Tavver no sabía cuánto tiempo llevaba esperando en aquel túnel angosto bajo la Biblioplex. Horas, seguro, aunque le parecía mucho más. Creía que no estaría a salvo si se pusiese en marcha durante el día. Tarde o temprano, tendría que salir del pasadizo subterráneo y cruzar el barranco que separaba la academia y los bosques circundantes. Allí contaría con la cobertura de los árboles, pero ni siquiera eso impediría que pudieran verle. La academia estaba repleta de magos, maldita sea. Y eran los mejores hechiceros de todo Arcavios, por mucho que los demás oriq menospreciaran a los mocosos. Además, ¿qué ocurriría si uno de los dragones fundadores sobrevolase la zona en ese momento? No tenía la más mínima intención de morir calcinado. Tavver siempre se consideró un tipo pragmático, por lo que, de manera muy pragmática, siguió esperando a que llegara el anochecer.

Tampoco le entusiasmaba la idea de presentarse ante Extus después de haber incumplido su misión, pero ya se preocuparía por eso cuando saliera vivo de allí. Tavver había visto la auténtica oscuridad en los ojos violetas de aquella profesora. Estuvo a punto de matarlo... ¿y todo por qué? ¿Para que Extus consiguiese unos libros polvorientos que había leído vete tú a saber cuántos años antes?

Cuando por fin oscureciese, podría emprender el difícil regreso a través del bosque y los despeñaderos. Le esperaba una noche muy larga.


Tres semanas antes de que Lukka se topase con los Oriq, o de que los magos lo secuestrasen, mejor dicho, caminaba medio cegado por la luz y con el estómago todavía revuelto a causa de su reciente viaje entre los planos. Nunca era una sensación agradable. Había llegado a una pradera, al otro lado de la cual divisó una pequeña aldea. Vio a dos personas ocupadas en sus quehaceres: una mujer gesticulaba con las manos y murmuraba un hechizo de crecimiento mientras recorría un terreno labrado; la otra le daba órdenes a una especie de constructo de barro para que arrastrase un arado por el campo.

Recorrió las calles sin pavimentar hasta que el olor a comida lo atrajo a una posada. Ignorando las miradas y los susurros de la gente que ocupaba las mesas, Lukka se sentó junto a la barra.

―¿Buscas algo, forastero? ―preguntó el dueño, un hombre orondo con la cabeza poblada de rizos.

―Una comida caliente ―respondió Lukka.

El posadero hizo ademán de querer contestarle, pero asintió y se fue a la cocina.

―Es la primera vez que veo a alguien vestido como tú ―dijo una voz detrás de Lukka―. No eres de por aquí, supongo.

Miró hacia atrás. Un hombre alto y vestido con la misma ropa de campo que los demás aldeanos se había levantado de una mesa y caminaba hacia él.

―Supones bien ―respondió Lukka dándole la espalda.

―¿Sabes quiénes dicen que llevan ropa extraña y que tienen una actitud aún más sospechosa? ¿Que pasan por pueblecitos como este para reclutar gente? Los Oriq ―dijo el hombre con un tono que distaba de ser amistoso.

―No sé quiénes son esos.

―Tal vez. O tal vez no. ¿De dónde eres, entonces?

Lukka siguió con la cabeza al frente, sin molestarse en mirar a aquel tipo.

―De un sitio que no conoces.

Oyó al hombre aspirar entre los dientes. El tabernero seguía en la cocina y Lukka empezó a dudar que tuviese intención de volver.

―Muy bien, oriq, creo que ya he oído suficiente. En este pueblo no nos gustan los entrometidos ni los que vienen a alterar la paz. Si estuviésemos en una ciudad, avisaríamos a la Guardia dracónica para que se ocupara de ti. Pero solo somos una aldea de campesinos, así que hemos aprendido a encargarnos de los desconocidos por nuestra cuenta.

