Episodio 4: En el reino de los demonios
Por primera vez desde que llegó a Kaldheim, Kaya no tuvo que preocuparse por el frío. Cuando cruzó el camino del presagio que había abierto Tyvar, una ráfaga de aire caliente y nocivo le dio la bienvenida al otro lado. El cielo fue lo primero que le llamó la atención: era un remolino de nubes negras que no dejaban pasar ni un atisbo del sol. Las únicas fuentes de luz eran los ocasionales relámpagos rojos que dividían el cielo y el resplandor naranja que surgía de alguna parte, por debajo de donde estaban ellos.
Kaya y Tyvar se encontraban en lo alto de un peñasco negro y dentado. Desde el borde se oteaba una ciénaga alquitranada y surcada de grietas naranjas y humeantes, además de una gran extensión de lava cuya superficie se había endurecido en parte, formando grandes losas de pumita negra que flotaban en la roca fundida. Ocasionalmente, una fosa de magma estallaba en un géiser ardiente, escupiendo una lluvia de lava al rojo vivo hacia el cielo. Le resultó difícil imaginarse un lugar más hostil para la vida, pero Tyvar parecía contemplar casi maravillado aquel paisaje apocalíptico.
―Lo hemos logrado ―comentó él―. No estaba seguro de que fuera posible llegar.
―¿A qué te refieres? ―preguntó Kaya.
―Los dioses sellaron este reino hace mucho tiempo usando unas poderosas runas de custodia, después de que el demonio Varragoth escapase de aquí. Nunca había abierto un camino del presagio hacia Immersturm; ningún elfo lo había hecho jamás. Pero Tibalt debe de haber dañado las salvaguardias de algún modo.
“Con aquella espada”, pensó Kaya. Nunca había visto una magia similar, ni siquiera la que había usado Alrund para abrir un portal.
―Tenemos que quitarle la espada que lleva consigo ―dijo ella―. Si le permite abrir por la fuerza los accesos a este reino, quién sabe qué más puede hacer con ella.
Tyvar señaló hacia detrás de Kaya, que se giró y acercó una mano automáticamente a una daga..., aunque un segundo después recordó por qué no la encontraba. De todas maneras, el elfo no había señalado un peligro.
Más abajo, en la superficie parcialmente enfriada del lago de magma, había unas extrañas líneas rectas que surcaban la red de fisuras volcánicas. Tras unos momentos, los ojos de Kaya se adaptaron a la luz tenue y le permitieron distinguir qué era lo que había dibujado en el basalto, a la espera de su llegada: una flecha de roca fundida con tono naranja.
―Bueno, la sutileza no es una de las muchas cosas por las que se conoce a Tibalt ―murmuró Kaya.
Con un movimiento seguro, casi ensayado, Tyvar saltó por el borde del peñasco, pateó un saliente de roca y se deslizó por una cuesta de gravilla vidriosa. Su descenso se detuvo justo antes de llegar a las planicies de magma, donde se volvió hacia Kaya:
―¿Vienes?
Aunque hubiera sido divertido saltar entre los nenúfares de piedra enfriada, Kaya prefirió no correr el riesgo de darse un chapuzón en la lava si fallaba un salto. Parecía que Tyvar tampoco estaba por la labor: cuando llegó junto a él al borde del lago, el elfo apoyó las yemas de los dedos en la orilla ennegrecida y cerró los ojos.
―Dame un momento. Quiero probar una cosa.
Entonces, la costa de basalto empezó a adentrarse en el magma. No era simplemente que la roca se expandiera o se plegara sobre sí misma: parecía que estaba creciendo y que los bordes de piedra se entrelazaban para formar un puente. Cuando Tyvar abrió los ojos, se mostró igual de sorprendido.
Kaya saltó con cuidado a la superficie. Tenía una rugosidad sutil y algunos lugares presentaban un patrón que no podría haberse formado de manera natural en la roca. Para su sorpresa, le pareció extrañamente hermosa.
“Antes convirtió a los troles en piedra y ahora construye esto. El chiquillo es un transmutador”. Pero eso no era todo. De algún modo, la chispa de Tyvar se había encendido sin que él se diera cuenta... y había llegado hasta Zendikar, aunque él pensaba que era otro reino de Kaldheim.
En Gnottvold, cuando había abierto el camino del presagio, Tyvar había dejado claro que iba a perseguir a Tibalt tanto si ella lo acompañaba como si no. Si hubiera sido un héroe obstinado como tantos otros, empeñado en tener una muerte gloriosa, Kaya lo habría dejado ir por su cuenta; al fin y al cabo, había mucha gente así en Kaldheim y ella tenía trabajo pendiente. Sin embargo, Tyvar era un planeswalker, pero no parecía entender lo que eso significaba en realidad. En cierto modo, era una lástima dejar que Tibalt lo matara sin que el chiquillo hubiera visto más lugares del Multiverso, así que intentó explicarle la verdad por el camino.
