El túnel descendía abruptamente, apuntando hacia el corazón de Nueva Phyrexia. Las paredes angostas pasaban a demasiada velocidad como para fijarse en ellas, ocultando los horrores indescriptibles y las terroríficas maravillas del plano transformado.

Elspeth se aferraba a la vagoneta, consciente de que un solo bache podría hacerla caer y dejarla sola en las profundidades de aquella oscuridad hostil y sobrecogedora.

Ilustración de Yeong-Hao Han

Por primera vez, deseó viajar con los otros planeswalkers en lugar de los mirrodianos. Así tendría con quién distraerse. En lugar de ello, el descenso y la oscuridad acaparaban su atención, mientras que los elfos que manejaban el vehículo se sujetaban con fuerza, igual que ella.

Habían tenido un poco de tiempo para conversar desde que partieron hasta que empezó lo que a ella le parecía un descenso en picado. Los dos operarios se habían mostrado encantados de compartir información sobre su plano destripado con la persona que tal vez fuese su salvadora, según les habían dicho. Deseaba ganarse ese título. Los elfos la conocían tan poco como Elspeth los conocía a ellos. Le daba vergüenza admitir para sí misma que agradecía la falta de familiaridad. Era más fácil que los demás te considerasen una heroína si nunca te vieron fracasar.

Ya le falló a Mirrodin una vez; aquel lugar destrozado era su castigo y su precio a pagar por dicho fracaso. No soportaría que el Multiverso compartiera el mismo destino. Estaba dispuesta a morir para impedirlo si fuera necesario.

Vamos a evitar el Laberinto de los Cazadores y el Pabellón Quirúrgico ―le dijeron los elfos―. Deberías agradecerlo, estamos ahorrándote algo que no deberías ver jamás.

―¿El Laberinto de los Cazadores?

―Quizá lo recuerdes como la Maraña. Vórinclex transportó las peores partes de ella bajo la superficie durante la gran transformación y las utilizó para sembrar su nuevo imperio. ―El elfo que le explicó esto usó un tono casi melancólico. Probablemente naciera en la Maraña y la recordase como un lugar libre, vivaz y hermoso. Quizá pensase que podía volver a serlo.

El descenso vertiginoso empezó poco después y, desde entonces, los operarios estaban demasiado ocupados como para seguir hablándole del paisaje que Elspeth no tendría que ver. Se sujetó al vehículo con todas sus fuerzas y cerró los ojos a causa del fuerte viento. De todas formas, no se veía nada más allá del tenue brillo metálico del aparato que impulsaba la vagoneta: la oscuridad de Nueva Phyrexia lo envolvía todo y ni siquiera contaban con la magia gravitatoria del cráter para suavizar el descenso.

Entonces, poco a poco, el túnel empezó a nivelarse. Elspeth entreabrió los ojos y, casi de inmediato, deseó no hacerlo.

El cielo, si es que podía llamarse así, era un mar de nubes leprosas que se arremolinaban y agitaban sin cesar, lo que daba la sensación de que se pudrían desde dentro mientras flotaban en el aire. El paisaje estaba dominado por numerosos charcos de un líquido verde y brillante que ella conocía: el necrógeno, que daba una luz verdosa y espeluznante al lugar. Incluso antes de la llegada de Pirexia, era una sustancia mortífera, capaz de transformar a los incautos en muertos vivientes. Ahora podía hacer eso o provocar la piresis, y no quería sufrir ninguno de esos dos destinos.

Elspeth se miró una mano e hizo una mueca de angustia. La luz del necrógeno le daba un aspecto amarillento, como si estuviera pudriéndose. La complexión pálida de sus compañeros también se volvió idéntica. Era como si aquel lugar ya los diese por muertos.

―Todo se pudre en este sitio ―dijo uno de los operarios, que seguía centrado en conducir la vagoneta hasta el final de la vía, donde aguardaban los demás―. También te ocurrirá si te quedas demasiado tiempo inhalando los vapores.

―Pero el Pabellón Quirúrgico es peor todavía ―comentó la otra elfa con cara de preocupación―. Allí, si te acercas demasiado a una de las fuentes, la piresis puede afectarte solo por respirar el rocío. Los vapores de este sitio al menos te matan antes de convertirte.

Elspeth separó los dedos de la barra que aferró durante el trayecto y sacudió las manos para deshacer los calambres.

―Qué horror...

―Así es Nueva Phyrexia ―dijo el otro operario―: altera lo que puede, mata lo que no y transforma las ruinas a su imagen y semejanza.

Aún estaban frenando, faltaba poco para detenerse. Las demás vagonetas no se encontraban muy lejos y los pasajeros estaban recogiendo sus cosas y bajándose. El equipo de demolición de Koth tanteaba la tierra ennegrecida entre los charcos de necrógeno usando pértigas de metal para buscar algo parecido a un camino seguro a través de aquella pesadilla.

―No muy lejos de aquí hay un túnel que debería llevarnos directamente a la Basílica Pálida ―dijo Koth en tono serio, mas no sombrío.

