En los cielos de Feltmark, el sol brillaba como una moneda de plata y convertía los campos verdes en suaves colinas de un gris ondulante. El paisaje parecía un lienzo impoluto y listo para salpicarlo de rojo.

Ese día se libraría una batalla. No sería un gran choque entre ejércitos ni se compondrían sagas sobre ella. Solo sería una escaramuza, en realidad. En un bando, un grupo de saqueadores skelle engalanados con trofeos macabros, armaduras negras con púas de acero y armas de aspecto cruel, curvadas como sonrisas siniestras. En el otro bando, en número mucho más reducido pero no desdeñable, estaban los tuskeri. Apenas era una partida de guerra, a decir verdad. No superaban la docena y eran menos de la mitad de los guerreros que avanzaban hacia ellos por las llanuras abiertas, pero fueron a su encuentro fanfarroneando con la confianza de auténticos gallos. Ese día habría una batalla y, a juzgar por lo que veía Njala, no duraría mucho. En cualquier caso, no dejaba de ser una batalla, por lo que Alajn y ella, segadora y pastora, habían acudido a observar y juzgar.

―Ahí está ―dijo Alajn señalando con un dedo largo y fino al tuskeri que caminaba en vanguardia―. Ese es su nuevo líder, lo llaman Arni Frenterrota. Es un gran guerrero, apostador y bebedor, según dicen todos.

Arni Brokenbrow
Arni Frenterrota | Ilustración de Dmitry Burmak

Njala entrecerró los ojos al verlo. El humano era más bajo que la mayoría de los guerreros que lo seguían y tampoco era tan ancho de hombros. Aparte de su cabello rojo intenso, lo único por lo que llamaba la atención era el extraño trozo de hueso que le sobresalía de una sien como si fuera un único cuerno, estrecho y agudo en la parte donde se clavaba en el cráneo y más ancho en el extremo fracturado.

―¿Es el líder de todos ellos? ―preguntó Njala.

―De todos.

―¿Y qué hace aquí, entonces?

―Supongo que se aburría ―respondió Alajn encogiéndose de hombros.

Njala frunció el ceño. Para ella, una valkiria, ningún mortal parecía vivir más tiempo del que duraba un atardecer soleado, pero las almas osadas y temerarias del clan tuskeri se apagaban más rápido que la mayoría. De hecho, las tácticas absurdas de sus líderes para demostrar su valor tendían a acabar antes con sus vidas que con las de los demás guerreros, y Frenterrota no parecía ser diferente. Daba la impresión de que pronto se uniría a sus predecesores en la mesa del Starnheim.

Con una lentitud casi lánguida, los dos grupos se acercaron el uno al otro y los skelle se desplegaron formando un semicírculo tan amplio que casi rodearon a los tuskeri. Las retaguardias de ambos bandos dispararon unas pocas flechas tentativas; la mayoría se clavaron en los escudos y algunas cayeron aquí y allí en la tierra. Ya faltaba muy poco: el momento en el que cada guerrero desvelaría su verdadera naturaleza era inminente. ¿Darían media vuelta y huirían para luego ser acuchillados por sus enemigos o abatidos por Alajn si se alejaban lo suficiente, o se plantarían, lucharían y tendrían una muerte gloriosa con la que recibirían la recompensa de Njala?

Con un gesto relajado, Arni desenvainó su espada y la hizo girar una vez para comprobar su peso. Entonces sonrió. De hecho, pareció sonreírle a la propia Njala.

La valkiria se quedó de piedra. Era imposible, solo había sido una coincidencia. Ni siquiera el más sabio de los mortales podía ver a una valkiria a menos que ella lo permitiese. Aun así, Njala no pudo evitar sentir que el humano había intentado decirle algo, como si acabase de afirmar: “Observa”.

En el último instante, cuando ambos grupos estaban a poco más de diez zancadas el uno del otro, los tuskeri se lanzaron a la carga de repente, directos contra el centro de la línea skelle. Y en plena vanguardia estaba Arni Frenterrota, espada en alto y bramando un grito de guerra que sonaba más jubiloso que iracundo.

―Nada mal ―comentó Alajn arqueando una ceja oscura como el alquitrán―. No le falta la bravuconería de los tuskeri, desde luego.

