y luego a sí mismo—, pero no para mí. Peino algunas canas más, pero no tantas como tú. —Jabari volvió a reírse y lo soltó—. Aquí estás de nuevo, pero ¿y el resto del plano? Los marineros dicen que no hay nada más allá de la costa y los exploradores que se adentran en las brumas no regresan.

—Zhalfir continúa aislada —respondió Teferi—. Lo siento.

—No hagas eso. Basta de pedir disculpas —lo amonestó Jabari—. Conozco historias sobre tu peregrinaje de penitencia y suena agotador. —Con un gesto, indicó a su comitiva que les dejaran pasar y salió con Teferi del salón de los credos—. El gran mendicante, siempre un paso por delante de nosotros. Levántate. Eres el archimago de Zhalfir y tu tierra te necesita.

—La reina Wezna me va a matar.

—Bueno, sí —asintió Jabari—, pero después de que salves Zhalfir.

—No sé si soy capaz —admitió Teferi—. Dudo que pueda ayudarme ni siquiera a mí mismo.

—¿A qué te refieres?

—No sé cómo llegué aquí. No tendría que haber sido posible. Zhalfir está... —Le dio vueltas a una mano mientras buscaba las palabras—. Extraviada. Sola. Como decías, no hay nada más allá de la costa.

Jabari consideró sus palabras con los brazos cruzados y el mentón hundido hacia el pecho. Arrugó el entrecejo, dio unos pasos, se detuvo y le hizo un gesto a Teferi para que lo siguiese.

Ambos se alejaron juntos de los askari del general y del salón de los credos. La aldea estaba viva, repleta de sonidos de canciones, risas y alegría. La pesca fue bien, tal como intuía Teferi; bastaría para la contribución de la aldea al esfuerzo bélico y habría de sobra para celebrar.

—Hay algo que debo contarte —dijo Jabari en voz baja—. Mis askari solo saben que vamos a reclutar más soldados y a llevarte ante la reina, pero ignoran por qué.

—¿Cuál es el motivo?

—Que no eres el único del exterior que llegó aquí.

―¿Cómo...?

—Zhalfir no está tan sola —añadió Jabari—. Así es como nos ayudarás, viejo amigo. Me acompañarás a Aku para ver a esa otra persona.

—Aku... —Rememoró viejos recuerdos: los campos de columnas y las tumbas, la ciudad antigua de Aku, inclinada sobre la ciénaga humeante del gran pantano de Uuserk—. ¿No es Kaervek?

—No —confirmó Jabari—. Es una mujer de porte regio. También la encerramos en ámbar, pero antes de ello... —El sidar volvió a levantar una mano hacia Teferi y le dio tres toques en el pecho para enfatizar cada palabra— preguntó por ti.

Una mujer de porte regio... Conocía demasiadas. ¿Acaso Kaya y Saheeli habían encontrado la forma de cruzar el vacío y llegar a Zhalfir? ¿Cuánto tiempo había pasado en el exterior? El tiempo en Zhalfir transcurría a un ritmo diferente, ya lo sabía con certeza. Tal vez hubiesen reconstruido el Ancla, quizá hubieran encontrado a Karn o puede que se tratara de otro planeswalker, igual que lo enviaron a él, pero de un modo que permitiese traer de vuelta a ambos.

—Descríbemela.

—Es joven, pero tiene el cabello blanco —dijo Jabari—. Porta una espada fina y lleva una elegante armadura dorada. Los eruditos dicen que posee las facciones de una persona de Madara. También traía otra cosa... —Apartó la vista de Teferi, le silbó a un soldado y le pidió que se acercase. El soldado portaba un objeto envuelto en una tela. Acudió a paso rápido, hizo una reverencia y les tendió la tela a ambos.

Teferi tomó el objeto, desenvolvió la tela y reveló un exquisito sombrero de ala ancha. Tenía un blindaje reluciente, lacado en oro y verde; era ligero pero resistente, con un equilibrio entre defensa y boato.

—Es un sombrero extraño, pero bueno para viajar —opinó Jabari.

—Bueno para errar —murmuró Teferi.

Reconoció a la mujer por la descripción: no era una viajera cualquiera, sino la Errante. Otra planeswalker estaba en Zhalfir. No era Kaya ni Saheeli quien acudía en busca de él, sino otra persona.

—¿Cuándo nos iremos? —preguntó.

—Mañana —respondió Jabari—. Tendremos que apresurarnos: la reina ya está en Aku y espera la llegada de su archimago.