Elspeth supuso que, si él aún no había perdido toda esperanza, nunca lo haría.

―Lo dices como si fuese fácil llegar ―comentó Nahiri al bajar de un salto y aterrizar con firmeza sobre los talones. Parecía imposible que fuera capaz de evitar el necrógeno, pero ella hablaba el idioma del metal y la roca, por lo que la esfera del plano probablemente le estaba revelando todos sus secretos. No tenía sentido preocuparse por Nahiri, que caminó hacia Koth sin vacilar―. Pero no lo será, ¿verdad?

―No ―respondió él―. Si tomamos el camino más directo, quizá logremos evitar a la mayoría de las fuerzas de Thrissik. Si no lo conseguimos, intentarán apresarnos vivos. Está construyendo hitos para provocar la llegada de su Destructor y los mejores materiales para ello son los magos poderosos.

Al oír esto, Nahiri enarcó una ceja. Kaya, que resolvió el problema de evitar el necrógeno sacando de fase la parte inferior de las piernas, que ahora tenían siluetas púrpuras y traslúcidas, bufó.

―Claro, claro, siempre somos los mejores objetivos.

―Al menos, el caos de este sitio debería ayudarnos a avanzar. ―Al ver que los demás planeswalkers lo miraban sin saber a qué se refería, Koth mostró una sonrisa breve y horrible―. Siete barones gobiernan los Fosos del Dros, pero nunca estuvieron unidos. Cuatro de ellos están de parte de Úrabrask: Roxith, Geth, Vraan y Sheoldred prestan sus fuerzas a la rebelión contra la Pirexia de Norn. Los otros tres probablemente estén distraídos conquistando territorio y vigilando las posibles traiciones. Ahora mismo tenemos más posibilidades de lograr nuestro objetivo, pero tenemos que actuar ya.

―Si podemos movernos sin que nos vean, larguémonos de aquí ―dijo Kaito antes de bajar de la vagoneta. Tyvar lo siguió de cerca y se pasó su fragmento metálico del Campo Resplandeciente por los dedos como si fuese una moneda mientras le sonreía a Kaya.

―A mi amigo le gusta pasar desapercibido ―le dijo―. Un empeño admirable, aunque no lo comprendo.

Elspeth se quitó la mochila mientras se acercaba al grupo. Ellos eran lo que quedaba del equipo de ataque, la única esperanza del Multiverso para evitar el apocalipsis pirexiano. Tenían que vencer.

―Tengo algo para todos ―dijo al abrir la mochila y sacar varios frascos de cristal llenos de halo. Las dosis individuales estaban atadas con una cinta de cuero y tenían los tapones bien asegurados―. Esto nos protegerá del necrógeno del ambiente durante un rato.

Repartió los frascos y esperó a que todos tuvieran uno para abrir el suyo y tomarse el halo. Como siempre, era una bebida efervescente y pura, cítrica y dulce sin resultar empalagosa. Se limpió la boca y observó si todos seguían su ejemplo.

Cuando Jace apuró el halo, tomó aire bruscamente y el frasco le resbaló entre los dedos antes de que el telépata se desplomase hacia atrás contra una vagoneta. Los mirrodianos se sobresaltaron con consternación mientras Kaya corría a arrodillarse a su lado y tomarle el pulso.

Después de unos segundos, alzó la vista con expresión alarmada:

―Tiene el pulso descontrolado. Elspeth, ¿qué le hiciste?

―Nada, a menos que el necrógeno estuviera impidiendo otra cosa. ―Elspeth corrió junto a ellos. Jace empezaba a sufrir espasmos; no llegaban a ser convulsiones, pero estaba claro que no podía controlar sus movimientos―. Déjame examinarlo.

Melira se acercaba, pero se detuvo al ver a Jace.

―Esto no es la piresis. No sé qué le ocurre.

―El halo no puede hacer daño ―dijo Elspeth, desesperada. Acercó una mano a Jace y luego se detuvo, con una mueca de dolor en el rostro―. Está sufriendo. Está sufriendo mucho. Lo está quemando vivo. Si ya estuviera sufriendo antes, más arriba, me habría dado cuenta. Esto es reciente, empezó cuando se desplomó...

―Tenemos que salir de aquí ―le dijo uno de los operarios de las vagonetas a Koth―. No venimos preparados para quedarnos en los Fosos del Dros, solo teníamos que traer al grupo. Lo siento, pero incluso con el brebaje mágico de la dama, deberíamos irnos.

―Y nosotros también ―respondió Koth―. Podemos enviar al mago de vuelta arriba con los demás o llevarlo con nosotros, pero hay que ponerse en marcha.

―Yo lo llevaré ―dijo Tyvar―. Lo necesitamos para que el plan funcione.

―Jace no es el único que sabe utilizar el sylex. ―Nahiri lanzó una mirada a Kaya―. A ella también le explicaron cómo funciona, cualquiera de los dos puede hacerlo.

―Yo soy la sustituta ―dijo Kaya―, solo tomo el relevo si él queda incapacitado.