―Entonces, ¿los planos son como los reinos? ―preguntó él tras escuchar algunos detalles―. ¿Y existe un Árbol del Mundo todavía más inmenso que los conecta?
―Podría decirse, aunque las ramas no son visibles ni hay animales gigantescos en el espacio entre los planos. ―Que ella supiese, al menos―. Lo más importante es que no están unidos del mismo modo. No se forman portales de repente ni existen hechizos que permitan cruzar entre ellos. La única forma de viajar entre los planos es ser uno de nosotros.
―Un planeswalker... ―dijo Tyvar, que pateó una piedra ennegrecida hacia la lava―. Suena bien, pero creo que lo dejaré pasar. En Kaldheim ya hay gloria de sobra que conseguir y más reinos de los que podría explorar en toda mi vida. Además, ¿cómo lograría que la gente contara historias sobre mí si abandonase el Árbol del Mundo? Tendría que empezar de cero en cada lugar.
“Sí, esa es la parte complicada”, pensó Kaya: amigos nuevos, enemigos nuevos y reglas nuevas en cada plano. Ser siempre la desconocida, la recién llegada. Verse arrastrada una y otra vez a los rifirrafes de otra gente, a sus guerras. Al principio resultaba emocionante, pero, con el tiempo, se volvía agotador. Sin embargo, te gustase o no te gustase, no se trataba de una elección. Kaya agarró a Tyvar de un hombro y lo giró hacia ella.
―No puedes dejarlo pasar, chiquillo; esto no funciona así. Eres un planeswalker tanto si te gusta como si no, y la próxima vez que aparezcas en algún sitio lleno de magia, monstruos y gente que no comprendes, necesitarás... ―Le costó encontrar el modo de decirlo― algún tipo de código, una serie de reglas.
El código de Kaya era sencillo: no hacer daño a nadie
Tyvar se soltó el hombro con un tirón. Su enfado saltaba a la vista en aquellos rasgos marcados, pero en cierto modo juveniles.
―Ya tengo un código: el que se lega entre los guerreros de Skemfar desde hace incontables generaciones. No necesito que una forastera me aleccione sobre estas cosas.
―¡Solo intento ayudarte! ―le soltó Kaya.
Nadie había hecho lo mismo por ella, y así había acabado: convertida en una mercenaria, una ladrona, una asesina. Tibalt no tenía derecho a acusarla de nada..., pero había tenido razón.
―No soy un niño ni necesito tu ayuda. Como ya he demostrado, soy más que capaz de cuidar de mí mismo. ―Y tras decir aquello, Tyvar se fue por el camino de roca negra, hecho una furia.
“Dichoso necio testarudo”... ¿Qué hacía ella todavía en aquel lugar? Tenía un encargo que cumplir en Kaldheim, un monstruo al que debía dar caza.
Aún estaba decidiendo si dar media vuelta cuando el primer arpón se incrustó en el puente ennegrecido, a escasos centímetros del pie de Tyvar. Era un arma rudimentaria, de hierro rugoso cubierto de púas, y lo bastante pesada como para clavarse en la roca. Por un instante, Tyvar se quedó demasiado estupefacto como para moverse... y no se fijó en el segundo arpón que silbaba en el aire en dirección a él.
Kaya alcanzó al elfo a tiempo y convirtió su torso en una luz fantasmal justo antes de que el proyectil lo atravesase. Tyvar trastabilló hacia atrás, plantó una mano en el suelo y sus brazos se tornaron negros como el carbón.
―¡A la derecha! ―gritó Kaya.
Aunque pareciese imposible, en el lago de lava había un barco abriéndose camino hacia ellos a través de los trozos de magma enfriado. A Kaya le recordó a los drakkars que utilizaban los buscapresagios, pero, mientras que esas embarcaciones eran lisas y estrechas para navegar por canales y explorar calas remotas, aquel barco se había construido con un propósito muy distinto. El casco estaba cubierto de pinchos afilados y la proa era una cuña de hierro, con un borde agudo para embestir. En lugar de velas, una lámina de fuego parecía hincharse y atrapar las corrientes subterráneas que impulsaban la nave hacia ellos.
―Demonios... ―dijo Tyvar―. Prepárate.
