Si alguien le preguntara a Kaito qué esperaba encontrar en Nueva Phyrexia, no sabría qué responder. La información que tenían era demasiado escasa en muchos aspectos y ninguno de los testigos de un plano completamente perfeccionado seguía con vida. A pesar de prepararse lo mejor posible para la incursión, con información sobre el plano y labores de reconocimiento, no supo qué esperar; más bien, en términos generales, supo qué no esperar.

Ilustración de Igor Kieryluk

Sin duda alguna, la sensación de chocarse contra un muro de viento electrostático no estaba en la lista de cosas que esperaba. El golpe no fue lo suficientemente fuerte como para hacerle daño, pero sí para desorientarlo, distraerlo e, inevitablemente, dejarlo inconsciente.

Tras sufrir este percance, tampoco se esperaba que Nueva Phyrexia tuviese el aspecto de una de las mejores playas turísticas de Kamigawa. Todo lo que llegaba a ver de Nueva Phyrexia era arena impoluta sin ningún signo de peligro, más allá del riesgo de quemadura solar. Era agradable. Muy agradable. Nueva Phyrexia no era una amenaza, sino un paraíso. Debería relajarse y dejarse llevar por el acogedor océano...

Mientras se hundía más y más en la arena, con los ojos cerrados, no dejó de escuchar en ningún momento el sonido de las olas rompiéndose. Una parte de él sabía que Pirexia reconocería pronto su presencia y que reaccionaría como cualquier bestia salvaje ante un intruso. Un pequeño fragmento de coherencia en los confines de su consciencia le gritó que se despertase en repetidas ocasiones y que se liberase de la ilusión.

Pirexia era una amenaza. No estaría aquí si no fuese el caso. Kamigawa estaba en peligro y debía hacer todo lo que posible para proteger aquello que amaba: sus amigos, su plano, su hermana... Estaba en Nueva Phyrexia para salvarlos a todos.

Sin embargo, la arena era cálida y acogedora; no tenía ningún motivo para moverse, hasta que unas manos pequeñas y fuertes lo agarraron por los hombros y lo desenterraron hasta sentarlo. Esas manos eran familiares, como si perteneciesen a una persona conocida. También eran agresivas y sintió que lo atacaban, por lo que se agitó para liberarse. El pequeño fragmento de su mente que no dejaba de gritar empezó a chillar más todavía, intentando recordarle que luchar tendría que haber sido su primera reacción ante el más mínimo indicio de hostilidad. Pero no, lo único que hizo fue agitarse inútilmente.

Una de esas maños pequeñas y fuertes le soltó el hombro. Libre durante un instante, se dispuso a sumergirse de nuevo en la paz y el placer, hasta que la mano le abofeteó la cara, justo debajo del ojo, con un golpe tan fuerte como sonoro. Dio un respingo, con los ojos abiertos de par en par y, por primera vez, se dio cuenta de que el supuesto ruido de las olas era realmente el de metal chocando contra metal, hechizos que impactaban sobre sus objetivos y gemidos de cansancio. Alguien gritó y, sin un atisbo de duda, supo que antes de la bofetada le hubiera sonado como algún tipo de ave marina sobrevolándolo, y eso si hubiera llegado a escucharlo.

—Por fin —dijo la Errante con tono de satisfacción. Después, le soltó el otro hombro y se sacudió la mano con la que lo había abofeteado, que tenía los nudillos enrojecidos pero ningún signo de herida—. Me preguntaba cuánto ibas a tardar en unirte a nosotros.

—¿Unirme...? —Kaito se detuvo; sus pensamientos volvieron al muro de viento estático. Ese muro que recordaba como agradable e incluso apacible hace unos minutos. Pero no lo era, ¿verdad? Era... Era... Era algo que no lograba recordar, excepto por el sonido de los alaridos. Quizá algunos incluso fueran suyos.