―Que es justo lo que está pasando ―contestó Nahiri.

Jace respiró con esfuerzo, se levantó de golpe y una luz blanquiazul centelleó a su alrededor mientras Kaya caía al suelo por el movimiento súbito. El telépata se retorció con violencia, tenía la mirada perdida. De pronto, se puso en pie y se apartó de la vagoneta de un salto, aparentemente dispuesto a cruzar el paisaje ennegrecido.

Tyvar lo sujetó de un brazo y tiró de él antes de que Jace metiera un pie en un charco de necrógeno.

―Menudo susto, amigo ―le dijo―. ¿Qué te pasó?

Jace se giró hacia él, pero parecía que no lo veía del todo.

―El halo me despejó la mente y... Ella está sufriendo ―dijo el telépata―. Me llama, quiere que la busque. Tengo que ayudarla. ¡Debo ir ahora mismo, suéltame!

Tyvar frunció el ceño y, sin soltar a Jace, preguntó:

―¿Ella? ¿De quién hablas?

―Vraska... ―dijo él arrastrando el nombre, como si no hubiera podido pronunciar ningún otro y aquella fuese la última cosa del mundo que quería responder―. Está aquí abajo, sola y asustada. Podría... podría oír su llamada en cualquier parte.

Los operarios de la vagoneta volvieron a los mandos y miraron a Koth para pedirle permiso para irse. Este asintió y los mirrodianos empezaron a accionar los sencillos mecanismos para ascender por la oscuridad y alejarse del brillo verdoso del necrógeno. Jace intentó librarse de Tyvar otra vez.

―Déjame ir ―protestó―. Tengo que buscarla. Me necesita, no saldrá de esta si no la ayudamos.

―Tenemos una misión que... ―empezó a decir Koth.

Jace se giró súbitamente y su mirada pareció volver a centrarse por primera vez.

―Vraska me necesita ―gruñó, pero luego respiró hondo para calmarse―. La misión puede continuar sin mí. La ayudaré y luego alcanzaremos a los demás. Por favor...

―Una fuerza dividida no es una fuerza en absoluto ―repuso Tyvar.

Jace lo miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer que su razonamiento no funcionase. Tiró para librarse de Tyvar, esta vez más fuerte, y lo consiguió. Entonces echó a andar por los eriales ennegrecidos sin mirar atrás.

―Esto es una imprudencia ―murmuró Koth.

―Jace la ama ―dijo Elspeth―. Es incapaz de escuchar a nadie más.

―No podemos dejar que se vaya ―afirmó Nahiri. Kaya y Kaito la miraron y ella negó con la cabeza―. Tiene el sylex. Si lo perdemos, lo perderemos todo. Para eso, ni deberíamos haber venido. Podríamos habernos quedado en nuestros propios planos, preocuparnos por ellos y dejar que los restos de Mirrodin ardieran. ―El grupo fue en pos de Jace y abandonó la ruta segura por los Fosos del Dros. El plan seguía en sus mentes, pero se les estaba escurriendo entre las manos y terminaría desmoronándose si no encontraban una forma de volver a encarrilarlo pronto.

El apiñado grupo de planeswalkers y mirrodianos siguió los pasos de Jace.

―Esto es una pésima idea ―murmuró Kaito―. Y mira que yo tengo ideas pésimas, pero normalmente no hacen que todo el mundo pueda terminar muerto. Supongo que las ideas de Jace son especialmente horribles.

Aun así, caminó junto al resto y nadie volvió la vista atrás.


Al principio, pareció que tenían para ellos todo el devastado paisaje salpicado de necrógeno. Sin embargo, luego empezaron a aparecer las criaturas en guerra, con caparazones de metal ennegrecido que apenas contenían tendones rojos en carne viva y huesos expuestos, extremidades que sobresalían de todas las superficies de los cuerpos, armas que parecían rudimentarias cuchillas de carnicero diseñadas para partir grandes exoesqueletos en dos... Algunos pirexianos eran pequeños, de dimensiones similares a los planeswalkers, mientras que otros parecían torres en comparación, cuales colosos de metal y vísceras.

La mayoría de ellos recordaba a los Fosos del Dros, con caparazones negros y cubiertos de ampollas debido al entorno corrosivo, mientras que otros refulgían y sus cuerpos metálicos sobrecalentados horadaban a sus oponentes al avanzar. La rebelión de Úrabrask estaba más que en marcha.

Las fuerzas pirexianas hicieron que a Elspeth se le revolviera el estómago. Reconoció vestigios de seres junto a los que luchó en la guerra por Mirrodin: los brazos de un elfo viridiano, el torso robusto de un loxodón... Pero otros elementos de los cuerpos eran completamente nuevos, lo que los hacía aún más espeluznantes. Cada vez que creía reconocer qué había sido antes una criatura, se fijaba en otro detalle que la volvía extraña y desconocida. Era doloroso fijarse demasiado.

