Historia anterior: La líder de los renegados

Los etergénitos de Ghirapur son una especie hedonista y adicta a la adrenalina. Con una esperanza de vida máxima de cuatro años, consideran que la ciudad es su hábitat natural y las fiestas son sus patios de recreo. Aunque sus vidas son efímeras, poseen habilidades empáticas que les permiten experimentar las energías de su entorno.

Yahenni, especialista en inversiones, filantropía y socialización, sabe que su vida se acerca a su fin. Durante una de sus suntuosas fiestas antes de la Feria de Inventores, tres invitadas inesperadas acuden en busca de información peligrosa.


Ilustración de Jonas De Ro

I

Adoro vestirme a media tarde. Hay algo especial en prepararse para trasnochar en pleno día, un nivel de previsión y preparación que puede perderse cuando decides acudir a una fiesta en el último momento. Ahora mismo no me visto para pasar las dos próximas horas: me visto para los dos próximos días.

¿Qué clase de convidante descuidaría su aspecto dieciséis horas tras el inicio de su propia fiesta? Eso sería una auténtica negligencia, ya lo creo.

El sol de media tarde se filtra por las cortinas de mis aposentos e ilumina el tocador de oro macizo que domina la pared principal. Un brillo dorado baña las abundantes joyas, alhajas y tesoros que asoman de todos los cajones y resplandecen en las superficies de mi inmenso baúl. He nacido del éter; sé cuándo voy a morir y conozco exactamente cómo pasaré el tiempo hasta que llegue el momento. Y ni una pizca de ese tiempo estará dedicada a los idiotas que no crean que merezco lucir un buen aspecto.

Mientras me adorno con mis segundos broches favoritos, casi puedo oír el bullicio del personal festivo en el piso inferior. El servicio de comidas está haciendo buen uso de mi cocina; qué exigentes son los seres orgánicos con su nutrición. Por suerte, el bueno de Nived nunca me ha fallado como asesor. Ahora mismo está trabajando duro en la cocina, disponiéndolo todo para la gente con estómago: una fuente de vino de palma, bandejas y bandejas de samosas, panipuri y curry de berenjena y una gran mesa de postres (siempre hay cola para probar el shrikhand; debe de estar muy rico). El resto del personal está ocupado montando el toldo en la azotea. Mucho después de que la exhausta multitud de invitados carnosos se retiren a descansar, mis semejantes de éter y yo seguiremos danzando toda la noche, todo el día y toda la noche siguiente, abandonándonos a la euforia de la celebración.

Pero eso llegará más tarde. Después de dos segundos y cuarto de duda y de hurgar en el tocador, me decido por el attar con aroma a jazmín y éter para esta noche. Es mi preferido. Mi reflejo atrae mi atención. Me acicalo. ¡No aparento más de tres días!

Incluso desde aquí abajo, puedo sentir el jovial entusiasmo y la expectación con olor a sándalo del personal festivo de la azotea. Lamento que las otras especies no tengan la misma capacidad perceptiva que mis semejantes y yo. "Resonancia empática", la llamaron cuando mi gente emergió de las primeras refinerías de éter hace cincuenta años. "Una curiosa habilidad para sentir con precisión el estado emocional de los seres en un perímetro cercano". Cuánto se vanagloriaron de habernos inventado, sin considerar ni por un momento que mi especie hubiera podido inventarse a sí misma. Resoplo con tristeza. Lo único que hemos inventado desde entonces han sido formas de entretenernos.

Mientras me aplico una pizca de attar en las muñecas y el cuello, veo que un minúsculo fragmento de mi dermis se evapora formando una voluta de humo. Cuanto más se desvanece mi dermis dura, más me acerco a mi final. Contemplo el azul de mi éter fluyendo bajo la grieta. Su belleza me cautiva. Es encantadora. Un amable recordatorio de que debo apresurarme. La cubro con otro brazalete.