Lukka percibió una corriente de magia sin necesidad de verla. “¿Todo el mundo es un maldito mago en este plano?”. Se giró de inmediato y le asestó un puñetazo al aldeano en la mandíbula. El golpe bastó para derribarlo y hacer que la mota de energía de su mano se disipara. Lukka tuvo un instante para tomar aliento antes de que otro hombre entrara en la taberna con una esfera de llamas flotando sobre una mano. Solo consiguió alejarse unos pasos antes de que el rayo de fuego lo alcanzara en la espalda y lo arrojase a la calle atravesando el cristal de una ventana.

El hedor a cuero quemado de su abrigo se mezcló con el dolor ardiente que sentía en los hombros. Lukka gruñó y proyectó los sentidos por la aldea, en busca de todas las mentes vulnerables que pudiera encontrar. Las convocó y se levantó con torpeza.

El hombre que había arrojado la bola de fuego salió de la posada y fuera se le unieron dos aldeanos corpulentos.

―¿Dónde están tus amigos, escoria? Sabemos que los Oriq siempre viajan en grupo.

―Descuida, llegarán en cualquier momento ―dijo Lukka.

El campesino levantó una mano y empezó a envolverla con fuego otra vez. Antes de terminar, un perro se abalanzó sobre él y le clavó los colmillos en el brazo. El hombre gritó y las llamas se extinguieron con un chisporroteo mientras intentaba quitarse al animal de encima. Consiguió soltarse el brazo, pero entonces un caballo cargó contra el grupo. El aldeano y sus compañeros se apartaron de un salto, pero el caballo, azuzado por la ira de Lukka, fue detrás de ellos, se encabritó y los pateó con los cascos.

La sonrisita de Lukka desapareció de sus labios cuando las tripas le rugieron de hambre. Se escabulló tropezando mientras su mente seguía el curso de la pelea a través de los animales, hasta que el ruido cesó al alejarse del pueblo.


Normalmente, reflexionó Liliana, una no se adentraba a propósito en la guarida de una dragona. Y si lo hacía, era o con intención de morir o en compañía de espadachines muy diestros. Ella no tenía ni lo uno ni lo otro, pero estaba internándose en la espesura que Beledros Flosmarcitus había convertido en su morada. Lo único que llevaba consigo eran preguntas que necesitaban respuesta.

Apartó una rama que le estorbaba procurando hacer el mayor ruido posible. Acercarse en silencio a los dragones era todavía peor idea que visitarlos. Sin embargo, el nido estaba vacío, solo había una gran superficie de hierba aplastada contra la tierra. Liliana sintió un alivio inesperado. “Nicol Bolas desapareció. ¿De qué me amedrento en realidad?”.

La guarida estaba rodeada de árboles de hojas oscuras que se inclinaban sobre la hondonada como si fueran miembros de un jurado. Un olor a putrefacción se mezclaba con el de la tierra fresca, pero Liliana sabía que Beledros tenía una colección magnífica de escritos arcanos. Unas enormes estructuras de raíces albergaban esferas brillantes de diversos tamaños que protegían sus contenidos del aire húmedo. Entre aquellos libros y pergaminos tal vez hubiera algo que le sirviese para traer de vuelta a Gideon. Examinó el interior de una esfera procurando no hundirse en el espeso fango.

Mientras examinaba una quinta esfera, el sonido de unas alas hizo que levantara la vista hacia el cielo. Liliana respiró hondo y se acordó de ajustar su uniforme de maestra cuando la sombra de Beledros Flosmarcitus se cernió sobre ella.

Ilustración de Raymond Swanland

La dragona sobrevoló el lugar dos veces antes de aterrizar con un estruendo que hizo temblar la tierra. Beledros plegó sus alas de plumas negras mientras examinaba a Liliana con sus ojos vivaces y espeluznantes.

―Taiva quizá sea estricto en ocasiones, pero tratar con él no puede ser tan complicado como venir hasta aquí, profesora.

