“No caces en Kessig”, decían, “o los perros te encontrarán”.

Tal vez fuese cierto en los tiempos que siguieron a las Penurias, cuando no podías dar ni cuatro pasos sin tener que echar a correr con un licano persiguiéndote. Pero esos perros ya están desapareciendo y sus bosques aguardan la llegada de nuevos amos. Dicen que siempre se puede distinguir a los Falkenrath por su horrible obsesión con cazar, su naturaleza codiciosa y su anhelo eterno de clavar las garras en la comida que menos desea que la devoren. Ser un Falkenrath significa establecer tu hogar en las alturas para que todo el mundo te vea cazar.

Ilustración de Darek Zabrocki

Klaus no es la excepción. Sus pies pisan los matorrales a toda velocidad; la sangre gotea de su mentón empapado y salpica las hojas enrojecidas de Ulvenwald; los virotes pasan silbando junto a sus orejas. Y, a pesar de todo, sonríe. Está claro que lo han visto. Disfrazarse de monje errante quizá fuese un tanto ofensivo, porque el grupo de cazadores lo persigue con un fervor fanático. Tampoco se esperaba que llevaran consigo tanta munición; el tac, tac, tac de los proyectiles al clavarse en los árboles parece como si un gigante estuviera golpeándolos con los nudillos.

Un árbol caído le cierra el paso, pero salta por encima y echa un vistazo a sus perseguidores. Son cinco, dos de ellos corpulentos y anchos de hombros, armados con ballestas casi del tamaño de armas de asedio. Qué simpáticos. Pero pronto no importará qué armas tengan.

La idea le arranca una carcajada gutural. Hasta la última gota de su sangre refinada mediante alquimia invoca el crepúsculo, y este por fin responde. Un coro se eleva en su interior, como una secta que suplica la llegada de su dios invisible, y Klaus sabe que la liberación está cerca.

Porque la verdad es que jamás ha estado en peligro. Los perros, los hombres santos y otros vampiros podrían causarle problemas, pero aquellos humanos no suponían uno en absoluto. El halcón no teme a los ratones aunque estos tengan las uñas afiladas.

―No me esperaba que tantas alimañas tuviesen ganas de morir ―dice hacia atrás en voz alta. La sangre del anciano de la aldea hace que se sienta más osado que nunca.

¿Volverán los lugareños a conciliar el sueño algún día, después de ver con qué facilidad los engañó? No, probablemente no, pero eso no le impediría volver a intentarlo al cabo de unas semanas. Es importante consolidar las inversiones que uno hace.

Y sembrar el miedo siempre es una inversión.

En vez de responder con palabras, los cazadores vuelven a disparar; los dos proyectiles más grandes vuelan rápidos como centellas y ruidosos como truenos, ambos directos hacia su cabeza. Son buenos disparos, pero él no es un ciervo, un oso u otra criatura simplona de los bosques. Con una velocidad sobrenatural, esquiva el primero y atrapa el segundo en pleno vuelo. ¿Una estaca? Vaya, vaya, qué arrogantes se están volviendo, ¿verdad?

Pero Klaus está de buen humor. Incluso se siente magnánimo, saciado como está y con la sangre aún manchando los talismanes que les vendió a los inconscientes aldeanos. Estaca en mano, sube de un salto a la rama de un árbol. Con su peso firme bajo los pies, se gira hacia los cazadores que lo observan desde el suelo.

―Damas y caballeros, les agradezco de corazón esta velada de ejercicio.

Míralos. Fíjate en el miedo que llevan escrito en el rostro con esas arrugas de inquietud. Qué lamentables.

―Sin embargo, si hacen el favor de levantar sus apetitosos cuellos y fijarse en el cielo, se darán cuenta de la hora que es.

