Episodio 4: Cantos perturbadores y advertencias susurradas
Akiri conocía la sensación de caer tan íntimamente como conocía la fuerza de sus manos. No tenía miedo del fuerte aire que le rozaba la cara ni de cómo se le subía el estómago a la garganta. Era una de las mejores lanzacuerdas de Zendikar y había aprendido hace tiempo que, a veces, para ascender hay que caer.
Sin embargo, nunca había caído desde tanta altura ni tanto tiempo. Nunca se había precipitado sin esperanza.
Durante el descenso en picado, le pareció que la aerorruina de Murasa encogía en las alturas. Si cerraba los ojos, lo que veía era la expresión fría e indiferente de Nahiri, con el núcleo en la mano, en aquel momento terrible justo antes de que la arrojase de las ruinas flotantes.
En aquellos segundos iniciales de desesperación, Akiri lanzó sus cuerdas y ganchos a todos los salientes flotantes y edros ladeados que tenía al alcance. Sin embargo, en vez de desmoronarse, los fragmentos de la aerorruina se desplazaban. La fortaleza se estaba recomponiendo como un rompecabezas imposible y los ganchos erraron o se rompieron antes de que Akiri pudiera salvarse.
Muy pronto, lo único que la rodeaba era el cielo vacío.
“Son los últimos momentos de mi vida”, comprendió. El dolor y la ira la golpearon como un puño. Akiri no había conseguido salvar ni proteger nada de lo que amaba en aquellos minutos desesperados antes de que Nahiri la despeñase.
“Zendikar. Záreth...”. Cerró los ojos y pensó en su amigo y amor, alejando la imagen de su rostro congelado en un grito en el momento de su muerte. Prefirió recordarlo riendo y viajando con ella, con los ojos brillantes y llenos de picardía.
Akiri se aferró a los recuerdos de él mientras aguardaba el encuentro con el suelo. Pronto volvería a ver a Záreth.
El impacto la dejó sin aliento. El cuello, los brazos y las piernas sufrieron una sacudida dolorosa hacia delante. Y entonces volvieron a su sitio.
Sin entender cómo, Akiri había dejado de caer.
“Qué extraño”, pensó. “La muerte es más amable de lo que imaginaba”. Creía que sentiría las ramas de los árboles partirse contra su cuerpo, si es que llegaba a sentir algo. En el momento de abrir los ojos, pensaba que solo habría oscuridad, pero parecía estar rodeada del cielo azul. Al girar la cabeza, vio la Bahía Desgarradora a decenas de metros por debajo, con sus arboledas de harabaces meciéndose con el impacto de las olas.
―¿Pero qué...? ―susurró. Estaba suspendida en medio del aire. Era imposible.
―¡Te tengo! ―gritó alguien desde arriba.
Akiri volvió a levantar la vista y entornó los ojos por culpa del sol. En lo alto, solo distinguió una silueta delgada que se apoyaba en un bastón. Aquella persona estaba de pie en lo que parecía ser una escalera de ramas, aunque eso también le pareció imposible.
―¿Cómo? ―susurró de nuevo.
Akiri sintió que ascendía y se dio cuenta de que unas zarzas le envolvían el torso con fuerza.
Mientras se acercaba a la persona de la escalera, distinguió que su salvadora era una elfa de melena oscura y con ropajes verdes. Un poco más abajo, un hombre de pelo corto revuelto por el viento y ojos vivaces ascendía con cuidado.
Las zarzas depositaron a Akiri suavemente en la escalera, a pocos pasos de la elfa.
―Gracias... ―dijo Akiri tras unos instantes. Aún estaba alterada y fue lo mejor que se le ocurrió.
―¿Te encuentras bien? ―preguntó su rescatadora.
—Sí. ―Echó un vistazo arriba, hacia la aerorruina de Murasa. Ya estaba casi entera, como si nunca hubieran activado la trampa. Como si Akiri y su grupo no acabaran de luchar por sus vidas. Como si Záreth hubiera muerto para nada―. En realidad no... ―susurró mientras sus rodillas empezaban a ceder.
―Tranquila, te ayudaré. ―La elfa le pasó un brazo por los hombros y la ayudó a mantenerse de pie.
—¿Quién eres? ―preguntó Akiri.
―Me llamo Nissa ―respondió, y con una sonrisa tímida añadió―: Y el escalador lento es Jace.
El tal Jace refunfuñó al llegar junto a ellas:
―Estoy algo oxidado. En Rávnica no tenemos ruinas celestes.
