Historia anterior: La última esperanza de Innistrad

Un rencor alimentado durante un millar de años está a punto de alcanzar su momento crítico.

Para Sorin, es por la corrupción de su hogar ancestral. Es por haber tenido que poner fin a Avacyn. Es por la llegada de Emrakul.

Para Nahiri, es por la traición de un amigo. Es por el milenio que pasó atrapada en el Helvault. Es por la ruina acontecida en Zendikar durante su ausencia.

Cuando dos Planeswalkers antiguos libran un duelo, las repercusiones afectan a planos enteros.


Ficha de Pista | Ilustración de Cliff Childs

La llamaban la Adalid. Aquellos fanáticos y sectarios no se equivocaban. La habían seguido hasta allí y habían crecido en número mientras ella realizaba su trabajo en Innistrad. La seguían fervientemente y eso le recordaba que lo único que merecía la pena en aquel maldito mundo era su propia venganza.

El coro de sinsentidos incesantes de los sectarios resonaba en las paredes mientras Nahiri observaba el rostro del vampiro. Era un ser feo, con los labios contraídos para revelar unos dientes horrorosos, afilados y despiadados. Dos ojos con sendos trozos de ámbar flotando en estanques oscuros miraban hacia ella, o más bien hacia la nada. Por lo que distinguía Nahiri, aquel chupasangre vestía un atuendo lujoso; sin embargo, al igual que sus decenas de congéneres, estaba atrapado en el muro. Todos estaban muertos. Gracias a ella.

Odiaba aquel lugar, la mansión Markov. Como muchas otras cosas del plano, apestaba a Sorin. Incluso hecha pedazos, retorcida y destrozada como la había dejado, no había sido suficiente para erradicar la presencia del vampiro. A pesar de todo, allí se encontraba ella. Los preparativos estaban listos y tenía que comprobarlos.

La venganza es un asunto delicado, pero Nahiri había tenido un millar de años para pensar en la suya.

Un. Millar. De. Años.

Había tenido tiempo suficiente para abordar su venganza desde todos los ángulos y niveles de complejidad, para simular su desarrollo, afinarlo y simularlo de nuevo hasta que todo encajara... y diera como resultado un plan.

Y ahora, mientras paseaba entre los huesos retorcidos de la mansión Markov, Nahiri se permitió sonreír ligeramente. Todo estaba en su sitio, donde lo había dejado; solo faltaba Sorin. No tardaría en llegar.

Esta vez había traído consigo algo especial, unos ayudantes que había decidido reunir cuando tuvo noticia de que Sorin estaba formando un ejército para hacerle frente. Sí, tenía a los sectarios, pero se disponía a vengarse y no era el momento de cometer descuidos.

Lo primero que vio aparecer de las fuerzas de Sorin fueron los estandartes: antiguas telas que colgaban de pértigas negras de madera, portadas por caballeros ataviados con armaduras de placas. Cientos de vampiros aparecieron detrás de ellos y se desplegaron por la colina frente a la mansión.

Nahiri vio el despliegue desde lo alto de la inmensa entrada. Cuando Sorin por fin apareció al frente de las fuerzas que había reunido, Nahiri tensó la mandíbula. Sorin dijo algo a los vampiros más cercanos, pero estaba demasiado lejos como para oírlo.

Ilustración de Igor Kieryluk

Daba igual qué instrucciones les diera. Todo iba a terminar pronto. Espada en mano, Nahiri salió a la tenue luz del día y se plantó en la escalinata hecha pedazos para recibir a Sorin.


Un chirrido metálico despuntó entre el fragor de la batalla cuando Nahiri extrajo su espada de la coraza de un vampiro muerto. Era uno de los numerosos cadáveres que yacían a su alrededor, formando algo parecido a un semicírculo. Con los pulmones bombeando, saltó por encima de los cuerpos amontonados y salió al encuentro de una nueva tanda de atacantes.

Eran muchos.

Pero solo necesitaba a uno.

Vio un hacha acercarse por el rabillo del ojo, desprendiendo un vapor escarlata tras su filo oscuro. Nahiri saltó a la derecha para esquivarla y lanzó una estocada al cuello de otro agresor. Empujó hacia abajo con la mano libre y el suelo se hundió de pronto bajo ella; cuando el hacha trazó un nuevo arco desde arriba, mordió el borde del socavón. El impacto hizo saltar fragmentos de roca y Nahiri los impulsó con su magia para incrustarlos en el rostro desprotegido del vampiro del hacha.