Empieza a sentirlo: su cuerpo se tensa bajo la apariencia sofisticada, sus colmillos se vuelven más largos y afilados. En momentos como ese, la forma humana no es más que un estorbo. Los demás linajes vampíricos no parecen entenderlo, pero los Falkenrath, sí. La fuerza es lo único que importa. Esa fuerza proviene de la sangre, que los distingue para siempre de la escoria de la vida humana. ¿Acaso no es mejor sacarle provecho? ¿Acaso no es mejor descubrir hasta dónde puede llevarte?

Y su sangre solo está empezando a hervir.

―“El sol se pone y la caza se pospone” ―canturrea, pero su boca ya es distinta, inhumana. Su cuerpo se estira y adopta una forma más monstruosa y temible de lo que jamás han visto esos campesinos. Un gruñido cavernoso y hambriento acompaña la transformación.

El miedo de los humanos le resulta delicioso. ¡Sus pupilas dilatadas, su aliento entrecortado al contemplarle...! La luna retira por un instante el velo de las nubes; su luz plateada hace que su rostro aterrador sea todavía más visible y espantoso. El aire se carga de tensión.

Klaus muestra los dientes.

Esto es lo natural.

Y tal vez sea natural también lo que ocurre a continuación: los cazadores se miran con complicidad y en sus bocas se dibujan sonrisas igual de espeluznantes que la de Klaus. Uno a uno, depositan las armas en el suelo. El más corpulento de ellos, un hombre que parece más un tronco de árbol que un humano, se ríe con un tono igual de cavernoso y hambriento.

Apenas tiene un momento para preverlo. Cuando la luz de la luna acaricia a los cazadores que la aguardan, las ataduras de su carne revientan y sus cuerpos adoptan su verdadera forma: bestias imponentes que se lamen las fauces con la lengua y cuyo pelaje no disimula en absoluto los compactos bloques de músculos que componen sus cuerpos salvajes. Los dos de mayor tamaño se parecen más al sueño de cualquier suturador que a ningún perro que él haya visto nunca. Sus torsos son como los barriles de cerveza que Klaus solía elaborar con su padre y sus brazos igualan el grosor de la rama en la que está posado.

La garganta se le hace un nudo.

―Ese dicho ―ruge el líder― solo es para los humanos.

Klaus sabe muy bien cuándo tiene que correr, que huir, que irse volando como los halcones a los que se esfuerza por emular. Salta de la rama. Si consigue cambiar de forma lo bastante rápido...

Pero no puede.

Los perros, al fin y al cabo, son capaces de atrapar cualquier cosa al vuelo si se lo proponen.

Unos colmillos le perforan el torso. Cae al suelo antes de saber qué ha ocurrido, los lobos lo rodean, lo miran con desdén, como si un vampiro de doscientos años no fuera más que un saco de carne para ellos.

―No p-puede ser. Las cosas no son así. La noche nos...

―La noche pertenece a quienes la conquistan ―dice el líder justo antes de que su boca se convierta en unas fauces.

Esas palabras son lo último que Klaus oirá jamás.


La mujer observa cómo su aliento forma un vaho ante ella.

Si lo intenta, puede ver todo tipo de siluetas mientras la nube se disipa: las alas de un ángel vigilante, lobos que aúllan, murciélagos volando en círculos... En algún lugar, alguien podría tratar de conjeturar su identidad en función de esas imágenes. Conocía historias parecidas, de sacerdotes que preguntan qué ves en el cielo y utilizan la respuesta para augurar de qué tienes miedo.

Arlinn Kord se conoce a sí misma, pero no le importaría tener a alguien con quien hablar de ello, especialmente hoy en día. Innistrad es su hogar desde siempre, pero nunca había tenido un aspecto así. Mire adonde mire, el paisaje está cubierto de escarcha. El hielo se aferra a los grandes árboles por los que solía trepar de pequeña; una fina capa de color blanco cubre los abrigos y capotes de los angustiados aldeanos; el crujido de las hojas es distinto al pisarlas. Los relojes de sol indican que son casi las seis de la tarde, pero el reloj mecánico del centro de la localidad marca las cuatro y media. El anochecer llega cada vez antes.