A medida que el barco se acercaba, Kaya distinguió tres individuos a bordo. El primero tenía un casco de hierro que añadía hileras de cuernos a los dos que sobresalían de su frente, además de ocultar sus ojos con un visor negro. A otro le faltaba una mano, reemplazada por una gran maza que tenía una costra de sangre en los bordes. Cerca de la proa, en una plataforma elevada, estaba el mayor de los demonios: un bruto de constitución ancha que tenía el costado derecho cubierto de placas negras de hierro. Las membranas de sus grandes alas estaban desgarradas, probablemente por escaramuzas anteriores. Con su mano izquierda, levantó un tercer arpón mientras se inclinaba hacia atrás para hacer otro lanzamiento.
Esta vez, Tyvar estaba preparado. Con la precisión de un bailarín, le pegó un manotazo al proyectil usando el brazo ennegrecido y lo desvió hacia el magma.
―Tenemos que acortar distancias ―dijo él.
―En realidad, creo que eso no será el problema ―respondió Kaya torciendo el gesto.
El barco avanzaba cada vez más rápido, con las velas ígneas avivadas por ráfagas abrasadoras. Los dos demonios de menor tamaño extendieron las alas y alzaron el vuelo con aleteos potentes y ansiosos. No pretendían aterrizar delante de Kaya y Tyvar.
―¡Cuidado! ―gritó ella.
Se apartó hacia un lado del puente que había construido Tyvar, que saltó hacia la parte opuesta. Entonces, el borde agudo de la proa se estrelló contra la estructura e hizo saltar una lluvia de basalto y cenizas.
Kaya se levantó a tiempo de ver que el demonio de la maza se lanzaba en picado contra ella. El arma descendió con un golpe colosal que abrió un hoyo en el suelo volcánico donde Kaya había estado hace apenas un segundo.
Antes de que el demonio pudiera levantar el brazo, le dio un pisotón en la parte donde la maza se incrustaba en la mano y la volvió intangible para hundirla parcialmente en la roca. El demonio bramó e intentó atrapar a Kaya, pero esta se escabulló como el humo y brincó hacia el arpón clavado en el suelo.
No le costó sacarlo de un tirón y haciéndolo intangible aquí y allí, pero el peso del arma casi la hizo tropezar y caer en el lago de magma. Mientras luchaba por levantar el pesado arpón de hierro con ambas manos, el demonio batió las alas con furia y tiró de la roca volcánica en la que tenía apresado el brazo. Con un poco de concentración, Kaya volvió el arpón completamente inmaterial y lo arrojó.
Cuando su mano se separó del arma, esta pasó de ser incorpórea e ingrávida a volverse tan pesada y letal como antes, además de volar a mucha más velocidad. El arpón atravesó la coraza abollada del demonio y salió por su espalda. La criatura se retorció por un instante, con la maza todavía fundida con el suelo, pero luego se desplomó.
Kaya se tomó un instante para recuperar el aliento y luego echó a correr en dirección al barco. Plantó un pie en la espalda del demonio muerto y saltó a la cubierta del drakkar. Al otro lado, los dos demonios restantes flanqueaban a Tyvar en el puente de roca. El del casco con cuernos le lanzó varios golpes con un par de cuchillos de carnicero cortos y serrados, mientras que el grande con medio cuerpo cubierto de metal le dificultaba moverse lanzando grandes mandobles con un martillo con pinchos. Bastaría un impacto de aquella arma para decapitar al elfo, pero Tyvar había evitado todos los golpes hasta el momento. Sus brazos ya no tenían la textura negra y rugosa del basalto, sino que emitían un resplandor anaranjado, como si los hubiera calentado en una fragua. Cada vez que rechazaba un golpe de los cuchillos, el choque hacía saltar ascuas que se apagaban en el aire.
Tyvar era rápido, fuerte y hábil, sin lugar a dudas, pero no podría resistir para siempre.
Kaya se agachó para esquivar la vela flamígera, se protegió del calor con una mano y saltó por la borda, aterrizando con bastante poca elegancia en la espalda del demonio grande. La duplicaba en altura y probablemente pesase más del doble que ella, por lo que apenas hizo que se tambaleara con el impacto, pero logró apresarlo por el cuello.
Sin pensárselo dos veces, Kaya envolvió su mano en una luz espectral y estiró los dedos como si fueran una punta de lanza. “Un golpe rápido en el corazón. Salir de fase y extraer. No será agradable, pero servirá”.
Mientras el demonio se retorcía para intentar agarrarla y quitársela de encima, Kaya le hundió la mano a la izquierda de la columna, la volvió tangible por un instante...
Y casi se desmayó del dolor. El interior del demonio ardía, como si hubiera metido la mano en un horno. La sorpresa hizo que soltara el cuello del demonio y cayese al duro suelo de roca.