Instintivamente fue a por su espada y, al instante, la adrenalina que debió surgir desde el principio le inundó el cuerpo. Cuando se percató de que no tenía su equipo, se bloqueó. Le faltaba su espada, ese pequeño y agradable espíritu que imitaba a un dron tanuki, tanto en función como en forma. Pirexia lo había abofeteado y desvalijado en un instante. Un instante durante el que debió ser intocable. Fijó la mirada de nuevo en la Errante, justo a tiempo para ver cómo desaparecía un instante, parpadeando como una vela que se apaga.

—No —dijo, negando rotundamente con la cabeza—. No, necesitas más tiempo. Necesito más tiempo. No puedes irte sin decirme qué me perdí.

—Una... barrera —dijo la Errante—. No nos la esperábamos y parece que... bloquea mi habilidad para fijarme. No... me puedo quedar. No soy capaz de aguantar. Tengo que... decirte... —Puso una mueca de estar tremendamente frustrada. Se giró y gritó en una dirección ligeramente más allá del hombro izquierdo de Kaito—. ¡Nahiri! ¡Deja... de jugar con esa... cosa!

Kaito se giró reacio, con miedo a apartar la mirada de la Errante cuando estaba a punto de desmaterializarse, y contempló a Nahiri, que blandía una espada y lucía unas mejillas ligeramente coloradas debido al cansancio. El calor de su sangre se dejaba ver a través del tono pálido de su piel. Estaba bailando o, mejor dicho, luchando con una figura que parecía estar compuesta por metal líquido ligado con paneles de cables, como si un sueño febril de poesía mecánica se escapara del banco del inventor y quisiera destruir el mundo. Parecía imposible que ninguna persona, ni siquiera la litomante, pudiera luchar contra esta construcción y salir victoriosa.

Ilustración de Chris Cold

Entonces, el aire a su alrededor comenzó a brillar tras prenderse con un estruendo atronador. Nahiri estaba invitando a la brillante arena metálica de Nueva Phyrexia a unirse a su baile. Esta se elevó, grano a grano, para arremolinarse a su alrededor y formar una tormenta más mortal que la lluvia de filos pétreos de la litomante, y se lanzó contra la figura, abrumándola, pues la arena era capaz de invadir tanto la maquinaria expuesta como los orificios nasales del enemigo de Nahiri, que se desplomó en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando cayó, Nahiri avanzó y atravesó el centro de la criatura con su espada principal. La giró una vez y el cuerpo ensartado se quedó inmóvil bajo la arena.

Nahiri —soltó la Errante con una voz lo suficientemente fuerte como para que Kaito pensase, por un momento, que se estaba estabilizando. Se volvió hacia ella y se le vino el mundo abajo. Seguía desapareciendo y apareciendo de forma intermitente, a punto de verse forzada a regresar a la Eternidad Invisible. Debía tener una fuerza de voluntad inmensa simplemente para mantener esa forma durante tanto tiempo.

Nahiri trotó sobre las arenas metálicas con la misma facilidad que lo haría sobre tierra sólida y se detuvo un momento para inclinar la cabeza en dirección a Kaito antes de centrarse en la Errante.

—¿Me llamabas?

La Errante frunció el ceño.

—Estuvo mucho tiempo... que... hay que explicarle... lo que se... perdió —dijo. Sus palabras se cortaban cuando se salía demasiado de fase como para que la frase se transmitiese correctamente.

—De acuerdo —dijo Nahiri. Se dirigió a Kaito—. No sé si sabían que íbamos a venir o si simplemente son unos monstruos paranoicos, pero chocamos contra una especie de escudo planar cuando nos infiltramos en Nueva Phyrexia. Esto no debió suponer un problema, pero lo fue. No sé dónde acabó la mayoría de nuestro equipo. Nosotros tres acabamos aquí. ¿Te atrapó la arena?

Kaito asintió con esfuerzo.

—Al principio a mí me pasó lo mismo —dijo Nahiri—. Por suerte para mí, todo esto está hecho de metal. No es metal normal, pero, para mis habilidades, es lo suficientemente parecido, incluso aunque su objetivo sea hacernos daño, no sernos de ayuda. Es una herramienta pasiva. Si no haces nada, acabará matándote. Me liberé y vi a la Errante de pie a tu lado, sin lograr estabilizarse en el plano. No sé si podrá aguantar mucho más.