—Mañana... —repitió. Al día siguiente partirían hacia Aku para encontrarse con la Errante y averiguar qué mensaje traía consigo. ¿Qué era aquella sensación? Esperanza, comprendió Teferi. Esperanza momentánea, seguida del frío susurro de la verdad: se trataba de un hallazgo afortunado, pero no era bueno. El hecho de que Zhalfir volviese a estar conectada al Multiverso implicaba que corría peligro.


A la mañana siguiente, los sidars de Jabari se levantaron antes del amanecer y prepararon las carretas de provisiones y sus macutos personales. Más tarde, cuando el sol empezó a disipar la neblina matutina, un grupo de nuevos reclutas se les unió; eran jóvenes que al fin tenían edad suficiente para unirse a un batallón. Teferi llegó junto con ellos y el resto de la aldea. Los pescadores ya iban de camino al río desde bastante antes del alba, por lo que solo quedaba una silenciosa multitud de ancianos y artesanos para despedirlos.

El viaje sería largo, a través de las llanuras de Mtenda y las mesetas rocosas que trazaban la frontera septentrional de Zhalfir. En su juventud, Teferi conocía caminos que conducían al imponente espinazo de las montañas de Teremko, pero supuso que viajarían hacia el oeste por la costa y cruzarían el litoral de la bahía de Buleusi antes de poner rumbo al sur. Al final de aquella carretera se hallaba Aku, la ciudad funeraria, oculta en las remotas ciénagas de Uuserk, lejos de la luz de Kipamu.

―¿Moldeador?

Teferi alzó la mirada del suelo y vio a Adia, la acólita del pebetero de maná, que se acercaba portando un fardo de tela.

―Creo que deberías llevarte esto ―dijo ella. Le entregó el fardo a Teferi arrugando ligeramente el rostro.

―¿Qué es? ―preguntó Teferi al aceptar el obsequio. Desenrolló el fardo y sostuvo un hábito ante sí.

―Pertenecía al moldeador que te precedió. ―explicó Adia―. Está limpio y remendé los agujeros de la polilla y los ratones. Es apropiado para tu cargo. Tiene un estilo un tanto viejo, pero... ―Se encogió de hombros― tú también lo eres.

―Gracias, Adia ―dijo con una sonrisa.

―Vivo para servir al credo ―respondió ella con voz tranquila. Hizo una reverencia, se irguió y alzó las manos delante de sí, pero no miró aún a Teferi.

―Tengo una hija ―comentó él amablemente mientras enrollaba el hábito―. También fue de tu edad hace tiempo.

―¿Cómo?

―Intuyo que quieres hablar de algo más.

Adia asintió.

Teferi guardó el hábito en sus bártulos y dejó que Adia se tomara el tiempo que le hiciese falta.

―Si Zhalfir va a regresar, eso significa que la guerra empezará ―dijo ella al fin―. Que comenzará de verdad. Se acabarán la espera y la preparación. “Zhalfir Sola” terminará y volveremos al mundo real.

―Correcto ―respondió Teferi.

Adia miró a los lados y comprobó que no hubiera nadie cerca. Todos estaban sumidos en sus pequeñas conversaciones: los ancianos se despedían de sus nietos adultos, los reclutas entusiasmados se lucían ante los askari de Jabari y el general hablaba con sus asistentes. Tenían algo de privacidad en medio de todo.

―No sé si es bueno que Zhalfir vuelva al mundo si eso significa que la guerra empezará, que empezará de verdad ―confesó Adia apresuradamente, sin tomar aliento, como si escupiera una pastilla asquerosa que le obligaban a llevar en la boca―. Este limbo está mal, pero al menos es pacífico. No hay familia que no perdiese a alguien por culpa de la guerra del Espejismo y la lucha contra los keldon... y esas fueron guerras contra personas como tú y yo. ―Levantó la vista hacia Teferi―. Yo me quedé huérfana por la guerra con los keldon. Sirvo al Credo cívico por lo que me arrebató ese conflicto. Creo que nuestro pueblo solo imagina la guerra contra Pirexia como una prueba, un gran examen para demostrar su poderío y enseñarle a Dominaria dónde se alza el sol. Pienso que todos perdimos tanto que no concebimos que se pueda perder nada más; olvidamos lo que arrebata la guerra incluso cuando no queda nada.