Njala soltó un suspiro. El cruce de miradas con Frenterrota, si es que lo hubo, ya había pasado.

―Parece que hoy no tendrás que cumplir con tu deber, hermana ―dijo la pastora, que se permitió mostrar una pequeña sonrisa.

―Ya lo veremos ―respondió la segadora―. Todavía hay tiempo para que alguien sienta un arrebato de cobardía.

La carga de los tuskeri había pillado por sorpresa a sus adversarios. Los skelle intentaron ponerse en formación, lanzas en ristre, y mientras Njala observaba, el nuevo líder de los tuskeri se elevó de un salto. Voló por encima de las puntas de lanza, de los filos de las hachas e incluso de los escudos alzados... y su espada descendió con todo su peso contra el casco de un hombre de aspecto salvaje. Un suspiro después, los humanos batallaron con el estruendo ensordecedor del acero contra el acero: las espadas entrechocaron, los escudos embistieron con una fuerza brutal y las armaduras se estremecieron con los impactos.

La sonrisa de Njala se esfumó. En un instante, resultó evidente que los skelle no podrían mantener la posición, ya que se habían dispersado en exceso al tratar de rodear al enemigo. Los tuskeri se abrieron paso a golpes y partieron en dos el grueso de los saqueadores. No hizo falta mucho más: la moral estalló en pedazos y los skelle emprendieron la huida por las llanuras. Sin mediar palabra, Alajn levantó el vuelo y se marchó a hacer su funesto trabajo. Njala, muda de asombro, siguió observando la conclusión de la batalla, mientras Arni plantaba el trasero sobre una pila de cuerpos igual de alta que él y se echaba a reír como un hombre el día de su boda.

―Vaya, vaya, hermana ―dijo Alajn cuando regresó junto a Njala con una sonrisita―. Yo diría que es tu deber el que no habrá que cumplir.


En el salón infinito del Starnheim, los héroes de todas las eras, clanes y pueblos de los diez reinos de Kaldheim comían y bebían por toda la eternidad. La mesa era ilógica según la geometría mundana: tenía la longitud exacta para acomodar a los gloriosos, los valientes, los seres de todas las especies y credos que se habían ganado un lugar en ella. A pesar de saberlo, Njala no pudo evitar sentir que había un lugar en la inigualable estructura infinita que parecía más vacío de lo que debería.

Estaba totalmente convencida de que Frenterrota tendría que haber muerto en la batalla. Como valkiria del Starnheim, tenía intuición para aquellas cosas. Sin embargo, con una pizca de vergüenza, Njala se dio cuenta de que no sabía mucho más acerca de aquel humano. Eso al menos sí que podía remediarlo fácilmente.

Encontró a Hormgart hundido en sus jarras, lo cual no era complicado cuando estas podían ser tan profundas como uno desease. De todos los escaldos enanos que se habían ganado un asiento en la mesa, Njala siempre había sentido predilección por él. Su estilo narrativo poseía el tono propio de un abuelo, más que la teatralidad fanfarrona de otros. Al verla llegar, Hormgart se limpió con un antebrazo el mostacho encanecido desde hacía incontables siglos y soltó un eructo.

―¡Njala! Qué honor tan inesperado es este... este honor.

―Saludos, Hormgart. Me gustaría preguntarte qué sabes acerca de cierta persona. De un mortal.

―Bueno, tampoco es que nos conozcamos todos.

―Es el nuevo líder de los tuskeri: Arni, Arni Frenterrota. Seguro que te han contado algo sobre él.

Tras la turbiedad de la bebida, Njala vio que los ojos gris pétreo de Hormgart reflejaron la luz del fuego.

―Ah, Frenterrota... Pues ahora que lo dices, sí, creo que he oído una historia o dos.

En un punto lejano de la mesa empezó a sonar una canción. Una multitud de guerreros se meció al son de la melodía y tarareó una canción antigua que hablaba sobre una doncella guerrera beskir y la legión de pretendientes que había convertido en una partida de guerra. La doncella en cuestión llevaba la voz cantante y dirigía el coro con los índices. Hormgart pareció no percatarse de lo que sucedía. Sus manos nudosas y curtidas se apoyaron en las rodillas como si se preparase para entrar en acción. Njala se fijó en los numerosos detalles de su ritual: la espalda erguida, la cabeza ladeada, el carraspeo de la garganta... Hormgart tenía una buena historia que contar.