De manera innata, mi especie es consciente del paso del tiempo y sabe exactamente cuánto nos queda. Es como esperar la llegada de un tren: todos los ruidos hacen que levantemos la mirada y todas las ráfagas de viento hacen que nos movamos en el asiento, pero aún no ha llegado.

Cuando termino de vestirme, estoy deslumbrante y en calma. Me quedan cincuenta y cuatro días de vida.


II

Luciendo los tonos dorados adecuados, subo las escaleras en dirección a la azotea y me golpeo contra una pared de sonidos. No hay mejor sensación que recibir en toda la cara la firme bofetada de la música festiva.

El toldo proyecta una agradable sombra en la alfombra afelpada que mi personal ha traído del piso inferior. Los decoradores han repartido magnolias sobre las mesas y las han colgado en guirnaldas por los laterales de la casa. Veo sedas hermosas cubriendo las barandillas y decorando la filigrana reluciente bajo el sol del atardecer. Mientras camino, relleno tranquilamente las copas vacías, esquivo a dos humanos entregados a un beso (ver a esa pareja me llena de orgullo, ya que hice las presentaciones en mi fiesta anterior; siempre es agradable usar tus poderes para hacer el bien), indico a varios enanos dónde están los servicios y ajusto el volumen de mi panharmónico doméstico.

Al cuerno con las sustancias y la adrenalina: las fiestas son el más excelso de los vicios. Me deleito sintiendo el placer de mis invitados. No tengo ni la más remota idea de lo que se siente al comer un animal asado, pero imagino que ha de ser una experiencia similar. Me sumerjo en mis deberes como convidante y la multitud se deshace en elogios.

Mi querida amiga y as entre los pilotos, Depala (¡esa Depala!), está relajándose en un sofá más privado. Su hiena descansa junto a ella, royendo un hueso alegremente mientras Depala juguetea con una correa dorada.

Ilustración Greg Opalinski

—Depala, cariño, mis fiestas siempre son más animadas contigo aquí. —La abrazo afectuosamente y me agacho para rascar las orejas de la hiena, que me acaricia la mano con el hocico.

—Se alegra de verte, Yahenni —comenta Depala con una sonrisa cándida—. ¿Tienes tiempo para relajarte ahora que te has jubilado?

—Veo que cierta persona lee el periódico con mucha atención —le digo sin malicia mientras relleno su copa.

—Normalmente solo se la presto a los resultados de las carreras, pero también ojeo la sección de economía.

Mi linaje familiar ha labrado su fortuna en el mundo de las inversiones. Anuncié mi jubilación en cuanto supe que me quedaban menos de sesenta días. Es mucho más tentador hacer inversiones arriesgadas cuando sabes que no vivirás para ver el resultado.

—Dime, ¿podré contar contigo para mi penúltima fiesta? —le pregunto sentándome junto a ella—. La organizaré dentro de un mes y sería sumamente aburrida sin la mejor piloto de Ghirapur.

—No me la perdería por nada —responde acariciando distraídamente a su hiena—. Las fiestas de vuestra gente son las mejores.

—Estoy sinceramente de acuerdo. No tenemos tiempo para conformarnos con menos, cariño.

Los labios de Depala se encogen. Su frente se arruga y sus ojos comprueban si alguien podría estar escuchando—. Entonces... ¿No vas a posponerlo?

No puedo evitar un leve enojo.

—Sé lo que puedes hacer, Yahenni —me dice con una mirada cargada de significado.

—Pero no tengo intención de llegar a ese extremo, Depala. —Me pellizco la dermis suelta del brazo. Sé desde hace un tiempo que puedo drenar la esencia de otros seres, pero no quiero hacerlo. Es un don inusual que no debería utilizarse. No soportaría robar la fuerza vital de otro ser solo para aferrarme a la vida más allá de mi fecha de expiración. ¿Qué pensarían mis amigos si lo hiciera?

—Bueno, es una opción —dice despreocupadamente—. No sé cómo funciona, cuánto tiempo conseguirías de... otra persona. Dudaba si te lo habías planteado.

—He pensado en ello, pero quiero marcharme a la antigua usanza —me obligo a responder.