―Cierto, pero el director no podría ayudarme con el asunto que quiero tratar.

Beledros la observó con curiosidad, o eso le pareció ver en su expresión.

―Leí parte de tus obras acerca de la reincorporación etérea ―continuó Liliana, que sacó de un bolsillo un fragmento de metal afilado. Era la punta de una de las hojas del sural de Gideon, lo único que tenía de él―. ¿Qué haría falta para que ese método funcionase con los humanos?

―Hm... ―retumbó la voz de Beledros, que hizo vibrar la tierra―. Esto me huele a una intromisión peligrosa. Hay cuestiones que es mejor no tratar de resolver.

―No estoy aquí para recibir un sermón, solo busco una respuesta sencilla.

―En lo que respecta al éter, no hay respuestas sencillas. ―Beledros pasó caminando junto a Liliana y se aproximó a un recoveco más profundo en el lateral del cráter. Entonces se giró y se acostó enroscando la cola alrededor de su cuerpo gigantesco―. Estamos hablando de la mismísima esencia de la vida. No se le pueden dar órdenes como si fuera una mascota. La resurrección, a diferencia de la inferior nigromancia, resulta endiabladamente difícil, como sabrás. Incluso para mí.

Liliana tensó la mandíbula.

―¿Y qué hay del hijo del profesor Morteclaro?

La dragona enmudeció. Sus grandes ojos negros parecían abismos sin fondo.

―No, aquello fue...algo que no dejaré que se repita. Por el bien de todos.

―No soy una estudiante rebelde, Beledros. ―Liliana avanzó hacia la dragona con el acero frío de Gideon en la mano―. No necesito que me consientas ni me protejas.

―Tal vez ―respondió Beledros―, pero no lo haría para protegerte a ti.

―¿Por qué te importan los humanos, para empezar? Imagino que, a tus ojos, parecemos poco más que insectos. Hace años que ninguno de los fundadores visita la universidad.

―Los decanos son más que capaces de mantener la paz y el orden. ―La dragona giró la cabeza y cerró sus ojos enormes y de párpados gruesos―. Y también la Guardia dracónica. ―Soltó una risita que agitó la capa de hojas marchitas y el mantillo que había bajo ellas―. Incluso los arcaicos cumplen su cometido.

Liliana clavó las uñas en las palmas de sus manos. La dragona tenía que saber más de lo que dejaba entrever. Y aquella era su última esperanza. La última esperanza de Gideon.

―Por favor. Él aceptó la muerte en mi lugar. Ayúdame a devolverle la vida.

Beledros entreabrió un ojo y la observó por unos instantes. El viento sopló sobre las paredes del cráter y agitó los árboles oscuros que rodeaban la guarida. Finalmente, el párpado se cerró de nuevo.

―No puedo.

Una punzada de dolor en la mano de Liliana le indicó que había apretado el fragmento del sural con demasiada fuerza. Bajó la vista hacia la mano ensangrentada e intentó calmar la tormenta de emociones. Aquella batalla no podía ganarla con fuerza bruta o de voluntad. Volvió a guardar el fragmento de acero en el bolsillo y se giró para irse. Cuando recorrió la mitad del cráter, Beledros le habló:

―El dolor puede hacerse insoportable por momentos, pero, al final, nuestra forma de honrar a los muertos se refleja en cómo tratamos a los vivos.

Liliana volvió la vista atrás, pero la dragona seguía acurrucada en un rincón del cráter y se sumía lentamente en su letargo.


Lukka tropezó al cruzar un saliente de piedra y se acercó con cuidado al borde de un precipicio. A mucha menos altura se veían hierbajos y árboles escuálidos que se aferraban amargamente a la vida. El hambre lo atenazaba cada vez más y le retorcía el estómago a cada paso que daba. La escasa comida que había conseguido cazando se había terminado hace mucho y llevaba horas sin agua.