Akiri se fijó en ellos unos instantes. Aquel dúo tenía algo peculiar que no hubiera sabido reconocer un par de días antes; algo que siempre había considerado un cuento para compartir junto a una fogata. Transmitían un poder tácito, como si conocieran secretos tan inmensos como el mundo. Daban la sensación de que tenían un pie allí
Igual que Nahiri.
―Vosotros dos podéis viajar a otros mundos, ¿verdad? ―preguntó mientras se alejaba del alcance de la elfa.
Nissa y Jace intercambiaron una mirada.
―¿Has oído hablar de los planeswalkers? ―preguntó él.
“Así os llamaban en los cuentos. De modo que mi demonio tiene un nombre”, pensó Akiri mientras el dolor le oprimía el pecho.
―Conozco a Nahiri. Es la que me ha empujado ―explicó señalando la aerorruina.
Notó que ninguno de los dos planeswalkers se había sorprendido al oírlo. Ambos levantaron la vista hacia la fortaleza de Murasa.
―¿Ha conseguido el núcleo? ―preguntó Nissa, que apretó el puño junto al costado.
—Sí. ―En su mente volvió a aparecer por un segundo la imagen de la expresión cruel de Nahiri... y la del rostro muerto de Záreth.
―Todavía podemos alcanzarla ―dijo Jace, que empezó a subir de nuevo―. Vamos, deprisa.
―¡No, espera! ―gritó la elfa―. ¡Mira ahí arriba!
Akiri observó en la dirección que señaló Nissa. A lo lejos, divisó una figura de cabello blanco que parecía correr por el aire, como si descendiese por una escalera. Akiri reconoció aquella forma de manipular la piedra. Ver de nuevo a Nahiri hizo que se le retorciera el estómago.
Nissa estiró una mano rápidamente y la vegetación disparó decenas de espinas hacia Nahiri. Sin embargo, la distancia era demasiado grande y Nahiri tuvo tiempo de sobra para bloquear el ataque girando una muñeca para interponer un peñasco.
Akiri se estremeció y preparó sus cuerdas. “Tengo que esperar”, pensó. “Aún no”.
Oyó a Jace resoplar detrás de ella y se giró para ver que tenía la mirada clavada en Nahiri. Entonces levantó una mano estirando tres dedos en dirección a ella, como si se dispusiese a atacar con magia, y Akiri contuvo el aliento.
Pero no ocurrió nada.
De repente, Nahiri tropezó y se llevó las manos a las sienes, mientras que Jace apretó los labios.
Nahiri recuperó el equilibrio poco después y plantó los pies en las escaleras de piedra. Entonces se volvió hacia él.
Incluso desde tan lejos, la malicia en su mirada hizo que a Akiri se le pusiese la piel de gallina.
―¡Cuidado! ―le gritó a Jace antes de lanzarse contra él para apartarlo de la trayectoria de una gran roca.
Akiri volvió a caer, pero esta vez había atrapado la mano de Jace.
Akiri era la mejor lanzacuerdas de Zendikar y se había adelantado al ataque de Nahiri. En un instante, arrojó el gancho que sostenía en una mano y atrapó la escalera de vegetación. Aprovechó el impulso para balancearse esquivando otra roca y, con tres movimientos rápidos de la mano, tiró de la cuerda para volver a posarse en el camino de ramas y poner a salvo a Jace a menor altura que antes.
Cuando levantó la vista hacia el cielo, Nahiri había desaparecido. Dejó escapar un suspiro tanto de alivio por no tenerla a la vista como de furia por haberla dejado escapar.
―Ha sido
―Nahiri había contratado a mi grupo de aventureros por una razón: somos
“Espero que estén vivos”.
―¡Tenemos que seguirla! ¡Deprisa! ―gritó Nissa mientras empezaba a bajar corriendo por el camino.
―Si lo que necesitáis es velocidad... ―insinuó Akiri con firmeza. La conocían como la Viajera Valerosa y era la maestra de aquella especialidad. Aquel era su hogar. Empezó a hacer girar una cuerda.
Entre sus habilidades y la magia de Nissa, volaron hacia abajo, dejando atrás la Bahía Desgarradora y la arboleda de harabaces para llegar a los imponentes acantilados de Murasa. Akiri surcó el cielo como un pájaro desde una altura vertiginosa aunque tuviera que cargar con Jace. Esta vez, la caída fue controlada, aunque su corazón estaba lleno de pesar.
No podía dejar que Nahiri escapase.
Sin embargo, fueron demasiado lentos. Para cuando Nissa, Jace y ella llegaron a la meseta boscosa al otro lado de los acantilados, Nahiri había desaparecido.
Nissa entrelazó las manos y se apoyó contra el tronco de un gran jurworrell. Permaneció allí con los ojos cerrados y la cabeza ladeada.