Otros la rodearon. Una de ellos, equipada con una armadura de placas con esmaltes blancos, se adelantó entre los demás. Mantenía la espada baja y Nahiri vio que el arma tenía dos filos retorcidos en forma de hélice, rematada en una funesta punta. La guerrera habló sin apartar los ojos de ella―. No tienes escapatoria.

―¿Os parece que pretendo escapar? ―replicó Nahiri ladeando la cabeza y arqueando una ceja.

―Cuando acabe contigo ―estalló la vampira―, beberé hasta la última... ―La amenaza quedó inconclusa cuando una ménsula de mármol se estampó contra su boca y le reventó aquellos grotescos dientes. Nahiri tenía un arsenal a su disposición entre los escombros flotantes. Se había hartado de oír tonterías. Cuando la vampira de blanco cayó al suelo, el pesado trozo de mármol hizo una carambola entre los demás chupasangres hasta que todos acabaron en el suelo con el cráneo o el torso machacado. Los cuerpos quedaron inmóviles y la ménsula ensangrentada giró en el aire, salpicando gotitas rojas por todas partes.

Nahiri se limpió una mancha de la mejilla. Si Sorin planeaba agotarla antes de enfrentarse a ella, era un iluso. Un millar de años en el Helvault había sido descanso suficiente para muchas vidas. Si tenía que acabar con todos los demás chupasangres para llegar hasta él, Nahiri había empezado bastante bien.

Sabía que Sorin estaba cerca. La tumultuosa batalla se libraba en lo que había sido el gran vestíbulo de la mansión. La estancia estaba abarrotada de vampiros y sectarios, todos entregados a la macabra tarea de aniquilarse unos a otros. Nahiri lanzó una mirada entre el caos, en busca de aquella melena blanca o...

De aquellos ojos anaranjados y crueles. Por un brevísimo instante, cruzó una mirada con ellos antes de que desaparecieran en medio de la alborotada contienda.

Nahiri notó que la garganta se le había secado de repente. El corazón martilleaba en el interior de su pecho y toda la ira acumulada durante un millar de años surgió de ella hasta que se vio obligada a gritar un nombre―. ¡Sorin!

Proyectó su voluntad hacia el suelo de piedra, sujetó las enormes losas y tiró de ellas con fuerza. Levantó las manos de golpe y a ambos lados de ella surgieron dos muros paralelos de casi cuatro metros de altura. La piedra rechinó contra la piedra y, cuando los muros se detuvieron, formaron una especie de pasillo aislado de la batalla. Nahiri estaba en un extremo y Sorin se encontraba en el otro.

Entre ellos se interponía una pequeña parte del tumulto: una veintena de vampiros y casi el doble de sectarios continuaban enzarzados en la lucha. Un vampiro se lanzó contra Nahiri, pero su venganza estaba demasiado cerca como para distraerse. Movió un dedo y una lanza de piedra surgió repentinamente del suelo. La punta atravesó al chupasangre por el abdomen y siguió subiendo hasta sobresalir por la hombrera de acero rojo, acompañada de un gemido agudo. El vampiro murió en el acto y Nahiri lo rodeó mientras el cuerpo se deslizaba lentamente por la púa de piedra.

―Sorin ―volvió a decir con su voz firme y fría como la piedra que dominaba. Entonces avanzó a zancadas, directa y constante. A su paso, nuevas púas de piedra surgieron ante ella y empalaron a vampiros y sectarios por igual.

Al fin se encontraron cara a cara, solos.

La última vez que Nahiri había visto a Sorin, el vampiro había sido su última imagen del mundo antes de que la soledad la consumiera en el Helvault. Al verlo de nuevo, a unos doce pasos de distancia, le pareció que seguía tal como lo recordaba, pero sin rastro de la debilidad que había mostrado en su encuentro anterior. Llevaba la misma armadura, aunque estaba salpicada de sangre, lo que añadía un matiz cruel a la gema roja que adornaba la coraza. La espada también presentaba indicios de haber participado en la matanza. Su rostro, tan acostumbrado a mostrar aquella sonrisa sarcástica que Nahiri conocía tan bien, estaba surcado de arrugas que jamás había visto. Le agradó ver a Sorin tan serio.