Y con él, la luna.

Siempre la luna.

Arlinn, the Pack's Hope
Arlinn, esperanza de la manada | Ilustración de Anna Steinbauer

Puede sentirla incluso ahora, dentro del hogar del anciano de la aldea, mientras le dice a su esposa que hará lo posible para investigar los asesinatos.

―Ocurre todas las noches, ¿verdad? ―dice la mujer, cuya voz parece poco más que un graznido―. Cuando oscurece, los oigo llamarse unos a otros. Mi Finneas siempre dice que estaremos a salvo de ellos si llevamos nuestros símbolos, pero anoche...

En la sala contigua, la sangre de su Finneas aún cubre las paredes. Arlinn traga saliva. Sus ojos vagan hacia el símbolo avacyno que descansa sobre la chimenea, mitad de piedra y mitad de alambre y paja. Las Penurias arrebataron mucho a Innistrad, pero la fe es difícil de quebrantar, incluso cuando su objeto de devoción sufre una caída tan dura y extrema como la de Avacyn.

―No lo entiendo... ―dice la anciana, Agatha―. Ella tenía que protegernos. Todo parecía...Aunque fuese por poco tiempo, era...

Arlinn envuelve las manos de Agatha con las suyas. A veces, ante las mayores adversidades, un sencillo gesto humano puede tener voz. Agatha sorbe por la nariz y levanta la vista hacia el símbolo, pero en cuanto lo contempla, su mirada desciende hasta el suelo.

―No estamos solas ―dice Arlinn―. Por muy oscuro que parezca, el amanecer llegará... de un modo u otro.

―Para usted es fácil decirlo.

Pero no es fácil en absoluto. Sobre todo para Arlinn, que recuerda con claridad al ángel levantando su lanza. En las semanas posteriores a las Penurias, sus lobos no quisieron tener nada que ver con la sociedad humana, lo cual entendía. Caminar entre los hombres era como empaparse de sus pesares y soportar sus cargas. Los bosques ofrecían vida; los caminos, las iglesias y las aldeas, solo un sinfín de muerte.

Sin embargo, la muerte siempre está presente en Innistrad y darle la espalda significaría rechazar la belleza del esfuerzo humano. Vivir en los bosques resulta más fácil, sí; más sencillo, también; pero el triunfo de la caza dista mucho de compararse con el triunfo de una localidad contra la noche invasora. Construir un lugar donde los niños no teman la oscuridad requiere muchos años, pero la recompensa pervive durante generaciones.

Por eso visita las aldeas y pueblos de Kessig, donde hace lo posible para fortalecerlos contra las tinieblas.

Agatha echa más madera al fuego. Cuando vuelve a sentarse en la vieja y maltrecha silla, se arrebuja otra vez con el abrigo de su esposo. Su aliento también produce vaho. Arlinn duda si preguntarle qué ve en él.

―Señorita Kord... ―dice la anciana.

―¿Sí?

―Los días son más oscuros, ¿cierto?

Arlinn traga saliva. Un simple vistazo por la ventana confirma los temores de Agatha. Ambas conocen la respuesta. Plantear la pregunta dice mucho de lo desamparada que se siente tras la muerte de su marido; los habitantes de Kessig suelen confiar en sus supersticiones para protegerse de las cosas que prefieren no nombrar. Lo mejor es no mentir:

―Sí, creo que sí.

Agatha encoge las rodillas.

―Gustav y Klein dicen que sus cultivos no crecen como deberían. El frío les hace mal y tampoco reciben suficiente luz.

―Falta poco para la cosecha ―dice Arlinn―. Habrá que guardar más provisiones, pero debería haber suficientes para alimentar a todos esta estación. Los cazadores pueden ocuparse del resto.

―Esta estación... ―repite Agatha―. Pero ¿y la siguiente? ¿Y qué pasará si todos los cazadores...?

