Bajo el árbol de Riorraíz
El enclave aéreo de Bala Ged flotaba en el cielo sobre la extensa enramada de la espesura de Guum, cual gran luna que jamás abandonaba el cielo e intimidaba a Obuun con su mirada imperturbable. Lo desafiaba a admitir la derrota y regresar a la ciudad kor de las alturas. En vez de sostener la mirada, Obuun la apartó y se apoyó en la barandilla de madera retorcida para observar a los vigilabosques que partían de la aldea de Riorraíz. Un grupo de unas diez personas se movía por el suelo del bosque, apenas visibles con sus vestimentas de retales marrones y verdes. No tardaron mucho en desaparecer en dirección al norte, dejándole contemplativo y en compañía de su rabia y de Nezzan, líder del clan de Riorraíz.
―Dales tiempo, Obuun.
―¿Por qué debería darles nada? ―Malhumorado, Obuun dio un manotazo a una polilla que revoloteaba cerca de sus largas orejas―. Tendría que ir con ellos a luchar contra los surrakar. Esas criaturas me arrebataron a mis padres y ahora los vigilabosques me arrebatan la oportunidad de vengarme.
―Obuun, entiendo que pienses que vengar a tus padres restaurará el vínculo con tus ancestros. Puede que sí, pero tú no conoces la espesura de Guum tan bien como los vigilabosques y ninguno de ellos puede estar pendiente de ti en las tierras salvajes. Si mueres sin estar en conexión con tus ancestros, tu alma se perderá. Si vives, la espesura te arrebatará algo más que la vida. Siempre lo hace.
―¿Te piensas que no lo sé? ―estalló Obuun. La espesura ya se había llevado a sus padres. ¿Qué más podría arrebatarle?―. El riesgo merece la pena con tal de demostrar mi valía.
Al oír aquello, Nezzan negó con la cabeza de forma condescendiente.
―No conoces los riesgos. Después de haber estado con los kor durante tanto tiempo, tienes mucho que aprender. Así lo ven los vigilabosques.
―¿Me consideran un kor porque he vivido entre ellos? Eso no es justo.
Obuun se giró hacia Nezzan, de menor altura que él. Tenía una edad avanzada incluso entre el pueblo Mul Daya y las arrugas de su frente y ojos parecían las venas de una frágil hoja caída.
―No puedo leer las mentes ajenas, ni tampoco puede hacerlo nadie entre el pueblo Mul Daya ―dijo Nezzan. Obuun abrió la boca, pero Nezzan le interrumpió levantando una mano―. Hay algunas cosas que sí sé con seguridad, Obuun. Sé que tu tío Dykaar adora a los kor porque le proporcionaron estabilidad, al igual que a ti. Sé que los kor son hábiles reemplazando nuestras costumbres con las suyas en toda la gente que cae en sus redes. Y sé que los Mul Daya tardamos en confiar.
―Por eso mismo tendría que ir con ellos. Verían que pueden fiarse de mí si me diesen la oportunidad de demostrarlo.
Obuun apartó a Nezzan de su camino; tampoco le comprendía. En Riorraíz, nadie entendía ni el dolor urgente de ser un forastero en su propia tierra ni lo exasperante que podía ser la paciencia élfica.
Obuun había preparado sus cosas en el antiguo hogar de sus padres, polvoriento e invadido por la vegetación. Nezzan quería que acondicionara la vivienda, situada bajo una rama alta del gran árbol que cobijaba a todos los elfos de la aldea de Riorraíz. Sin embargo, él no tenía intención de quedarse en una casa llena de recuerdos y cubierta de hierbajos en una aldea donde nadie se fiaba en él, sobre todo cuando la espesura estaba repleta de oportunidades para recuperar lo que había perdido.
La armadura que le había comprado el tío Dykaar colgaba de una rama en un rincón de la estancia principal. Su anguloso diseño kor desentonaba entre los zarcillos verdes de la casa. Volver a la aldea había sido, en cierto modo, una traición. Dykaar le había dado cuanto poseía, pero Obuun no podía seguir soportando que el vínculo con sus ancestros se hubiera roto. Se había llevado consigo la armadura y la lanza con garfio al mundo de la superficie y había abandonado en el enclave a la única familia viva que le quedaba.