—¿Qué era esa cosa contra la que luchabas? —preguntó Kaito, sin querer pensar en la posibilidad de perder a la Errante en la Eternidad Invisible ni por un instante.

—Uno de los oriundos del lugar —dijo Nahiri mientras se encogía de hombros—. Rápido, bastante letal. No lo suficiente para ser un desafío.

—¿No te hizo nada?

—Solo un arañazo. Nada de lo que no me vaya a recuperar. —Se tocó la nuca con la mano que tenía libre. Los dedos se le humedecieron con sangre, pero no estaban empapados. La herida no era grave—. Mi sangre sigue siendo roja. No es aceite, así que estaré bien.

Le acercó los dedos ensangrentados a Kaito para que los viese, con una ligera sonrisa. Tras él, la Errante abrió los ojos de par en par y su forma empezó a parpadear más rápido, como si estuviese reuniendo fuerzas para exclamar algo de nuevo.

Nahiri bajó la mano.

—Venga, vamos —dijo—. No sé dónde estamos, pero tenemos que reunirnos con los otros en la Capa del Horno y no queremos quedarnos donde Pirexia quiere que estemos. Es mejor que nos movamos antes de que envíen más defensas que unos cuantos soldados de infantería y un poco de arena hipnótica.

—Perdí mi equipo —dijo Kaito.

—¿Está en la arena?

Él negó con la cabeza y echó un vistazo a su alrededor.

Creo que no —respondió—. Si estuviese aquí mi dron, habría excavado para llegar a mí. La detectora de metales eres tú, no yo. ¿Sientes algo de acero de Kamigawa cerca?

—Nada, lo siento. Solo metales pirexianos.

—Ya lo encontraremos. Y también a los demás. ¿Sabes en qué dirección deberíamos ir?

—Por aquí —dijo Nahiri, que comenzó a andar—. Si seguimos la trayectoria en la que íbamos cuando caímos, la siguiente zona de aterrizaje está en esta dirección. Si no, pues estamos perdidos en Pirexia y deberías empezar a rezar a quien quiera que sea tu deidad.

—¿Cómo puedes orientarte tan rápido? —preguntó Kaito, intentando aminorar el paso de Nahiri para poder ayudar a la Errante a cruzar el mar de arena. Normalmente no necesitaría ningún tipo de ayuda, pero, con lo incierta que era su estancia en este plano, quería hacer todo lo posible por facilitar su viaje.

—Práctica —respondió Nahiri—. Antes vi explosiones en esa dirección. Parecía todo muy caótico. —Su voz tenía un tono de satisfacción siniestra. No resultaba fácil distinguir si estaba orgullosa de sus compañeros por el embrollo, si era envidia por no hacer ella lo mismo o si era satisfacción por superar su propia batalla sin muchas dificultades. Nahiri podía ser confusa en ese aspecto, pero Kaito todavía no la conocía lo suficientemente bien como para sonsacarle qué quería decir en todo momento y, dadas las circunstancias, no estaba muy seguro de si iba a poder tener el placer.

Caminaron arduamente por la arena, una arena que no lo parecía cuando Kaito se fijaba en ella; lo que había interpretado como una costa era un desierto infinito de partículas metálicas, fragmentos de Mirrodin molidos en un fino polvo por el poder pirexiano. La Errante iba al lado de Kaito, titilante y en silencio, indudablemente empleando toda su energía para mantenerse en sintonía con el plano. Kaito dirigió de nuevo la mirada hacia Nahiri.

—Aquí, nada es lo que parece —dijo ella, con voz áspera—. No te puedes fiar de nada que venga de Pirexia. Todo son mentiras, en todo momento, tanto conscientes como inconscientes. Prosigamos.

Kaito continuó la marcha.

El desierto se expandía delante de ellos, abarcando hasta la lejana base de un monumento gigante e incomprensible construido según una parodia extraña de la geometría. El pequeño trío de atacantes aceleró por las tierras hostiles para llegar a la sombra del titánico monumento. Estaban solos, nada más se movía y los rodeaba el opresivo peso de Pirexia. Jamás volverían a estar solos.