Señala hacia la otra estancia, hacia la sangre que Arlinn percibe en la garganta. El olor despierta una faceta primitiva de ella, una faceta a la que le gustaría asegurar que los cazadores conseguirán más carne que nunca, con tantos lobos entre ellos.

―Dicen que era un vampiro. ¿Se lo puede creer? ―pregunta Agatha―. Un vampiro, aquí. Los guardias lo persiguieron. Me preguntaron si quería ver su corazón. Dijeron que fue fácil matarlo.

―Creo que los vi antes de llegar ―dice Arlinn―. Estaban construyendo...algo parecido a un espantapájaros, pero mucho más grande y con colmillos. Una especie de efigie.

El rostro de Agatha compone una minúscula sonrisa. Es un pequeño progreso.

―Eso es una sugerencia de la bruja. Finneas cree... Creía que es buena idea, que puede ayudarnos.

Arlinn prepara otra taza de té. Con el aire frío, la bebida desprende remolinos de vapor que se elevan cada vez más. El intenso aroma de las hierbas aviva un poco el hogar grisáceo.

―Tómese esto. Derramar lágrimas hará que tenga sed sin que se dé cuenta.

La anciana sonríe de nuevo y bebe un sorbo.

―Está bueno. No sé lo que lleva, pero las especias son reconfortantes.

―Es una receta antigua de la familia ―dice Arlinn. En realidad, es una mezcla de hierbas con buen olor que encontró en su último viaje por los bosques―. Si la compartiese, me echarían una buena bronca.

Agatha suelta algo parecido a una risa, primero breve y luego más larga.

―Y no queremos que pase eso.

―No, espero que no ―responde Arlinn, que también se sirve una taza―. Tengo una idea. Hablemos de nuestras familias mientras nos tomamos la infusión. Yo le contaré cosas de mis hermanos y usted me hablará de Finneas.

La señora asiente, con la cabeza medio hundida en su enorme jersey de lana.

―De acuerdo. C-creo que puedo hacerlo.

―Me alegro ―dice Arlinn―. Y después, le haré unas preguntas acerca de esa bruja.


Arlinn conoce este bosque y él también la conoce a ella. Mire adonde mire, un recuerdo acude a su mente. Allí cerca había un roble con arañazos de una antigua cacería. Sus lobos y ella habían pasado dos días siguiendo el rastro de un ciervo blanco. Lo normal hubiera sido encontrarlo fácilmente, pero aquel animal tenía algo especial, algo que la embrujaba cada vez que encontraba su olor. Cuando sus lobos y ella por fin lo arrinconaron al pie de un barranco, lo dejaron marchar. A veces, contemplar lo que buscas es recompensa suficiente.

Pero eso no es lo que le dice la loba. Aún recuerda el momento en que tuvo delante al ciervo, con sus ojos rosados como el agua teñida de sangre y el pelaje brillante como la nieve con la que Arlinn soñaba tan a menudo. También recuerda el hambre que le atenazaba el estómago. Cuando vives como una fiera, es muy fácil saborear las cosas, es muy sencillo morder, arrancar y clavar las garras. Los lobos grises que la acompañaban habían dejado claras sus intenciones con gruñidos graves y chasquidos de dientes. Ellos también tenían hambre.

Pero había una parte de la luna en aquel ciervo, algo que le dijo que no estaba destinado a sus estómagos. La belleza inocente era tan inusual en Innistrad como la inocencia misma, y ella no estaba dispuesta a darle muerte. Arlinn regresó a su forma humana. Los lobos se sentaron, malhumorados, pero no protestaron mientras ella susurraba una bendición.

El ciervo blanco se fue por su camino.

Los lobos se marcharon por otro, de vuelta a la caza.

Al final no fue difícil encontrar una presa distinta. Los cinco miembros de la manada, acurrucados juntos, se echaron a dormir con el estómago lleno de carne menos sagrada.