En ese momento, Nived, el jefe de mi servicio, trae una botella de la bebida favorita de Depala. Qué considerado; es casi tan atento como yo.

—Eres una buena persona, Yahenni —afirma Depala cuando volvemos a quedarnos a solas—. Tienes razón: algunos días más no merecen la culpabilidad de hacerlo.

Dudo si está en lo cierto.


III

Tres mujeres llaman a la puerta de mi casa. A Oviya Pashiri la reconozco al instante (es una de las inventoras más ilustres del mundo y la aficionada a los juegos de mesa más competitiva que conozco). A su derecha hay una joven pelirroja con un atuendo pasado de moda (ese estilo es de hace años; ¿es que no sale a la calle?).

Al otro lado veo a la persona más fascinante que haya conocido jamás.

Ilustración de Willian Murai

Sus ojos son interminables, de un verde brillante desde la pupila hasta el párpado; una belleza vívida traicionada por su expresión de incomodidad. Es trágico que una persona que parece tan interesante se encuentre tan tensa. Su vestido está decorado con flores coloridas (¿son auténticas?) y hecho a medida para ella. Si tuviese interés por cortejar a otras personas, sentiría la tentación de intentarlo; sin embargo, su atractivo es para mí una cuestión de pura satisfacción social. Mi objetivo como convidante es conseguir que mis invitados se sientan felices, por supuesto, pero siempre es ventajoso que me vean codeándome con gente interesante.

—Yahenni, te presento a Chandra y Nissa —dice Oviya—. Chandra, Nissa, os presento a Yahenni. Se dedica al patrocinio de jóvenes inventores en apuros y es una de las personas más altruistas que conozco. ¿Podemos unirnos a la fiesta?

—Faltaría más, señora Pashiri. —Qué forma de presentarme; ha logrado que me ruborice por dentro. Me aparto y sostengo la puerta para dejar pasar a la elfa.

—Tienes unos ojos preciosos, cariño —elogio a Nissa cuando entra. Reacciona con una sonrisa tensa.

La pelirroja sigue fuera, incómoda. La miro con cierto recelo y me vuelvo hacia Oviya.

—Chandra es la hija de Pia Nalaar —me explica.

—Entiendo. —Me hago a un lado y dejo vía libre a la hija de la persona más buscada de Ghirapur—. La fiesta es arriba, así que os llevaré a otro sitio donde podamos hablar con calma.

Guío a las tres hasta el patio trasero de la planta baja. Oviya se acerca y me susurra mientras caminamos.

—¿Sabías que han capturado a Pia? —Lo ignoraba; qué inusual en mí.

—Pia nunca comete errores. Cuéntame qué ha ocurrido.

Oviya me explica la situación por el camino. Las plantas y la alegre fuente del patio nos proporcionan intimidad en el rincón donde tomamos asiento en cuatro sillas avejentadas. El rumor de la fiesta en la azotea proyecta un velo que disimula nuestra conversación. Cuando nos sentamos, pido a un criado que traiga bebidas para mis invitadas y Oviya termina de ponerme al corriente. Medito unos segundos acerca del arresto de Pia Nalaar.

—Me temo que no puedo ayudaros —lamento—. No sé adónde podría llevar el Consulado a una prisionera de la talla de Pia.

—Lástima —dice Oviya.

—Lo siento de veras. Me enorgullece utilizar mis contactos para ayudar a la gente, pero esta vez me encuentro en un callejón sin salida. —De pronto percibo una onda de calor y furia a mi derecha.

—Si fuera tu madre, seguro que colaborarías —me espeta Chandra.

—Yo no tengo madre —respondo encogiéndome de hombros despreocupadamente. Chandra frunce el ceño. Se siente como una tonta, pero no tendría por qué: la verdad es que no me molesta.

Mi criado regresa y ofrezco una copa de vino de palma a Oviya y Chandra y un vaso de licor de hierbas a Nissa. La experiencia me ha enseñado que los elfos suelen preferir las bebidas fuertes, un rasgo que admiro y envidio en gran medida.