―¿Qué está haciendo? ―le susurró Akiri a Jace, pero él se encogió de hombros.
―Escuchar ―respondió Nissa. Unos segundos después, volvió a abrir los ojos―. Se ha marchado hacia el norte, pero no puedo distinguir adónde exactamente. ¿Te dijo cuál sería su próximo destino? ―le preguntó a Akiri.
Ella negó con la cabeza. Ahora que volvía a estar en tierra firme, los recuerdos de Záreth la atormentaron. Había pasado demasiado tiempo junto a los misteriosos planeswalkers y ahora entendía que eran igual de peligrosos que los Eldrazi.
―Gracias otra vez por salvarme ―dijo mientras recogía sus cuerdas.
―¿Adónde vas? —preguntó Jace, alarmado.
―Tengo que encontrar a Orah y Kaza.
―¿Quiénes son?
―Mis amigos. Espero que Nahiri no los haya matado a ellos también. —Akiri tragó saliva con esfuerzo. No sabía qué haría en caso de perder a todo su segundo grupo de aventureros. A su segunda familia.
―Nos vendría bien tu ayuda ―le insistió Jace.
―No pienso prestárosla. Colaborar con Nahiri ha sido uno de los mayores errores de mi vida. Ha usado el núcleo
―Yo no soy de otro mundo ―dijo Nissa en voz baja―. Nací aquí, en Bala Ged. Mi tribu
Por primera vez, Akiri se dio cuenta de que el bosque entero parecía estar pendiente de aquella pequeña elfa. Como si aguardase a que diera una orden.
―Entonces deberías saber que el núcleo corrompe y mata ―dijo Akiri―. Puede acabar con bestias, árboles
“Y gente”, fue incapaz de decir.
Nissa mostró una expresión de dolor, pero no de sorpresa.
―Entonces, ¿no sabes adónde ha podido ir Nahiri? ―preguntó la elfa.
―No, ni idea.
―Puede que yo sí lo sepa ―dijo Jace con aire culpable. Las dos se volvieron hacia él, sorprendidas―. Eché un vistazo a sus pensamientos ―admitió―. Se dirige a la Ciudad del Canto.
Akiri conocía las leyendas acerca de aquel sitio. Se decía que quienes se adentraban en las ruinas de la ciudad perdían la cordura.
―Creo que has hecho bien al leerle la mente ―dijo Nissa con amabilidad. Entonces arrugó el ceño―. Pero ¿por qué planea ir allí?
―Porque los antiguos kor construyeron ese lugar ―respondió Jace.
—¿Cómo? ―preguntaron a la vez Nissa y Akiri.
―Bueno, me parece una conclusión lógica, si los kor fundaron las ciudades antiguas del mundo ―explicó Jace.
Sin embargo, Nissa volvía a tener los ojos cerrados, escuchando.
―Llegaré más rápido si voy sola.
―Nissa, no te precipites ―dijo él con preocupación.
Pero Akiri vio con claridad que Nissa no pensaba esperar por nadie. Una maraña de raíces de jurworrell empezó a surgir bajo ella, elevándola en el aire.
―Detendré a Nahiri y destruiré el núcleo ―dijo mirando a Akiri―. Te lo prometo. ―Esta vez, en lugar de la determinación calmada de antes, su voz transmitió furia.
Akiri asintió.
―Apresúrate.
―¡Oye, Nissa! ―insistió Jace, pero ninguna de las dos le prestó atención.
Como una cuerda arrojada con fuerza, las raíces surgieron a toda velocidad hacia el interior del bosque.
En un instante, la elfa desapareció de la vista de ambos.
—¡Nissa! ―gritó Jace, pero lo único que había dejado atrás eran los sonidos del bosque. Entonces, se dirigió a Akiri―. ¿Puedes llevarme a la Ciudad del Canto?
―Sí, pero no lo haré.
Akiri lanzó una cuerda a una raíz gruesa que había en lo alto. Tenía que encontrar los grifos con los que el grupo había llegado a Murasa. Esperaba que Kaza y Orah estuvieran aguardándola en la Bahía Desgarradora.
“Ojalá estén bien”.
―Akiri, por favor... ―le rogó Jace dando unos pasos hacia ella.
―Se te da fatal escuchar, ¿verdad? ―dijo Akiri cuando empezó a trepar―. Ya he perdido a suficiente gente por hoy.
“Y por toda una vida. Záreth...”.
―Lo siento ―se disculpó Jace―. Normalmente soy más atento. Han sido unos
“En eso tiene razón”, pensó Akiri al encaramarse a la raíz y buscar el siguiente anclaje.
―Un momento. Tus amigos se llaman Kaza y Orah, ¿verdad? ―preguntó Jace.