Y cuando despertaron a la mañana siguiente, ante ellos había un cráneo ensartado en una espada clavada en el suelo. El hueso aún tenía pelaje blanco pegado a él. Arlinn reconoció el arma, identificó el olor que aún se mezclaba con la carne del ciervo y entendió el mensaje implícito.

A Tovolar jamás le había gustado la misericordia de Arlinn.

Su paradero y sus planes actuales ya no son problema de ella. Hace mucho que eligieron caminos distintos. Él tenía su manada y ella encontró la suya.

Los lobos están deseando verla e ir a jugar. “A encontrar brujas”, les dijo, y ellos están encantados de ayudarla en lo que puedan. Mientras cruza los bosques, cada pocos minutos oye la llamada de alguno y corre hasta allí para no descubrir más que una rama con forma extraña, junto a la que un lobo aguarda con mirada expectante. Por supuesto, ella se lo agradece, porque esas extrañas ramas también albergan sus propias pistas.

Ilustración de Rovina Cai

Cuanto más se adentran en la espesura, más cambia el aroma del lugar. Un olor penetrante invade sus fosas nasales, seguido al poco tiempo del perfume agradable de la canela. Cuando vuelve a su forma humana, consigue ver la rama con más claridad: en efecto, allí hay una pista. Una serie de medialunas y círculos surcan la madera, tallados por una mano hábil. En el extremo de la rama cuelga un trozo de ópalo pulido. Arlinn entrecierra los ojos. ¿Las siluetas grabadas en la madera solo son decorativas o acaso...? Según Agatha, Finneas seguía unas señales secretas para dar con el lugar.

―Buen trabajo ―le dice a su compañero mientras le rasca entre las orejas―. Vamos a separarnos, por ahí.

El lobo da un brinco, vuelve a agacharse y luego sale disparado como un rayo. Ella solo tarda un momento en volver a transformarse e ir detrás. Su compañero es el más rápido de la manada. Los lobos no tienen nombre en el sentido humano, pero se le hace extraño pasar tanto tiempo con ellos sin ponerles uno. Por su largo mechón de pelo blanco en el costado y su impresionante velocidad, a este lo llamó Flecha. Su pareja, Dienterrojo, lo sigue a un ritmo razonable y siempre alerta ante cualquier peligro. En tercer lugar, aunque a veces adelanta a Dienterrojo, está Paciencia, así bautizada porque solía esperar a Arlinn todos los días delante de la catedral. Roca, el más grande y amistoso de ellos, va en retaguardia agitando la lengua de un lado a otro.

Ahora que sabe a qué debe estar atenta, seguir los símbolos le resulta fácil y puede entregarse a la caza: a las hojas que pisa, al aire fresco del bosque, a los sentidos estimulados por la vida. Correr a cuatro patas le parece mucho más natural que trotar con dos piernas. A veces tiene la impresión de que en su forma humana no puede correr en absoluto.

Roca es el primero en soltar un aullido de entusiasmo. Toda la manada siente la emoción de las tierras salvajes, de olvidar los peligros de Innistrad con la alegría del momento. Arlinn se une al coro. Al menos en ese instante, quiere sentirse libre.

Sin embargo, en cuanto suelta el aullido, lo ve: un ciervo de color blanco puro, situado bajo una rama decorada con plata esculpida. Sus pálidos ojos rosados la miran directamente.

Arlinn frena en seco. El pelo de la espalda se le eriza y gruñe a los demás para que se detengan. Algo va mal. Es imposible que haya dos, y encontrárselo precisamente allí...Alguien debe de estar intentando engañarla.

Pero no piensa dejar que lo hagan. Una bocanada de aire le da algunos indicios, al igual que el propio ciervo, que simplemente camina alrededor del grupo. En primer lugar, no huele en absoluto como un ciervo. A sudor, sí; a tintura, también; incluso tiene olor a magia, pero ninguno que se parezca a un ciervo. En segundo lugar, tampoco se comporta como uno. En el bosque, todas las criaturas huirían de una manada de lobos. La única excepción serían otros licántropos, pero este no es el caso.