Ilustración de Kieran Yanner

De pronto, el saliente cedió bajo sus pies y las rocas se desmoronaron. Lukka soltó un grito al torcerse un tobillo. Levantó las manos a toda prisa e intentó agarrar lo que fuese para no caer por el barranco. Sus dedos encontraron el borde de una roca delgada y plana. Los dientes le rechinaron al encaramarse al borde del precipicio y las piernas le temblaron buscando un punto de apoyo, pero al final consiguió subir de nuevo al saliente. Se quedó tumbado durante lo que le pareció una eternidad, con los pulmones ardiendo cada vez que tomaba una bocanada de aire.

Dejó de pensar en lo cerca que había estado de morir cuando se fijó en la roca que lo había salvado: flotaba en el aire y el borde era liso y curvo. Lukka se levantó y vio que había otras rocas extrañas flotando en la pared del barranco. Entre todas formaban un semicírculo, como si el resto se perdieran en el interior de la montaña.

Un ruido leve atrajo su atención y Lukka se puso tenso, anticipando problemas. Sin embargo, cuando lo volvió a oír, le pareció un sonido suave y débil.

Lukka lo siguió hasta dar con una pequeña pila de rocas. Se dejó caer de rodillas y apartó una piedra de un empujón. Unos ojos dorados se encontraron con los suyos. La criatura soltó un gemido lastimero y pestañeó por culpa de la luz. Cuando Lukka retiró el resto de las rocas, vio que el pelaje gris de la fiera estaba sucio. La mugre cubría unas manchas que formaban un patrón de camuflaje en el lomo del animal. Tenía un corte largo en el hocico y algo le había arrancado un trozo de una oreja, ambas de color negro en las puntas.

Una vez libre, la criatura vulpina se apartó de las rocas cojeando y se alejó un poco de Lukka, que se dejó caer en el suelo cuando las piernas ya no pudieron aguantar más. Sentía que iba a desmayarse.

―Venga, ve. Busca.

La raposa se dio la vuelta y dobló corriendo una curva del barranco justo antes de que Lukka perdiera la consciencia.

Cuando volvió en sí, lo primero que percibió fue la presencia de la fiera. Permaneció inmóvil y abrió un ojo lentamente. La criatura estaba sentada sobre las patas traseras y miraba hacia él. Entonces, sus ojos bajaron hacia el suelo, al lado de Lukka. Siguió la mirada: junto a su pierna había un puñado de bayas y nueces.

―Te lo agradezco.

La fiera se puso en tensión y se levantó.

Lukka empezó a levantar una mano, pero se detuvo. Miró fijamente a la raposa y el silencio se prolongó mientras el primer sol empezaba a asomar en la lejanía. Finalmente, Lukka respiró hondo y empleó sus sentidos de vinculador.

El roce cálido del pelaje acarició su mente cuando estableció el vínculo entre ambos. Hacía tiempo que no utilizaba aquella magia más moderada, que no servía para buscar sirvientes, sino compañeros. Ni siquiera se había dado cuenta de lo mucho que había echado en falta aquella sensación.

Ilustración de Kieran Yanner

Liliana se alejó de la elevada antorcha de metal y continuó el regreso a Strixhaven con las manos vacías. Llevaba días fuera de la academia: días de clases no impartidas, de reuniones a las que no asistió y de responsabilidades docentes que desatendió. Cuando Beledros se negó a ayudarla, investigó el rumor de que habían visto un arcaico en las ruinas de Caerdoon. Sin embargo, no encontró ningún gigante de naturaleza mística y lleno de secretos arcanos. De hecho, no encontró prácticamente nada. El viaje había sido en vano y sabía que ahora le esperaba el interrogatorio de los demás profesores. O peor: de los decanos Valentin y Lisette.