Akiri se detuvo y bajó la vista hacia el hombre vestido de azul.
―Sí, ¿por qué?
Jace cerró los ojos y se llevó los dedos a las sienes unos segundos.
―Hay dos personas en la bahía. Supongo que son tus compañeros, aunque no puedo asegurártelo.
Akiri se sujetó a la cuerda y se deslizó hasta el suelo.
―¿Cómo lo sabes?
―Soy un mago ―respondió él encogiéndose de hombros―. Manejo las ilusiones y los pensamientos.
―Entonces, ¿era verdad que le has leído la mente a Nahiri? ―preguntó ella.
Jace pareció mostrarse culpable y Akiri retrocedió un paso ante la idea de que un desconocido de otro mundo pudiera estar leyendo sus pensamientos.
“Mi mente es cosa mía”, pensó con enfado, solo por si Jace estaba escuchando. “Ni se te ocurra mirarla”.
Y entonces empezó a trepar de nuevo.
―¿Y si te prometo llevar el núcleo a otra parte? ¿A un lugar más allá de Zendikar? ―preguntó Jace levantando la voz.
“¿A qué se refiere con eso?”, quiso preguntar Akiri, pero se detuvo al sentir un pequeño escalofrío. Los Eldrazi venían de un lugar más allá de Zendikar. Era mejor no saberlo.
―Si lo haces, ¿el núcleo dejará de ser un peligro? ―preguntó ella.
Jace asintió.
Aquello le dio que pensar. “Záreth habría querido que intentara salvar Zendikar”. Esa idea le hizo sentir una punzada en el corazón, pero... ¿Robar aquel objeto peligroso y enviarlo a otro mundo? Eso le habría encantado a Záreth. Además, tenía que admitir que parecía una buena solución. Con un suspiro, se volvió hacia Jace.
―Te llevaré a la entrada de la ciudad para que ayudes a Nissa ―dijo con recelo―, pero nada más.
―Gracias, Akiri ―respondió él, aliviado.
Si aquel mago le leía los pensamientos, no dio señal de ello en todo el camino a la Ciudad del Canto.
Mucho tiempo más tarde, después de reunirse con Orah y Kaza en la Bahía Desgarradora, Akiri se dio cuenta de que no les había dicho su nombre a aquellos desconocidos.
Jace siguió a Akiri entre los enormes y nudosos jurworrell hasta que la espesura dio paso a un bosque devastado por los Eldrazi. En aquel lugar, el paisaje grisáceo hizo que Jace sintiera un nudo de culpa en el estómago, aunque se fijó en que algunos brotes luchaban por crecer en la ciénaga.
Tenía que seguir adelante.
Akiri lo condujo a través de los árboles que crecían junto a los colosales acantilados de Murasa. La siguió mientras escalaban rocas agrietadas, donde los gruñidos graves de las bestias ocultas en las cavernas de los acantilados hacían que la piedra vibrase.
Llegaron a la meseta de Na y la cruzaron para llegar a la espesura que había más allá. Jace agradeció no tener que hacer el viaje en solitario, ya que los bosques de jaddi se volvían más densos y oscuros a medida que se acercaban a la ciudad.
Akiri caminó en silencio todo el tiempo, excepto para susurrarle: “Cuidado con las sierpes” o “hay trasgos cerca, no hagas ruido”.
Jace notaba que su guía estaba intentando ocultar su pesar y su preocupación, aunque el dolor que sentía era evidente. Tal vez fuese porque él tampoco quería revelar sus secretos dolorosos.
Llegaron a un claro en el bosque. Ante ellos se extendía el cementerio de una ciudad olvidada desde hacía siglos. Era como si una de las enormes aerorruinas se hubiera instalado en la superficie. Las torres de piedra estaban desmoronadas y la vegetación cubría las murallas. El aire era húmedo y polvoriento y parecía como si todo emitiese un zumbido espeluznante. La puerta de la entrada estaba hecha de mármol; era oscura, enorme, retorcida y hermosa, curvada y entrelazada en un patrón complejo como las raíces de los jaddi. Jace y Akiri se detuvieron ante ella.
―¿Puedes darme algún consejo? ―preguntó él.
―No te vuelvas loco.
―Ya, claro. ―Jace se ajustó la capa―. Gracias por tu ayuda. Y
Akiri asintió y apretó la mandíbula, conteniendo sus emociones. Le dio la espalda a Jace y echó a andar, pero entonces se detuvo.
―Espero que Nissa tenga más suerte que yo ―dijo sin volver la vista atrás. Y entonces se adentró en las sombras de los árboles.
―Claro... ―repitió él antes de acercarse a la puerta.