Por ahora, los pirexianos parecían cegados por la batalla entre ellos. Sus pesadas patas revolvían el paisaje metálico y chapoteaban en los charcos de necrógeno. Hasta que un grupo de contendientes pasó con estrépito a poca distancia de ellos, Elspeth no comprendió lo que sucedía. Con los ojos como platos, se giró hacia Jace:

―Nos estás protegiendo de ellos ―dedujo.

―Cuando miran hacia nosotros, no ven nada ―aclaró él―. No es un escudo, es una alteración total de su percepción. ―El esfuerzo se le notaba en la voz―. Esta es la manera más rápida de llegar hasta Vraska. Tiene mucho miedo y está completamente sola.

Una estructura horrorosa y enorme se elevaba entre las nubes de niebla en descomposición, tan ennegrecida y deteriorada como los alrededores. El edificio estaba alojado entre las horribles “alas” de una caja torácica demasiado grande como para haber pertenecido a un ser vivo. Kaya dejó escapar un pequeño sonido de repugnancia. Koth hizo un sonido mayor de consternación. Kaito los miró con las cejas enarcadas.

―El Coliseo de Sheoldred ―dijo Koth―. Ahí dentro les hace luchar por diversión.

―¿A quiénes? ―preguntó Kaito con perplejidad.

―A otros pirexianos. A sus campeones o a los que la desagradan, eso da igual: todos entran y la mayoría no vuelve a salir. A veces lleva a los nuestros, cuando los capturan vivos y los consideran indignos de los “dones” de Pirexia. ―Koth negó con la cabeza, parecía cada vez más asqueado―. Nadie sale del coliseo con vida y sin cambiar. Yo escapé... bastante intacto. Una parte de mí seguirá luchando allí hasta que yo muera.

―Vraska ―dijo Jace, que echó a correr otra vez. Nahiri y Kaya lo siguieron rápidamente: Nahiri detrás del sylex y Kaya detrás de Nahiri.

―Si sus ilusiones desaparecen con él, las tropas de Nueva Phyrexia no tardarán en vernos ―dijo Tyvar, que esta vez sonaba nervioso. Como si llegasen a un acuerdo tácito, los demás y él corrieron detrás de Jace. Las puertas del coliseo estaban abiertas, pero la entrada era tan estrecha que tuvieron que entrar en fila de a uno. Jace fue el primero en pasar, seguido de cerca por Nahiri y Kaya.

El resto ni siquiera llegó al interior antes de que Nahiri soltase una maldición y se oyera el sonido distintivo del metal arrancándose del suelo cuando la litomante se preparó para la guerra. Los rezagados intercambiaron una mirada y aceleraron el paso mientras aprestaban las armas.

Kaito agarró a Elspeth de un brazo antes de que entrara.

―No podemos demorarnos ―dijo él―. Jace es nuestro amigo, pero esto es una estupidez Tenemos que recuperar el sylex y seguir adelante.

Elspeth lo miró con toda la compostura que pudo.

―¿De qué sirve luchar si no podemos salvar ni siquiera a los nuestros?

Con expresión molesta, Kaito la soltó.

Elspeth se giró hacia la entrada y entró en el Coliseo de Sheoldred.

El interior era una enorme palestra vacía y rodeada de filas de asientos elevados y sin respaldo, tan empinados que no cabía duda de que el público más ansioso podía precipitarse desde lo alto si no tenía cuidado. Un suelo de metal negro con agujeros se extendía en el corazón del recinto, con un estanque de necrógeno burbujeante en el centro y los bordes. Era un foso de los horrores.

Ilustración de Dibujante Nocturno

Y en la palestra, sangrando copiosamente por numerosas heridas horripilantes, estaba Vraska. La gorgona se aferraba el abdomen con una mano y la sangre corría entre sus dedos mientras sujetaba dentro de sí algún órgano esencial. Los apéndices serpentinos de su cabeza colgaban sin fuerzas y un círculo de pirexianos se cerraba en torno a ella, pisoteando los cuerpos petrificados de varios congéneres.

Esos no eran los únicos cadáveres que había en el suelo: más de una decena de mirrodianos fueron asesinados antes de llegar a este punto. Al verlos, Elspeth no pudo evitar pensar que, como mínimo, cayeron sin que los perfeccionasen: su muerte fue limpia y rápida.

Jace corría directamente hacia Vraska, confiando en que sus ilusiones lo protegieran. Los pirexianos aún no lo veían, pero aquello no duraría eternamente. Pasar como fantasmas por un campo de batalla era una cosa; interponerse entre unos depredadores y su presa era otra muy distinta. Kaito alzó su espada mientras Elspeth desenvainaba la suya. Tyvar sacó del cinturón el hexágono de metal negro, se lo pasó entre los dedos y su piel adquirió una nueva composición al tomar prestadas las características del metal.

Koth suspiró y los hombros se le hundieron.

―Así que vamos a hacerlo ―dijo antes de gritar con determinación―. ¡Por Mirrodin! ―Se lanzó a la carga y su armadura pétrea se volvió incandescente cuando la activó. En plena carrera, recogió la pica de uno de los caídos y el calor se extendió por el asta metálica para convertirla en una vara al rojo vivo.