―Por si no lo sabías, no siempre se ha llamado Frenterrota.

―Ajá...

―Antes era conocido como Saltacabras ―aclaró Hormgart tocándose la nariz―, hasta que un fatídico día...


Un fatídico día, en las profundidades de los montes Tusk se hizo eco de un grupo de troles homicidas que aterrorizaba las aldeas de la Cumbre Roja. Los tuskeri, siendo como son, no pudieron alegrarse más al oír la noticia. Los troles eran un peligro y el peligro era una ocasión de demostrar su audacia, y la audacia era una oportunidad de labrarse un nombre. De todos los guerreros que ensillaron a sus monturas para dar caza a los troles, pues eran ciertamente numerosos, resultó ser una pequeña banda liderada por Arni Saltacabras la que comenzó a buscar en la misma ladera en la que los troles habían establecido su guarida.


En los altos peñascos de los montes Tusk, rodeadas de lanzas de piedra rojiza, Njala y Alajn observaban al hombre conocido como Arni Frenterrota mientras coqueteaba con la muerte una vez más. Esta vez no era el frío acero de los skelle lo que amenazaba con quitarle la vida: era un dragón.

―Un engendro, técnicamente ―corrigió Alajn.

―Está bien ―dijo Njala. Un engendro, pues.

Terminología aparte, era gigantesco, todo colmillos y garras y espinas, con cuatro cuernos curvos y una cola que segaba el aire cual guadaña. Arni y su banda de tuskeri lo habían rodeado, pero de poco les estaba sirviendo. Cada vez que uno acometía a la bestia con la lanza o el hacha, un golpe de su temible cola hacía que se lo pensara dos veces. Justo detrás del rudimentario cerco de guerreros, aparentemente impasible a los ataques y rugidos del engendro, Arni Frenterrota jugueteaba con una cuerda.

―¿Qué está haciendo? ―se preguntó Njala mordiéndose el labio―. No tendrá una muerte digna si se queda ahí... atando nudos.

En la parte baja de los peñascos, un hombre avanzó gritando con bravura y lanzó un potente mandoble contra el costado de la bestia, pero el espadón rebotó en las escamas como si lo hubiera blandido contra una roca. El engendro giró su cabeza serpentina y clavó los ojos, encendidos como brasas, en el guerrero, que soltó su arma y echó a correr lo más rápido que le permitieron las piernas.

―¿No tienes un deber que cumplir? ―le murmuró Njala a su hermana.

Alajn observó al hombre mientras este se tiraba en plancha al suelo para evitar un coletazo de la bestia.

―En este caso, no lo llamaría un acto de cobardía, sino de sentido común.

Arni dio otro tirón a los nudos y, satisfecho, se puso en pie. Njala por fin pudo ver que había hecho un lazo con la cuerda. Lentamente al principio, el humano empezó a hacerla girar por encima de su cabeza y, con un lanzamiento de experto, la arrojó hacia la trayectoria de la cabeza del engendro, atrapando uno de los cuernos y tensándose de golpe. Instintivamente, la criatura se retorció... y arrastró a Arni con ella.

Njala enmudeció cuando el líder tuskeri salió volando, directo hacia una de las agujas de piedra que rodeaban el valle, pero antes de estamparse contra ella, Arni se retorció en el aire. En lugar de estrellarse de espaldas contra la roca rojiza, el humano aterrizó con ambas botas y su cuerpo se comprimió como un muelle. Njala tuvo la impresión de que lo había hecho casi a propósito.

El engendro pareció entender la situación todavía menos que la valkiria y se revolvió hacia atrás con un chillido desgarrador. Antes de que la sacudida volviese a tirar de Arni, Njala se fijó en él durante una fracción de segundo: de nuevo la misma sonrisa. “Observa”.