El demonio se estremeció, hincó una rodilla... y volvió a levantarse con ímpetu apoyándose en el asta de su gran martillo. Entonces se giró hacia Kaya, que vio sus ojos diminutos ardiendo de furia, mientras que la boca rezumaba una espesa bilis negra que burbujeaba y echaba humo. Le había hecho daño, pero no el suficiente.
Kaya solo había materializado la mano una fracción de segundo, pero aún sentía un dolor incandescente y absoluto. Pero el dolor, como muchas cosas, era una herramienta. Una herramienta que ella sabía emplear. “Concéntrate en él, úsalo”. En alguna parte de su interior, Kaya notó cómo se acumulaba un frío gélido.
El demonio alzó su martillo y sus grandes músculos se tensaron al levantar la pesada arma mientras la sangre seguía brotando de su boca. En ese momento, Kaya hizo que el suelo del puente saliera de fase bajo él y se convirtiera en vacío.
Las alas del demonio se extendieron rápida e instintivamente para intentar equilibrarse y no caer. Tal vez hubiera funcionado de no haber sido por los agujeros y desgarros en las membranas, o por el gran martillo que sostenía en alto. El demonio rugió en cuanto sus piernas de hundieron en la lava; entonces, cayó hacia delante, soltando el martillo y agitando los brazos en busca de un punto de agarre en la roca negra que pisaba su adversaria. Con un puntapié, Kaya lo hizo caer de espaldas en la roca fundida y dejó que el puente se materializase de nuevo.
Más allá, el combate de Tyvar contra el último demonio seguía en marcha; ahora que solo tenía un oponente, el elfo había pasado a la ofensiva. La cuchilla de latón anexada a su brazalete se había extendido y refulgía con el mismo color volcánico que le cubría los brazos. Con un golpe rápido y corto que dibujó un espejismo de calor en el aire, Tyvar partió en dos uno de los cuchillos del demonio. La siguiente acometida le atravesó el cuello. Kaya percibió un sonido chisporroteante, notó un olor peor que el del pelo quemado y, entonces, la cabeza del demonio rebotó en el suelo de basalto y cayó en la lava mientras el cuerpo se desplomaba en el suelo. La lucha había terminado.
La mano de Kaya seguía palpitando horriblemente a pesar del hechizo que había usado para aliviar la mayoría del dolor. Nunca había tenido mucho talento para la magia sanadora y seguro que tardaría días en recuperar toda la movilidad.
―¡Ha sido increíble! ―exclamó Tyvar.
―Sí, sí... ―respondió ella―. Ya he visto que has...
―¡Ese jarl era el doble de alto que tú! En todas las sagas que conozco, ¿sabes cuántos humanos han acabado alguna vez con un demonio? Supongo que no has resuelto tus diferencias hablando con el otro, ¡así que has vencido a dos! ¡Y sin un arma! Los escaldos tienen que enterarse de esto. ¡Yo mismo se lo diré cuando terminemos!
―Eh... Gracias ―dijo Kaya, que no se esperaba aquello. “Así que al chiquillo le gusta compartir la gloria”―. Pero si vamos a repetir esto, preferiría ir armada.
Tyvar pareció darle vueltas a una idea:
―Claro, permíteme ayudar.
Se acercó al gran martillo que el jarl demoníaco había soltado antes de caer al magma. “Es un poco pesado para mí, no es de mi estilo”, estuvo a punto de protestar Kaya..., hasta que Tyvar introdujo las manos en el hierro negro de la cabeza del martillo como si fuese fango. Entonces extrajo dos puñados de metal, dejó caer uno en el suelo con un tintineo y examinó el otro entrecerrando los ojos.
―La calidad del mineral es horrible, pero podemos hacer algo al respecto.
Tyvar cubrió el metal con las manos y lo estrujó, haciendo que los músculos de sus brazos y hombros se tensaran. Cuando separó las palmas, sostenía un pequeño óvalo rugoso en algunos puntos, como el hueso de una fruta. Se puso de rodillas y, con algo de esfuerzo, lo introdujo en el suelo de basalto. A continuación hizo lo mismo con la otra pepita de metal. Desconcertada, Kaya observó cómo recogía tierra de color carbón en las manos y formaba un pequeño montículo sobre cada óvalo.
―¿Qué haces?
―Todo tiene potencial para crecer ―dijo Tyvar mientras volvía a enderezarse―. Los árboles, la gente... El crecimiento es evidente en esos casos, pero la tierra y la piedra también pueden hacerlo con tiempo y paciencia. O, si no, con un poco de magia. Como te dije, mis habilidades cambian un poco en cada reino que visito. He pensado que en un lugar como este, tan falto de vida, cualquier cosa estaría desesperada por crecer, incluido el metal. Y tenía razón ―dijo con una sonrisa.