Sin embargo, escapar de la magia abrumadora del enclave aéreo y descender una altura de casi cinco kilómetros de cielo abierto no había sanado el vínculo espiritual. El temor de que nunca llegara a curarse había penetrado en lo más hondo de Obuun, como una larva de escarabajo en la raíz de un árbol. Se sacudió de encima los miedos mientras se ponía la armadura. Las secciones triangulares de las hombreras kor le resultaban ligeras y familiares. Obuun se llevó un rollo de cuerda, su lanza y el cinturón de escalada y se escabulló por la agrietada puerta trasera. Las bisagras protestaron con un chirrido, pero los sonidos del bosque eran lo bastante fuertes como para que nadie más lo hubiera oído. Una bandada de aves moradas y negras graznaba en los tejados, los insectos zumbaban por doquier y se alimentaban de las algas luminiscentes de la ciénaga que se extendía tras la aldea, mientras que los niños chillaban en algún lugar a menor altura. Nadie se fijaría en un elfo que se descolgaba con una cuerda de plataforma en plataforma, evitando las escaleras y elevadores que conducían al suelo.
La tierra era blanda y las botas de acero de Obuun no hicieron ruido alguno al pisar las hojas caídas que se descomponían lentamente en el suelo fértil. Se encontraba en el único claro que había bajo la aldea, donde la ceniza estaba cubierta con hojas frescas y húmedas para impedir que los fuegos de la cremación se propagaran por la maleza. El hollín de generaciones de muertos magullaba la corteza del árbol de Riorraíz y, aunque Obuun no podía establecer una conexión con sus ancestros, sintió el dolor en su propia alma. Primero su padre y luego su madre... Ambos habían desaparecido hace años sin que se les hubiera incinerado en aquel lugar, para así liberar sus espíritus hacia la aldea de las ramas.
Mientras Obuun se deslizaba entre los matorrales y pasaba junto a árboles que parecían diminutos junto al de Riorraíz, se preguntó si su vínculo había resultado herido demasiadas veces y nunca llegaría a recuperarse. Tiempo atrás, se había roto la muñeca izquierda en dos ocasiones. En la segunda, el hueso nuevo se había partido como una ramita verde apenas un mes después de que el curandero kor le hubiera impuesto las manos. La muñeca nunca volvería a ser la de antes; incluso una década más tarde, seguía torcida. Cada cierto tiempo, el dolor que sentía con los cambios de clima le recordaba su propia debilidad, al igual que la aldea de Riorraíz le recordaba lo que había perdido. Sin embargo, era mejor estar allí y ser libre que permanecer cómodamente en el enclave aéreo. Al menos los vigilabosques que le habían rechazado demostraban una frialdad sincera. En cambio, los kor sonreían a los forasteros a la cara y los apuñalaban por la espalda si no se adaptaban.
Obuun se había amoldado igual que las capas de liquen a los árboles: se había aplanado, se había vestido con ropajes kor y se había pintado la cara con símbolos kor. Aquella misma mañana también lo había hecho, olvidando que ya no tenía por qué. El aire bajo la enramada era húmedo y la pintura tenía un tacto suave en la piel cálida, así que la frotó con el dorso de la mano y limpió esta en las polainas de cuero mientras caminaba. Se sorprendió de la facilidad con la que se movía por la espesura de Guum. Los kor y el tío Dykaar decían que no se podía andar por ella, que solo era un territorio transitable para los vigilabosques entrenados, como Ayya, la madre de Obuun.
Se preguntó si ella también se había sentido así al cruzar las tierras salvajes, libre y sola. Invisible y no juzgada por los ojos de los elfos, pero observada por la fauna de Zendikar desde todos los ángulos. El aire estaba impregnado de olores a putrefacción, nuevos brotes y un hedor acre. Estaba cerca de la guarida surrakar. Obuun se situó detrás de un árbol para tender una emboscada. Regresaría a la aldea con pruebas de que había matado a un surrakar y los vigilabosques no tendrían más remedio que dejar que los acompañara en la próxima expedición. No podían permitirse dejar atrás a alguien capaz de ayudar.
Oyó unas pisadas suaves y cautelosas. Obuun contuvo el aliento y aguzó el oído cuando algo pasó junto a su escondite. Sonaba como un bípedo. Echó un vistazo detrás del árbol y vio un surrakar de un color verde nauseabundo que caminaba torpemente entre los árboles. Tenía la altura de un Mul Daya, pero era más corpulento, con una papada que le caía desde la barbilla y una larga cola que arrastraba por el suelo. En una garra empuñaba una lanza élfica que parecía haber pasado los últimos veinte años en el fondo de un pantano.
