Narset es la kan de los Jeskai. Aunque es más joven que los otros ancianos del clan, ella es la encargada de liderar a su gente contra las demás facciones. Podéis descubrir más cosas sobre los Jeskai en la primera parte de la Guía del Planeswalker para Kans de Tarkir.

 

La vida en Tarkir es dura y eso afecta a Narset tanto como a cualquier otro; simplemente, ella tiene práctica ocultándolo. La kan de los Jeskai trata de traer la paz a su pueblo y por ello estudia la historia de Tarkir, en busca de respuestas.

 


 

 

Se me habían dormido las piernas. No había tenido este problema al meditar desde que yo era la discípula. No estaba concentrándome. A los ojos de los cien monjes que meditaban en la plaza conmigo, yo permanecía inmóvil, reflexionando como siempre. Sin embargo, que parezca que estoy tranquila y serena no significa que me encuentre así. Que no muestre emociones no quiere decir que no las sienta. No es que no pueda dejarlas aflorar: es que se supone que no debo hacerlo. Mi mente estaba inquieta, como solía suceder. Otros monjes la habrían serenado, pero yo dejaba que reflexionase sobre las cosas. Fingía que estaba en paz, como sé que hacían otros Jeskai, pero me aseguraba de no interrumpir mi silenciosa contemplación.

 

Contemplación silenciosa | Ilustración de Magali Villeneuve

 

De joven, tenía el mismo "problema", como lo llamaban mis mentores. Siempre vivía en mis pensamientos, pero no como deseaban mis maestros. Soñaba con mundos fantásticos y los dibujaba en pergaminos durante las clases, lo que provocaba la ira de los ancianos. Mi mente me servía de refugio y solía resultarme difícil hablar con los demás. Era como si mi pensamiento fuese cinco pasos por delante de mi boca. Interactuar con otras personas me fatigaba. Nunca sabía qué decir y a menudo metía la pata, lo cual me hacía sentir vergüenza ante los profesores y los compañeros. Luego reflexionaba sobre aquellas conversaciones desafortunadas y descubría que los mundos imaginarios eran más tolerantes.

 

Los estudios eran una forma de huir de la ansiedad y me entregué a la lectura de la historia y la filosofía, interiorizando en lo posible las enseñanzas jeskai. Mis maestros estaban impresionados, pero yo seguía sintiéndome como una forastera. Me gustaba entrenar con aquellos que se burlaban de mí y humillarlos fácilmente en combate, como habían hecho ellos con sus palabras. Cuando me hice lo bastante mayor y superé todas las pruebas físicas y mentales, elegí seguir la disciplina del guerrero errante. Pude aprender cosas sobre los demás clanes mediante la observación y a raíz de sucesos desafortunados, ya que me vi obligada a luchar y matar a miembros de las otras facciones para sobrevivir. Vi que Tarkir era un mundo dividido y hostil, y regresé junto a mi gente con aquella nueva perspectiva.

 

Durante los años siguientes, muchos me pidieron consejo respecto a asuntos relacionados con mis viajes, hasta que los ancianos decidieron nombrarme kan de los Jeskai. Había luchado contra los demás clanes y conocía sus tácticas. Aunque ahora sea la líder del clan, sigo sintiéndome como una forastera, la chiquilla que siempre erraba sus palabras, salvo que ahora no debo mostrarme así. Creo que el hecho de ver a los Jeskai como un pueblo ajeno a mí es lo que me da fuerzas para hacer lo necesario.

 

Estaba sentada al frente de una sala donde otros monjes meditaban conmigo. Sabía que estarían sumidos en sus pensamientos, así que abrí el ojo izquierdo y observé el entorno. Los demás monjes habían formado un cuadrado; todos tenían las piernas cruzadas y estaban reflexionando... excepto un niño. Iba vestido como un monje, pero la ropa le quedaba un poco grande y parecía que no tenía ni diez años. Estaba mirando alrededor y se veía claramente que estaba aburrido. Entonces, el niño se dio cuenta de que lo vigilaba y abrió los ojos de par en par. Le saqué la lengua apenas unos instantes y se tapó la boca con las manos para intentar disimular una risita. El monje que estaba junto a él se movió un poco y noté que se le tensaba el rostro, porque se había dado cuenta de que el chiquillo no estaba meditando. El niño cerró los ojos y volvió a sus quehaceres; yo hice lo mismo, pero cuando volví a abrir el ojo un poco más tarde, vi que seguía pendiente de mí. Esta vez fue él quien me sacó la lengua a mí y me permití mostrar una sonrisa. Intenté no pensar en que ese chico tardaría solo unos años en marchar al frente para luchar contra nuestros enemigos.

 

Más tarde sonó una campana para indicar que la sesión había concluido. Los monjes centraron su atención en mí, esperando a que hablase.

 

―Nuestro ser es el mayor obstáculo hacia la iluminación ―afirmé―. La auténtica comprensión sobre el universo procede de la comprensión sobre uno mismo. La ambición y la malicia oscurecen esa comprensión, por lo que debemos esforzarnos para erradicarlas de nuestro interior y del mundo.