La entrada estaba abierta.
El interior era un laberinto de ruinas. El musgo cubría las salas y pasillos que se extendían ante él, sin un final a la vista. A Jace se le encogió el corazón. Estaba claro que aquello no iba a resultar fácil. Aunque adoraba los retos, no era un buen momento para extraviarse.
Fuera adonde fuese, Jace oía un zumbido grave y ligeramente desafinado que era incapaz de ignorar.
Algo se movió a su derecha y Jace levantó inmediatamente una protección mágica en torno a sí mismo. Siguió el sonido que oyó tras una esquina y vio a una persona de cabello blanco de espaldas a él.
―Hola, Jace ―dijo Nahiri sin darse la vuelta―. No me sorprende verte aquí.
―He venido por petición de Nissa.
―Cómo no.
―Me dijo que el núcleo destruirá Zendikar.
Nahiri se volvió hacia él con rabia en los ojos.
―Y te fías de la persona que liberó a los Eldrazi en este plano.
Jace apretó los dientes. Él también había sido uno de los planeswalkers que liberaron accidentalmente a los Eldrazi.
―Creyó que estaba haciendo lo más adecuado ―argumentó.
―¿Igual que ahora? ―Nahiri enarcó una ceja y Jace no supo qué responder―. A diferencia de esa torpe moradora de los árboles, yo sé que estoy en lo cierto.
―¿Como cuando encerraste aquí a los Eldrazi? ―esgrimió Jace.
La expresión de Nahiri se enturbió de furia.
―¿Cómo te atreves...?
―Escúchame. No comprendemos cómo funciona el núcleo litoforme ―dijo con calma, aunque tenía preparada su barrera mágica―. Entrégamelo, Nahiri, y juntos podremos desentrañar sus misterios. En Rávnica.
Nahiri guardó silencio y, por un momento, Jace sintió esperanza.
Entonces, ella separó los pies y flexionó las rodillas.
―Jamás ―rugió, y con un gesto raudo, hizo que las piedras a ambos lados de Jace salieran disparadas hacia él.
La barrera de Jace estalló en pedazos, pero frenó el ataque el tiempo suficiente para que pudiera apartarse de un salto. Se puso en pie y se preparó para la siguiente acometida creando una decena de copias ilusorias.
Sin embargo, Nahiri había echado a correr por el pasillo. Jace soltó una maldición, disipó las ilusiones y fue detrás de ella.
Se adentró en la ciudad a través de sus calles antiguas, percibiendo destellos de arcos en espiral y patios destrozados. Se adentró más, siguiendo las huellas que Nahiri dejaba en el polvo mientras cruzaba corredores estrechos y estancias serpenteantes.
Se adentró bajando escaleras retorcidas y maltrechas, siempre hacia el corazón de la antigua ciudad kor.
Fue allí donde el extraño zumbido de la metrópolis se convirtió en un canto inquietante. Se trataba de un réquiem por algo que Jace era incapaz de nombrar; sus armonías rítmicas y sus vibraciones graves hicieron que le invadiese tal tristeza y añoranza que se planteó abandonar la persecución.
“No, tengo que detener a Nahiri”, pensó al oír los pasos de ella más adelante. Ahora sonaban más lentos. Tenía que seguir.
En las profundidades de la ciudad, la melodía se volvió más retumbante, más compleja y distorsionada, más insistente. Jace apretó la mandíbula. Veía la silueta de Nahiri en la lejanía. El canto perturbador hacía que le dolieran las articulaciones.
“Tengo que alcanzarla”. Jace avanzó con dificultad por un pasillo que se retorcía formando una curva.
Sin embargo, cada paso era más difícil de dar que el anterior. La música se intensificaba y el canto inquietante reverberaba con más fuerza, exigiendo toda su atención. Jace trastabilló gruñendo.
Percibió que ahora había arcos de magia azulada en torno a él, destellando al son de la música. La canción ahogaba todos los sonidos y pensamientos. Jace cayó de rodillas y se tapó las orejas presionando con las manos.
Luchó por concentrarse, por aferrarse a aquel pensamiento.
“... evitar... volverme... loco”.
Era arriesgado y nunca lo había intentado, pero no le quedaba más remedio. Se destapó las orejas y trató de lanzar un hechizo que aún no había tenido ocasión de probar. Un hechizo delicado y peligroso. Un hechizo que bloqueaba cualquier sonido que percibieran los oídos.
El canto alcanzó un crescendo imposible. Todas las fibras de su cuerpo sufrieron convulsiones y su mente gritó rogando alivio, empezando a desintegrarse.
Y entonces, en plena nota, la canción cesó.
Jace dejó escapar un suspiro. El hechizo había funcionado.