—Tal vez haya aquí alguien que pueda ayudarnos —interviene Oviya levantando la copa con una mano hábil y curtida.

Hago memoria sobre los invitados de la azotea y empiezo a repasar mentalmente entre mis contactos.

De pronto se oye un alboroto en la entrada. Nissa se sobresalta y Chandra se gira con curiosidad. Desde nuestro rincón en el patio, veo a una pandilla de etergénitos que irrumpen en casa cargando con una silla. En ella hay otro etergénito que se desvanece a ritmo acelerado, brillando con el fulgor que anuncia la cercanía de la muerte. Su dermis está disipándose y su cuerpo ha llegado al punto de ser más gaseoso que sólido. Es vergonzoso. Aparto la vista.

¡Es mi penúltima fiesta! —grita con entusiasmo. El grupo aúpa la silla y se lleva a su colega escaleras arriba, hacia la azotea.

—¿Sabes quién es? —me pregunta Chandra, divertida.

—Preferiría no saberlo —respondo pellizcándome el punto de la muñeca que he tapado esta tarde. Una minúscula viruta de humo escapa de ella. Odio verme morir de esta manera.

—Pues vaya. —Chandra da una palmada con ambas manos en la mesa y se levanta—. Iré arriba a preguntar si alguien puede ayudarnos. Nissa, ¿quieres...?

—Estoy bien aquí —responde ella en voz baja. Su energía es fría, amarga por la ansiedad. No se encuentra bien, así que decido intervenir.

—¿Vamos a otra parte? Acompáñame, por favor; estoy deseando saber dónde has conseguido ese conjunto.


IV

Subimos por las escaleras y nos quedamos en la penúltima planta, justo debajo de la azotea. Llevo a Nissa hasta el balcón. ¿Qué clase de convidante permitiría que sus invitados estuvieran incómodos?

—Parecía que buscabas una forma de huir de aquí —aventuro.

—Estoy bien —repite la elfa con los brazos cruzados. Todavía no lo está, pero la curiosidad puede con ella—. ¿Qué es una penúltima fiesta?

—Lo último que hacemos los etergénitos es morir, así que la penúltima cosa que hacemos es organizar una fiesta con asistencia obligatoria. Si alguien no tiene suficientes amigos, se cuela en las celebraciones de sus semejantes. —Señalo hacia arriba, desde donde nos llegan la música de la fiesta y el jaleo de la visita inesperada—. Esa persona no grata, lamentablemente, será bien recibida en mi fiesta.

La elfa no responde. Puede que sea parca en palabras, pero su energía es increíblemente fácil de leer.

—Cambiando de tema, en una escala del uno al "tierra, trágame", ¿cuánto odias las fiestas? Vamos, sé sincera.

—Un ocho. O nueve. Lo que equivalga a "preferiría que un báloth me royese la pierna".

—Pues sí que es grave —respondo sin comprometerme.

Sus ojos de ensueño se desenfocan. Ha recordado algo y su aura ha adquirido un matiz agridulce.

—En mi hogar celebrábamos bastantes fiestas.

—¿Y qué hacíais en ellas? —pregunto mientras le relleno el vaso.

—Hablábamos, restablecíamos nuestros lazos. A veces hacíamos caminatas a lugares especiales.

—¿Aún soléis celebrar fiestas en esos sitios?

Desfiladero corrompido | Ilustración de Jung Park

Nissa guarda silencio. Presiento que esos sitios ya no existen—. Muy bien, ¿qué puedo hacer para que esta fiesta en particular te resulte más agradable?

—¿Podemos sentarnos en algún lugar más apartado de la gente?

—Cariño, por ti iría a los confines de la ciudad. Platónicamente, claro. Y solo si me lo pidieras con cortesía. Y solo si no lloviera ni nada por el estilo. —Le ha hecho gracia. Siento que se relaja un poco. Su energía se aviva con el cambio de canción en la azotea. Qué maja. Le gusta la música. No hago caso a la mota de dermis que acaba de disiparse en mi nuca—. Subamos a la azotea. No te separes de mí; observar a la gente es exquisito.