Kaya nunca había oído hablar de aquel tipo de transmutación.
―¿Y qué hay de lo que hiciste en Gnottvold? Me refiero a la forma en que convertiste en piedra a aquellos troles.
―Eso fue fácil ―dijo él haciendo un gesto con la mano, como restándole importancia―. Los troles torga son criaturas de la tierra y pasan años viviendo casi como si fueran rocas, acumulando musgo en sus espaldas. Sus cuerpos tienen cierta similitud con la piedra, así que solamente los empujé un poco hacia esa forma.
Entonces, ante los ojos de Kaya, algo surgió del suelo. Parecía un brote del mismo color oscuro que el óvalo de hierro, pero que se curvaba y se expandía. Entonces creció otro brote del segundo montón. Kaya observó mientras ambos se hacían más altos y gruesos, para luego desarrollar apéndices que se entrelazaron formando un patrón. Cuando la parte superior se plegó sobre el resto y adoptó la forma de una “D” curva, entendió qué era lo que tenía ante sí: un hacha de mano. Dos, en realidad. Eran hachas gemelas que habían crecido del suelo como si fuesen tallos de trigo.
Tyvar se agachó, las sujetó y tiró para sacarlas de la roca, retorciéndolas como si arrancase unas raíces. Entonces le ofreció ambas sosteniéndolas por el mango.
―Prefieres las armas rápidas y ligeras, ¿verdad?
Con cierta cautela, Kaya tomó una de las hachas. El arma entera estaba fabricada con el mismo material, sin óxido ni sangre ni imperfecciones: era de puro metal gris y frío. La cabeza tenía un color más claro que la empuñadura y lucía aquellos elegantes patrones de nudos que ya conocía. En cambio, la empuñadura parecía más rugosa al tacto y le dio la impresión de que no le resbalaría en la mano. La lanzó hacia arriba haciéndola girar en el aire, vio que el arma giraba en torno a un punto situado justo debajo de la cabeza y volvió a atraparla. Para haber crecido del suelo, estaba bien equilibrada.
―Se agradece ―dijo al enganchar el hacha y a su gemela en el cinturón.
―Seguro que les darás buen uso ―comentó Tyvar dándole una palmada en un hombro con una sonrisa―. Bueno, tenemos que atrapar a un villano. ¿Reanudamos la marcha?
―En realidad... ―respondió Kaya mientras echaba un vistazo al drakkar demoníaco que se había estrellado contra el puente de piedra―. Tengo una idea mejor.
En lo que a navegar se refiere, Kaya había preferido el drakkar de Cósima, y con diferencia. No solo por su habilidad incomparable de llevarla adonde necesitaba ir, sino porque en él no había corrido el peligro de empalarse en la borda ni el de quemarse el pelo al ajustar la botavara. Por suerte, Tyvar parecía más acostumbrado a navegar que ella. En cuando la embarcación demoníaca ganó velocidad, empezó a abrirse paso sin apenas esfuerzo por las placas de magma enfriado que flotaban en la superficie de la lava. El elfo se encargó de manejar las velas mientras ella vigilaba desde la proa.
―Allí ―dijo Kaya señalando un punto en el horizonte.
En la distancia, una gran montaña oscura se elevaba sobre las planicies de color gris ceniza. Donde debería haber estado la cumbre, había una especie de cono abierto y escarpado que casi arañaba el remolino de nubes del cielo. En lo alto de la montaña, Kaya distinguió una luz extraña. Parecía distorsionar el aire en torno a ella como si fueran destellos de calor, enviando ondulaciones ocasionales de una luz azul o verde hacia el cielo. ¿Dónde había visto ya aquel fenómeno? “Alrund...”. En Kaldheim, aquella era la luz de los dioses, pero también la que había visto en los bordes del portal que Tibalt abrió en Gnottvold.
Tyvar giró el timón y orientó el barco hacia la montaña.
―¡Eso es el Risco Sangriento! Creía que nunca lo vería con mis propios ojos.
―Genial. Perfecto. Así que el Risco Sangriento... ―Por un instante, se planteó si todavía estaba a tiempo de dar media vuelta con el barco. Al fin y al cabo, nadie iba a pagarle por la cabeza de Tibalt.
“Aunque ese malnacido con cuernos tiene tantos enemigos que no me costaría encontrar compradores. Tal vez Chandra”.