―Has traído a muchos amigos ―dijo Nahiri pasando entre dos púas cubiertas de sangre―, pero veo que hay una que no ha podido venir. ―Sabía que mencionar a Avacyn le dolería, pero no hubo una réplica sarcástica. Sorin tan solo levantó una mano pálida y varias ráfagas de energía negra surgieron de ella como estelas de humo. Había muerte en aquellos rastros de sombra, una muerte dirigida contra Nahiri. Parecía que Sorin prefería prescindir de los artificios y la poesía propios de un duelo: acabar con ella sería suficiente. Nahiri observó al vampiro sin inmutarse, mientras aquellos dedos siniestros se acercaban.

Sin embargo, nunca llegaron a tocarla. De pronto se dispersaron y salieron volando en varias direcciones, trazando contornos en el aire que de lo contrario habrían sido invisibles. Sorin desató un segundo torrente de magia de muerte, pero justo entonces, los primeros rayos errantes completaron el regreso a su origen y alcanzaron al vampiro con una rápida sucesión de siseos agudos. Sorin hincó una rodilla en el suelo y se mordió el labio, dolorido. Por entre las placas de su armadura se filtraba un vapor oscuro que surgía de varias heridas invisibles.

―Mucho debes de subestimarme si crees que eso funcionará conmigo ―dijo Nahiri cuando el segundo torrente de magia se volvió contra el vampiro, al igual que el anterior―. La magia fluye por las líneas místicas. Las líneas místicas pasan por la roca. Y, bueno, los dos sabemos lo que soy capaz de hacer con ella. Pero no te prives, Sorin; intenta volver a utilizar esa basura. ―Caminó alrededor de él―. He conseguido traer a Emrakul a tu hogar y, a pesar de todo, piensas que sigo siendo una cría.

Por un momento, ninguno dijo nada. Más de seis mil años de historia les habían llevado a aquel momento. Mientras miraba a Sorin a los ojos, Nahiri se preguntó si él también pensaba en lo mismo. Habían sido amigos, o eso había creído ella en el pasado. Pero ahora... Ahora conseguiría su venganza. Finalmente fue ella quien habló―. Un millar de años, Sorin. Me encerraste durante un millar de años.

―Y aun así, aquí estás. ―El vampiro tosió y unas volutas de humo negro se dispersaron en el aire―. Tendrías que haberte marchado.

―Lo hice. Regresé a Zendikar y lo encontré devastado por los Eldrazi. Tú dejaste que ocurriera. ―Levantó la espada y la dirigió hacia la garganta de Sorin―. Nos condenaste a mi mundo y a mí.

―Conocías los riesgos cuando aceptaste encerrar a los titanes en Zendikar. Sabías que existía la posibilidad de que escaparan.

―También sabía que habíamos hecho un trato. ―Nahiri sintió que le hervía la sangre―. Si amenazaban con escapar, se suponía que Ugin y tú acudiríais en mi ayuda, pero cuando lo hicieron, no estabais allí. Creía que aquel objetivo nos unía a los tres, pero solo yo me entregué a él. En todo aquel tiempo, fui la única que lo hizo.

―Así que ahora has decidido condenar este plano.

―Mi tiempo como carcelera ha terminado y Zendikar nunca volverá a ser una prisión. Emrakul tenía que ir a alguna parte. Tú solo simplificaste la decisión.

―Sorin, estoy tentada de dejar que resolváis esto entre vosotros ―dijo desde arriba una voz femenina, melódica y mordaz. Nahiri levantó la cabeza y vio a una vampira equipada con una elegante armadura negra de placas; flotaba en el aire, a la cabeza de una decena o más de vampiros con armaduras similares. La líder no llevaba casco; su cara pálida y su brillante melena roja contrastaban con el metal oscuro. Parecía desprender un aura de elegancia y Nahiri percibió en ella un poder similar al de Sorin. Aquella mujer era una chupasangre antigua.

―No lo pongo en duda, Olivia ―respondió Sorin, aún arrodillado.