Obuun aferró su arma y los colores claros y oscuros se alternaron ante sus ojos cuando salió corriendo entre los árboles en pos del surrakar. El hedor de la cueva lo envolvió como una cortina cuajada de gotas y la oscuridad húmeda lo encerró. Acechó al surrakar y redujo su ritmo instintivamente mientras esperaba a que sus ojos se adaptasen. Las lecciones del tío Dykaar no habían ayudado a Obuun a integrarse en la aldea de Riorraíz, pero ahora le resultarían útiles para demostrar su valía.
El surrakar probablemente oyó el ruido de las pesadas botas de Obuun, puesto que se giró y levantó su arma cuando la lanza silbó en el aire. El acero chocó contra el acero y saltaron chispas que iluminaron las tinieblas del túnel. El surrakar era más fuerte de lo que Obuun se esperaba y estuvo a punto de derribarlo blandiendo su arma con una sola mano. Las manos de Obuun temblaban y comprendió que tendría que matar a la criatura o huir antes de que acabase con él. Antes de que pudiera decidirse, el surrakar emitió un croar chirriante y lanzó un golpe contra la cabeza de Obuun, obligándolo a agacharse para esquivarlo. El miedo lo invadió y decidió escapar y volver a prepararse.
Apenas huyó unos pasos cuando el corpulento surrakar lo arrojó al suelo y casi le hizo chocar la cabeza contra una pared. Obuun agarró a tientas el cuchillo del cinturón y lanzó varias puñaladas violentas hacia atrás, pero el arma se escurrió entre sus dedos y cayó en la oscuridad con un repiqueteo. Un metal frío tocó la nuca de Obuun e hizo que se quedase paralizado de miedo. El pie desnudo y escamoso del surrakar lo pateó en las costillas para ponerlo boca arriba. La punta de su lanza le arañó la garganta y dibujó a su paso una línea de dolor ardiente.
Obuun estiró las manos por encima de la cabeza e hizo presión contra la pared. La superficie lisa de su armadura se deslizó con facilidad por el suelo y le permitió pasar entre las piernas de la criatura. La agarró por la cola, pero sus púas y bordes dentados se le clavaron en las palmas; aun así, era lo único que podía hacer para resistir. La cola musculosa del surrakar estampó a Obuun contra la pared y casi le hizo perder el conocimiento cuando se desplomó sobre un costado. El surrakar preparó la lanza para golpear, pero la empuñadura chocó en la pared del estrecho pasaje y le dio a Obuun la oportunidad de apartar la cabeza. Se levantó y echó a correr otra vez, chocando con torpeza contra las paredes iluminadas tenuemente por los líquenes.
Poco después, Obuun se había extraviado. Los sonidos de escamas rozando la piedra, de gruñidos y de matanza llegaban de todas partes. Cualquier dirección que siguiese lo conduciría a una muerte más allá de la muerte, perdido tanto para sus ancestros como para los vivos. Aquella idea hizo que sintiera náuseas en el estómago. Cuando vio una estrecha grieta oscura entre la piedra y la tierra compacta, se metió en ella apretujándose para ocultarse. Las raíces le rascaron la nuca y una voz familiar resonó entre la piedra, suave como ondas de agua fresca que descendían por su columna: “Déjala entrar”.
El escalofrío le hizo volver en sí. Su aliento se calmó y su corazón volvió a latir al ritmo normal. Obuun estaba desubicado, pero el aire, aunque viciado, le resultó casi familiar. ¿Acaso estaba debajo del árbol de Riorraíz?
Al cabo de un rato, convencido de que quedarse allí supondría la muerte, Obuun salió de su escondite. Rezó a los ancestros para que sus ojos, ahora adaptados, encontrasen una pista sobre cómo salir de las cuevas surrakar, aunque tenía poca esperanza. Había vivido demasiado tiempo en el enclave aéreo, cuya magia había erosionado su conexión con el pasado. En aquella situación, los sentidos no le serían de gran ayuda. No se respiraba ni un soplo de aire fresco y las raíces que cubrían las paredes eran tan gruesas y extensas que le impedían orientarse por los pasadizos. “Déjala entrar”. Tal vez aquella melodiosa voz élfica sería capaz de llevarlo a casa, si volvía a encontrarla.