El paisaje iba creciendo a medida que avanzaban, con sus peculiares simetrías. Inmensos constructos de metal brillante ensombrecían la arena resplandeciente, que celebraba victorias impensables brillando en lugares con carne expuesta que hacían que se le erizasen los pelos a Kaito. ¿Eran estructuras supervivientes de Mirrodin o se trataba de las formas durmientes de colosos pirexianos?

Hay misterios que es mejor no resolver. Al menos los cinco soles de Mirrodin seguían brillando, aunque solo ligeramente debido a la densa niebla. Después de pasar al lado de un pequeño muro que parecía estar forjado de huesos medio fundidos con plata, el grupo giró y se detuvo al ver una estatua de piedra suspendida en una maraña de cables de aspecto acerado entre dos pilares de hierro.

Representaba un elfo, bajito y musculoso, y estaba tan bien tallada que Kaito juraría que podía ver cómo respiraba. Desentonaba mucho con la maraña pirexiana de metal y huesos.

Nahiri soltó un fuerte bufido. Kaito la miró, confundido.

—Esa piedra —dijo Nahiri— es un edro zendikari. O Pirexia ha llegado a Zendikar o aquí hay gato encerrado.

La Errante señaló la estatua. Kaito se fijó en dónde apuntaba. ¿Por qué llevaría ropa una estatua? Es más, ¿por qué llevaría armas una estatua? En su brazo derecho tenía atado un brazal de bronce que sujetaba una espada de dos hojas.

—Es uno de los nuestros —dijo Nahiri súbitamente. Empezó a avanzar.

En contra de sus instintos, Kaito le posó la mano sobre el hombro. Ella se detuvo.

—En Kamigawa, esto sería una trampa.

Nahiri asintió lentamente para demostrar que lo entendía.

—Si lo es, morderemos el anzuelo.

Kaito empezó a buscar objetos que poder usar como proyectiles. Los cuchillos metálicos de Nahiri serían perfectos, pero no estaba seguro de si podría conseguir que la anciana litomante le cediese ni un solo lingote.

Se tendría que conformar con los escombros que había bajo la estatua. Kaito se acercó telequinéticamente, lo que hizo que lo rodease una nube de fragmentos metálicos y metralla. No era nada comparado con su hoja o Himoto, su tanuki, pero era infinitamente mejor que ir a la batalla desarmado.

Aunque tampoco sabían muy bien si iba a haber una. Quizá la estatua no era nada importante y, hasta ese momento, no habían sufrido ningún ataque. Con cuidado, el trío se acercó a la estatua.

Estaban a punto de llegar cuando, de repente, los cables que la sujetaban se empezaron a mover, como si se tratase de un nido de culebras recién despertadas tras el invierno. Algunos se soltaron y se alzaron en el aire, lo que acrecentó la impresión de que eran serpientes. Kaito se tensó, preparado para atacar con su arsenal de flechas improvisadas. La Errante alzó la mano y Kaito se detuvo en seco. Seguía tenso, pero no atacó. Se quedó observando cómo Nahiri avanzaba con una gracia precavida.

Los cables se giraron para seguir sus movimientos. La estatua abrió los ojos y empezó a agitarse a medida que los cables aumentaban su apretón.

—No hay duda, es uno de los nuestros —dijo Nahiri—. Parece que no está herido. Deberíamos poder liberarlo.

—¿Atacamos? —Kaito dirigió la mirada a la Errante.

Con su aprobación, Kaito liberó la furia confusa con la que había estado cargando desde la playa en una lluvia de metralla, lanzando cuchillas romas contra el nido de cables en un enjambre zigzagueante de cortes revueltos y acrobáticos. Los cables respondieron y se enfrentaron a la nube, cuyo choque generó una sinfonía discordante de metales crujiendo y explotando.