Dejaron el drakkar en la costa rocosa del lago de lava. Por lo menos, subir a la montaña no resultaría difícil, ya que había unos escalones de aspecto antiguo labrados en la roca. Estaban erosionados por el paso del tiempo y eran un poco más grandes de lo que les resultaba cómodo a Kaya y a Tyvar, puesto que los habían hecho hace milenios para los sanguinarios habitantes de Immersturm, no para los humanos ni los elfos. De todas formas, se podía subir por ellos.
Durante el ascenso, algo atrajo la atención de Kaya: había movimiento más abajo, en el lago de lava. Se detuvo y le dio la espalda a los enormes y ligeramente cálidos escalones para mirar atrás. En la superficie del lago, entre las ocasionales erupciones de lava, una flota de barcos de hierro se abría paso por las rocas negras, todos ellos dotados de una cortina de llamas con forma de vela. Estaba demasiado lejos como para distinguir a las tripulaciones. Desde allí arriba, incluso aquellas embarcaciones funestas parecían formar parte del escaparate de una juguetería, pero Kaya pudo distinguir el ritmo constante de unos tambores.
―Por los einir ―murmuró Tyvar―. Debe de haber decenas de ellos.
―Cientos ―calculó Kaya―. El barco con el que nos cruzamos probablemente fuese parte de la vanguardia; exploradores.
―Y ese es el ejército.
Pero ¿por qué estaban allí? ¿Habían descubierto lo que les había pasado a los exploradores y ahora enviaban una legión de demonios, una flota de drakkars, solo para detenerlos? Sabía que era dura y Tyvar tampoco se las arreglaba mal para ser un planeswalker en ciernes, pero aquello le parecía excesivo.
A menos que...
A menos que no estuvieran allí por ellos, para empezar.
―La espada ―dijo Kaya―. ¡Con ella abre portales y causa rupturas en el espacio entre los reinos!
Tyvar la miró con cara de no entender a qué se refería y Kaya lo sacudió agarrándolo por los hombros.
―¡Va a provocar un ruinaskar!
―Corrijo ―terció una voz desde arriba―: ya lo he provocado.
Un rayo de llamas abrasadoras salió disparado desde los escalones superiores y Kaya se apartó de un salto justo a tiempo, notando solo el roce del calor en una mejilla.
Allí estaba Tibalt, sonriéndoles desde lo alto de una cresta de la montaña. Un remolino de llamas envolvía una de sus manos, mientras que con la otra empuñaba aquella espada de cristal colorido y reluciente.
―Tenemos que quitársela ―dijo Kaya.
Otra bola de llamas trazó un arco en el aire y convirtió en roca fundida el suelo que Tyvar había pisado unos momentos antes.
Ella fue por un lado y el elfo subió por otro. En el camino de los escalones, varias cuñas de roca negra sobresalían de la ladera; era evidente que los desplazamientos tectónicos de aquel reino eran igual de salvajes que sus habitantes. Tyvar utilizó los salientes como cobertura, manteniéndose agachado y subiendo por la cuesta con zancadas y brincos atléticos.
Para Kaya, las cosas no fueron tan complicadas. Ella se lanzó directamente a por Tibalt atravesando las rocas, el fuego y todo lo demás que le lanzó el diablo. Aunque Tyvar era muy ágil, no tardó en adelantarse a él.
Diez metros, luego cinco. Kaya sacó un hacha del cinturón y la arrojó hacia Tibalt. El filo le rozó un hombro, haciéndole caer de espaldas, y ella sacó su segunda hacha. “No dejes que se levante”.
Se encaramó a la cresta donde estaba Tibalt y se lanzó a por él, centrada por completo en alcanzarlo, en los sutiles cambios de sus pisadas para poner todo su peso en el ataque. Fue demasiado tarde para cuando se fijó en que Tibalt estaba tomando aire e hinchando sus rojas mejillas.
De repente, la boca del diablo expulsó una gran nube de humo que cubrió al instante los enormes escalones. El torrente de humo golpeó a Kaya en la cara, haciendo que le escocieran los ojos y le ardiese la garganta. Aun así, atacó a ciegas..., pero el hacha tan solo rebotó en la roca.
Kaya tiró de su capucha para taparse la boca y la nariz con una mano y mantuvo el hacha preparada en la otra, pero no veía más que humo. En medio de la oscuridad, unas pequeñas cenizas anaranjadas danzaban con malicia. Parecían aferrarse a ella, buscar huecos en la ropa a través de la que respiraba y tratar de colarse entre sus párpados entrecerrados. La piel le ardía allí donde las cenizas la rozaban.
Hizo todo lo que pudo para ignorar el dolor y el malestar y concentrarse en el sentido del oído. ¿Dónde estaba Tibalt? ¿Y Tyvar?
“No es tarde para huir”.
La idea pareció llegar de ninguna parte.
