En otro tiempo, los dragones no existían. En otro tiempo, Narset era la kan de los Jeskai. En otro tiempo, sentía un gran potencial en su interior, pero jamás llegó a desatarlo, pues en otro tiempo falleció a manos de Zurgo Aplastacráneos, kan de los Mardu. Sin embargo, ese tiempo ya no existe, se perdió para siempre en la eternidad infinita. Este tiempo es todo lo que queda. En este tiempo, los dragones surcan los cielos de Tarkir. No existen los kans, ni el clan de los Jeskai, y Zurgo es un campanero. Sin embargo, hay algo que no ha cambiado: Narset alberga un poder secreto en su interior, un potencial que tira incesantemente de ella, suplicando ser desatado.


"Tienes que aprender a no aferrarte a tus ideas". Las palabras de su madre flotaban en la mente de Narset mientras titubeaba en el precipicio de la Eternidad.

¡Oh, cómo habría deseado poder hacerlo! Cómo ansiaba olvidar la realidad y lanzarse a lo desconocido. Tenía la piel de gallina debido a la expectación y sentía crispación y ardor en las piernas por culpa de la ya familiar inquietud, que conocía desde siempre. Solo que ahora la percibía con más intensidad que nunca; era como si su cuerpo le dijese que estaba destinada a ir a aquel lugar, que llevaba años dirigiéndose hacia allí.

Quería dar el siguiente paso, jamás había ansiado tanto otra cosa.

Aquel lugar era inmenso. Estaba repleto de cosas por descubrir. Había tanto que aprender... tanto que ver...

Entonces, ¿por qué no daba el paso? ¿Qué la retenía?

Ójutai.

El recuerdo estuvo a punto de devolver a Narset a su cuerpo.

Él era el motivo por el que se aferraba al borde del precipicio; él era la razón por la que había esperado tantos años, luchando contra la inquietud.

Ójutai. Su maestro. Su dragón.

Hacía mucho tiempo que no pensaba así en él.

Narset deseaba poder recoger los pedazos y devolver las cosas a su estado anterior; a cuando ella no sabía lo que sabía ahora; a cuando él lo era todo, a cuando él lo sabía todo y a cuando él aún cumplía la promesa de compartirlo todo con ella.


―¡Fruta fresca! ¡Tengo manzanas dulces como la miel!

―¡Zaaanahorias! ¡Zanahorias recién traídas del huerto! ¡Aún huelen a campo! ¡Zaaanahorias!

―¡Panecillos! ¡No hay nada más rico que un panecillo caliente!

El griterío de los vendedores, los intensos colores de los productos y los empalagosos aromas de la comida eran como muros que convertían el mercado en un lugar angosto y agobiante. Narset tenía las piernas agarrotadas y sentía los pulmones contraídos. Tiraba de la túnica, que la estaba asfixiando; su madre debía de habérsela apretado demasiado.

―Estate quieta, que vas a tirar algo ―la regañó su madre desde arriba. Estaba echándole un vistazo a las manzanas de un puesto demasiado alto como para que Narset lo viese.

Narset intentaba estar tranquila, pero no podía. La inquietud de su interior quería que se marchase. A veces, cuando se sentía así, trataba de distraerse. Solía ponerse a contar cosas, o buscaba patrones, o estudiaba los rostros de la gente. Pero conocía el mercado demasiado bien; ya estaba familiarizada con los números y la clientela. Ya había hecho inventario de todo aquello. El señor del bastón cojeaba menos aquella mañana y podía soportar más peso en la pierna mala; Narset supuso que el ungüento que le había comprado al herbolario la semana anterior estaba aliviando los dolores. El carnicero tenía tres docenas de piezas de carne colgadas en su puesto, con una media de dieciocho estriaciones por pieza; la media no solía cambiar, aunque a veces había una mayor varianza. El vendedor de calabacines tenía manchas desiguales en las mangas y tres hilos sueltos en su túnica; debía de habérsela enganchado en la carreta y tirado de ella. Y en el puesto que Narset tenía delante había sesenta y ocho manzanas; las había calculado por el volumen del montón, ya que no podía verlo exactamente. Solo quedarían sesenta y siete si su madre se decidiese a escoger una.

Su madre pasaba la mano de manzana en manzana, posando los dedos suavemente en una y en otra, palpando levemente las más llamativas, pero sin llegar a decidirse.

"No sabe cuál escoger", pensó Narset. "No vamos a irnos nunca". El pánico la invadió. La vista se le nubló, los oídos empezaron a pitarle y el sudor le cubrió la frente. Buscó desesperadamente algo con lo que distraerse, pero no podía ver nada. Narset solo tenía ocho años y no era lo bastante alta como para ver por encima de los puestos y la gente. Era como si se encontrase en un laberinto interminable de gente-árbol sudorosa y apestosa.

Estaba atrapada.

  

Ilustración de Daniel Ljunggren

Se esforzó por introducir el aire denso y empalagoso en los pulmones, pero no era suficiente. Sentía un hormigueo y picores por todo el cuerpo. Era como si la piel la advirtiese de que no iba a permanecer con ella mucho más; si no se marchaba, se iría sin ella y Narset perdería la piel. Tenía que marcharse. Tenía que salir de allí.

―Coge esta ―dijo Narset señalando la manzana que tenía más cerca.

―No, no, esa está magullada ―protestó su madre después de inclinarse para verla. Le hizo un gesto con la mano para que se apartase―. Y estate quieta, hija.