Mientras, Nahiri se lanzó a la acción con su propia marea de cuchillos, que lanzaba para proseguir lo comenzado por el arsenal improvisado de Kaito, cortando y rajando la criatura cableada con una precisión de artista. La estatua empezó a descender poco a poco, a medida que los tirantes tendones metálicos que la sujetaban acababan cortados, hasta que, con un fuerte chasquido, se rompió el último y la lanzó al suelo. La Errante se acercó y se arrodilló ante la víctima para buscar si tenía pulso.

El hombre pétreo respondió lanzándole un puñetazo con todas sus fuerzas, aunque sin un objetivo claro. Su puño atravesó el cuerpo de la mujer de cabello blanco como si fuera un fantasma, que respondió frunciendo el ceño con desaprobación.

—No está exactamente aquí —dijo Kaito tras seguir los pasos de la Errante para ofrecerle una mano al hombre pétreo—. Por favor, no vuelvas a golpearla.

—¿Pero qué...? —La antigua estatua se levantó y empezó a mirar a su alrededor con desesperación hasta fijarse en Nahiri, que estaba aplicándose un vendaje del botiquín de Kaito en la nuca, presionando firmemente los bordes adhesivos mágicos—. ¿Qué pasó?

La Errante, que no había dicho nada desde la pelea de Nahiri, tragó saliva y reunió fuerzas.

—Chocamos contra... una barrera. —Consiguió comunicarse, aunque su voz parecía subir y bajar de volumen como si se estuviese acercando y alejando constantemente—. Todos... separados. Intentamos encontrar... otros.

Nahiri los miró desde la distancia.

—¿Vamos a hacer esto cada vez que nos encontremos a alguien? —preguntó—. Porque se va a volver repetitivo.

La estatua se rio, animada por sus quejas.

—Quizá estemos perdidos en un plano hostil, pero algunas cosas nunca cambiarán: los héroes siempre chocan cuando se encuentran por primera vez. —La piedra empezó a desaparecer de su piel, que cobró un tono ligeramente pálido. Le hizo una reverencia a la Errante—. Soy Tyvar Kell, príncipe de Kaldheim. Muchas gracias por tu consejo.

La Errante abrió la boca, pero no profirió ningún sonido. Se podía ver claramente la frustración en su cara.

—La Errante no consigue estabilizarse —dijo Kaito—. No sé cómo logró mantenerse aquí durante tanto tiempo, pero, si no descansamos, la perderemos más pronto que tarde.

—No pasa nada, volverá —dijo Nahiri.

—Pero no servirá de nada si no la esperamos.

Nahiri no supo qué responder a eso. Miró tanto a Kaito como a la Errante y repitió:

—Tenemos que seguir.

Los cuatro, en grupo, retomaron su camino a través de los yermos bombardeados de Nueva Phyrexia. Había cierta belleza en los siniestros monumentos que se alzaban en la distancia, pero, tras ver los cables vivientes que sujetaban a Tyvar, Kaito sabía demasiado bien que todo lo que veían era una elaboración de este plano maldito, no algo que creciera de forma natural en el lugar. Todo era susceptible de atacarlos en cualquier momento.

La forma de la Errante siguió parpadeando mientras guardaba silencio. Se mantuvo al lado de Kaito, observando sus alrededores con una preocupación evidente. Era obvio que había algo que la molestaba, pero Kaito no podía ayudarla de ninguna manera, pues no podían permitirse el lujo de detenerse para intentarlo siquiera.

Ilustración de Campbell White

Siguieron su camino, hasta que apareció en el horizonte un grupo de carpas y cabañas destartaladas, entre las que se movían unas pequeñas figuras. Nahiri y Tyvar se tensaron. Kaito, más preocupado por llevar a la Errante a un lugar donde pudiera descansar, intentó calmar los ánimos. El grupo prosiguió hasta que pudieron ver las figuras con claridad: eran mirrodianos. La mayoría eran humanos, con pieles broncíneas y armaduras doradas, entre las que se dejaba ver una tela blanca. También había leoninos entre ellos, con sus figuras felinas reconfortantes. La poca piel que no estaba cubierta por la armadura brillaba suavemente con un tono dorado.