Teferi levantó una mano hacia ella y, con gentileza, la separó un poco más del grupo. Los reclutas estaban terminando de despedirse y los sidars formaban filas.

―Estoy aterrorizada por el coste de esta guerra ―continuó Adia en susurros―. La inquietud me sobrepasa... Perder significaría el fin, pero ¿qué pasará cuando ganemos? ―Hizo un breve gesto hacia los sidars y los reclutas―. Zhalfir lleva tanto tiempo aguardando y afilando las espadas que, cuando derrotemos a Pirexia, descubriremos que la guerra es lo único que sabemos hacer.

Teferi no dijo nada.

―¿Qué podemos hacer? ―preguntó Adia―. ¿Qué puedo hacer?

―¡Teferi! ―lo llamó Jabari desde la vanguardia de la columna, haciéndole gestos para que fuese allí―. ¡Ni se te ocurra escabullirte de nuevo, planeswalker, o te usaré para entrenar a mis rastreadores!

Teferi le hizo un gesto y se echó los bártulos a la espalda. Adia no se movía del sitio, aguardaba una respuesta que él aún no tenía. En vez de buscarla, pensó en su hija, Niambi.

Una vez, cuando era niña, se pusieron a jugar en el patio mientras Subira estaba fuera. Feliz, libre y sin miedo alguno, Niambi echó a correr. Tropezó antes de que él pudiese advertirla de que tuviera cuidado y, sin darse cuenta, Teferi la paralizó en el tiempo en plena caída.

Recordó que estuvo un rato dando vueltas alrededor de ella, sopesando todas las posibles consecuencias de liberarla de aquel momento detenido. Si quisiese, habría podido mantenerla allí para siempre, y a una parte de él le habría gustado mantenerla a salvo del mundo, pero descartó aquella idea siniestra. Al final decidió buscar un término medio entre la caída y la seguridad: agarrarla antes de que se golpease.

Ahora no podría agarrar a los zhalfirinos, pero podía estar allí junto a todos.

―Algunas cosas son tan grandes ―respondió Teferi― que no hay nada que tú ni yo podamos hacer para impedirlas.

―Para ti no ―replicó Adia―. No hay nada mayor que tú. Nos aislaste para protegernos, así que mantennos aislados. Protégenos, protege Zhalfir.

―No puedo. ―Teferi negó con la cabeza.

—¡Pero lo hiciste una vez!

―En aquella época era una persona distinta ―explicó Teferi―. Era... superior. Inferior. Era otra persona. ―Miró hacia el camino, en dirección a Aku y más allá―. Escucha, Adia. Estuve ausente muchísimos años, pero tras esta breve estancia, creo que la guerra no lo es todo para Zhalfir. Luchar no es lo único que hacemos. Éramos distintos antes de todo esto ―afirmó―. No podemos impedir lo que se avecina, pero sí controlar lo que ocurra después. ―Teferi señaló a los soldados, los reclutas, la tierra―. Hay un gran terror inminente, sí, pero solo durará mientras elijamos aferrarnos a él.

―No lo comprendo.

―No estamos atados al porvenir ―respondió Teferi―. Solo al pasado. No siempre fuimos soldados. No siempre estuvimos solos.

Adia levantó un dedo para contestar, pero se detuvo y se serenó.

―Espero que alcances tu destino.

La acólita no esperó a que él respondiera y se marchó a paso rápido, de vuelta a la aldea. Teferi no intentó detenerla, simplemente observó cómo se abría paso entre las filas de reclutas motivados. Su hábito blanco como las nubes desapareció entre la multitud.

¿Cuál fue la conclusión a la que llegó cuando Niambi tropezó? “Ninguna búsqueda espiritual serviría para recuperar Zhalfir”. Pues bien, cierta búsqueda espiritual lo llevó a él de vuelta, pero solo para descubrir que ninguna disculpa serviría para enmendar lo que hizo en el pasado. Jamás pensó que bastaría con traer Zhalfir de vuelta, ya que no era solo un nombre en el mapa: era una nación, un pueblo, una historia, un futuro, nada que él pudiera controlar. Nada que él pudiera salvar por sí mismo, por mucho que quisiese. ¿No era eso lo que distinguía a los buenos padres? ¿Reconocer cuándo no podían hacer nada salvo estar ahí para sus hijos cuando más lo necesitasen? Él había perjudicado a todos los zhalfirinos, pero ahora podía estar a su lado, enseñarles a prepararse para la caída y ayudarlos a levantarse después.

―¡Teferi!