Los demás le siguieron el ritmo. Las hojas de Nahiri silbaron una canción de muerte alrededor de ella y abatieron a dos de los pirexianos antes de que llegaran a darse la vuelta. Kaya se dispuso a avanzar, pero Nahiri se giró hacia ella con una mirada fulminante.

―Quieta ―le rugió―. Si ese necio se busca la muerte, dependeremos de ti. Sin uno de los dos, será nuestro fin. No te metas.

Kaya nunca había tenido miedo de Nahiri, pero cuando la miró a los ojos, se le puso la piel de gallina y un pavor inesperado la invadió. Finalmente, retrocedió y observó a los demás enfrentarse a los pirexianos.

Las criaturas ignoraron a Vraska, distraídas por los planeswalkers a excepción de Jace, que aún era invisible para los pirexianos y corría con decisión hacia la gorgona. Kaito levantó la espada para detener un ataque de una criatura acorazada, Himoto pitó una advertencia y su dueño se tambaleó con la fuerza del impacto. Tyvar apareció de repente y se interpuso entre Kaito y el siguiente espadazo de la criatura, que le hizo gruñir al estamparse contra su espalda recubierta de metal.

El golpe apenas hizo mella en la superficie. El elfo mostró una sonrisa feroz y blandió su arma contra la bestia. Detrás de él, Kaito ladeó la cabeza. La capa de aceite iridiscente que quedó en la piel transformada de Tyvar se separó de esta y se enroscó para formar una esfera que flotó sobre Tyvar.

Koth machacó a los pirexianos con sus puños sobrecalentados. Apuntaba a las grietas de las corazas, las articulaciones y los puntos expuestos mientras esquivaba sus armas. Un pirexiano, una especie de langosta metálica que parecía haberse construido soldando más de una decena de cadáveres humanoides, rugió e intentó apuñalarlo con una atroz pinza semicrustácea. Koth la atrapó justo antes de que la punta se clavara en su armadura y luchó por apartarla de sí.

Un golpe de la espada de Elspeth cercenó la garra y una radiante luz dorada destelló con el impacto. Koth le mostró una sonrisa mientras ella lanzaba otro golpe y decapitaba a la bestia. Acto seguido, el mirrodiano se giró y arrojó la pinza contra el siguiente enemigo que se acercaba, clavándole la punta en la garganta. El pirexiano pestañeó con una reacción de sorpresa casi cómica y luego se desplomó sin vida.

La esfera de aceite que había creado Kaito aceleró repentinamente y se estrelló contra los ojos del pirexiano más próximo. El corpulento ser retrocedió tambaleándose, cegado por unos momentos, y esa fue la única oportunidad que Tyvar necesitó para abatirlo. Pateó el cuerpo cuando este cayó y se volvió hacia Kaito:

―¡Buena puntería!

―Hago trampas ―admitió Kaito encogiéndose de hombros.

En medio de todo aquello, Nahiri avanzó como una nube de metal giratorio, una temible agente de la destrucción. Los pirexianos que quedaban no tenían ni una oportunidad contra ella, y mucho menos contra la fuerza combinada de los planeswalkers. La última criatura cayó mientras las cuchillas de Nahiri volvían a detenerse en el aire a su alrededor. Cuando Jace por fin llegó hasta Vraska, ella retrocedió un paso y levantó la mano libre para mantenerlo a raya.

Jace se detuvo y la miró con estupefacción. Sus ojos aún emitían un tenue brillo azul por el esfuerzo de ocultarse de Pirexia.

―¿Vraska? ―dijo sin disimular el dolor en su voz―. Vraska, tenemos a Elspeth con nosotros. Tenemos halo. También está Melira. Podemos curar la piresis y tratarte las heridas. Aún estamos a tiempo de...

―No ―lo interrumpió Vraska, cuya voz firme ahora sonaba hueca y abatida―. No, Jace, no. Siento mucho haberte llamado. No quería hacerlo. Estábamos enlazados y no... no tendrías que haber oído eso.

Jace parpadeó y dio un paso hacia ella.

―¿Cómo? No. Llamarme fue lo correcto. Ahora estás a salvo, a salvo... Vamos a salvarte...

―¡No! ―La entereza de Vraska regresó para articular aquella sílaba contundente. Se tambaleó, se inclinó hacia delante, miró a Jace... De algún modo, parecía más pequeña de lo que debería, casi... mermada―. No vas a salvarme, Jace. No puedes. Ya es demasiado tarde. Está dentro de mí. Pirexia es un veneno que ni siquiera yo puedo repeler. Es demasiado tarde.

Jace se quedó mirándola totalmente horrorizado. Melira se mordió el labio.

―Lo percibo desde aquí ―dijo en voz baja―. Me sorprende que aún conserve tanto de sí misma... Debe de tener una voluntad capaz de mover montañas. Si no estuviese tan malherida, habría una posibilidad, pero en este estado...