―Imagino que esta es ella ―dijo Olivia señalando a Nahiri con una espada de acero negro. Sin esperar a que se lo confirmara, se dirigió a ella―. Ignoro qué ha hecho Sorin para provocar tu ira, pero seguro que se la ha ganado. Sin embargo, también se ha ganado mi ayuda y no puedo permitir que lleves a cabo tu venganza.

―¿Otro ángel guardián, Sorin? Sospecho que esta vez te has precipitado un poco ―dijo Nahiri. Extendió una mano y los bloques de piedra que había ante ella empezaron a volverse rojos por el calor.

―He de decir que me caes bien ―respondió Olivia con una sonrisa―. No obstante... ―A su señal, sus vampiros cayeron sobre Nahiri.

Las piedras cercanas a la litomante se habían vuelto incandescentes y, antes de que los chupasangres la alcanzaran, ordenó a la roca fundida que adoptara nuevas formas: cuatro espadas idénticas a la que empuñaba, cada una palpitando con la energía de su forja reciente. Extrajo una para blandir un arma en cada mano. Las demás se desplegaron encima de ella como el plumaje de un fénix.

Ilustración de Chris Rahn

―Mi venganza no está en tus manos. Me he ganado esto. Sorin es mío.

―Nunca olvides que te perdoné la vida ―siseó Sorin―. Usar el Helvault fue un acto de gentileza.

―¿Gentileza? ―repitió Nahiri con los dedos crispados. Deseaba hacerle pedazos―. Los horrores con los que me encerraste durante tanto tiempo se convirtieron en mi mundo.

Al pronunciar la última palabra, Nahiri clavó las puntas de sus espadas en el suelo de piedra. Entonces apretó los puños y las armas empezaron a vibrar. El temblor reverberó en el suelo y cobró intensidad a medida que se esparcía. Lo que empezó siendo una ligera vibración se convirtió en un retumbo que sacudió la estructura de los alrededores. De las manos de Nahiri brotó una rápida sucesión de lazos brillantes de energía que descendieron por las espadas y se propagaron por el suelo y las paredes hasta alcanzar hasta la última piedra de la mansión.

Varias piedras místicas surgieron alrededor de Nahiri y señalaron hacia fuera, formando una especie de estrella.

Entonces, la mansión se estremeció. Los muros que Nahiri había levantado para aislar a Sorin se derrumbaron y todo el vestíbulo empezó a rotar independientemente del resto de la arquitectura. Durante el giro, los cimientos crujieron como las articulaciones de un dios antiguo que despertaba por primera vez desde hacía una era. El estruendo era ensordecedor y rayaba en los límites de lo soportable.

Poco después, otro sonido reptó hacia los oídos de Nahiri. Con cada centímetro que rotaba el vestíbulo, el ruido se volvía más intenso. Era constante y chirriante, en cierto modo similar al coro de los sectarios, pero aquel sonido no estaba destinado a la gente ni lo producía ella.

La entrada del vestíbulo se movió con la enorme estancia y dejó de dirigir hacia el puente de acceso a la mansión. Cuando la rotación cesó, la entrada se detuvo ante una pared de piedra lisa. El sonido sobrenatural llegó a un punto álgido; sin el crujido de la piedra, no había nada para suavizarlo. Nahiri sintió el chirrido en la raíz de los dientes, pero había llegado el momento. Aferró la pared con su magia y deslizó una capa tras otra en direcciones alternas.

Incluso antes de apartar la última capa, esta explotó en una lluvia de escombros... y entonces salieron ellos: decenas de monstruos bulbosos y grotescos que apenas se parecían a las personas o animales que habían sido antaño. Ahora pertenecían a Emrakul. El contacto del titán eldrazi había retorcido y estirado su carne, convirtiendo sus formas mutadas en mallas de tendones enmarañados.

Ilustración de Darek Zabrocki

Nahiri había empezado a reunirlos desde la llegada de Emrakul, encerrándolos en su propia cámara como regalo para su viejo amigo.