―¡Ya voy, Jabari! ―le respondió alzando la voz. Esperó unos instantes. Se llevó los dedos a los labios, los besó, se tocó la frente con ellos y situó la mano sobre el corazón. Era un gesto antiguo, de gratitud con aquel lugar por lo que le había dado y enseñado.

Teferi se fue con los soldados y los reclutas y marchó junto a ellos por el largo camino hacia Aku.


Aku, semanas después

El viaje a Aku no fue largo, pero estuvo repleto de peligros. Aun así, Jabari y sus soldados, con ayuda de Teferi, consiguieron que el grupo alcanzara su destino sin sufrir bajas. Nada más llegar a la ciudad, sin darles tiempo siquiera a bañarse ni comer, unos mensajeros acudieron en busca de Teferi y Jabari.

Los salones de Aku eran cálidos y solemnes. La visita de la reina exigía que se extendieran tapices y elegantes alfombras en las lustrosas superficies y que los pebeteros se cargaran de bonawellia y otros combustibles fragantes. Puede que Aku fuese una ciudad funeraria, pero no era un lugar despreciado. La decoración estaba dirigida tanto a los vivos como a los muertos: los linajes reales de Zhalfir descansaban allí y la reina acudía a ellos en busca de inspiración, consuelo y orientación espiritual. La solemnidad era una señal de respeto, no de miedo; de paz para encauzar mejor la sabiduría de un pueblo.

Sin embargo, la sensación de paz no se percibía en toda la urbe. Las Tumbas de Ámbar, donde se protegían los secretos oscuros del pasado con los hechizos más potentes, el saber más antiguo y poderoso que impartieron los antepasados de Zhalfir, vibraban con una energía inquietante. Se había ordenado llevar más antorchas y rocas irradialuz para desterrar las sombras persistentes que acechaban en los pasillos. Donde más falta hacían era en la bóveda principal de las tumbas, desde la que podían vigilarse las amenazas más peligrosas para Zhalfir.

Teferi y Jabari siguieron a los mensajeros por los pasillos sinuosos del distrito central de Aku hasta las Tumbas de Ámbar, donde la reina los aguardaba. En cada esquina de las estrechas calles patrullaba una pareja de guardias reales, muchos de ellos acompañados de un clérigo del Credo de los moldeadores o, más preocupante, del Credo cívico, todos equipados con armadura.

―Este despliegue no es normal, ¿verdad? ―le susurró Teferi a Jabari cuando pasaron junto a dos clérigos que les hicieron un saludo militar.

―En absoluto ―murmuró el general―. Debe de ocurrir algo inusual en las tumbas.

―Puede que la reina prefiera posponer mi ejecución ―dijo Teferi―. Es una broma, no una queja ―añadió―. Que quede claro.

Jabari gruñó en vez de sonreír y aceleró el paso.

Cuando llegaron a las Tumbas de Ámbar, vieron que la entrada estaba atestada de soldados y clérigos con las armas en las manos; algunos vigilaban el exterior y otros, el interior. Dos oficiales, askari de cierta veteranía, debatían entre sí en susurros, pero sus voces severas resultaban ininteligibles en el eco del pasillo.

―Askari ―les llamó la atención Jabari con tono firme, aunque sin gritar. Su voz atravesó los murmullos―. ¿Qué ocurre aquí? ¿La reina está en peligro?

Los sidars dejaron de debatir y se giraron hacia Jabari al mismo tiempo.

―Kaervek anda suelto ―explicó una de los askari. Mantenía la compostura, pero los nervios se reflejaban en su rostro serio―. Su prisión se hizo añicos. El general Mageta está herido, pero estable.

―¿Cuándo sucedió? ―preguntó Teferi.

―Hace una hora, como mucho ―respondió la askari, que se limpió el sudor de la frente.

―¿Hirieron al general Mageta hace solo una hora? ―cuestionó Jabari, conmocionado y alzando la voz.

―Acabamos de descubrirlo ―dijo la askari, que levantó una mano para intentar calmar a Jabari―. Resultó herido cuando la prisión de Kaervek se destruyó, pero sobrevivirá. Las heridas son graves, pero no de muerte.

―Déjennos pasar ―ordenó Teferi. No había tiempo que perder hablando.

Los guardias se hicieron a un lado. Teferi condujo a Jabari a la cámara central de la tumba, una única bóveda enorme y oscura. En las paredes había nichos abiertos a intervalos equidistantes, en el fondo de los cuales brillaban luces tenues. Todos estaban vacíos, pero era fácil intuir qué contenían en el pasado: prisiones de ámbar.