Nahiri avanzó unos pasos y sus cuchillas la siguieron.

―Podemos hacer que sea limpio ―dijo sin sentimiento alguno en la voz―. Morirías siendo tú misma.

―Si la tocas, te mato ―espetó Jace, que apartó los ojos de Vraska el tiempo justo para lanzar una mirada fulminante a Nahiri.

Esta se detuvo y lo miró sin inmutarse. Jace se volvió hacia Vraska.

―Por favor ―le rogó―. Intentémoslo al menos. Podemos... Tenemos que hacer algo.

―Tienes que huir ―respondió Vraska―. Todos. Mientras aún haya una oportunidad de lograr lo que vinimos a hacer. Sabíamos que podría haber pérdidas. Entendíamos que las habría. Huye. Huye, Jace Beleren, y no mires atrás, por favor. Te quiero. No dejes que mi amor sea lo que acabe contigo. Vamos. Salva el Multiverso y vive. Eso me haría feliz.

―No te abandonaré ―dijo él.

―Los demás sí lo haremos ―intervino Kaito―. Jace, quédate con Vraska si es lo que quieres; la decisión es tuya. Pero no puedes quedarte el sylex.

Nahiri chasqueó los dedos. Sus cuchillas volaron y cortaron las correas de la mochila de Jace sin que él pudiese reaccionar. Kaya la atrapó antes de que cayera al suelo y la apretó contra el pecho cuando volvió a apartarse.

―¿De verdad vamos a abandonarla? ―Jace miró a los demás con desesperación, tanto a los compañeros que habían luchado a su lado durante años como a los que apenas conocía―. Elspeth, viniste aquí para ser un faro de esperanza...

―Para todo el mundo ―dijo ella―. Pirexia no perdona a nadie.

―Jace, por favor ―insistió Vraska―. Es mi fin, al menos concédeme esto. ―Hizo una pausa y una débil sonrisa se formó en sus labios―. Siempre contaba con que moriría sola.

―No vas a morir sola ―protestó Jace mirándola de nuevo―. No vas a morir.

―Es inevitable ―dijo ella.

Ni Jace ni Vraska se fijaron en los otros planeswalkers cuando salieron del coliseo y los dejaron atrás, con Kaya aferrando el sylex. Estaban perdidos en su propio mundo.

Entonces, Jace se acercó y, esta vez, Vraska no se apartó, ni siquiera cuando él tomó sus manos ensangrentadas entre las suyas y las estrechó.

―Cierra los ojos ―pidió Jace.

Y Vraska lo hizo.


El grupo salió en fila por el angosto pasadizo y regresó al paisaje ennegrecido y putrefacto de los alrededores del coliseo, dejando a Vraska y Jace a su suerte.

En el exterior se toparon en medio de una guerra.

La lucha en el coliseo no había sido silenciosa en absoluto. Habían matado, gritado y voceado entre ellos sin tener en cuenta la posibilidad de que les oyeran. Con Jace en el interior, no había nada que los ocultase de los combatientes que había en el campo de batalla, la mayoría de los cuales ya no estaban dispersados, sino que se habían congregado a las afueras del coliseo. Ahora formaban filas que englobaban desde criaturas de tamaño humano con numerosas patas hasta enormes constructos hechos de tendones y hueso.

Ilustración de Lie Setiawan

Los planeswalkers y los mirrodianos se miraron. Agotaron muchas fuerzas en la lucha para salvar a Vraska. La piel de Tyvar ya empezaba a asomar en algunos puntos bajo su blindaje metálico y las cuchillas de Nahiri giraban un poco más despacio.

No podían volver adentro, o se meterían en un callejón sin salida, pero tampoco podían seguir adelante sin tener que despejar un camino.

Elspeth estrechó una de las manos de Koth y le apretó los dedos. Intentó consolarse pensando que hicieron todo lo posible. Tal vez fracasaran y murieran allí mismo, pero lo intentaron.

―¿Por Mirrodin? ―preguntó ella, resignada a luchar.

Su corpulento amigo asintió.

―¡Por Mirrodin! ―rugió, y se lanzaron a la carga como una ola destinada a romper contra las rocas, luchando hasta el final.


―Ya puedes abrirlos ―dijo Jace.

Vraska pestañeó al mirar en derredor. El coliseo había desaparecido, reemplazado por una soleada avenida de Rávnica con un cielo perfecto y sin nubes, como pocas veces se veía. Volvió a mirar a Jace con perplejidad y pestañeó de nuevo. Todas las marcas de la batalla habían desaparecido, además de sus preparativos. En su lugar, Jace estaba vestido para dar un paseo vespertino, con el pelo casi hasta dominado, y le tendía la mano.

―Tal vez no logre salvarte de Pirexia, pero sí puedo pasar un día más contigo primero. Compartamos esto.

―Jace... ―dijo ella, y rompió a reír mientras Jace la tomaba de la mano y la acercaba hasta él. Todo era maravilloso, no sucedía nada malo.