Todos se movían con la gracia natural de lo orgánico, en lugar del ritmo extraño de los perfeccionados. Kaito dio un suspiro de alivio. Los aguardaba la seguridad. Al menos el tipo de seguridad que podían encontrar en este plano.

Se giró hacia la Errante con intención de decirle algo para animarla y darle fuerzas. Su suspiro de alivio se transformó en uno de tristeza cuando vio que ya no estaba. Pudo aguantar durante el tiempo suficiente como para ver a su amigo de la infancia libre del peligro inicial, pero no más.

—Regresará —dijo Kaito, tanto para sí mismo como para los demás—. Siempre acaba regresando.

—Ánimo, amigo —apuntó Tyvar mientras le daba unas palmadas en el hombro—. Todavía nos queda un trecho.

—Sí, pero... Ojalá llegar todos juntos —dijo Kaito, que retomó el paso. Juntos, se acercaron al campamento.

Una enjuta mujer humana pelirroja de cabello corto y piel clara sin ningún adorno metálico acudió a saludarlos. En una de las manos llevaba un bastón terminado en una luz brillante. No estaba en guardia, pero podía utilizarlo en caso de ser necesario.

Ilustración de Miranda Meeks

—No son pirexianos —dijo con una voz nítida—. Son los que dijo Koth que vendrían. Soy Melira, amiga y sanadora. ¿Están heridos? ¿Necesitan ayuda?

—No —dijo Tyvar con una voz que resonó en el aire inmóvil y frío—. Vinimos siguiendo a Karn y la llamada de los Guardianes, pero nos perdimos al llegar. Eres la primera cara amiga que nos encontramos. ¿Hay más como nosotros aquí?

—¡Ah! —profirió la mujer en señal de entendimiento—. Escuché rumores de que Elesh Norn estaba preparando algún tipo de barrera defensiva contra gente como ustedes. Supongo que ya está lista. Las demás personas de su grupo deberían estar reuniéndose dos capas más abajo, en el Horno, si es que consiguieron llegar.

Empezó a alejarse del pequeño campamento e hizo un gesto a los tres para que la siguieran.

—Esta es la Fachada Monumental —dijo—. Cuando los pirexianos tomaron Mirrodin, construyeron una cúpula alrededor del plano para atrapar a los que sobrevivimos y seguimos luchando bajo la superficie. Ya no podíamos ver los soles de nuestro hogar. Aquí es adonde envían sus juguetes para que se peleen hasta la muerte, pero vinimos para encontrarnos con ustedes. Si no estuviéramos aquí atrayendo su atención y asegurándonos de que no nos encontraban, su viaje sería mucho más duro.

Parece que Pirexia no tenía vigilancia por todas partes. Kaito asintió tras escuchar las primeras buenas noticias que recibieron desde su llegada.

—Mirrodin, el Mirrodin de verdad, está debajo de nosotros —prosiguió Melira. Se detuvo en el centro de un trozo de tierra extrañamente plano y se fijó en cada uno de los integrantes del grupo, hasta llegar a Nahiri—. Tú eres la litomante que dijeron que vendría, ¿no?

—Así es —respondió Nahiri, con cuchillos danzando a su alrededor—. ¿Por qué?

—Nada en especial, pero serás de ayuda —dijo Melira antes de golpear el centro del trozo de tierra con el bastón.

Todo se detuvo durante un momento lo suficientemente largo como para que Melira se molestara y mirara de reojo sobre el hombro, como esperando por algo. Entonces, el suelo se deshizo bajo sus pies: aproximadamente un metro cuadrado de lo que Melira llamó la Fachada Monumental se derrumbó.

Las cargas explosivas se habían colocado con sumo cuidado. Kaito tuvo que admirar tal habilidad, incluso mientras se percataba de que estaba cayendo. La verdad es que esto no se lo esperaba. Sobre ellos, la delgada cúpula del plano parecía una lámina rota de metal negro. Bajo ellos, el suelo, a no más de treinta metros de distancia, estaba deseando que llegasen.

Nahiri miró con el ceño fruncido a Melira, que sonreía sin un atisbo de preocupación. Los fragmentos de tierra que se derrumbó adquirieron un ligero brillo mientras la litomante los controlaba para crear una fina lámina sobre la que descender sin sufrir daños.