Al cabo de unos segundos, su mente se despejó y recuperó el control del cuerpo. Jace vio a Nahiri hecha un ovillo más adelante, con las manos en las orejas. Se apresuró a acercarse y trazó un arco con las manos para extender el radio del hechizo y envolver a Nahiri.
La kor soltó un gruñido y se tapó los ojos. Jace guardó las distancias, dudoso de cómo reaccionaría la litomante y temeroso de otro ataque.
―¿Estás bien? ―preguntó telepáticamente.
Nahiri se levantó con dificultad, enderezó la espalda y le lanzó una mirada furiosa.
―¿Esperas que te dé las gracias?
―No, claro que no. ―Jace sonrió para sus adentros.
Nahiri frunció el ceño y bajó la vista:
―Al principio no oí el canto. Cuando empecé a notarlo, pensé que sería más poderosa que él; que no me afectaría.
―Este plano siempre ha estado repleto de sorpresas ―añadió él.
―Escúchame bien, Jace: el núcleo y yo no abandonaremos Zendikar ―dijo irguiéndose y lanzándole una mirada desafiante.
―Está bien. ―Jace comprendió que tendría que cambiar de táctica si quería razonar con Nahiri―. En ese caso, ¿adónde te diriges?
―Al centro de la ciudad. A activarlo.
Jace aguardó y se cruzó de brazos hasta que Nahiri soltó un suspiro y se explicó.
―Las runas de una fortaleza kor decían que aquí hay un epicentro que puede canalizar la energía del núcleo a través de las líneas místicas de todo Zendikar.
Aquella revelación despertó el interés de Jace.
―¿Para que la transformación sea universal?
Nahiri asintió, aunque había recelo en su semblante.
En ese momento, Jace vio cómo imaginaba Nahiri que sería el plano una vez sanado. Zendikar estaba transformado. En él había extensas y hermosas ciudades con miles de habitantes desempeñando sus oficios, comerciando y prosperando. La arquitectura era esmerada y asombrosa, con arcos tallados por todas partes. Pero había algo aún más importante: el plano era estable, seguro.
Aquella visión le recordó a Rávnica.
―No te estorbaré ―dijo Jace― si prometes no utilizar el núcleo hasta que estudiemos su mecanismo en detalle.
Nahiri guardó silencio, pensativa, y luego asintió:
―No tengo intención de hacerle daño a mi hogar.
Sin embargo, Jace podía ver sus pensamientos y sabía que “daño” no significaba lo mismo para Nahiri que para Nissa o él mismo. Ella estaría dispuesta a arrasar ciudades y diezmar ejércitos con tal de alcanzar sus objetivos.
Jace también comprendía que, si pretendía desentrañar los misterios del núcleo, tendría que descubrir cómo activarlo. Si quería convertirlo en un arma útil en batallas futuras, primero había que medir el alcance de su poder.
Y era consciente de que necesitarían todas las armas que el Multiverso pudiera ofrecerles en caso de volver a enfrentarse a Nicol Bolas.
Por ello, compuso una sonrisa conciliadora, se volvió hacia Nahiri y pensó:
―Muy bien, te seguiré.
Nahiri y Jace recorrieron el laberinto de la Ciudad del Canto, pero la inestabilidad de su tregua era palpable. Nahiri no se alejaba de Jace y procuraba estar siempre al alcance de su hechizo. No quería volver a oír aquellas voces perturbadoras en su vida.
Mientras caminaban, mantenía una mano pegada a las paredes de piedra musgosa y les preguntaba el camino hacia el centro de la ciudad, mientras que la otra no se separaba del zurrón que llevaba a la cadera. El núcleo era cálido al tacto y sentía su poder vibrante. Tenerlo consigo le hacía sonreír.
Sin embargo, continuaba susurrando, tan bajo que resultaba imposible discernir las palabras. Tal vez cuando tuviera un momento de calma, después de restaurar la antigua belleza de Zendikar, podría tratar de descifrar el significado de los susurros.
Por suerte, Jace guardaba silencio, tal vez ojeando en los pensamientos humeantes de ella, que se repetía: “Nunca más, nunca más”.
Las vibraciones de las piedras los condujeron por pasillos descendentes que parecían no tener fin, por patios vacíos y de vuelta hacia arriba por escaleras agrietadas y retorcidas. Ya faltaba poco. Faltaba muy poco para hallar el epicentro de la Ciudad del Canto. Muy pronto arreglaría finalmente el daño que había contribuido a causar hace tanto tiempo.
Cuando culminaron la última escalera, hallaron un jardín antiguo, ahora invadido por raíces de jaddi, helechos, musgo y flores de un morado brillante. Todavía se distinguían celosías de piedra, fuentes secas y los fantasmas de los caminos que las habían recorrido.