Casi pudo fingir que se creía aquella ilusión tan encandiladora. Vagaron por las calles de Rávnica y visitaron las salas de los gremios y los grandes museos. Vraska apoyó la cabeza en el hombro de él, sumida en el sueño del futuro que habrían podido tener juntos si el Multiverso hubiera sido un poco más clemente.

Estrechó con fuerza la mano de Jace en aquella versión de su mundo perfecto; del mundo perfecto de ambos.

―Gracias ―susurró ella―. Es maravilloso.

―Te quiero ―respondió él.

Vraska hizo una mueca de dolor.

―Es hora de que te vayas. Si no, temo que te haré daño cuando Pirexia llegue hasta mi mente. Te lo ruego. Hazlo por mí, por lo que podríamos haber sido.

―No, no pienso dejarte. Aquí puedo salvar tu mente, al menos. Podemos seguir juntos, en un lugar que Pirexia no conseguirá alcan... ―El cielo empezó a oscurecerse.

―Ay, Jace... ―dijo ella, y su voz se convirtió en un suspiro al pronunciar su nombre―. No te culpes. Siempre tienes que ser el héroe que encuentra una solución, pero a veces no la hay. Si fueras un poco más rápido...

Si Elspeth y Kaya bajaran antes de la superficie. Si él no decidiera esperarlas. Si no dejara que Nahiri lo enzarzara en una discusión en el campamento mirrodiano.

Si...

―No es demasiado tarde ―dijo él.

―Lo es. ―Vraska le tocó una mejilla―. También está dentro de ti. Ya estás perdido.

―¿Cómo...?

―Aquí, en los Fosos del Dros, el aceite que propaga la infección flota en el aire alrededor de los charcos de necrógeno. Tendrías que haber huido, mi valiente y necio muchacho. ―Vraska movió la cabeza de un lado a otro―. Estás igual de condenado que yo.

―Bebí halo antes de llegar hasta ti. Tengo tiempo. Los dos lo tenemos.

Jace suspiró y se acercó. Vraska se inclinó hacia él y sus labios se unieron en un último beso a la sombra del fin.

Jace saboreaba las mentiras de los labios de ella cuando algo le apuñaló la palma de la mano derecha. Quemaba como el hielo. La ilusión que había construido tan meticulosamente se hizo añicos y ambos volvieron a encontrarse bajo el inhóspito cielo pirexiano. Jace intentó apartarse por la fuerza, pero Vraska lo retuvo. Sus manos siguieron unidas y ella sonrió con suma dulzura.

―Por la gloria de Pirexia ―susurró.

Ilustración de Martina Fačková

Le había crecido una cola larga y curva como la de un escorpión, rematada en un aguijón. Eso era lo que le había atravesado la mano, inyectándole una abundante dosis de aceite iridiscente. Vraska se rio y sus ojos destellaron cuando desató su mirada contra él por primera vez. Jace alzó el brazo herido para taparse los ojos, se giró y echó a correr para huir de la pirexiana que le conocía mejor que nadie.

La carcajada lo persiguió hasta que Jace chocó contra el costado metálico de Tyvar. El elfo estaba retirándose a través de la entrada junto con los otros. Huían de una horda pirexiana que se aproximaba al coliseo.

Vraska seguía riéndose. Iban a morir allí. Todos y cada uno de ellos.

Nahiri siseó entre dientes al blandir la espada contra un pirexiano corpulento.

―¡Es imposible! ―gritó. La venda del cuello se le soltó durante el combate y ahora se agitaba con cada movimiento. Nahiri la agarró y se la arrancó de un tirón, revelando una extraña protuberancia ósea encima de la columna. No parecía importarle que los demás la vieran y se giró hacia ellos.

No podemos vencer a tantos ―afirmó―. La única forma de cumplir la misión es seguir adelante, así que eso harán. Sujétense a algo.

Su magia surgió como una marea abrasadora cuando profundizó en la tierra lo suficiente como para provocar una convección visible que hizo que el aire danzara en una calima. El poder de Nahiri parecía inagotable, implacable. Una a una, las cuchillas que había creado meticulosamente con la materia de aquella capa del plano cayeron al suelo, mientras que la espada que empuñaba refulgió con mayor intensidad. El coliseo empezó a deformarse y resquebrajarse, incapaz de resistir su llamada inexorable.

La protuberancia ósea de su columna se extendió, como si arrancar tanta energía de la propia Pirexia acelerase una horrible transformación. La piel se le empezó a agrietar, revelando unas venas repletas de algo incandescente en lugar de sangre.

Su mirada se cruzó con la de Jace desde el otro lado del campo de batalla. Los ojos de Nahiri ahora eran completamente negros, como ascuas apagadas.

―No dejes que esto sea en vano ―dijo ella―. Termina la misión.

Ilustración de Andrey Kuzinskiy

Blandió su espada y, en ese momento, fue un personaje de leyenda; en ese instante, hubiera sido capaz de partir el plano. Y entonces, con una inmensa y temible fuerza devastadora, hizo precisamente eso y todo se sumió en la oscuridad.