La cámara era antigua y las leyendas susurraban relatos de orígenes oscuros, hechizos y rituales que los ancestros de Zhalfir se arriesgaban a emplear con tal de confinar a quienes tuvieran que permanecer encerrados, con un péndulo de vigilancia suspendido en la cima de la bóveda que servía como sistema de alarma. Los eruditos de Zhalfir desestimaban aquellas historias, que calificaban de mitos y fantasías. Sin embargo, muy pocos visitaron alguna vez la bóveda central de las tumbas, y quienes lo hacían eran incapaces de negar que la sala tenía un aura inquietante. Estaba envuelta en un velo de silencio, cuando, al ser un lugar abovedado, en realidad debería tener el eco propio de un auditorio. Transmitía la sensación intensa y segura de que, si aquel péndulo débilmente bruñido se agitara, se produciría un desastre inminente.

Para horror suyo, Teferi vio que el péndulo se había partido y había caído al piso de la estancia. La punta estaba clavada en el suelo y la gran cadena estaba enroscada alrededor de ella como el cadáver de una serpiente gigantesca. El suelo, pulido hasta relucir como un espejo, estaba hecho pedazos. Cerca del péndulo había un charco de un líquido oscuro; Teferi supuso que era la sangre del general Mageta, que resistía los esfuerzos de un puñado de soldados por limpiarla.

La reina Wezna se encontraba en un lateral, donde conversaba con dos personas vestidas con hábitos, uno de color azul cielo y otro negro. Una tercera persona con armadura blanca estaba cerca del grupo, ocupada en examinar el péndulo caído y el suelo destrozado. Teferi no reconocía a ninguna de las tres personas, aunque estaba seguro de que eran los líderes de sus respectivos credos. En cambio, la reina era inconfundible, apenas una década más envejecida desde la última vez que la vio, hace siglos.

―Excelencia ―la llamó Jabari, que hizo una reverencia en cuanto ella se giró―. Ruego vuestra comprensión; hemos llegado hace apenas...

―Trescientos sesenta años ―interrumpió la reina Wezna, que caminó a zancadas hacia Teferi. No gritó: hizo una declaración, y su voz resonó en la bóveda―. Trescientos sesenta años perdidos y seguimos siendo nosotros contra ellos ―dijo la reina―. Pirexia asoma en nuestras fronteras, Kaervek se da a la fuga, el general Mageta está herido... ―Se detuvo a pocos pasos de Teferi y Jabari, seguida de los tres líderes de los credos―. Y tú regresas aquí. No hay castigo lo bastante grande para pagar por lo que nos hiciste. Dime por qué no debería ordenar que se ejecute tu condena en este mismo instante.

―Si ordenáis mi muerte, ellos ganarán ―respondió Teferi.

La reina respiró hondo, exhaló y asintió.

―Sidar Jabari. ―La reina Wezna se dirigió al anciano oficial sin dejar de mirar a Teferi a los ojos―. Los Cívicos tienen un hospital en el distrito de los pilares; el general convalece allí. Ve a verle. Dirigirás el ejército hasta que se recupere.

―Sí, excelencia ―contestó él. Se marchó y Teferi oyó las pisadas apresuradas de sus botas contra la piedra pulida.

La reina Wezna se giró y regresó junto al péndulo caído con las manos cruzadas a la espalda, pensativa. Se detuvo ante los tres magos de los credos y siguió dándole la espalda a Teferi.

―No fui yo quien requirió tu presencia ―reveló la monarca―. Todavía no puedo hacer que te ajusticien por tus crímenes, ya sean grandes o pequeños, pero tengo mi orgullo. ―Entonces se giró hacia él―. Yo no te hice llamar.

―¿Dónde está ella? —preguntó Teferi.

La reina rebuscó en sus vestimentas, extrajo una pequeña baratija de ámbar del tamaño de un puño y la tiró hacia él. La prisión de ámbar rebotó en el suelo de piedra y se detuvo a los pies de Teferi.

Se inclinó para recogerla y la sujetó entre el índice y el pulgar. La alzó hasta situarla bajo la luz para iluminar a la persona que contenía. Diminuta, paralizada en el tiempo, seguro que recién llegada tras viajar por los planos, una guerrera en pleno golpe. Al fijarse mejor, Teferi vio en su rostro una expresión decidida que se convertía en confusión: el ataque se refrenaba, la boca se abría para articular una pregunta y los ojos se abrían con sorpresa.