Jace alzó las manos y las bajó lentamente para disipar el hechizo silenciador. Volvieron a oír el zumbido espeluznante de la ciudad, pero allí no se volvió más intenso.
―¿Y ahora? ―preguntó Jace.
Nahiri sacó el núcleo litoforme del zurrón. El orbe brillaba en su mano con una promesa de poder y los susurros se volvieron agitados, furiosos.
―¿Lo oyes? ―preguntó Nahiri sosteniendo el núcleo en dirección a Jace.
―¿El qué? ―preguntó él arrugando la frente.
―Nada ―respondió Nahiri enseguida―. Sigamos.
―¿Hacia dónde?
Nahiri señaló una gran estructura de piedra similar a un cenador. Incluso a lo lejos, veía que estaba en ruinas, pero ¿acaso había algo en Zendikar que no lo estuviese?
Volvió a guardar el núcleo y avanzó a zancadas.
Algo no encajaba. Lo tuvo cada vez más claro a medida que se acercaban a la estructura. Entonces, Nahiri se dio cuenta de que el cenador se había desmoronado, aplastando lo que hubiera albergado en el interior.
―No... ―dijo Nahiri entre dientes, y luego corrió hasta allí para apoyar las manos en la entrada desmoronada. Las vibraciones de la piedra le indicaban que el daño había sido reciente.
―¿Qué haces? ―preguntó Jace.
―¡Arreglar esto! ―respondió ella mientras las rocas empezaban a desplazarse. Podía enmendar el daño. Tenía que hacerlo.
―No te molestes ―dijo una voz a sus espaldas.
Nahiri se giró y vio a Nissa, que la observaba desde las ruinas de un jardín antiguo, con una mano en su bastón y la otra apretada en un puño junto a la cadera. Estaba erguida, firme, y en sus ojos había una mirada había tranquila pero peligrosa.
―El epicentro estaba aquí... ―masculló Nahiri.
―Así es ―respondió Nissa con frialdad―, hasta que los elementales lo destruyeron.
―¿Obligaste a tus criaturas a hacerlo? ―gritó Nahiri. Tardaría días o incluso semanas en reparar el daño que se les había hecho a los canales mágicos.
―No las obligo a hacer nada ―contestó Nissa―. Yo las ayudo y ellas me ayudan a mí. Soy la guardiana de Zendikar y los elementales son la encarnación de este plano.
Detrás de ella surgió una criatura gigantesca. Sus extremidades estaban formadas por raíces y hojas y su torso tenía una cornamenta enorme que parecía una corona.
―¿No es verdad, Ashaya?
Nahiri estaba furiosa, pero la aparición de un elemental tan formidable la hizo contenerse. Tanto ella como Jace retrocedieron unos pasos.
—Nissa —la llamó él levantando las manos en un gesto pacificador—, te prometo que no usaré el núcleo ni dejaré que lo haga nadie más —dijo mirando hacia Nahiri— hasta que entendamos qué es.
—¿De qué sirve tu palabra si la otra implicada no la respeta? —preguntó Nissa con los ojos clavados en Nahiri.
—Si no lo hace —respondió Jace con una calma que enfureció a Nahiri—, se verá atrapada en una ilusión muy realista de la Ciudad del Canto. Solo que esta vez no contendré el sonido.
—Entrometido... —siseó Nahiri. Juró en silencio que jamás volvería a confiar en nadie.
—No quiero enfrentarme a vosotros. De verdad que no —les dijo Nissa—. Todos hemos luchado suficiente y merecemos algo de paz.
—Estoy completamente de acuerdo, pero
—¿Lo ves? Hasta el entrometido está de mi parte —dijo Nahiri con satisfacción—. Por fin alguien atiende a razones.
—Jace, hemos hablado de esto. Los elementales...
—Volverán a crecer. Todo vuelve a crecer.
—No todo lo hace —dijo Nissa en voz baja.
—El Zendikar que yo conozco es fuerte, inquebrantable —afirmó Nahiri.
—Será un mundo estable —añadió Jace—. Piensa en la gente del plano, que podrá prosperar sin temer cuándo volverá a estallar la Turbulencia.
Nissa retrocedió un paso. Luego, otro.
—Confiaba en ti —le dijo a Jace. El horror y el pesar eran evidentes en su rostro.
—Nissa... —rogó él.
—No te conviene enfrentarte a mí —le dijo Nahiri a la elfa apoyando una mano en el núcleo aún guardado.
Nissa la miró fijamente.
—Ni se te ocurra intentarlo.