Nahiri los vio salir en tromba de su prisión oscura, inundando el vestíbulo en dirección a ella. Sin embargo, no se movió del sitio. Las pesadillas no eran nada nuevo para ella. Se acercaron y, cuando tendrían que haberla arrollado, la horda se separó y pasó de largo. Nahiri era invisible para aquellos monstruos mientras permaneciera en su anillo de piedras místicas; criptolitos, las llamaban los sectarios, aunque no tenían nada de críptico. Los Eldrazi seguían las líneas místicas, la red de maná que poseen todos los mundos. Al igual que había hecho en Zendikar seis mil años atrás, Nahiri había moldeado aquellas rocas para dirigir las líneas místicas de Innistrad según le placiera. Para aquellos horrores, ella se encontraba en un hueco en la realidad. No existía.

Los vampiros no corrieron la misma suerte. Los Eldrazi se lanzaron hacia ellos y la vampira pelirroja y sus lacayos cayeron inmediatamente sobre los monstruos con toda la furia propia de su especie.

Ilustración de Karl Kopinski

Nahiri retrocedió para alejarse del caos y parte de los escombros de los alrededores se desplazaron a cada paso para crear una escalera improvisada que subía hacia lo alto de la mansión. El ascenso la distanció de los tajos de las espadas y de los latigazos de las extremidades desgarradas. Sorin había tratado de derrotarla buscando aliados, pero Nahiri estaba preparada para eso. Sorin había intentado vencerla con su magia de muerte, pero Nahiri también estaba preparada para eso.

¿Estaría Sorin preparado para Nahiri?

Sintió sus ojos clavados en ella y, cuando le vio en medio de la batalla, confirmó que el vampiro la observaba. La sangre le corría por el mentón y un sectario colgaba sin fuerzas de su puño. No era la primera vez que Nahiri le veía alimentarse, pero nunca le había parecido tan monstruoso como en ese momento. Porque eso era él: un monstruo.

Los ojos de Sorin no se separaron de ella en ningún momento, ni siquiera cuando ascendió. Se movió como un relámpago sin soltar al sectario, que se agitó violentamente en sus manos. Trepó por las paredes retorcidas y luego saltó a los fragmentos de la mansión que flotaban en el aire. Era un felino en plena caza, veloz y de pasos firmes. Para cuando Nahiri llegó a los escombros dispersos del techo abovedado de la mansión, Sorin le pisaba los talones.

Sin embargo, ella era una kor de Zendikar. Saltar de una superficie inestable a otra le resultaba natural. Además, era la litomante y se encontraba en su elemento en aquel espacio lleno de incontables contrafuertes, chapiteles y alas enteras de la mansión. Se encaramó al alféizar de una ventana alta y estrecha, inclinada contra un trozo de pared que pendía en el aire desafiando la gravedad. Sus espadas orbitaban por encima de su cabeza como una corona que marcaba aquel lugar como su territorio. Había llegado el momento de comprobar si Sorin estaría a su altura.

―Hoy podremos terminar lo que empezamos, sin interrupciones ―dijo Nahiri desde arriba a Sorin, quien se irguió tras aterrizar ágilmente en un rellano que aún seguía unido a una parte de la escalera principal. Una larga alfombra roja colgaba de los últimos escalones y pendía en el vacío como si fuese la lengua de un animal muerto.

―¿Tantas ganas tienes de morir? ―replicó Sorin―. La última vez que nos enfrentamos, me encontraba terriblemente débil. Me temo que en esta ocasión no tendrás tanta suerte. ―Arrojó el cadáver del sectario hacia Nahiri como si fuera un trapo empapado y ella lo oyó crujir cuando el cuerpo se estampó en la pared, junto a ella―. Además, esta vez tengo intención de matarte.

―¿Crees que me das miedo?

―Si aún no lo he conseguido, pronto lo haré. ―Sus ojos eran pura y antigua crueldad.

―No me marcharé sin zanjar este asunto, Sorin.

―En eso estamos de acuerdo, joven.

"Joven". Sin mediar otra palabra, Nahiri arrojó sus espadas contra él, excepto una de las que empuñaba. Sorin retrocedió de un salto justo a tiempo para esquivar las cuchillas, que se clavaron en la plataforma. Antes de que aterrizara de nuevo, Nahiri aferró el rellano de piedra con su voluntad y lo volcó.

Por un momento, creyó que Sorin lograría sujetarse, pero sus dedos no encontraron apoyo y el vampiro cayó.