Percibo la aprensión de Nissa y nos abro camino hábilmente a través de la multitud. De camino a la azotea, saludo a una recién llegada y ofrezco un pañuelo a un invitado que tiene restos de samosa en la barbilla. La fiesta ha llegado a un punto tranquilo y los invitados conversan en calma unos con otros. Guío a la elfa hacia un extremo del toldo, a un rincón separado por una barrera de plantas colocadas estratégicamente.

Un criado se acerca cuando tomamos asiento. Acepto el frasco de attar que me ofrece y hago un gesto para que se agache y escuche mis instrucciones—. Pide que bajen el volumen del panharmónico y que mantengan la música tranquila para mi invitada. —No hay mayor tesoro que un personal atento. El criado se marcha y vuelvo a centrar mi atención en Nissa.

»Quizá te parezca una impertinencia por mi parte, pero intuyo que no eres una chica de ciudad —digo con cortesía. La elfa deja escapar una ligera sonrisa y me recuesto en el sofá—. Nunca habías conocido a alguien de mi especie, ¿verdad?

—No. Háblame de tu gente, por favor —me pide en voz baja, con curiosidad. Es la oyente más activa que jamás haya observado escuchar. Su mirada atenta solo es un poco desconcertante.

—Somos un derivado con capacidad sensitiva del Ciclo del Éter. Nuestras familias reclaman las zonas donde aparecen sus primeros miembros y adoptan a quienes surjan allí. Nacemos en la madurez y tenemos una vida útil de entre cuatro semanas y cuatro años.

—Esa descripción me recuerda a los seres elementales que he visto en otros sitios —comenta Nissa arqueando las cejas.

—En ese caso, has visto más que yo. Todo lo que sé es lo que soy.

—No lo entiendo.

—¿El qué?

Prueba a hacer un gesto, pero no comprendo lo que significa.

—¿Qué ocurre? —le pregunto con un poco de incomodidad.

Hace otro medio gesto, se detiene y medita sus palabras. Entonces formula su inquietud—. No entiendo cómo un ser natural puede haber nacido en una ciudad.

—Es que somos la ciudad. Mi cuerpo está hecho de éter y un día regresaré a él. La naturaleza nos rodea; simplemente, puede parecer distinta de la que estás acostumbrada a ver.

—Mm... —Nissa parece confusa. Está claro que nunca había pensado en esa posibilidad.

Aprovecho la pausa para señalar a otro invitado dónde están los servicios.

El silencio continúa y veo que Nissa cierra los ojos. ¿Qué hace? Parece confusa. Sus orejas se mueven muy ligeramente, como si escuchara. ¿Tal vez pueda oír algo que yo no? Las comisuras de sus labios se elevan en una media sonrisa.

Ilustración de Wesley Burt

—La percibo. La naturaleza de este mundo es estructurada. Cíclica.

De algún modo, esta elfa puede sentir la naturaleza de mi hogar.

—La Panconexión está presente en todas partes, incluso en Ghirapur —explico mientras me acomodo en el asiento—. Mi gente es la prueba de ello. A la naturaleza no le importa que esta ciudad esté atestada; eso no altera su ritmo.

Una sonrisa completa se dibuja en el rostro de Nissa.

—¿Otro trago? —le ofrezco levantando una jarrita élfica.

—Sí, por favor —responde ella de inmediato. Relleno su vaso. Tal vez no esté dispuesta a expresarlo, pero puedo sentir su asombro. Esta noche estoy siendo una fuente de revelaciones.


V

Oigo un alboroto en el piso de abajo y me levanto. Nissa baja el vaso y me mira con una pregunta reflejada en sus ojos interminables. La edad ha incrementado mi capacidad sensitiva y sé inmediatamente qué ocurre y dónde.