Oyó un chillido animal en la lejanía. El grito venía de algún lugar apartado del camino, pero Liliana no podía ver nada entre los árboles. Se internó en la espesura y avanzó sigilosamente.

En un claro no muy alejado del camino había siete personas formando un círculo. Una magia púrpura refulgía en sus manos extendidas, idéntica a la luz que formaba volutas de humo en torno a sus máscaras. Liliana se pegó al tronco retorcido de un árbol viejo y observó al grupo de agentes de los Oriq que rodeaban a un gran ciervo blanco.

La bestia baló y se encabritó para intentar golpear a un mago con las pezuñas. El enmascarado retrocedió, pero los demás avanzaron contra el animal y lo obligaron a entrar en la jaula de metal que había detrás de él. Palmo a palmo, el ciervo retrocedió hasta entrar en la prisión mientras sus balidos retumbaban en el aire... hasta que se interrumpieron abruptamente cuando el cajón metálico se cerró de golpe.

Quieta y en silencio, Liliana observó mientras subían al ciervo a un carro que aguardaba cerca. Al cabo de poco, el chirrido de las ruedas se perdió en la distancia.


A lo lejos, Lukka distinguió el humo de una chimenea en algún lugar más allá del bosque. En otro mundo, aquello habría sido un alivio. Por fin habría encontrado un lugar en el que descansar y conseguir una comida decente sin tener que controlar mentalmente a un conejo para que se dejara romper el pescuezo. Sin embargo, sabía que en Arcavios lo tratarían con la misma desconfianza que había recibido en otras partes. La gente de aquel plano odiaba todo lo que fuese nuevo, todo lo que no comprendiese. Como a los tales Oriq, los hechiceros enmascarados que usaban magia “prohibida por las facultades de Strixhaven”, significara lo que significase. Todos los campesinos parecían creer que había esbirros de aquella organización ocultos bajo su cama. En cierto modo, la situación le recordaba a su hogar, a la manera en que el general Kudro le había mirado la primera vez que Lukka mostró su magia de vinculador. Arcavios era un lugar donde imperaba el miedo.

El sonido de unas voces alzadas lo sacó de sus pensamientos. Las siguió hasta llegar al otro lado de un risco. A menor altitud, avistó a una mujer vestida con ropajes inmaculados que se enfrentaba a un grupo de individuos enmascarados y encapuchados. Unas volutas de humo púrpura se arremolinaban y danzaban ante los rostros ocultos de los enmascarados, dotándolos de un aura sobrenatural e inhumana.

La mujer no parecía preocupada por plantarles cara a cuatro oponentes. Lukka distinguió que su ropa llevaba bordada la silueta de un dragón. “Debe de pertenecer a esa Guardia dracónica de la que tango oigo hablar”. Al parecer, eran magos de élite que habían estudiado con aquellos reptiles ancianos.

―Es mi última advertencia ―decía la mujer―. Entregaos y...

Los enmascarados no esperaron a que terminase. Uno de ellos alzó una mano y una espiral goteante de energía púrpura salió disparada hacia su adversaria. La guardia giró una muñeca sin esfuerzo y provocó un destello cegador. De pronto, la espiral de magia oscura salió volando...

Directamente hacia Lukka.

Se agachó justo a tiempo y el hechizo pasó por su derecha con un siseo horripilante, para luego estrellarse contra un árbol. De inmediato, el tronco se ennegreció y una podredumbre se extendió desde el punto de impacto. Las hojas muertas llovieron sobre el claro y un crujido de madera indicó que el árbol estaba a punto de venirse abajo. Lukka se apartó de un salto antes de que la copa se partiera en dos y cayese justo donde había estado unos segundos antes.

“Eso me habría matado”. No sabía con quién enfadarse, si con el que había lanzado el hechizo o con la que había redirigido la magia hacia él. Decidió hacérselo pagar a los dos.