El suelo era desigual y Obuun tropezó con frecuencia cuando los garfios delanteros de las botas golpeaban una piedra o la tierra dura. Una vez, cayó sobre el vientre y los edros de su armadura se estrellaron contra una roca dentada. Un surrakar gruñó en la penumbra, pero Obuun no podía moverse, falto de aire en los pulmones. Se sacudió como un pez fuera de su elemento y luchó para agarrarse a unas rocas resbaladizas, levantarse y correr todo lo que pudiera. Unas pisadas descalzas y un croar terroríficamente conocido lo persiguieron y reverberaron en los túneles, ocupando su mente hasta que su corazón latió con la fuerza suficiente para hacerle ignorar todo lo demás. Volvió a tropezar, pero esta vez se precipitó por una pendiente. Las piedras se le clavaron en las extremidades y le perforaron el abdomen hasta que sus costillas parecieron un montón de ramas viejas y secas.
La caída de Obuun se detuvo contra una superficie blanda y empapada. O tal vez fuese él quien estaba blando y empapado, como un trozo de carne macerada. Estaba demasiado magullado y falto de aire como para preocuparse de que el surrakar oyera sus resuellos, y demasiado cansado como para intentar escapar. Aguardó a que el golpe de gracia cayera sobre él, pero cuando recuperó el aliento, estaba solo en un silencio bendito. Descansó un momento, perdiendo y recuperando la consciencia hasta que la voz atravesó el velo de la fatiga: “Déjala entrar”. Sonaba como su madre, con el tono suave de quien narraba un cuento para dormir, pero las palabras eran demasiado imperceptibles.
La risa que se le escapó le hizo daño en las costillas. Los cuentos de su madre habrían horrorizado a la mayoría de madres. En ellos solía haber basiliscos o sierpes y algunas historias habían hecho que Obuun tuviera pesadillas y se fuese corriendo a dormir en la cama de sus padres. Aquella época tranquila parecía más lejana que nunca. La soledad del enclave aéreo y de Riorraíz no podían compararse con la de aquel momento. Era dolorosamente consciente del consuelo que habría podido recibir si el vínculo aún estuviese intacto. Habría tenido algo en lo que apoyarse, algo que le daría fuerzas mientras se comprobaba las numerosas magulladuras.
Tuvo que recurrir a su pura obstinación para ponerse en pie. Obuun se encontraba en un lugar turbio, apenas iluminado por el brillo verdoso de los líquenes del techo. Bastaba para saber que era una cámara enorme, con raíces que colgaban de las alturas. Sintió un impulso infantil de tocarlas y pasar los dedos entre ellas como si fueran cabellos. Pero lo contuvo: tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Aunque la armadura le había salvado la vida, era demasiado ruidosa... y las pisadas del surrakar resonaban en lo alto de la pendiente. Se quitó la armadura kor y tuvo cuidado para que no repiqueteara en el suelo antes de abandonarla e internarse en la caverna. Algo se enganchó en sus tobillos y produjo un ruido leve y seco cada vez que Obuun movía los pies. Entonces se detuvo, miró abajo y se quedó atónito. Huesos... Aquel sitio estaba lleno de huesos. Sintió un escalofrío tan gélido como el aire del cielo de Bala Ged y algo en el interior de su pecho respondió. Allí abajo, con tanta tierra y cielo interponiéndose entre la energía abrumadora del enclave aéreo y él, por fin pudo sentir a los espíritus del clan de Riorraíz.
El alivio emocionante luchó contra la sensación de horror y sucumbió a esta. Decenas de muertos habían ido a parar allí durante décadas y sus ropas de tela y cuero se deshacían bajo las botas de Obuun. Sintió vibraciones similares a campanas silenciosas que lo llamaban. Una nota trémula resonaba con más fuerza que el resto, tirando de él. La cabeza le dio vueltas y no supo si se debía a las numerosas caídas o a algún tipo de magia ancestral. Antes de llegar a una conclusión, algo lo alcanzó en el costado con una oleada de dolor y Obuun cayó de rodillas, causando un horrible chasquido de huesos al partirse. Su mano palpó un objeto afilado y el tenebroso paisaje de pesadilla de las cuevas surrakar se desvaneció.