Me obligo a bajar las escaleras sin correr (los esfuerzos físicos hacen que me descomponga más rápido) y me dirijo con determinación hacia los servicios de la planta inferior. Los invitados me dejan pasar y noto que Nissa y Chandra siguen mis pasos.

Al final del pasillo, delante de la puerta de los servicios, veo a un imponente miembro de las fuerzas de seguridad del Consulado. La puerta está cerrada y el agente trata de abrirla por la fuerza. Es alto, casi tanto como la planta que hay junto al umbral. Su uniforme es viejo, pero el dobladillo está recién remendado: este hombre está acostumbrado a las confrontaciones físicas. Las armas que lleva a la cintura no son adecuadas para patrullar las calles y el tintineo de unas llaves delata su cargo: trabaja en una penitenciaría.

Hago un gesto para que Chandra y Nissa se oculten detrás de la esquina y dejen que me acerque a solas.

—¿Puedo ayudaros, caballero?

El agente suelta la manilla y me mira de arriba abajo—. Un convicto se ha atrincherado detrás de esta puerta. Voy a llevármelo aunque sea a rastras.

—¿Por eso habéis irrumpido sin permiso en mi fiesta? ¿En mi casa?

El agente se sitúa a medio paso de mí y me mira desde arriba.

—¿Quieres que denuncie tu fiesta por exceso de ruido?

—... No...

—Entonces, no interrumpas los asuntos oficiales del Consulado.

No dudo que este bruto sería capaz de clausurar mi fiesta solo para atrapar a quienquiera que haya tras esa puerta. El Consulado es así de mezquino. Odio a la gente mezquina.

Doy la espalda a ese cerdo y doblo la esquina del pasillo en busca de Chandra y Nissa. Este problema tiene una solución fácil. Mis invitadas parecen fuertes y capaces de luchar; puedo ofrecerles algo a cambio de un favor—. Si me ayudáis, os conseguiré la información que buscáis.

—¿Qué necesitas? —pregunta Nissa en voz baja.

—Me gustaría que acompañarais afuera a ese caballero que nadie ha invitado.

—Será un placer —responde la elfa con una sonrisa de convicción. Entonces levanta una mano y sus ojos interminables emiten un ligero brillo.

Algo en mi interior canta suavemente, pero la canción no va dirigida a mí. Mi mente vuelve en sí y me dice que ignore el extraño tarareo que oigo en la lejanía. Me vuelvo hacia Chandra.

—Chandra, necesito que me ayudes a derribar la puerta cuando ese señor se marche. —La hija de Pia Nalaar me mira genuinamente sorprendida.

—¿En serio? —pregunta con un hilo de voz.

—Sí, en serio. Mi cuerpo se debilita y no puedo echarla abajo sin ayuda. ¿Podrás hacerlo, cariño?

La única respuesta de Chandra es una risita por lo bajo que me resulta un poco alarmante. Es muy extraño oír un sonido así en boca de una joven humana.

De pronto oigo un ruido sordo al fondo del pasillo. Me inclino para echar un vistazo y no puedo evitar soltar un grito ahogado. No doy crédito a lo que veo, pero la planta que hay junto a la puerta se ha enroscado alrededor de la pierna del agente, que yace aturdido en el suelo. Quizá sea mejor... no pensar cómo ha podido ocurrir. Tampoco tengo tiempo para preocuparme por ello. Doblo la esquina del pasillo y me agacho junto al hombre del Consulado.

—Muy bien —le susurro—. Pia Nalaar. ¿En qué prisión está encerrada?

El agente gime de dolor. Creo que se ha roto un diente al caer. Da igual, no necesita hablar para decirme lo que busco. Abro mis sentidos y hablo con tono apremiante.

—¿En Kohali?

El hombre gime de nuevo y su energía apesta a irritación.

—¿En Gupha?

Impaciencia.

—¿Dhund?

Una alarma lejana con olor a especias y sal se convierte en pánico mientras me mira a los ojos. Si no tuviera la capacidad de leer su energía, jamás habría conseguido adivinarlo fijándome en su rostro. Muy profesional. Le doy dos palmaditas en la mejilla.