Lukka extendió sus sentidos hacia el bosque y atrapó a un oso que tenía las zarpas hundidas en un arbusto con bayas. Un poco más allá, captó a una manada de lobos que dormitaban hasta el anochecer y los despertó de golpe. Y más allá todavía, sintió el extraño fervor de una criatura que ya se dirigía hacia el claro, atraída por el reclamo de...¿la magia? Lukka se extrañó, pero mantuvo la concentración. Estableció un vínculo con todas las bestias cercanas y les ordenó que acudieran al claro.

Entretanto, los agentes de los Oriq se habían dispersado para rodear a la guardia dracónica. Uno de ellos arrojó una esfera crepitante de llamas negras, pero la mujer la petrificó con un gesto y el orbe cayó al suelo sin causar daño alguno. Otro conjuró una especie de serpiente hecha de un líquido brillante y plateado. Pronunciando una palabra, la guardia hizo que un gran trozo de tierra y hierba surgiera del suelo adoptando la forma de una mangosta y se abalanzara sobre la víbora arcana. Incluso Lukka se sintió impresionado al ver con qué facilidad parecía responder a cada hechizo que utilizaban en su contra.

Detrás de la guardia, un lobo salió de entre los árboles de un salto, mostrando los dientes con ferocidad. Eso sí que pareció pillarla por sorpresa, pero antes de que el animal pudiera lanzársele a la garganta, lo atrapó en una burbuja verdosa que se alejó flotando, con el lobo revolviéndose inútilmente en su prisión.

―Así que los rumores eran ciertos ―dijo la guardia cuando levantó la vista hacia Lukka―. Nos dijeron que había un oriq con habilidades como esa.

―Por última vez: ¡no soy un maldito oriq! ―gruñó Lukka.

Como para demostrarlo, el oso apareció de entre los árboles próximos a los magos enmascarados y los dispersó a zarpazos con sus grandes y mortíferas garras. Durante la huida, uno de los hechiceros lanzó hacia atrás una maldición que consumió una de las patas del animal y lo hizo rugir de dolor.

El sonido se mezcló con otro ruido mucho menos familiar. Lukka se asomó para ver a la extraña criatura que había convocado, que surgió de la arboleda con estrépito. Atravesó el claro correteando sobre seis patas a una velocidad perturbadora, y unos apéndices brillantes ondulaban detrás de su cabeza como si estuviese bajo el agua. Con un único objetivo, la criatura se lanzó directamente a por la guardia dracónica.

La mujer pareció tomarse en serio a aquel adversario. Lukka la vio afianzar los pies y retorcer las manos para realizar un gesto arcano. Pronunció una palabra y unas raíces gruesas como el brazo de Lukka brotaron del suelo y se enroscaron en las patas quitinosas de la criatura. Se oyeron crujidos mezclados con chillidos mientras las plantas arrastraban a su víctima al interior de la tierra, que engulló al ser insectil de manera irreversible.

Lukka estaba tan absorto con el espectáculo que no se fijó en la raíz que se había enroscado en uno de sus tobillos hasta que tiró de él y lo hundió en la tierra hasta la cintura. Se apoyó en el suelo con las manos para intentar liberarse, pero no sirvió de nada. La guardia dracónica se acercó despacio hasta él, sin prisa ninguna.

―Bonito truco, pero, en el fondo, no eres más que un mago de segunda y sin formación, igual que tus compinches ―dijo la mujer extendiendo una palma hacia él.

Una silueta borrosa pasó a toda velocidad junto a Lukka. Un instante después, la guardia dracónica comenzó a gritar. Lukka sintió un golpe de calor y el destello de una lengua de fuego; giró la cabeza y se protegió el rostro con una mano. Cuando volvió a mirar, una fiera conocida olfateaba el cuerpo sin vida de la guardia mientras retorcía su cola ígnea. Una vez que se dio por satisfecha, la criatura vulpina se giró hacia Lukka con una empatía extraña en sus grandes ojos.