“Además, ya está hecho. Tibalt ha iniciado el ruinaskar. ¿Qué haces aquí todavía?”.
Poco a poco, el ardor en la piel, los pulmones y los ojos fue a peor. Una fatiga extraña se había apoderado de sus extremidades y el hacha de mano, antes ligera y equilibrada, ahora parecía tirar de su brazo hacia el suelo.
“Los problemas de este mundo no son cosa tuya. No le debes nada a esta gente. Vamos, salta hacia la Eternidad Invisible. Sal de aquí y sálvate. Es lo que mejor se te da, después de todo”.
Los pensamientos acudían a su mente uno tras otro y Kaya no podía hacer nada para impedirlo. Aunque no quería, sintió el impulso que tiraba de ella, las energías mágicas que se acumulaban a su alrededor, preparándose para llevarla a otro lugar.
“Sería tan fácil... Aquí ya no queda nada para ti, salvo dolor”.
Algo no encajaba, más allá del humo abrasador y del cansancio antinatural que amenazaba con hacerla caer de rodillas. Había una voz en su cabeza; una voz que sonaba casi idéntica a la suya.
Percibió un movimiento entre el humo, a su derecha. Lo primero que vio fue la espada, con sus hermosos colores encerrados en cristal... trazando un arco hacia ella. Tibalt se disponía a matar.
―No podías largarte sin más, ¿verdad?
Kaya intentó alzar su hacha para detener el golpe, pero pesaba muchísimo y sentía debilidad en el brazo. Sabía que no lo conseguiría a tiempo. Como por instinto, cerró los ojos con fuerza.
Oyó un sonoro ruido metálico. No era precisamente el ruido del metal clavándose en la carne. Tampoco sentía dolor. Qué raro.
Kaya abrió los ojos. Tyvar se había interpuesto entre Tibalt y ella. Había detenido la espada de luz divina con la cuchilla de su brazalete. Tibalt luchaba por terminar el golpe y los brazos le temblaban del esfuerzo, pero no estaba progresando en absoluto.
―¿Se puede saber quién diablos eres? ―le soltó al elfo.
Con un gesto rápido y entrenado, Tyvar desarmó a su oponente.
―Tyvar Kell, príncipe de los elfos. El mayor héroe de Kaldheim.
La niebla en la mente de Kaya empezó a disiparse y ahora notaba que Tibalt se había colado en ella, y cómo había ocultado su presencia entre sus propias dudas y miedos. Cuanto más escuchaba, peor se volvían la fatiga y el dolor. Aquella magia era casi ingeniosa; no tenía nada que ver con los trucos chapuceros que el diablo había usado hasta entonces.
Entonces, ¿por qué Tyvar era inmune a ella? Él se había adentrado en el humo de la misma forma. ¿Por qué sus miedos y sus inseguridades no le drenaban la vida poco a poco? A menos... ¿A menos que no tuviera ninguno?
“Por los antiguos”, pensó ella. “Es demasiado joven, arrogante y bobo como para dudar de sí mismo. Y benditos sean los dioses de Kaldheim por ello”.
Delante de ella, Tibalt retrocedió trastabillando y envolviendo una mano en llamas, pero Tyvar lo sujetó por el cuello de la camisa, lo levantó por encima del hombro y lo estampó contra el borde de un peldaño de piedra. El aire abandonó los pulmones de Tibalt con un resuello y eso hizo que se disiparan el humo y el fuego de los alrededores. Entonces, Tyvar puso la cuchilla de latón en el cuello de Tibalt.
―Y ahora, diablo, nos dirás qué es lo que has hecho.
Al oírlo, Tibalt consiguió esbozar una sonrisa.
―Ve y míralo tú mismo ―graznó.
Kaya sintió que la energía se acumulaba en torno a él con una magia que dejaba un olor punzante en el aire. Intentó advertir a Tyvar, pero entonces se oyó un crepitar como el del fuego al prender madera seca y los ojos de Tibalt se iluminaron con un brillo naranja. Como un papel al arder, su cuerpo se disolvió en una nube de cenizas anaranjadas y Tyvar retrocedió al verlo.
―¿Pero qué...? Ha... ―balbuceó el elfo.
―Sí, ha viajado entre los planos ―explicó Kaya al levantarse del suelo―. Tyvar... Gracias. Por ayudarme, digo.
―Faltaría más ―dijo él recuperando la compostura―. Pero ¿y si regresa?
―No puede, al menos durante un tiempo. Y si lo hace, no será un peligro para ti ni para mí. Hace falta una gran cantidad de magia para saltar de un plano a otro. Tardará un tiempo en recuperarse.