—Gracias por cooperar —digo antes de volverme hacia la elfa—. Nissa, ¿podrías llevarlo afuera?

Nissa se acerca y, sin esfuerzo alguno, se echa al agente sobre los hombros y se lo lleva como si nada. Qué barbaridad.

—Bueno, ¿cuántas partes de la casa quieres que deje en pie? —interrumpe Chandra mientras se pone las gafas.

—¿Podrían ser todas excepto esta puerta en concreto, por favor?

Chandra asiente con una sonrisa de oreja a oreja y simplemente funde la cerradura con un dedo incandescente. No me lo puedo creer. Estos humanos y sus trucos de feria...

Siento que Nissa vuelve por el pasillo cuando Chandra termina. Un fuerte olor a attar se filtra por el resquicio.

—Todos los que tengáis pulmones, subid a la azotea, por favor —pido al resto de los invitados. Oviya ha vuelto a unirse a Nissa y Chandra y me mira con preocupación. Me acerco a las tres.

—Pia está en la prisión de Dhund —les susurro.

—No... —dice Oviya entre dientes—. Por favor, dime que no es verdad. —Niego con la cabeza y Oviya se vuelve hacia Chandra.

»Baral está allí.

La temperatura aumenta al instante—. Nos vamos ahora mismo —asevera Chandra. Oviya asiente y las dos se marchan escaleras abajo. Nissa se queda atrás y me mira directamente.

—Gracias por la conversación, Yahenni.

—No hay de qué, cariño. Si tienes tiempo libre dentro de un mes, ven a visitarme. Voy a celebrar la mayor fiesta de mi vida y ni siquiera tú querrías perdértela.

Nissa me regala una sonrisa justo antes de marcharse.


VI

Cruzo la puerta recién abierta y un hedor a perfume acude a mi encuentro. Una vez dentro, cierro y me giro para ver quién se había encerrado aquí. Antes he notado una sensación de angustia enjaulada; su origen se encuentra aquí, sin duda. En un rincón de los servicios, sentándose con la espalda apoyada en la pared, veo al etergénito moribundo de antes. Su dermis se ha desvanecido casi por completo y el brillo azul de su esencia forma una extraña mezcla con la luz del sol poniente que se filtra por la ventana. A sus pies hay varios frascos de perfume vacíos.

Ilustración de Ryan Yee

—Menuda forma de acaparar lo mejor —digo como si aplicara suavemente un bálsamo, pero sé que mi pulla ha debido de sentar como el roce de un paño de seda en una herida abierta y sangrante.

—Me queda poco más de un minuto —dice con voz sibilante—. El Consulado me perseguía y no quería desaparecer delante de todo el mundo.

—¿Te has fugado de la cárcel o algo así? —le pregunto, y entonces reparo en el grillete roto que le apresa un tobillo. Su única respuesta es un gemido.

Me siento a su lado. Sé que yo querría tener compañía—. ¿Alguno de los de arriba te conoce? —pregunto.

—No... Solo han venido por la fiesta.

—Ese es el único motivo por el que estamos aquí, cariño.

Inhalo el perfume que aún flota en el aire. Mientras mi semejante continúa disipándose, su energía se mezcla con el attar derramado. He presenciado los momentos finales de muchas personas como yo. Casi todas los afrontaban con un aire triunfal. Luchaban y pateaban y arañaban y celebraban la gloria de la vida, pero esta vez estoy contemplando un final distinto.

Sujeto lo que queda de su mano.

Puedo sentir el latido de su energía bajo mi propia palma.

—¿Ha sido un buen viaje?

Gira la cabeza hacia mí y me mira detenidamente. Le cuesta hablar, pero consigue articular una afirmación—. Me lo he pasado de vicio.

En ese momento, la envidia me corroe. Me queda muy poco tiempo. Mi vida, la vida de mi semejante, todas las vidas de mi gente transcurren persiguiendo y embutiendo todas las experiencias posibles en un período de tiempo irrisorio. No es justo que nos consumamos tan pronto.