Lukka sostuvo la mirada de la bestia unos instantes y luego echó un vistazo al claro. Los agentes de los Oriq ya no estaban. Si él no hubiera intervenido, no habrían durado ni un minuto. No tenían disciplina ni estrategia, solo eran una panda de fulanos con disfraces siniestros.

Lukka hizo un esfuerzo para liberarse y echó un vistazo por los alrededores. Al huir a toda prisa, los Oriq habían dejado un rastro evidente y no le costó distinguir las huellas de los magos enmascarados. “Si todos los que no obedecen las normas en este mundo pertenecen a los Oriq, puede que yo también sea uno de ellos después de todo”.

Cuando Lukka se dispuso a seguir el rastro, un leve gemido hizo que se detuviera. Al darse la vuelta, vio que la criatura vulpina estaba sentada en el claro. La raposa pestañeó y ladeó la cabeza. Lukka se volvió e hizo un gesto de resignación.

―De acuerdo.

Cerró los ojos y proyectó su mente. La consciencia de la criatura pareció saltar hacia la suya y el vínculo volvió a formarse con fluidez. Lukka se permitió revivir la sensación de alivio y gratitud que había notado cuando vio a la fiera lanzarse contra la guardia.

Abrió los ojos y vio que la raposa lo observaba, con la lengua de fuera y las fauces manchadas de sangre. Entonces, el animal se aproximó al rastro de los Oriq y olfateó las huellas.

―En fin, si vas a seguirme, tendré que llamarte de alguna manera. ¿Qué te parece Mila? ―Sintió un tintineo agradable de comprensión en los pensamientos de ella y Lukka asintió―. Muy bien; Mila, pues.


Extus contuvo el aliento mientras vertía el líquido rojo intenso en el cuenco. El contenido se arremolinó hasta crear la pócima reluciente, cuya luz arcana formaba burbujas extrañas y proyectaba sombras inusuales en las paredes de la cueva. El tono rojizo se volvió más claro, casi blanco. Entonces, el violeta se sumó a la mezcla y el brillo de la pócima se atenuó hasta que el brebaje se convirtió en un lodo oscuro e inerte. Extus arrojó el cuenco hacia atrás y este se hizo añicos contra una pared, salpicando la piedra con la pócima fallida. Ya era el cuarto fracaso.

Un movimiento captó su atención y Extus se giró hacia la entrada de la cueva. Uno de sus agentes se había detenido en el umbral. La magia oscura que brillaba en torno a su máscara le recordó el nuevo fracaso.

―¿Qué haces ahí parado? ¡Tráeme más esencia de cérvidar!

El agente se sobresaltó como si le hubieran dado un golpe y luego retrocedió para salir de la cueva y volver al túnel que conducía a la caverna principal.

Otra vez solo, Extus se encorvó sobre su mesa de trabajo y miró los libros abiertos que tenía en el escritorio. Ninguno le había sido de utilidad. No le habían enseñado el modo de conseguir el poder que necesitaba. Su mirada vagó hacia el lateral de la mesa y bajó hasta el suelo, donde estaban los otros componentes del ritual. Las patas del cazamagos seguían clavadas en el suelo, aferradas por los secuaces que ahora yacían muertos alrededor de la criatura. Había sacrificado en vano todas aquellas herramientas valiosas, hasta la última gota de vida que drenó de sus cuerpos. Aun así, no fue suficiente.

Extus percibió que alguien entraba en la cámara y se enderezó.

―¿Ya está aquí la nueva remesa suministros?

―Aún no, todavía sigue en camino ―dijo la agente―. El grupo tuvo un encontronazo con una guardia dracónica.

Detrás de la máscara, Extus apretó los dientes con fuerza. Sentía un odio especial por la Guardia. De todos los entrometidos que se interponían en su camino, ellos eran los peores. Tan arrogantes y seguros de sí mismos... Estaba deseando demostrarles lo injustificada que era su confianza, tanto a la Guardia dracónica como al resto de la élite de Strixhaven.