Melira se rio al verlo. Kaito pestañeó.

—¿Por qué te ríes? ¡Podríamos estar muertos ahora mismo!

—Koth dijo que erais poderosos magos que vendrían a salvar el plano —respondió Melira—. La cúpula de la Fachada se rompe constantemente, tanto con nuestra ayuda como sin ella. Si no pueden sobrevivir a una pequeña caída, no iban a poder salvar el plano. Aunque esto es mejor de lo que me esperaba. Cuando lleguemos abajo, estaremos cerca de Lucescasa. Desde ahí, podemos ir hasta el cráter y adentrarnos en la Capa del Horno para reunirnos con los demás supervivientes.

A Kaito no le gustaba esa palabra. “Supervivientes” sonaba a premonición y, sin la Errante entre ellos, no era algo en lo que quisiera pensar. De todos modos, adoptó una expresión más neutral.

—Muchas gracias por tu ayuda —dijo antes de mirar de reojo a Nahiri, esperando que mencionase que sufrió una herida cuando ella y la Errante lo encontraron en la arena. No dijo nada parecido y se centró en guiarlos hasta su destino.

Al fin y al cabo, solo era un rasguño. Es mejor no romper su concentración por un rasguño. No era tan preocupante como para que necesitasen curarla.

Tyvar, por su parte, tenía sus dudas. Movió la mano para señalar la tierra a su alrededor.

—¿Seguimos bajando? ¿No es esta la Capa del Horno?

—No —respondió Melira—. Los pirexianos llaman a esta zona Mirrex. Ni siquiera nos permiten usar nuestro verdadero nombre. Les dije que el verdadero Mirrodin estaba debajo de nosotros. Esto es lo que queda de nuestro hogar.

—Ya veo —dijo Tyvar, apesadumbrado.

—Las fuerzas principales de nuestros equipos de asalto estarán reunidas en Lucescasa y listas para ayudarlos —dijo Melira—. El precio para liberar Mirrodin nunca será demasiado elevado. Esta tierra fue hermosa en su día. Si el destino lo quiere, lo volverá a ser.

—Por Mirrodin y por el Multiverso —dijo Kaito. Melira acompañó brevemente la sonrisa de Kaito con una propia, antes de asomarse a la plataforma improvisada de Nahiri.

Mirrodin, o lo que quedaba de él, era un yermo, marchitado debido a la falta de luz, carente incluso de la belleza extraña de la superficie. Si Pirexia hizo esto para acabar con los ánimos de la resistencia, probablemente estaban más cerca de cumplir su cometido de lo que nadie querría creer.

Nahiri guio el transporte improvisado hasta la superficie, donde se detuvo. Entonces, miró a Melira.

—¿Todo el plano es así? —preguntó.

Melira asintió.

—Así es. Sigue descendiendo y siempre te encontrarás con alguna nueva sorpresa desagradable. —Saltó de la plataforma al suelo, que aquí estaba compuesto por verdadera piedra, entremezclada con estructuras metálicas—. Al menos son predecibles. Todo quiere matarte o perfeccionarte. Sin excepciones.

—¿Ni siquiera tú? —preguntó Nahiri.

—¿Yo? —dijo Melira— Yo soy inmune. Por eso la resistencia me permite desplazarme sin guardias y por eso Koth me encargó que los vigilara. Vamos, Lucescasa está por aquí.

Empezó a moverse rápidamente a través del yermo, con los planeswalkers siguiéndola en dirección al descompuesto campamento mirrodiano. Cuando llegaron a la frontera, los llevó hasta un pequeño muro de lo que parecía cristal afilado, que señaló con un gesto amplio.

—Cuando Koth dijo que vendrían, tomamos el cráter —dijo—. Nos llevará hasta la Capa del Horno. Si tuviéramos por seguro que no vendría nadie, lo hubiésemos liberado antes.

—Pues vamos —dijo Nahiri.

Melira parecía medio animada.