Arrastrada por los recuerdos, la vista de Obuun se oscureció con una imagen de su madre. Su piel ligeramente morena estaba surcada de cicatrices más oscuras en los dorsos de sus manos amables. Sus largas orejas estaban adornadas con plata y envueltas por un cabello rizado, teñido de escarlata pero negro en las raíces. Sus sonrisas y carcajadas siempre contrastaban con el silencio expectante de una vigilabosques, de una cazadora paciente que podía desaparecer en la espesura de Guum sin dejar rastro, pero que siempre volvía.
Una patada brutal aplastó a Obuun contra el suelo y deshizo la visión, y el fragmento de hueso de su madre desapareció entre los demás. Trató de encontrarlo a tientas, pero su mano halló un objeto conocido de cuero y acero. Obuun alzó la espada corta de su madre justo a tiempo para impedir que el surrakar le cortase la cabeza. Los músculos de sus brazos gritaron cuando utilizó todas sus fuerzas para apartar a la criatura con el familiar filo en forma de hoja. Podía sentir la presencia de su madre en sus propias manos con tanta seguridad como si estuviera estrechando los dedos de ella.
En vez de atacar de nuevo, el surrakar caminó en torno a él entre las sombras, aplastando huesos bajo sus pies. Cada chasquido y crujido hacía que a Obuun se le revolviera el estómago. Se levantó de un salto y empuñó la espada de su madre con una mano mientras se sujetaba el costado herido con la otra. La hemorragia no era tan horrible como esperaba, pero el dolor palpitante que sentía era tan intenso como el latido de su corazón y los tañidos de los espíritus de los alrededores. El aire gélido y húmedo parecía abrasador en la piel de Obuun. Cuando se acercó agazapándose al surrakar, este retrocedió y levantó su lanza con cautela.
Obuun no podía desperdiciar el tiempo jugando con aquella bestia. Se lanzó a por ella y apartó la lanza golpeándola con la parte plana de la espada, pero incluso sin arma, el surrakar tenía un alcance mayor que el suyo. Obuun tuvo que esquivar de un salto las garras de la criatura, pero esta lo atrapó de un brazo y le hizo soltar el arma con un zarpazo en el costado herido. El mundo pareció inclinarse y Obuun cayó arrastrando consigo al surrakar. Los huesos crujieron y se partieron debajo de ellos con un estruendo casi suficiente para ahogar un gemido de piedra y tierra.
El surrakar se quedó paralizado y le dio a Obuun la oportunidad de apuñalarlo, pero la espada se atascó en sus duras escamas en vez de atravesar la carne. La criatura se apartó rodando y le arrancó la empuñadura del arma de la mano. La piedra se estremecía debajo de los combatientes, pero Obuun consiguió mantener el equilibrio al levantarse, sostenido por una especie de fuerza invisible. A sus pies, el mundo continuó temblando y gimiendo como si estuviese vivo.
Después de un momento de confusión, Obuun se dio cuenta de que una losa de piedra estaba surgiendo del suelo, respondiendo a su necesidad de auxilio. La energía recorrió su cuerpo como un manantial que surgía de las profundidades de Zendikar, escalofriante como un millar de pinchazos hasta que se calmó y se convirtió en un hormigueo constante. Si lograba hacer que la tierra escupiera los huesos de los Mul Daya, podría regresar con ellos a la aldea y no solo se ganaría la admiración del clan, sino que también recuperaría los restos de sus padres. El vínculo herido con sus ancestros quedaría restaurado.
Obuun apretó la mandíbula, impaciente por dividir en dos aquel horrible lugar y permitir que el sol brillara sobre los huesos de su clan. La plataforma continuó surgiendo, haciendo que la piedra se rompiese y la tierra se abriera por encima de Obuun. El surrakar gritó de terror, derribado en el suelo de piedra y huesos e incapaz de entender lo que sucedía. A pesar de todo, una sensación de culpa atravesó a Obuun. Solo era un animal, un carroñero lo bastante desdichado como para vivir cerca de carne que oponía resistencia y ansiaba venganza.
Un crujido horrible hizo que Obuun ignorase al surrakar y levantase la cabeza para ver una de las raíces del árbol de Riorraíz, que la losa aplastaba contra el techo de la caverna en su avance. La raíz se partió como carne pálida visible bajo una gruesa piel oscura. El sabor de la victoria inminente se tornó agrio en la boca de Obuun: devolver los huesos implicaría desarraigar el árbol sin el que el clan de Riorraíz no existiría. Los elfos vivos morirían en la catástrofe; sus hogares quedarían destruidos y sus vidas, arruinadas. Pero Obuun estaba desarmado y solo contra un surrakar decidido a devorarlo.