No pasaba un día sin que Extus pensase en aquel lugar. Todavía recordaba los tiempos en los que caminaba por la sala de los oráculos. Aún podía ver el sitio que debería haber ocupado su estatua, justo a la izquierda de...

La Maraña.

Extus contempló el fango que ya se había secado en la pared. Si lo que necesitaba era más poder, aquella vorágine de energía oculta bajo la academia le ofrecería más que suficiente, aunque no resultaría fácil llegar hasta allí. Ese nexo de energías antiguas no era un simple libro polvoriento guardado en la Biblioplex, sino que estaría defendido por las fuerzas más formidables de Strixhaven: constructos, elementales, profesores... y la Guardia dracónica.

―También había otra persona ―añadió la agente, sacando a Extus de sus pensamientos―. Un entrometido.

Le describió a un hombre que parecía capaz de convocar a las bestias del bosque para que obedecieran sus órdenes. Cuando terminó de relatar lo sucedido, Extus se sentía más que intrigado.

―Dicen que ahora está siguiéndolos ―explicó su secuaz―. ¿Les ordeno que se libren de él?

―No ―respondió Extus con un carraspeo.

Echó un vistazo a los cuerpos que había junto a la mesa y luego levantó la vista hacia las sombras del techo. La luz de las antorchas se reflejaba en los robustos exoesqueletos de los cazamagos que colgaban de la roca.

―Dejaremos que venga.

Detrás de su máscara, Extus sonrió.


Liliana dejó en la mesa el tomo que estaba estudiando y se frotó los ojos. Otro día de investigación infructífera. Había estudiado todas las posibilidades que se le ocurrieron, pero ninguna iba a funcionar. En Strixhaven no había ni un solo libro, pergamino o hechizo capaz de traer de vuelta a Gideon. Además, con la actividad reciente de los Oriq, había asuntos más urgentes de los que preocuparse. Solo ella parecía tomárselos en serio.

Confront the Past
Enfrentarse al pasado | Ilustración de Kieran Yanner

Miró por la ventana que había detrás de su escritorio. En la lejanía, los soles empezaban a descender hacia el horizonte. La luz se reflejaba en las piedras flotantes del Arco del Alba. Liliana contempló el arco monumental y siguió con la mirada la curva que descendía hacia los edificios del campus principal.

Había venido a Strixhaven para buscar una forma de devolver a Gideon a la vida. Ni más, ni menos. Pero si no hubiera estado allí, no habría visto a aquel agente de los Oriq en la Biblioplex. Liliana odiaba el concepto del destino. Siempre lo había considerado una forma de que otros le dijeran qué tenía que hacer. Para ella, no era nada más que otro amo despiadado. Sin embargo, Gideon había creído firmemente en la idea de estar en el lugar adecuado en el momento propicio. Tal vez fuese hora de aprender una lección de él. “Si no es demasiado tarde, claro”.

De todas maneras, sus opciones estarían limitadas si actuaba sola. Aunque los estudiantes pasaban el tiempo libre lanzándose hechizos unos a otros por todo el campus, no estaban preparados para lo que se avecinaba. Liliana necesitaba ayuda. Necesitaba poder.

Un destello dorado en el exterior llamó su atención. Se inclinó hacia la ventana.

Un grupo de jóvenes paseaba por delante de su despacho. Una chica destacaba entre los demás, con su cabello rubio resplandeciendo a la luz del atardecer sobre los colores de su uniforme de Prismari. Rowan Kenrith acaparaba las miradas de sus amigos de Flosmarcitus haciendo gestos exagerados mientras les contaba algo. Su espada rebotaba contra una pierna mientras guiaba al grupo, hasta que desapareció calle abajo.

Liliana se recostó en su asiento. “Quizá sea hora de que me tome mi labor como docente un poco más en serio”.