Esta vez, la bestia se movió en dirección opuesta y arrastró al humano directamente hacia ella. Cuando aterrizó tras la cabeza del engendro con la cuerda enroscada en una mano, Arni solo tardó un instante en equilibrarse, como si estuviera en la cubierta de un barco y no en el lomo de un monstruo furibundo. La criatura cabeceó y se retorció, pero con la cuerda tensada y el cuerpo agachado, Arni era imposible de quitar de encima.

Njala no fue la única que observó al tuskeri cuando desenfundó su espada y la alzó, reluciente como un espejo a la luz del sol: todos los miembros del clan se quedaron atónitos cuando su líder clavó el filo entre los cuernos de la criatura. Un instante después, el cadáver colosal se desplomó en el suelo del valle.

―Ha sido increíble... ―susurró Njala―. Ha conseguido... Lo ha...

―Parece que tu humano preferido vivirá para contarlo una vez más ―dijo Alajn por ella, pero Njala apenas podía escuchar sus palabras, ya que estaba recordando la historia que le había contado Hormgart: la historia de cómo Arni recibió su nombre.


Tras una larga y ardua escalada, Arni y su banda de valientes guerreros se detuvieron a recobrar el aliento. Fue entonces cuando oyeron los ruidos que revelaron la presencia de los troles: huesos partiéndose, animales gruñendo y el idioma estruendoso de las criaturas, todo ello procedente de una cueva cercana. Cuando se acercó en silencio, Arni vio que había más de un par de comepiedras apestosos; parecía que se trataba de una madriguera entera de ellos. Arni y sus guerreros estaban en inferioridad numérica, sin duda alguna, pero si se marchasen para reunir más espadas, puede que otro grupo encontrase la cueva y les arrebatase la gloria antes de que ellos regresaran.

No cabe duda de que Arni era un guerrero poderoso, pero la fuerza no era su única virtud, pues también era astuto. Tras susurrar unas palabras al clérigo que lo había acompañado y recibir una o dos de sus bendiciones, Arni salió de detrás de la roca.

―Ajá. Así que vosotros sois la panda de apestosos que está saqueando en la cumbre ―dijo a los colmilludos troles, boquiabiertos ante su llegada repentina―. A ver, tengo un ejército de berserkers esperando ahí fuera para no dejar títere con cabeza, pero quiero daros la oportunidad de resolver esto de otra forma: con un duelo a cabezazos ―propuso con una sonrisa―. El que pierda recoge los bártulos y se larga de estas montañas para siempre.


Sin duda alguna, Tover Sangre de Gigante era el humano más corpulento que Njala había visto nunca. Era una cabeza y media más alto que los otros guerreros kannah que salieron de la arboleda. Su torso desnudo era el doble de ancho que el de ningún otro de los presentes y sus tatuajes danzaban con cada respiración humeante. Incluso los enormes pinos del Aldergard parecían encoger de algún modo cuando pasaba junto a ellos. Arni no solía ser la persona de mayor tamaño en ninguna batalla, pero delante de Tover parecía poco más que un niño.

―Se acabó ―dijo Njala desde la lejanía, batiendo las alas de vez en cuando para ver mejor la escena―. Este tiene que ser el final. ¿Va a librar un duelo de honor contra eso? La muerte por fin... por fin ha dado con Frenterrota.

¡Y qué muerte tan gloriosa iba a tener! Njala estaba deseando que llegara el momento de darle la enhorabuena por haber vivido con valentía, de mostrarle los salones infinitos en los que podría pasar la eternidad bebiendo, festejando y luchando. Llevaba esperando un tiempo condenadamente largo para hacerlo.

En cambio, Alajn no parecía convencida, pero se limitaba a ladear la cabeza con una sonrisita en los labios.

¿Qué? ―le soltó Njala.

―Bueno... ―respondió la segadora―. Las ocho últimas veces tampoco terminaron como creías. Esto parece el cuento de nunca acabar.

Njala frunció el ceño y volvió a centrase en el grupo de guerreros. Los kannah y los tuskeri habían formado un círculo de unos doce pasos de diámetro en torno a los dos contendientes. Sangre de Gigante echó mano al hacha que llevaba a la espalda. Era un arma para ogros, para troles, con una cabeza de dos filos de hierro macizo, pero el kannah parecía capaz de manejarla con soltura.