El corazón de Obuun se aceleró cuando miró alrededor en busca de una escapatoria. Lo único que podía hacer era huir todo lo posible del surrakar y descolgarse del acantilado creciente. Cuerda en mano, cerró los ojos con fuerza para desvincularse de la savia vital de Zendikar. El temblor de la tierra cesó tan violentamente que Obuun estuvo a punto de caer. El surrakar reptó hacia él y de su garganta surgió un grito aterrado. La mano de Obuun halló la espada en el costado de la criatura cuando los dientes de esta se le clavaron en el hombro.
El dolor le atravesó la carne con una decena de puntos ardientes. El surrakar siguió royéndole el hombro y no lo soltó hasta que Obuun reunió toda la fuerza que le quedaba y hundió más la espada. La bestia aulló y retrocedió torpemente mientras el mundo, ahora una mancha borrosa y oscura, adquiría venas de un verde brillante con espasmos de dolor. Las náuseas invadieron a Obuun con tanta fuerza que, cuando cayó al suelo de la caverna, la piedra fría y dura le ofreció alivio al apagar la bilis caliente que le subía por la garganta. Una lluvia de huesos cayó sobre él y, exhausto y enfermo, fue devorado por la oscuridad surcada de vetas de un esmeralda venenoso.
Lentamente, las líneas verdes adoptaron la forma de enredaderas, hojas y ramas. El aire era húmedo pero fresco, trenzado con el aroma del follaje y las flores. En alguna parte, un gnárlido aulló, silenciando el canto de los pájaros en las alturas durante unos largos instantes.
―Dales tiempo, Obuun ―dijo una voz. Obuun se giró, cada vez más furioso, para decirle a Nezzan que se guardara sus consejos para sí.
Pero era su madre quien estaba detrás de él, ahora sólida como los árboles de los alrededores. Se quitó su máscara de retales y la colocó bajo la barbilla, revelando una sonrisa. Su cabello rojo estaba oculto bajo un casquete y sus hombros soportaban una armadura de soga que él solía ver cómo reparaba a la luz de una lámpara cuando aún vivía. Antes de que lo hubieran separado de todo lo que conocía y lo hubieran obligado a vivir entre los kor, aislado de ella y de los ancestros.
―Llevaba tanto tiempo esperando... ―susurró Obuun.
―Lo sé.
―No confían en mí ―dijo él con voz dolorida, golpeada contra su propia ira y desgastando la armadura que ocultaba el miedo y el dolor. Deseó ser capaz de contenerlo todo, ocultarlo, pero era una herida abierta que transformó su cara en una mueca de dolor―. Tengo que demostrar mi valía, madre. Tengo que demostrarles que mi lugar está aquí, pero he fracasado. He estado a punto de desarraigar el árbol. No he podido matar a un único surrakar.
―¿Tienes que demostrar algo a ellos o a ti mismo? ―preguntó su madre. Obuun guardó silencio; no conocía la respuesta―. La temeridad no es el rasgo con el que los Mul Daya demuestran su valía. Es la paciencia. Todos los Mul Daya tienen un propósito, pero este no es el tuyo. Deja entrar a Riorraíz en tu corazón y ella te dejará entrar en el suyo.
Obuun levantó la vista hacia las enormes ramas que se extendían en las alturas. Riorraíz se había convertido en un lugar doloroso, un símbolo de lo peor que le había sucedido en la vida: la pérdida de sus padres, la pérdida de las costumbres de los Mul Daya, el lento declive del hogar de su infancia. La lucidez se instaló en Obuun paulatinamente, como una raíz reptante. Había odiado aquella aldea. Había sentido enojo y decepción desde el momento en que había llegado.
―No sé cómo dejar de sentirme así.
Pero su madre no respondió. Obuun bajó la vista de la enramada y se percató de que había desaparecido. Había dejado un vacío tras de sí, un hueco en Zendikar y el clan de Riorraíz que jamás podría llenarse. El bosque le hizo sentir claustrofobia y la vegetación se entrelazó, rogándole que se entregase a ella. Obuun no sabía cómo dejar entrar a Riorraíz cuando eso tan solo haría que la herida absorbente de su pecho se volviese más profunda. Quería confiar en el espíritu de su madre y seguir sus consejos igual que hacía de niño, pero las hojas taparon el sol y lo sumieron en la oscuridad y el terror.