Sin embargo, la pesada alfombra roja se agitó y Nahiri vio que Sorin había conseguido agarrarse a ella y ahora se columpiaba, en vez de caer.

Nahiri tiró de las piedras del rellano y deshizo la estructura. Antes de que los escombros se derrumbaran, Sorin se soltó y se impulsó hacia un travesaño cercano. Desde allí saltó a una pared hecha añicos y a otro travesaño suspendido diagonalmente en el aire. Todo pareció ocurrir en una fracción de segundo y Nahiri apenas pudo seguir al vampiro con la vista.

Y entonces lo perdió. Sorin era demasiado rápido y, para cuando Nahiri se inclinó en el alféizar con intención de seguir sus movimientos, había desaparecido.

Nahiri miró de un lado a otro a toda prisa, en busca del más mínimo rastro de él. Un relámpago plateado voló hacia ella y su única opción fue sumergirse en la pared justo antes de que el acero de Sorin rebotara en la piedra con un tañido ensordecedor que reverberó durante varios segundos.

―Nahiri, Nahiri... ―Envuelta en la piedra, las palabras de Sorin le llegaron amortiguadas, pero igual de ponzoñosas―. Cuántos problemas has causado por una estancia en el Helvault, cuando en la roca pareces sentirte como en casa.

Entonces se oyó un sonoro crujido y Nahiri sintió un dolor agónico en el costado, como si le hubieran clavado un atizador al rojo vivo. Algo había atravesado la piedra. Se dio cuenta de ello y notó que el acero había mordido su carne. La espada la cortó al retirarse y, antes de que golpeara de nuevo, Nahiri se dejó caer a través de la pared. De pronto se encontró en caída libre. Se llevó una mano a la quemadura del costado y tocó un líquido pegajoso.

Una parte de una balaustrada salió a su encuentro. Intentó sujetarse a ella, pero la mano empapada de sangre resbaló y Nahiri continuó precipitándose. Le costó mantener los ojos abiertos y el mundo dio vueltas, hasta que todo se detuvo de golpe cuando se estrelló en una torre situada en horizontal sobre el techo abierto.

Cuando reunió las fuerzas suficientes, Nahiri apoyó los pies en el suelo y se levantó despacio. Tuvo que apoyarse en una mampostería que sobresalía de la superficie de la torre. Estaba sin aliento y tenía la boca seca, a pesar de que notaba el sabor de la sangre en ella.

Cuando oyó un ruido seco más adelante, levantó la vista y vio a Sorin irguiéndose después de aterrizar. Se acercó a ella y la miró desde arriba, con la espada en alto y amenazante, tal como había hecho un millar de años antes, cuando la había condenado al cautiverio en el Helvault. Sin embargo, esta vez no había un Helvault donde encerrarla.

―Tuviste la oportunidad de matarme, joven. Tendrías que haberla aprovechado cuando estuvo a tu alcance. ―No había desdén en las palabras de Sorin. Era un mentor dirigiéndose a su protegida, impartiéndole una última lección.

―Tal vez ―respondió Nahiri, más bien para sí misma. Su espada colgaba en la mano y la punta yacía en el suelo. El corte en el costado le producía un dolor inmenso. Se fijó en la mano temblorosa con la que se taponaba la herida.

Demasiada sangre.

Qué importaba un poco más. Respiró hondo antes de hablar―. Ocurra lo que ocurra aquí, tanto si salgo con vida como si no, ya he ganado, Sorin. Mira a tu alrededor. ―Levantó la mano temblorosa y señaló la mansión―. Observa atentamente lo que he hecho a todo lo que consideras tuyo. ―Señaló a su izquierda. En la lejanía, sobre la ciudad de Thraben, se encontraba Emrakul―. Ninguna mascota angelical acudirá al rescate esta vez.

―Lo que me arrebataste con Avacyn... ―La espada de Sorin dio un golpe rápido y envió la de Nahiri por los aires―. Me lo cobraré con tu sangre. ―Antes de que Nahiri pudiera mover un músculo, Sorin le clavó los colmillos en el cuello. Toda la sangre de su cuerpo circuló hacia el mismo punto; el líquido que Sorin reclamaba le ardía en las venas. El vampiro bebió con saña... y Nahiri encontró su oportunidad.