No es justo que ahora me toque a mí.

Mi acompañante convulsiona y emana un humo oscuro. Su dermis se desintegra y el éter contenido brota entre ella y asciende como un ligero vapor hacia el techo.

Me siento en silencio bajo la neblina de éter. Es preciosa.

Tras unos segundos, me levanto y abro la ventana. El olor y la energía escapan hacia el cielo, hacia el mundo y la Panconexión. Me vuelvo hacia la pila de prendas que han quedado en el suelo y las recojo, junto con las joyas y otros objetos: un monedero, un reloj y un puñado de documentos del Consulado. Les echo un vistazo; una infracción menor por hurto. No merecía ir a prisión.

Estrujo los documentos con furia entre los dedos. Esos malnacidos del Consulado nos están matando más rápido.

Mientras reviso las joyas heredadas y me pongo una de las pulseras, un pensamiento inesperado acude a mi mente.

¿Y si me marcho de la fiesta y salgo a las calles? ¿Y si persigo a esos canallas del Consulado que han detenido a mi semejante y les doy su merecido? En el pasado ya drené un poco de esencia a otro ser (una vez, por accidente) y fue increíble. Podría volver a hacerlo. Podría hacerlo cientos de veces, si alguien se lo mereciese.

Observo una pequeña voluta de humo mientras surge de mi piel y flota hacia la ventana.

Me acuerdo del agente del Consulado, inconsciente ante la puerta de mi casa.

Seguirá allí algunas horas más.

Puedo ausentarme unos minutos.

Nadie se daría cuenta.

No. Ya habrá tiempo para eso. Cuando sea yo quien yazca en el suelo de unos servicios, con frascos de perfume vacíos alrededor y descomponiéndome a trozos... Entonces quizá lo haga.

Tengo otras cosas que hacer con el tiempo que me queda.

Recojo uno de los frascos medio vacíos de attar imbuido de éter y me aplico un poco. Cedro vívido y decidido. La descarga de energía recorre mi ser. El brillo del oro recién tomado prestado refulge en mi cuello y el rumor de la fiesta reverbera a través del techo.

Subo las escaleras como una exhalación y emerjo bajo el sol recién puesto y el brillo de los faroles. La multitud me abre paso y el panharmónico enmudece, respetando mi posición de poder en el ecosistema creado por mí. Camino con determinación hacia el centro del toldo y levanto los brazos para llamar la atención. Mis invitados callan y dirigen su atención hacia mí.

—¡Invitados distinguidos y gentuza ordinaria, señalad en vuestros calendarios el día dentro de un mes!

Mis amigos e invitados me aplauden. Son como yo: disfrutan de su elevada categoría y de sus escasos límites.

—Voy a celebrar la mayor fiesta de mi vida una vez que concluya la Feria de Inventores. Espero veros allí a todos y cada uno de vosotros; ¡decid a todos vuestros conocidos que serían unos necios si se la perdieran!

La gente estalla en vítores. Me siento como si pudiera vivir diez años más.

—Pero dejémonos de anuncios. No queréis seguir oyendo hablar de mí, ¿verdad?

¡Claro que sí! —ruge la fiesta entera.

¡Pues os aguantáis! ¡Me he cansado de hablar! ¡Venga, todos a bailar! ¡Que suene la música y que alguien abra otro barril para cada persona con hígado!

La multitud enloquece. La alegría colectiva de la fiesta fluye por mi cuerpo y hace que me pierda en sus corrientes. Me zambullo en la tormenta de bailarines y un aerosol de attar y éter me rocía la cara. La música sube de volumen y el ritmo de la canción impulsa los movimientos de los cuerpos. Siento que todo está vivo. El brillo de los etergénitos se refleja vagamente en el sudor de la multitud de bailarines, pequeñas volutas de éter se disipan hacia el cielo y me siento con vida con vida con vida y en este momento singular me sumo en celebrar la existencia.


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