El ciervo camina despacio alrededor de ellos. Dienterrojo acerca las fauces al suelo y gruñe cuando se acerca. El ciervo retrocede y vuelve a mirar a Arlinn. Su forma de ladear la cabeza es la última pista que necesita.

Arlinn ladra una orden a los demás para que estén quietos. Se escabulle detrás de un árbol y vuelve a adoptar su forma humana. Paciencia la sigue; lleva a la espalda el zurrón de Arlinn, que recoge su ropa.

―Eres Katilda, ¿verdad? ―dice en voz alta―. Disculpa, dame un momento para ponerme presentable.

El bosque parece reír, nota su entusiasmo en la espalda al cambiarse. Cuando mira alrededor, al fin se da cuenta de que están bajo los inmensos arcos de piedra del Celestus. Hay algo en la estructura que siempre le recuerda al mecanismo interno de un reloj. Se decía que, a veces, los brazos se movían en torno a la plataforma central, del tamaño de una plaza de aldea. Arlinn nunca lo había visto con sus propios ojos, pero tiene todo tipo de ideas acerca de los rituales antiguos que deben de hacerlo funcionar.

Deben de estar en las profundidades del bosque. La madre de Arlinn siempre le decía que diese media vuelta si veía los anillos partidos que surgían de la tierra. De niña, se preguntaba cómo sería trepar por sus superficies planas y si la gente de Thraben se despertaría a diario con ese tipo de vistas desde las alturas. Si subiese al Celestus, quizá pudiese fingir que era una noble consentida. Ahora, de adulta, observa con preocupación los grabados de la superficie llena de hoyos y siente inquietud al fijarse en las lentes de la estructura. Su madre hizo bien al advertirla de que no se acercase al Celestus. Sea cual sea su función, lo mejor es dejarla en el pasado.

Ilustración de Jonas De Ro

―Si tú me disculpas por mi truquito, yo te disculparé por vestirte ―responde una voz encantadora a la par que distante. Para Arlinn, suena como la de una matrona de aldea que sabe desde hace tiempo que eras tú quien le robaba los pasteles―. Los lobos de este bosque no suelen ser tan educados. La mayoría de ellos habrían atacado.

Arlinn rodea el tronco del árbol. Donde hace un momento no había más que vegetación, ahora veía un enclave con refugios hechos de ramas y pieles, decorados con las mismas medialunas y esferas que había visto antes. Hay extraños espantapájaros colocados por doquier y numerosas velas flotantes otorgan una luz sobrecogedora al lugar. Arlinn arruga el ceño. “Velaguías”, las llamaba su madre. Un cuento antiguo decía que salvaron a un niño extraviado en el bosque y lo guiaron hasta el festival de la Cosechalia. Otra historia hablaba de unos cazadores que solían internarse en Ulvenwald en busca de pieles. Un año, ninguno de ellos regresó. Al siguiente, estas guías aparecieron en el bosque, originadas por los miedos de sus familias. No se esperaba verlas en persona, y menos aún en tal cantidad. Las sonrisas talladas en sus rostros de cera derretidasolo podrían ser reconfortantes en Innistrad.

Sin embargo, en el lugar también hay unas veinte personas. Mujeres, hombres y gente que parece evitar las etiquetas. Llevan adornos vistosos en la cabeza y pronuncian conjuros ante las velaguías. Un hombre de piel oscura está tallando una calabaza risueña y las adularias de su corona titilan con la luz. Dos mujeres atienden un caldero que burbujea al fuego. Quizá sea por el ambiente frío, pero Arlinn puede ver el humo que desprende a metros de distancia, además de percibir el apetitoso aroma del caldo.

Y hay una mujer sentada en un tocón musgoso cerca de los lobos, con un bastón apoyado en el regazo. Su cabello blanco está anudado a las numerosas ramas de su corona. La medialuna y la esfera pálidas que luce en su piel morena se integran con sus rasgos. Es difícil decir si son los lobos o la propia Arlinn quienes atraen más su atención, pero está claro que la situación divierte a la mujer.