El polvo inundó el aire, ennegrecido por el necrógeno y deslumbrante a causa de un resplandor imposible. Poco a poco, todo se despejó.

Elspeth se incorporó tosiendo con fuerza y empujó unos escombros que le cubrían el torso. Se apoyó sobre manos y rodillas y buscó desesperadamente a los demás. El impacto contra el suelo de porcelana aplastó su mochila y Elspeth tuvo que luchar por no llorar cuando vio el valioso halo que le quedaba derramado en el suelo y disipándose en una neblina arcoíris.

Tampoco es que les fuera muy útil hasta ahora. Estaban perdiendo. Iban a morir allí... si es que tenían suerte. De lo contrario, se convertirían en nuevas y temibles herramientas para el arsenal de Pirexia y sembrarían la destrucción en otros planos.

No, no podía pensar de aquella forma. Se puso en pie con esfuerzo y miró alrededor. Sintió alivio al ver que Koth también estaba saliendo de entre los escombros. Su amigo miró hacia el cielo y se quedó ligeramente boquiabierto.

―Pedazo de idiota... ―susurró él.

―¿Cómo? ―preguntó Elspeth.

Koth señaló hacia arriba.

―Mira.

Elspeth levantó la vista. En el cielo plateado había un gigantesco agujero oscuro y dentado, como si alguien lo hubiera atravesado por la fuerza.

―Derrumbó el coliseo entero sobre la Basílica Pálida ―dijo Koth―. Increíble.

Los demás estaban saliendo de entre los escombros. Tyvar ayudó a Kaito a ponerse en pie y Kaya le echó una mano a Jace. Elspeth se tranquilizó al ver que la mochila que contenía el sylex resistió mejor que la suya y aún parecía intacta.

No había rastro de Nahiri.

En las alturas, los pirexianos empezaron a entrar por el agujero y se lanzaron casi de inmediato a una batalla entre ellos. No cayeron del cielo, sino que se aferraron a la superficie plateada, ignorando la gravedad para centrarse en la carnicería. Otros pirexianos ascendieron por las paredes; estos tenían un blindaje plateado y blanco brillante, lo que significaba que pertenecían a la Basílica Pálida.

Elspeth giró la cabeza y contuvo el aliento. Los demás siguieron su mirada. Allí, deslumbrando en el horizonte artificial, estaba la radiante figura alada de Atraxa, que luchaba contra los invasores oscuros que asaltaban los dominios de su ama.

―Hay que ponerse en marcha ―dijo Koth―. Esta batalla distraerá un tiempo a las fuerzas de Elesh Norn, pero no eternamente.

―Y yo tampoco podré ayudar eternamente ―comentó Jace. Sostuvo en alto un brazo cubierto de ampollas y quemaduras a causa del veneno de Vraska. La piel estaba salpicada de grietas que revelaban tejidos impregnados de una sustancia pringosa e iridiscente que no tenía nada que ver con la sangre―. El halo que tengo en el organismo lo frenará, pero no lo detendrá.

―Melira... ―dijo Elspeth.

La bajita mirrodiana negó con la cabeza.

―Quedaría incapacitado y no conseguiríamos llevarlo de vuelta a la superficie. No puedo tratarlo aquí.

Jace no mostró la más mínima sorpresa.

―Kaya, devuélveme el sylex. En estas condiciones no sobreviviré, así que seré yo quien lo detone.

―Si crees que con eso vas a convencerme, es que perdiste el juicio ―contestó Kaya, que aferró la mochila de manera protectora.

―Lo discutiremos por el camino ―dijo Koth―. Estamos cerca del altar. Nuestra querida litomante nos trajo hasta nuestro objetivo y no deberíamos dejar que se sacrificase en vano.

―Aún no me puedo creer que esté vivo gracias a Nahiri ―dijo Jace. Entonces se miró el brazo y torció la boca―. En fin, la incredulidad me durará poco.

Echaron a andar por el camino lleno de escombros que conducía al imponente altar de Norn.

Jace continuó hablándole en voz baja a Kaya para intentar convencerla de que le diese la mochila, hasta que finalmente, con una expresión de repugnancia, ella se la estampó entre los brazos y se adelantó para explorar, emitiendo destellos púrpuras cuando su cuerpo salía de fase para atravesar los escombros de mayor tamaño. Jace apoyó la mochila contra la cadera sin parecer complacido ni disgustado. Sufrir de un solo golpe la pérdida de Vraska y su propia condena parecía haber quebrado algo dentro de él. La desesperación que había en sus ojos fue un mazazo para Elspeth, que no soportaba mirarle mucho tiempo.

Perdieron a dos compañeros (tres si ya se contaba a Jace) y todo el halo. Estaban atrapados en el corazón de Nueva Phyrexia y no había una forma clara de volver a casa.

¿Cuánto les quedaba que perder en realidad?

Bajo el cielo ardiente de la Basílica Pálida y la luz corrompida de Atraxa, siguieron adelante.