 

Odio estas máximas. Forman parte de la tradición, pero en realidad no significan nada. Son una verdad difusa que está en parte relacionada con la realidad, pero me incomoda tener que difundir esta sabiduría cuando, a veces, lo mejor es no decir nada. Cada uno debe aprender estas lecciones por sí mismo, pero todos cuentan con que yo les explique cómo alcanzar la iluminación. Tan solo necesito asegurarme de no parecer una ignorante. He comprendido que los Jeskai necesitan seguir ese camino, tener una filosofía para que los eruditos puedan debatir sobre ella durante años. Supongo que ellos consideran que eso les permite diferenciarse de los decadentes Sultai o de los caóticos Mardu.

 

Monasterio místico | Ilustración de Florian de Gesincourt

 

Los monjes hicieron una reverencia, se pusieron en pie y empezaron a irse de la plaza. El niño se giró para mirarme y aproveché la ocasión para volver a sacarle la lengua rápidamente. La plaza estaba en la montaña, en el exterior, pero se consideraba que formaba parte de la Fortaleza de Ojosabio, que solo estaba a medio kilómetro. Mi guardia personal, Shintan, me asintió desde el borde del recinto. La tradición dictaba que yo debía meditar a solas tras la sesión en grupo diaria. Aunque el trabajo de Shintan era mantenerme a salvo, sabía que su otra tarea era servir a los ancianos y asegurarse de que yo realizaba las ceremonias.

 

Shintan venía poco después para llevar a cabo su labor como guardaespaldas. Aunque la costumbre era que debía esperarme en el exterior de la plaza, solía situarse en lugares desde los que podía ver que yo estaba presente. Luego me asentía cuando el último monje se marchaba y yo le devolvía el gesto. En aquella ocasión, en cuanto se dio la vuelta, me giré y fui tras unas estatuas ornamentales. Preparé mi señuelo a toda prisa, vistiéndolo con las mismas prendas y usando a modo de cabeza un melón que había guardado allí la noche anterior. No pretendía que pareciese realista viéndolo de cerca, pero a la distancia a la que se encontraba Shintan, era suficiente. Me dirigí a toda prisa hacia el otro extremo del recinto, que daba paso a la escarpada ladera de la montaña. Me resultó fácil descender y llegar a la fortaleza.

 


 

Los Anales se encontraban en la zona inferior. Sentía curiosidad por aquellas reliquias y los antiguos pergaminos que contenían. Entiendo que algunos considerarían que estaba descuidando mi deber. Sin embargo, todos los días me informaban de que los Sultai y los Mardu nos invadían y de que los Temur y los Abzan luchaban entre sí. Las contiendas estaban llegando a un punto álgido y los recursos escaseaban cada vez más.

 

Los Anales se remontaban, como mínimo, al milenio anterior, y contenían información sobre la era de los dragones. Aunque los antiguos depredadores me intrigaban, no eran ellos los que me fascinaban, sino los relatos en los que se narraban las alianzas entre los clanes para derrotar a los dragones. Sin embargo, no se especificaba de qué forma colaboraban; solo se mencionaba que la batalla había sido encarnizada y que luego el poder de las antiguas bestias empezó a menguar. Averigüé que un dragón llamado Ugin tenía un vínculo con Tarkir que ni siquiera los kans lograban comprender, y que algunos habían afirmado que Ugin había desaparecido, pero no estaba muerto. Las runas del dragón espíritu eran indescifrables y utilizaban un idioma antiguo que no era ni el de los dragones ni el de los clanes: se trataba de unos patrones extraños grabados en piedra. Los túneles inferiores de Ojosabio eran oscuros y solo tenía una vela, pero traté de aprender todo lo posible sobre la historia de los dragones Ugin y Nicol Bolas.

 


 

Al volver al pabellón, corrí a toda velocidad sobre las escarpadas rocas para evitar el sendero. Tuve que esconderme durante unos segundos para evitar que me viese un cabalgador de mantis que pasó volando cerca. Llegué hasta la ladera, la escalé y regresé al recinto, donde vi a ocho orcos con indumentarias abzanas. Todos llevaban armas blancas y dos portaban arcos. No me habían visto, así que me escondí tras una columna. Vislumbré que dos de ellos retenían a Shintan. Habían destrozado mi señuelo y las ramas y el heno se habían esparcido por todas partes; una flecha sobresalía del melón que podría haber sido mi cabeza.

 

Filonocturno de Mer-Ek | Ilustración de Lucas Graciano

 

―¡Así que estabais al tanto de que vendríamos, monje! ―le gritó el líder a Shintan―. ¿Dónde está Narset?