―¡Frenterrota, te doy una última oportunidad de arrepentirte! ―bramó con un vozarrón que hizo temblar la nieve de las ramas cercanas―. Póstrate ante mis ancestros y ante mí y ruega clemencia por haber mancillado el lugar donde descansa mi familia. Solo así saldrás con vida de este círculo.

Sin embargo, lo único que hizo Arni fue rascarse la barba roja mostrando una sonrisa.

―¿Qué gracia tendría eso, Tover? Además, para serte sincero, creo que te estás tomando esto demasiado a pecho. Seguro que tú también te perdiste y measte donde no debías alguna vez.

Los labios de Sangre de Gigante se crisparon al oír aquello y mostraron unos dientes del tamaño de losas.

―Desenvaina, canijo.

Arni le hizo caso y sacó su espada. Contra aquel oponente, parecía poco más que una daga, pero su hoja resplandeció igualmente a la luz tenue del sol de Cielosangriento.

No hubo rodeos cautos ni fintas para poner a prueba el temple del adversario. Con un rugido osuno, Sangre de Gigante cargó de frente y blandió el hacha en un arco casi tan amplio como el círculo. Arni se agachó para esquivarla y trató de acortar distancias, pero Tover no tardó ni un segundo en volver a descargar aquel monstruoso trozo de hierro contra él. Arni retrocedió de un salto, se escabulló con agilidad por el borde del círculo y Njala apretó un puño con una alegría triunfal:

―¡Eso es! ¡Lucha con coraje! ―susurró más bien para sí misma―. ¡Sé valiente y heroico y muere esta vez!

De nuevo, el coloso blandió el hacha y Arni trató de avanzar antes de que su oponente se recuperase. Sin embargo, esta vez recibió una patada en el estómago que lo mandó volando hacia atrás y lo estrelló contra las rodillas de los guerreros que observaban. Njala no pudo evitar hacer una mueca de dolor. Un instante después, Arni se puso de pie.

Una y otra vez, aquellos mandobles temibles fracasaron en el intento de partir a Arni por la mitad, pero él tampoco parecía capaz de hacer nada más que esquivar, agacharse y rodar de un lado a otro. Los largos brazos de Sangre de Gigante no eran lo único que dificultaba acercarse a él: lo peor era el ritmo incesante de sus amplios golpes mortíferos. Cualquier otro guerrero ya estaría resollando por el esfuerzo, pero saltaba a la vista que Tover Sangre de Gigante no era un guerrero cualquiera.

Cuando adelantó un pie para atacar de nuevo, Arni se preparó para esquivar. De repente, Tover lanzó un golpe rápido y seco con el asta del hacha, que alcanzó a Arni en la mandíbula y lo derribó.

―Una finta ―comentó Alajn―. Ese grandullón no es el bruto sin cerebro que aparenta ser.

Njala no respondió. Tenía la vista clavada en Arni, que escupió sangre en la nieve antes de levantarse. Ya no sonreía. Su expresión parecía centrada, con una seriedad que la valkiria no había visto nunca. Una sensación extraña empezó a burbujear y retorcerse en el estómago de la valkiria. ¿Acaso estaba... preocupada?

Cuando Sangre de Gigante volvió a atacar con la misma brutalidad y velocidad que antes, Arni no esquivó ni se agachó ni rodó: se lanzó hacia el mandoble, hacia el enemigo, más allá de la trayectoria de la cabeza del hacha, y descargó un espadazo contra el asta de madera. El impacto produjo un crujido seco y el círculo de espectadores se deshizo por un instante cuando los hombres y mujeres que lo formaban se hicieron a un lado para esquivar la cabeza del hacha, que se clavó en el tronco de uno de los grandes pinos.

Arni también cayó al suelo con la fuerza del choque. Por un momento, Sangre de Gigante se quedó estupefacto, mirando el asta rota en su mano, que ahora era poco más que un bastón. Sin embargo, en cuanto Frenterrota se levantó por tercera vez, el guerrero kannah se abalanzó sobre él. Antes de que Arni pudiese alzar su espada, Sangre de Gigante lo atrapó con un abrazo de oso, apresando sus brazos a los costados y levantándolo del suelo.