Algo reptó por la piel de Obuun y le hizo levantarse de golpe, desperdigando trozos de huesos por doquier. Unas diminutas centellas verdes danzaron encima de él, trazando zarcillos que permanecieron en su visión e iluminaron la caverna. Las motas aliviaron el dolor de sus numerosas heridas y lo bañaron como si fuesen agua limpia y fresca. Como la savia de un árbol, el néctar de una flor, más dulces que nada que hubiera experimentado jamás.
Obuun cerró los ojos y dejó que la vida le llenase. Podía ver el árbol de Riorraíz detrás de los párpados, oler el aire fresco, sentir el calor del sol y percibir la luna agazapada tras el horizonte. El lazo de las líneas místicas y los edros que las canalizaban rozaba su piel y podía sentirlas con intensidad. Los zarcillos del árbol de Riorraíz habían crecido en el interior de Obuun y él se sentía atraído a aquella energía como las limaduras de hierro a un imán.
El alivio de descubrir aquella conexión abandonó a Obuun en un instante, reemplazado por un vacío doloroso. Su padre no estaba allí y Obuun había perdido el hueso que había abierto su mente a los ancestros. Los tañidos centelleantes de los espíritus élficos habían cesado, silenciados por la nueva aflicción. Obuun abrió los ojos. El espacio estaba iluminado con el verde claro de una hoja nueva. La gran columna se había inclinado y había hecho añicos una pared de la caverna. Cuando Obuun subió por su superficie irregular, al otro lado halló un lago subterráneo, cuyas aguas calmadas relucían con algas. Su aversión a los lugares húmedos desapareció poco a poco; en aquel lago había una belleza que no había sabido apreciar. Había vínculos aún desconocidos para él que unían incluso los lugares más peligrosos al hogar que había amado antaño.
“Sé que los kor son hábiles reemplazando nuestras costumbres con las suyas en toda la gente que cae en sus redes”. Habían cambiado a Obuun de maneras que aún tenía que comprender... si algún día llegaba a hacerlo. Sin embargo, al igual que Nezzan, él también sabía algunas cosas con seguridad. Sabía que la tierra había considerado adecuado otorgarle el don de la vida. Sabía que no podía desperdiciar dicho don. Y sabía que Riorraíz sería su guía si le dejaba.
Las raíces del árbol se habían extendido hasta las profundidades para encontrar aquel lago subterráneo, para absorber agua y crecer hasta una altura inmensa, pero también se habían extendido a lo ancho, asomando fuera de la ciénaga que se extendía al este de Riorraíz. El lago debía de estar vinculado al árbol de algún modo; sus algas fluían desde arriba para disiparse lentamente sin el sol para enseñarles cómo hacerlo. Obuun tenía que buscar la salida, pero antes tenía que quitarse las botas. Eran demasiado ruidosas y seguían haciéndole tropezar.
Obuun caminó descalzo y sintió la piedra dura y fría en las plantas desnudas de los pies. Escuchó al caminar, pero el sonido del agua empezó a ahogar cualquier señal del surrakar. Se detuvo con frecuencia para observar en busca de peligro, consciente de que la criatura todavía le estaba dando caza. Más adelante, la catarata brillaba intensamente y la espuma que salpicaba estaba repleta de algas luminiscentes que fluían desde arriba. El agua iluminaba una roca lisa y erosionaba que resultaría difícil escalar sin garfios en los pies, pero Obuun todavía tenía el resto de su equipo. Con cuidado y paciencia podría lograrlo, al menos si no usaba el martillo y los pitones, ya que el ruido alertaría al surrakar de su presencia.
Aunque la roca era resbaladiza, tenía muchas grietas donde introducir cuñas para subir despacio por la pared de la cascada. El olor a agua ácida y musgo descendía con ella y aquello fue un hilo de esperanza para Obuun mientras unos sonidos de arañazos sembraban miedo en su interior: el surrakar estaba cerca. Le dolían los hombros, sobre todo el que había recibido el mordisco venenoso, y la fatiga tras correr y luchar por su vida ralentizaba su ritmo. Resbaló en más de una ocasión y se salvó por las cuñas, pero tenía el corazón en la garganta. Cuando llegó a la cima, vio que había remontado una altura muy superior a la que podría resultar letal en caso de caer.