Era la Errante.

―Cuando termines de inspeccionarla, déjala en el suelo ―dijo la reina.

Teferi obedeció. Depositó la prisión con cuidado y retrocedió unos pasos.

La reina Wezna chasqueó los dedos y el líder del credo con armadura blanca se aproximó. Susurró un hechizo inaudible, sutil y sin teatralidad. La prisión empezó a brillar.

―Archimago, aléjate otro paso ―le advirtió a Teferi mientras la luz se intensificaba.

Siguió su consejo y se apartó de la prisión, que empezó a crepitar y a soltar chispas. Se cubrió los ojos y giró la cabeza cuando la prisión reventó con un sonoro estallido, al que siguió una breve exhalación cuando la Errante finalizó su golpe y soltó un leve grito de sorpresa.

La planeswalker se recuperó y se puso en guardia respirando con dificultad. Su compostura estaba afectada, pero no perdida.

―¡Errante! ―dijo Teferi en voz alta y levantando las manos ante sí―. Soy yo.

―¡¿Teferi?! ―gritó ella demasiado alto. La Errante echó un vistazo alrededor sin bajar la guardia―. ¿Dónde estoy? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

―Estamos en Aku ―explicó la reina Wezna―, en Zhalfir. Hace un mes que llegaste.

―¿Un mes? ―repitió la Errante. Bajó la espada y sus ojos miraron por todas partes en busca de algo que solo ella era capaz de ver―. Es imposible... ¡Teferi, apenas hace días que desapareciste!

―El Ancla falló... ―reflexionó Teferi. ¿Cómo? La piedra de poder de Serra, el potencial de un plano fluyendo a través de él... Quizá tuvo que ver con el sylex. Aquel espacio al que fueron a parar Urza y él después de la detonación... Todo aquel potencial tuvo que ir a alguna parte y encontrar algo a lo que aferrarse. Azar, destino o una combinación de ambos.

―Puede que no tengamos ni un día... ―susurró la Errante. Su silueta titiló y tembló: estaba perdiendo su estabilidad en el plano.

—¿A qué te refieres? ―preguntó la reina Wezna.

―La invasión de Nueva Phyrexia es inminente ―contestó la Errante. Miró a la reina y luego a Teferi―. Nuestro equipo de ataque se dispersó por el plano, Nissa desapareció... Creo que es demasiado tarde. Dudo que podamos detenerlos.

Se produjo un momento escalofriante. Teferi se tambaleó, movió un brazo hacia atrás y se sentó en el suelo. Hundió la cabeza entre las manos. Alrededor de él se produjo una explosión de actividad en las tumbas. La reina gritó órdenes a los tres líderes de los credos, que despacharon a sus agregados y tenientes antes de apresurarse a partir para realizar sus funciones. La Errante se agachó al lado de Teferi e intentó hablarle de la batalla en la Torre de Urza, el asalto a Nueva Phyrexia, el árbol creciente, el plan desesperado..., pero su voz se interrumpía y tartamudeaba al perder y recuperar la consistencia. Finalmente se desvaneció cuando su chispa inestable la arrancó de Zhalfir.

Tal vez se debiese a la extraña acústica de la bóveda o a algún hechizo reconfortante que Teferi lanzó de forma inconsciente, pero todo pareció resbalar y caer a un lado, como un abrigo pesado que se suelta de los hombros. La voz de Jabari resonó en sus recuerdos. Basta de pedir disculpas. Teferi separó las manos del rostro y se miró las palmas. Aunque se las había lavado numerosas veces desde aquel día en la carretera, seguían teñidas por la tierra rojiza de Zhalfir. Nunca se separaría de aquella nación. Nunca estaría solo.

Eshe, que había soportado el paso de las eras.

Oyana, que afrontaba el peligro con valentía.

Adia, que anhelaba construir un futuro pacífico.

Subira, a quien había amado y quien lo había amado.

Niambi a quien amaba y quien lo amaba.

Zhalfir, con quien resistía como padre de los credos, de una nación.

―No es demasiado tarde ―aseguró Teferi con una sonrisa feroz en el rostro. La incursión de los pirexianos a través del Multiverso había despertado a alguien a quien sus mentes de máquina aprenderían a tenerle miedo: Teferi, que les demostraría que el sol se alza en Zhalfir.