―Ajá... Entonces, ¿hemos vencido? ¿Ya ha terminado todo?
Kaya miró hacia el pico de la montaña, donde aquellas extrañas luces continuaban refulgiendo y ondulando en el cielo de nubes de ceniza.
―No, creo que no.
Cualquier otro día, la imagen del gran pozo de sangre que yacía en el cráter de la montaña habría hecho que dedicaran un momento a contemplarlo. Sin embargo, desde el pico del Risco Sangriento podían ver perfectamente el desgarro que se había formado en el cielo. Se extendía de un extremo a otro del horizonte, desde donde estaban hasta el centro del lago de magma que habían cruzado. Kaya no sabía si las nubes de ceniza lo habían ocultado hasta entonces o si se trataba de una herida nueva que se había abierto durante el ascenso. Los bordes de la grieta irradiaban aquella luz cambiante y multicolor, que se extendía cubriendo el cielo.
―Por todos los reinos... ―murmuró Tyvar.
En el interior del desgarro, Kaya vio un mosaico caleidoscópico de paisajes: montañas escarpadas e imponentes, fortalezas de hielo, llanuras de hierba dorada... Era como si estuviese viendo todo el Multiverso, todos los planos abiertos y expuestos en un fenómeno que no debía producirse en absoluto.
―¿Tienes alguna forma de enmendar eso? ¿Quizá con la espada? ―preguntó ella. La habían llevado consigo, enganchada en el cinturón de Tyvar.
―Me temo que no ―respondió Tyvar―. Mis talentos también tienen sus límites.
A pesar del hedor a sangre y del desgarro en el cielo, el comentario estuvo a punto de hacer que Kaya se echase a reír. Sin embargo, la carcajada se le ahogó en la garganta al ver las primeras siluetas que se elevaban desde el lago de fuego. Con cada movimiento de sus alas membranosas ganaban más y más altura, empuñando espadas, lanzas, alabardas y martillos. El peso de las armas y armaduras lastraba a los demonios, pero no les impedía progresar en su ascenso constante y funesto. Debía de haber miles de ellos y todos se dirigían hacia el agujero en el cielo, su invitación a saquear, quemar y destruir no solo un mundo, sino todos los reinos que formaban aquel plano. En el centro de la flota, elevándose desde un barco con dos mástiles de fuego, había un demonio que destacaba entre todos los demás. En una mano cargaba con una gran hacha de dos cabezas y parecía batir las alas con una furia frenética, embistiendo a otros para abrirse paso en su ansia por escapar. Kaya supo cuál era su nombre incluso antes de que Tyvar lo susurrase. Lo había oído en muchas ocasiones durante el tiempo que había pasado entre los buscapresagios: Varragoth.
Kaya se volvió hacia Tyvar, que seguía con la mirada fija en la bandada impía que se elevaba ante ellos.
―Tenemos que irnos. Este plano va a acabar hecho pedazos.
Pero el elfo no pareció escucharla:
―Lo que debemos hacer es detenerlos. ¡Hay que advertir a quienes estén al otro lado!
―Tyvar, es el fin ―dijo ella con suavidad―. Reconozco que eres un gran guerrero, pero ni siguiera el mejor de la historia podría cambiar lo que está a punto de ocurrir. ―Los demonios ya habían empezado a cruzar la grieta y sus potentes aleteos los acercaban a nuevas presas―. Lo hemos intentado. Ahora, lo único que podemos hacer es mantenernos con vida; ir a otro plano y hacerlo mejor la próxima vez...
Intentó ponerle una mano en la espalda, pero él la rechazó.
―Así que esto es lo que hace la gente como tú: desaparecer en cuanto un mundo se tuerce en una dirección que no le conviene. Huir cuando las cosas se ponen difíciles. Ese Tibalt y tú no sois tan diferentes, en el fondo.
Las palabras le hicieron más daño del que se esperaba. Para cuando empezó a componer una respuesta (algo sobre no ser tan testarudo y no dejarse matar), Tyvar ya había abierto un camino del presagio. El elfo se volvió hacia ella:
―Si eso es lo que significa ser un planeswalker, no quiero tener nada que ver con gente así.
Y tras decir esas palabras, cruzó el portal.
La energía que Kaya había estado acumulando para viajar entre los planos flotaba en el aire a su alrededor, como una presión sin nombre que carecía de válvula. Aún podía irse. Debería irse. Era la elección sensata. Era su código.
Sin embargo, no pudo evitar pensar en las voces que había oído en su cabeza. En cómo las había escuchado, de un modo u otro, desde mucho antes de conocer a Tibalt o a Tyvar.
Kaya soltó una maldición, respiró hondo y cruzó el portal detrás de Tyvar.