La grieta por la que entraba el agua era ancha y poco profunda, con apenas una rendija de aire entre el agua y la piedra. Se sumergió en la corriente constante y se sujetó a una raíz que colgaba del techo para impedir que la corriente lo arrojase a las cuevas. Oyó un chapoteo detrás de él y se puso de espaldas a la pared de piedra cuando el surrakar perseguidor surgió de la catarata reluciente. La criatura echó un vistazo a la entrada de la cueva; aún tenía la espada de su madre clavada en el costado. El corazón se le estampó contra la garganta y Obuun estuvo a punto de salir de su escondite para intentar recuperar el arma, hasta que recordó las palabras de su madre: “Paciencia”.
Obuun esperó a que el surrakar terminase de buscar y se diese la vuelta para volver a descender por la cascada. Obuun contuvo el aliento al acercarse sigilosamente por detrás. Sintió un hormigueo en las palmas de las manos, deseosas de agarrar la empuñadura de la espada materna. Levantó una mano hacia ella y rezó a los ancestros para que sus dedos se mantuvieran firmes. Solo tenía que extraerla. Solo tenía que recuperarla para tener un recuerdo físico de su madre.
En el agua, Obuun se movía más despacio de lo que le gustaría, pero el surrakar también. La criatura no pudo girarse lo bastante rápido y el cuero de la empuñadura le ofreció un buen agarre. Obuun pateó al surrakar lo más fuerte que pudo. Las escamas le hicieron un corte en la planta del pie y el hombro protestó mientras la bestia perdía el equilibrio, trastabillaba y caía con un chapoteo. Obuun expulsó de golpe todo el aire que tenía en los pulmones y aferró el arma contra su pecho palpitante y tembloroso.
Cuando recuperó el aliento, se asomó al borde de la catarata. El brillo de las algas perfilaba una silueta oscura en el fondo. Observó y esperó para asegurarse de que el surrakar no pudiera seguirlo hasta la aldea de Riorraíz. La sombra permaneció quieta. Sus latidos nerviosos se calmaron y relajó la mandíbula. Hasta ese mismo instante, Obuun no se había percatado de cuánto le dolían los dientes. Sacudió la cabeza y volvió hacia el pasadizo que daba a la ciénaga.
Obuun tuvo que abrirse camino entre raíces y enredaderas para salir a cielo abierto, donde había caído la noche. La luna estaba en lo alto, proyectando una pálida luz plateada que reflejaba el brillo de las algas. Detrás de él, Obuun podía sentir el árbol de Riorraíz, su hogar, que observaba y aguardaba. Exhausto, sin desear otra cosa que regresar a la antigua y destartalada vivienda de sus padres, comenzó a arrastrarse de camino a casa.
Días más tarde, tras un largo descanso y muchas jornadas de arduo trabajo, una columna de humo se elevaba desde el fondo del bosque, arremolinándose entre las ramas y las pasarelas de la aldea de Riorraíz. Su olor se mezclaba con el aroma acre a tinte escarlata. Las puntas de las orejas de Obuun todavía estaban rosadas por teñirse el pelo como antaño hacían sus padres, y sus manos estaban rojas en los puntos donde no tenían callos por cargar con una roca tras otra. El descubrimiento de la caverna de huesos y la entrada trasera a las cuevas de los surrakar había hecho que toda la aldea entrase en acción y trabajase para cerrar el pasadizo desde el sistema de cuevas principal hasta la caverna de huesos. Los restos habían sido devueltos a la aldea y aquella cueva también había sido sellada.
Las piras funerarias eran el último paso para la aldea de Riorraíz, donde se liberó a los muertos y se decoró los huesos que se conservarían en cofres o se expondrían en repisas. Muchos elfos no pudieron recuperar los huesos que deseaban, pero cualquiera de ellos era mejor que los fragmentos diminutos de la madre de Obuun. La caída los había reducido a añicos tan pequeños que apenas quedaba nada de ella. Gran parte de los demás huesos recuperados estaban muy deteriorados y eran poco más que polvo, y en la aldea de Riorraíz se susurraba que estaban allí desde mucho antes de que los surrakar ocuparan las cuevas.
Mientras las volutas de espíritus se filtraban hacia las alturas, Obuun palpó la empuñadura recién restaurada de la espada que había encontrado en las profundidades, debajo del árbol de Riorraíz. El rostro de su madre se manifestó en el humo para luego desaparecer con la brisa y volver a formarse una y otra vez, siempre sonriente.