—¿Usaron alguna vez uno de estos?

—No —dijo Kaito.

—Será divertido —añadió Melira—. Internamente, manipulan la gravedad. No se caigan más allá del primer salto. Empezar siempre es la parte más difícil. —Melira se dirigió al cráter, subió por una serie de cajas apiladas al lado del muro y se lanzó.

Los planeswalkers la siguieron. Tras subir las mismas cajas y mirar hacia abajo, vieron que estaba en una especie de túnel que se extendía hasta las profundidades de Pirexia, alumbrado con unas luces pálidas que surgían de la nada. Los miró por encima del hombro.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Vienen o qué?

Nahiri salto sin dudarlo y, tras ella, fue Kaito. Tras un breve mareo, se encontró de pie en la pared del túnel. Miró hacia atrás y vio a Tyvar, que, desde su punto de vista, parecía estar desafiando la gravedad, algo de lo que se percató, porque se rio y saltó hacia el cráter.

—Prosigamos, amigos —dijo el elfo y emprendió la marcha. Kaito le siguió el ritmo y, en breve, los dos adelantaron a Nahiri en el descenso por el suelo pirexiano.

Melira se quedó un poco atrás con Nahiri, mirando de reojo el vendaje de la nuca de la mujer, pero sin hacer ninguna pregunta. Al menos, no todavía.


Nahiri no se encontraba bien. Dominaba su cuerpo y toda su composición, así como los lugares donde los huesos y los tejidos se entrelazaban como la piedra en un buen suelo, pero, en ese momento, había algo que no cuadraba. El corte de su nuca, esa pequeña herida insignificante, palpitaba, afectando a su concentración más de lo que debería algo tan nimio. Se paró un momento y permitió que Melira la adelantara antes de tocarse la venda del botiquín de Kaito. La gasa estaba extrañamente arrugada, como si algo la estuviese presionando desde abajo.

Se quitó el vendaje y se tocó la superficie con cuidado, pero no encontró ninguna herida, solo piel suave y una ligera protuberancia que no reconocía, como si sus huesos hubiesen decidido cambiar de forma. Retiró la mano con un suspiro de desaliento tras ver, sin sorpresa alguna, que brillaban con el mismo aceite iridiscente que había en la punta de las lanzas de los pirexianos.

Estaba infectada.

Ya no podía ganar.

Ilustración de PINDURSKI

Sabía que tenía que decírselo a sus compañeros, pero ¿cómo? ¿Y para qué se lo iba a decir? No podían matarla y, si lo intentaran, no se iba a quedar de brazos cruzados, sin importar su estado. No podía marcharse, ya que se llevaría la infección de este plano maldito y medio muerto a otro. La mirrodiana era una sanadora, pero ni siquiera los sanadores tenían un remedio para algo así, ¿no? Decidió que era mejor esperar lo máximo posible antes de sucumbir y transformarse en algo que sería más fácil de destruir.

Se volvió a colocar la venda para tapar de nuevo la herida y avanzó.


No quedaban restos del pequeño campamento mirrodiano cuando la mujer de pelo blanco y sombrero ancho apareció de nuevo. Miró a su alrededor con preocupación, con la espada presta. No sintió ningún movimiento ni intento de ataque.

—¡Kaito! —gritó— Kaito, ¿dónde estás?

No hubo respuesta. A unos metros de distancia, vio un agujero en el suelo. La Errante se acercó deprisa y reconoció lo que era. Se asomó a las profundidades y no vio ningún rastro de sus compañeros, solo escombros de la lejana tierra mirrodiana. Ya no estaban.

Regresó demasiado tarde de la Eternidad Invisible y estaban perdidos.

—Debí advertirlos —se quejó—. No tienen ni idea de a dónde van. Pecamos de incautos pensando que todo sería fácil.

Se puso en pie. No le quedaba mucho tiempo en este plano y volvería a ver a sus compañeros, si es que debía hacerlo. Hasta entonces, todo lo que podía hacer era esperar a su despedida y desear que estuvieran a salvo.

No era suficiente, pero tenía que serlo.

No le quedaba alternativa.