―No somos como la mayoría de los lobos ―dice Arlinn mientras echa un vistazo al lugar con los ojos entornados―. Y entiendo que tus brujas tampoco son como la mayoría.

No pueden serlo, porque Arlinn no huele maldad en el aire. Por muy espeluznantes que sean las sombras que proyectan sus adornos y por extraños que parezcan sus rostros pintados, no hay duda de que son humanos. Ese hecho ya ofrece algo de alivio, aunque desconozca las intenciones del grupo. La magia del lugar no huele como la hechicería típica. Es como si algo estuviera fermentando y emanase un olor añejo.

―Depende de a quién le preguntes ―dice Katilda―. Antes de que llegase el arcángel, la mayoría de las brujas eran como nosotras. Cuando apareció, nos ocultamos en las sombras, y ahora que ya no está aquí, regresamos a la luz una vez más.

―No pareces tan vieja ―comenta Arlinn ladeando la cabeza.

―No teníamos por qué existir con esta forma y este nombre ―responde Katilda, que señala con el bastón el árbol que está junto a Arlinn―. En sí misma, una bellota no es un roble, pero con tiempo, agua y sol... puede convertirse en uno. Lo mismo sucede con nosotras.

―Entonces, estáis volviendo a cultivar algo ―dice Arlinn―. ¿Quiénes sois?

Ilustración de Bryan Sola

―Somos lo que existió antaño y existirá. Somos lo que la oscuridad no puede matar. Somos el aquelarre de las Ciervas del Alba. ―La mujer habla con la voz de tres personas y sus ojos refulgen con cada sílaba. La punta de su bastón brilla y toca la tierra con él. La maleza de los alrededores cobra vida, crece rápidamente con una silueta extraña. En cuestión de segundos, Arlinn la reconoce: la cabeza orgullosa del ciervo blanco―. Pero ¿quién eres tú, loba?

―Me llamo Arlinn Kord ―responde sin mirar al ciervo a los ojos, ni siquiera cuando estos florecen. Conoce demasiado bien el olor de la belladona―. No habrá un aquelarre de las Ciervas del Alba sin un amanecer, y a este ritmo, pronto desaparecerá. Vengo en busca de respuestas.

―Tú no me has dado una a mí. ―Con otro toque del bastón, las plantas crecen y llenan los huecos de la cabeza del ciervo. La criatura da dos pasos y se inclina ante Katilda como un súbdito ante una extraña soberana―. Pero dejaremos eso a un lado por ahora. Mis respuestas para ti son tan evidentes como el bosque que te rodea y el latido de tu corazón humano.

Flecha comienza a golpear la tierra con la cola. Arlinn también está empezando a impacientarse. ¿Por qué la gente como esta bruja se anda con tantos rodeos?

―¿Te importaría aclararlas un poco? Mi sentido de la vista ya no es el que era.

La bruja toca con el bastón la cabeza del ciervo, de la que brota una corona de ramas y flores.

―Hay un ritual idóneo para esto.

Arlinn no se fija en el ciervo mientras se aleja brincando, mantiene la mirada puesta en Katilda.

―Si hay algo que he aprendido, es que los rituales nunca son sencillos.

―Y en ello radica su poder: un ritual concentra a la comunidad y sus tradiciones. Con el tiempo, cientos de personas añaden su fe al poder del ritual y superan con creces lo que un solo mago jamás soñaría lograr ―dice Katilda―. El arcángel nos apartó de estas tradiciones. Debemos regresar a ellas, a la Cosechalia.

Avacyn no apartó de nada a nadie, pero este no es el momento de discutirlo, por muchas ganas que Arlinn tenga.

―¿La Cosechalia? ¿La de los cuentos antiguos?

―La misma ―responde Katilda.