Pero Nahiri estaba harta de escuchar. Se había enfrentado a dragones ancianos y vampiros inmortales. Nadie podría detenerla. No en aquel momento. No si ese alguien era una persona tan pequeña, sensible e insegura. No cuando estaba tan cerca de su objetivo.
Con un giro de las muñecas, Nahiri creó decenas y decenas de espadas al rojo vivo; una por cada arrebato de furia que había sentido en el milenio más reciente. Con un segundo giro, las arrojó directamente contra Nissa.
Sin embargo, antes de que las armas impactaran, un efecto borroso en el aire las derribó todas.
Algo embistió a Nahiri y la dejó sin aliento, estrellándola contra el suelo.
Rodó y se puso en pie, dispuesta a devolver el golpe, pero lo que vio la hizo detenerse. A su lado, Jace también se quedó atónito.
Nissa estaba flotando a un metro del suelo, con una energía verde surcando su cuerpo y el cabello ondulando hacia atrás. Incluso desde lejos, Nahiri percibió su ira y su intención de proteger a toda costa aquel Zendikar maltrecho. Porque, ante la elfa, Ashaya se alzó con todo su poder.
El Alma de lo Salvaje parecía hincharse de fuerza, con la misión de proteger. Sus ojos verdes, refulgentes y cargados de energía, se clavaron en Nahiri y la criatura alzó cuatro de sus brazos nudosos, descargándolos sobre ella con un crujido feroz.
Nahiri saltó justo a tiempo para esquivarlos. Movió un brazo trazando un arco e hizo surgir rocas en torno a ella, lanzándolas contra el elemental. Sin embargo, la piedra se estrelló como si fuera cristal y la criatura ni siquiera se tambaleó. Acto seguido, el ser giró su enorme cabeza en dirección a ella.
El elemental volvió a alzar sus extensos brazos.
—¡Corre! —le gritó Jace desde atrás.
Nahiri siempre había pensado que huir era de cobardes, pero Ashaya parecía implacable. “Tengo que proteger el núcleo. Eso está por encima de todo”.
Nahiri echó a correr.
Jace y ella esquivaron los ataques, saltaron obstáculos y huyeron a toda prisa por el antiguo jardín mientras usaban todas las ilusiones o maniobras de contraataque que conocían. Sin embargo, no fue suficiente para escapar de Ashaya: era un ser demasiado inmenso y rápido. Sus raíces bloquearon el paso a Jace y a Nahiri y les hicieron tropezar una y otra vez, hasta que lo único que ambos pudieron hacer fue lanzarse por las escaleras y regresar a las profundidades de la Ciudad del Canto.
El sonido perturbador invadió sus oídos. Jace volvió a lanzar inmediatamente su hechizo de silencio y huyó junto a Nahiri por los pasillos cubiertos de vegetación. En ocasiones, varios elementales de musgo se interpusieron en su camino, pero eran más pequeños y débiles, por lo que les resultó fácil repelerlos con los contrahechizos de Jace o lanzando puños de roca.
La furia invadió a Nahiri durante la huida, pero, por primera vez en mucho tiempo, también sintió una pizca de auténtico miedo. Había subestimado a la elfa.
Cuando llegaron a la entrada de la ciudad y vio las puertas de mármol, Nahiri soltó un suspiro y aceleró el ritmo. Ya faltaba poco.
Sin embargo, en ese momento divisó una silueta pequeña y conocida delante de la entrada. Y esta vez, Nissa y Ashaya estaban en compañía de decenas y decenas de elementales.
Nahiri y Jace se detuvieron en seco.
―¿Cómo...? ―preguntó Nahiri entre resuellos―. ¿Cómo has llegado
―Mi sitio está en Zendikar. Es el corazón de mi poder y mi fuerza ―respondió Nissa―. Conozco todos los caminos y el modo de usarlos. Pero vosotros dos... ―La ira afloró en su rostro y, detrás de ella, los elementales y la vegetación de Murasa empezaron a surgir― nunca lo entenderéis. Marchaos de mi hogar.
―¡Nissa, espera! ―gritó Jace.
―Este es mi hogar, moradora de los árboles. ―Nahiri se preparó para el combate, convocó a las piedras de los alrededores y sintió que la Ciudad del Canto vibraba en respuesta―. Lo ha sido durante miles de años. Y no pienso dejarte ganar.
Nahiri separó los dedos de las manos y alzó las rocas, recurriendo a todo su poder en aquel ataque.
Pero los elementales fueron más rápidos y se lanzaron hacia Jace y Nahiri como una horda furiosa. Y en ese momento, Nahiri comprendió la situación.
La batalla por el alma de Zendikar acababa de empezar... e iba a ser una lucha despiadada.