Se apoyó en la mampostería y esta obedeció abriéndose hacia ambos lados. Cada latido era un tormento, pero Nahiri resistió para susurrar un mensaje―. Yo también sé morder, Sorin, y mis dientes son más grandes que los tuyos.

La roca se cerró sobre ellos e hileras de colmillos de piedra se clavaron en Sorin desde las piernas hasta el torso. Su espada cayó al suelo y un grito de agonía estalló en los labios del vampiro. Nahiri lo apartó de un empujón y atravesó la piedra, dejando solo a Sorin en ella. La pared siguió envolviéndolo hasta apresarlo por completo. Cuando Nahiri terminó su trabajo, Sorin estaba suspendido en el aire, atrapado en una prisión de piedra. No podría viajar entre los planos para escapar de aquello. Los dientes de piedra que lo retenían le mordían por dentro, manteniéndole en un tormento perpetuo que debilitaría la concentración necesaria para liberarse.

Por último, Nahiri rotó la prisión de Sorin para orientarle hacia las llanuras ondulantes que había bajo la mansión Markov. Mientras Nahiri trepaba por la crisálida, Sorin trató de hablar, pero solo se oyó un borboteo ininteligible. Lo que quisiera decir no tenía importancia. Nahiri solo quería que él escuchara sus palabras. Se sujetó a la cima de la roca y se descolgó para susurrar aquellas palabras al oído de Sorin―. Voy a perdonarte la vida. Te devuelvo la gentileza.

Ilustración de Cynthia Sheppard

A lo lejos, bajo un techo de nubes funestas, estaba Emrakul.

Un instante después, Nahiri se marchó de Innistrad, abandonando a Sorin a la suerte de aquel mundo.


El horizonte era Emrakul. Sorin no podía hacer nada más que observar mientras el final de Innistrad se desplazaba lentamente por Gavony, en dirección a Thraben. La gente que hubiese allí abajo era insignificante ahora, pero Innistrad era suyo y Thraben era el lugar donde había creado a Avacyn para proteger el plano. Ver la ciudad condenada a la ruina provocó una punzada de dolor que le afectó más que los dientes de piedra que le devoraban por dentro.

Sorin sintió una presencia antes de oír el sonido: metal contra piedra, un roce largo y lento que ascendía por la parte de atrás de su sarcófago.

―Creo que prefiero esta ―dijo una voz cargada de sorna. Entonces, Olivia descendió ante él y eclipsó el caos de la lejanía. Empuñaba la espada de Sorin.

―Olivia... Libérame... ―consiguió mascullar él.

―Aunque pudiese hacerlo, ¿qué motivo tendría para ello? Avacyn está muerta y Nahiri ha huido. Hemos cumplido nuestro trato. ―Soltó una risita cruel―. Yo diría que esto es una victoria. Trata de disfrutarla. Al fin y al cabo, la mansión Markov es tuya. En cuanto a mí ―dijo levantando la espada de Sorin para examinar el filo―, creo que "Olivia, Señora de Innistrad" suena estupendamente.

Los últimos restos de paciencia que le quedaban a Sorin dieron paso a un ataque de desesperación. Aquel mundo estaba acabado. Olivia era su única posibilidad de salir―. ¡Mira allí! ―exclamo luchando contra la inflexible roca. Olivia echó un vistazo por encima del hombro, pero no dijo nada―. ¡Eso nos aguarda! Has visto lo que hace, sabes de qué es capaz. ―Trató de hablar más rápido y la voz se le quebró―. ¡Necesitarás mi ayuda para enfrentarte a eso!

A Sorin no le gustó la expresión de Olivia mientras le hablaba. Era una araña, mientras que él era una mosca―. ¡Escúchame bien! ―insistió―. ¿De qué te servirá nada de esto si mañana desaparecerá?

―Avacyn está muerta. Y tú... ―Olivia le colocó la punta de su propia espada en la mejilla―. Tú estás donde estás. Me parece bastante satisfactorio. ―Y así, Sorin no pudo hacer más que observar a Olivia mientras desaparecía flotando. Emrakul y el final que ella prometía volvieron a dominar el paisaje.


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