Arni se retorció y se debatió. Pataleó, se resistió y maldijo, pero la agilidad y la osadía que había empleado hasta entonces ya no servían de nada. Estaba indefenso como un conejo en una trampa.

Los silbidos y gritos de la multitud de guerreros cesaron de repente. Lo único que llegó a los oídos de Njala fueron los breves y débiles jadeos de Arni a medida que Sangre de Gigante lo estrujaba cada vez más fuerte, haciendo que los tendones de sus gruesos brazos se hincharan por el esfuerzo. La mano del líder tuskeri soltó su espada, que cayó sin hacer sonido alguno en la mezcla de nieve y lodo que había a sus pies.

―Njala... ―dijo Alajn poniéndole una mano en el hombro. Su voz era sorprendentemente tierna―. Quizá... Quizá sea mejor que no mires.

―No ―contestó Njala negando con la cabeza―. Tengo que estar aquí. En el final.

Tras unos instantes, tras unos resuellos lastimeros más, todo terminaría. Por fin podría escoltar a Arni al Starnheim; al fin llegaría el momento de acompañarlo hasta la recompensa eterna que merecía. ¿Acaso no era lo que quería? Era su deber. Era su honor. Pero Njala se sorprendió al pensar que no le deseaba aquella muerte, aplastado por un hombre comparable a un oso. Quería que encontrase la forma de salir de aquel aprieto, como siempre hacía. Quería que ganase. Esperaba que la leyenda de Arni Frenterrota no pasase a la historia todavía. De hecho, no iba a permitirlo.

Njala extendió las alas y se lanzó hacia el círculo, pero antes de que pudiera llegar hasta allí, Alajn se interpuso en su camino.

―Njala, es un duelo de honor.

―Pero...

―Y aunque no lo fuera, somos valkirias. Nuestro deber es no interferir en los asuntos de los mortales, como bien sabes.

Alajn tenía toda la razón, pero no le importaba. Intentó pensar un motivo, un argumento para que su hermana se hiciese a un lado, y entonces vio lo que sucedía detrás de Alajn. Arni sonreía igual que tantas otras veces.

“Observa”.

Sangre de Gigante lo había levantado por completo del suelo para aprovechar toda su fuerza monstruosa. Por primera vez en el combate, los dos estaban a la misma altura. De pronto, Arni echó la cabeza más y más hacia atrás y Njala recordó el final de la historia de Hormgart: el motivo por el que Arni Frenterrota había recibido su nombre.


Pasaron las horas y el sol se ocultó tras las cumbres rojas de los montes Tusk, pero el duelo de Arni y el trol continuaba. Ambos estaban cansados, ensangrentados y aturdidos por los impactos constantes, pero Arni volvió a sonreír cuando avanzó para asestar otro cabezazo. Por su parte, el trol apenas podía creerse lo que estaba ocurriendo. El humano estaba siguiéndole el ritmo. ¡A él, un trol! ¡En un duelo a cabezazos! Sentía vergüenza, pero lo que sentía aún más era miedo. ¿Qué ocurriría si aquel hombre bajito y sonriente lograba derrotarlo? En ese momento de pánico e incertidumbre, el trol decidió recurrir a un método típico de su especie: hacer trampas.

Había llegado el momento. Arni y el trol plantaron los pies en el suelo y armaron las cabezas para lanzar un golpe salvaje. Pero cuando Arni se impulsó hacia delante, el trol orientó los colmillos hacia la frente de su adversario. Aquello fue, por supuesto, un craso error. Había muchos humanos igual de fuertes, o más aún, que Arni Saltacabras, y muchos que lo igualaban o superaban en astucia. Pero muy pocos humanos con su fuerza o astucia podían igualar también la dureza de su mollera.

Arni Slays the Troll
Arni acaba con el trol | Ilustración de Simon Dominic

De pronto estalló un retumbo como el de un trueno y un crujido resonó en la cueva. Cuando el estruendo cesó, el trol yacía en el suelo con uno de los colmillos partido por la raíz. De pie ante él, victorioso, cubierto de sangre y con un hueso de trol clavado en la frente, estaba Arni Saltacabras... Aunque su nombre ya no era aquel.