―¿Con el té especiado, los pasteles y demás? ―añade Arlinn, que siente cada vez más ganas de discutir. Cuando aún era una sacerdotisa avacyna, aprendió muy bien lo fuerte que había sido la protección del arcángel―. ¿Cómo va a salvarnos?

―La Cosechalia es más que eso ―responde Katilda―. El sol y la luna se turnan en el cielo. La Cosechalia representa el turno de la humanidad, nuestra celebración para vivir otro año resistiendo. Hace demasiado que vivimos con miedo, que dependemos de fuerzas externas que nos salven. Debemos salvarnos unos a otros. Si nos reunimos...

―Un momento ―interrumpe Arlinn levantando una mano―. ¿A cuántas personas planeas reunir?

―A todas las que acudan ―dice Katilda con toda la paciencia de una sacerdotisa de aldea―. Si nos unimos, podremos emplear nuestra fuerza conjunta bajo el Celestus y así restaurar el equilibrio.

Arlinn niega con la cabeza, cada vez más exasperada.

―Ya de paso, envíales una invitación a todos los monstruos de Innistrad. Reunir tantos humanos en un solo sitio sería como incitar a las criaturas de la noche a atacar. Ya hemos visto suficientes muertes, no tenemos que arriesgar más vidas por un cuento antiguo que leíste en algún libro.

―No lo leí en un libro ―responde Katilda. Ella también está tensa ahora, se pone en pie. Para sorpresa de Arlinn, es una mujer imponente, recia como los robles que venera. Un ligero olor a tierra húmeda flota hasta la nariz de Arlinn, pero no tiene sentido. Katilda no es una necrófaga―. Habrá barreras, Arlinn Kord. Guardianes que podrán compartir lo que saben para repeler la oscuridad. ¿Quieres recuperar el amanecer? Muy bien, pero no podrás lograrlo si no recuperas la esperanza perdida.

Dienterrojo gruñe, también Flecha. Su inquietud resuena en el pecho de Arlinn: es imposible que esto termine bien. Aun así, al observar a la bruja anciana, no percibe señales de debilidad.

―Todavía no me has explicado cómo funciona el ritual ―dice Arlinn―, suponiendo que no nos maten a todos primero.

―¿“Nos” maten? ―pregunta la bruja sin darle importancia a la pulla. En vez de eso, alza su bastón hacia el arco del Celestus―. La respuesta, como te he dicho, está justo aquí. Usaremos el Celestus. En su centro hay una cerradura de oro brillante; necesitamos la llave de platalunar para activarla. ¿Nunca te has preguntado para qué sirve la estructura? Nuestros antepasados la utilizaban precisamente para esto, para corregir el equilibrio del día y la noche.

―En los bosques de Kessig, rodeados de enemigos.

—Sí. Para avivar el fuego...

―De la esperanza ―la interrumpe Arlinn―. ¿Y si no lo hacemos? Si encontramos otra forma...

―No hay otra forma ―dice Katilda, igual de firme―. Si no se activa el Celestus... Es más, si no se activa como es debido, la noche se apoderará del día. Geists, necrófagos, vampiros, licántropos... Los seres como tú se alimentarán de nosotros hasta...

―Yo no soy como...

Un sonido procedente del bosque impide que le salga la voz. Un aullido hostil y grave. Un sonido que despierta a la loba de su interior. La manada de Arlinn responde y ella percibe su regocijo, su ansia por cazar.

Conoce muy bien ese aullido. La primera vez que lo escuchó fue hace años, acurrucada en su habitación mientras levantaba la vista hacia el símbolo que pretendía mantenerla a salvo. Lo oyó antes de abandonar el hogar de su familia, apoyando pies y manos en la tierra húmeda a medianoche, corriendo hacia él con todas sus fuerzas, porque prometía un mundo sin miedo.

La primera vez que escuchó aquel aullido fue veinte años antes, la primera noche en la que probó la sangre y la libertad.

Y todavía sigue incitándola hoy en día.

Tovolar.