 

Dos de los orcos sujetaban a mi guardaespaldas, uno por cada brazo. Vi que se los estaban retorciendo brutalmente, doblándoselos por la espalda más de lo que debería ser posible, pero Shintan no daba muestras de dolor. También distinguí que las montañas habían pasado factura a los invasores; eran gente del desierto y el trayecto por territorios fríos y accidentados los había debilitado. Sin embargo, admití que eran tenaces, porque habían evitado a las patrullas aéreas de aven y mantis para llegar hasta allí, una de las zonas más aisladas del territorio jeskai. Basándome en su armamento, intuí que aquellos orcos no eran auténticos abzanos, sino repudiados: los exiliados del clan. Yo estaba desarmada, pero contaba con el factor sorpresa y muchos más años de entrenamiento que aquellos aspirantes a asesinos.

 

Salí corriendo desde el pilar hacia los tres invasores más cercanos y salté, apoyándome con las manos en los hombros del orco que estaba en el centro. Cuando me impulsé, extendí las piernas para golpear a izquierda y derecha, asestando unas contundentes patadas en la cabeza a los otros dos orcos mientras saltaba por encima del tercero. En cuanto aterricé delante de él, me giré y lo golpeé en la parte central izquierda del torso; había percibido su ritmo cardíaco y lo detuve con un impacto de mi palma.

 

Los demás casi no tuvieron tiempo para reaccionar. Shintan aprovechó la confusión para mover una pierna y desplazar el peso de su cuerpo, derribando a los orcos que lo sujetaban. Luego dejó a uno inconsciente propinándole un puntapié en la cabeza. El otro pudo levantarse y lanzó un grito, pero mi compañero se puso en posición de combate y permaneció inmóvil. Sabía que Shintan presentía la malicia en su oponente, pero no atacó hasta que los músculos del orco se tensaron para prepararse a lanzar el primer puñetazo.

 

Patada repentina | Ilustración de Mathias Kollros

 

Me centré en los tres orcos restantes. El líder se abalanzó sobre mí alzando su espadón por encima de la cabeza, dispuesto a partirme en dos. Cuando la espada descendió, la evité y lancé una patada contra la garganta de mi enemigo. El pánico hizo que soltase el arma y lo agarré por las muñecas, luego redirigí sus movimientos e hice que se diese la vuelta. Era más grande que yo, pero lo había sujetado por los músculos sensibles y podía controlar sus movimientos. Cuando los últimos dos orcos atacaron, pude utilizar a su comandante como arma y guiar los puños de su superior para partirles el cráneo.

 

Shintan despachó a segundo orco que lo había retenido y yo giré a mi víctima para que mi guardaespaldas le estampase un puñetazo. Los invasores yacían en el suelo de mármol del templo sagrado; todos sangraban y algunos habían muerto. Shintan y yo recuperamos el aliento.

 

―He interrogado a ese antes de rematarlo ―dijo Shintan―. Ha dicho que los contrató Taigam el traidor. Al parecer, afirmó que tú habías enviado asesinos tras él.

 

Taigam, mi antiguo discípulo, que había traicionado a los Jeskai en busca de riqueza entre los Sultai... Efectivamente, él habría podido indicarles cómo cruzar nuestras tierras. Yo no había mandado a ningún asesino, pero aquello no significaba que no lo hubiese hecho otro Jeskai.

 

―No sabía nada sobre esos asesinos ―comenté.

 

―También tendré que decir a los ancianos que no has continuado meditando ―me dijo Shintan.

 

Mi respuesta fue señalar hacia el señuelo destrozado:

 

―En ese caso, yo tendré que decirles que te cogieron por sorpresa y que yo podría haber acabado con una flecha en la cabeza.

 

Mi guardaespaldas frunció el ceño y se dispuso a atar a los invasores que seguían inconscientes.

 


 

Los orcos fueron encarcelados y todos contaron lo mismo: Taigam los había contratado para vengarse por el intento de asesinato. Los ancianos no tardaron en asegurar que los orcos mentían, seguramente para encubrir las maquinaciones de uno o más miembros del consejo. Shintan me dijo que temía otros posibles atentados, pero no mostré miedo alguno. Taigam no era el único que quería vernos muertos a los Jeskai o a mí. Me percaté de que mi propia gente urdía las muertes de otros. Taigam y los ancianos no eran más que síntomas de una dolencia a mayor escala: la guerra había infectado a todo Tarkir. Tal vez las runas antiguas del dragón Ugin no contengan ninguna respuesta. Puede que el mundo esté condenado.

 

Comencé a meditar en una cumbre, ignorando la nieve y los vientos gélidos mientras el sol emergía y yo sentía su calor en la piel. Estaba lejos de Ojosabio, de mis devotos, de los ancianos, de Shintan y de mis responsabilidades. Me separé de mí misma; ya no buscaba una respuesta, sino que esperaba a que ella me encontrase a mí. En mi mente, vi la oscuridad y hallé la paz.

 

No duermo, pero sueño. Los mundos de mi juventud vuelven a mostrarse ante mí.

 

Narset, maestra iluminada | Ilustración de Magali Villeneuve