―Pues esta otra ―insistió Narset ignorando la reprimenda.

―Tiene manchas ―objetó su madre sin apenas fijarse. Sus dedos danzaban sobre las piezas de la cima de la montaña.

Si su madre quería una manzana de las de arriba, se la iba a conseguir. Narset pegó un salto―. ¡Entonces, esa! ―Señaló una de las piezas superiores... y la manga de la túnica se enganchó en el largo tallo de la manzana.

Lo que pasó a continuación sucedió a cámara lenta. La manzana se tambaleó hacia adelante y luego hacia atrás. Narset estiró el brazo para sujetarla, pero ya estaba cayendo hacia el suelo y sus dedos tiraron de la pieza hacia abajo. Se sostuvo allí por una fracción de segundo, pero luego cayó.

―¡No! ―gritó desesperado el vendedor de manzanas desde detrás del puesto.

Narset alargó la mano para interceptar la manzana antes de que se estrellase contra el suelo.

Podía predecir la trayectoria, porque había estudiado el comportamiento de los cuerpos en caída, y su mano alcanzó la manzana justo antes de que alcanzase el suelo.

―¡Ja! ¡La tengo! ―Levantó el brazo, mostrando la manzana que había salvado... y decenas más cayeron alrededor de ella, chocando y rebotando unas con otras, esparciéndose por el suelo.

»Vaya... ―Aquello no habría pasado si la pila hubiese estado tan bien amontonada como ella había supuesto. Sin embargo, si en realidad hubiese solo sesenta y cinco manzanas, la estructura habría sido más inestable y aquel comportamiento tendría sentido.

―¡Mi fruta! ¡Mis hermosas manzanas! ¡Las has echado a perder! ―gritó el hombre.

―Lo siento, lo siento mucho. ―La madre de Narset se agachó para recoger las manzanas que tenía cerca―. Están bien, ¿lo ve? ―Levantó una para mostrársela al vendedor―. No se han estropeado.

―¡Se han magullado! ―dijo él rodeando el puesto.

―¿Cuántas había? ―preguntó Narset―. Porque si solo tenía sesenta y cinco, tendría que haberlas...

―¡Calla, niña! ―El vendedor se giró hacia Narset―. ¡Apártate de mi puesto!

Narset se echó hacia atrás y chocó contra el borde del puesto. Unas cuantas manzanas más cayeron al suelo.

―¡Que te vayas! ¡Fuera! ―gritó el frutero.

―Solo quiero explicárselo ―protestó Narset mirando a su madre―. Estaban mal amontonadas.

―¡¿Y encima me echas la culpa?! ―bramó el vendedor―. Llevo décadas apilando mis manzanas. ¡Décadas! ¡Y tú llegas y me estropeas toda una cosecha por hacer el ganso!

―Pero señor...

―Calla, por favor ―la interrumpió su madre cogiéndola por la muñeca―. Tienes que aprender a no aferrarte a tus ideas.

―Pero...

―Espérame fuera ―dijo su madre mirando hacia la entrada del mercado―. Intentaré arreglar las cosas.

Narset no se molestó en decir que aquello era lo que intentaba hacer ella: arreglar las cosas. No quería seguir discutiendo porque su madre le había dicho lo que estaba desesperada por oír. Por fin podía escapar del agobiante mercado, tenía permiso para ir afuera.

Ilustración de Florian de Gesincourt

Se marchó corriendo, ignorando las miradas severas de los otros mercaderes y tenderos que habían visto lo sucedido. Pasó por debajo del puesto de melones, saltó por encima de tres cestos de pan y atravesó la cortina abierta de la entrada antes de que nadie pudiese detenerla.

Por fin era libre.

La primera bocanada de aire fresco le llenó los pulmones y le sosegó el alma.

El calor del sol en la piel, el olor de los peces en el riachuelo cercano y el vasto e interminable espacio que tenía ante ella eran perfectos. Así era como debían ser las cosas. Narset echó a correr. Era lo que le gustaba hacer, o más bien lo que no podía evitar hacer cada vez que tenía un lugar inexplorado ante ella. Nunca había ido más allá del mercado y aquellas tierras eran nuevas para ella. La emoción la llevó a seguir el curso del río y la inquietud se convirtió en deleite. El viento acariciaba sus abundantes cabellos y le refrescaba la frente, y los pies se familiarizaban con las rocas a cada paso que daba. Narset estudió el curso del río mientras corría y memorizó los patrones de las corrientes y los remolinos. Se fijó en la cantidad y en la variedad de plantas que florecían y en aquellas que aún no lo habían hecho. Su mente no paraba de absorber los detalles del mundo que se desplegaba ante ella, devorando hasta la última minucia.

Había nacido para aquello: para moverse, para descubrir, para aprender, para indagar, para correr, para buscar...

―Busca la iluminación.

Una voz la sobresaltó. Había sonado como si alguien le hubiese hablado al oído. Un escalofrío le recorrió la espalda y aminoró la marcha.

―¿Hola? ―Narset miró por encima del hombro. Allí no había nadie. Pensó que se trataba del viento, nada más, y volvió a caminar siguiendo el curso del riachuelo.

―Alcanza la sabiduría ―volvió a decirle la voz al oído.

Narset se sobresaltó de nuevo y giró sobre sí tan rápido que estuvo a punto de caer al agua.

―¿Quién está ahí? ―¿Habría alguien siguiéndola?

Lo único que veía eran los arbustos bajos de la orilla del río, la pradera que se extendía al otro lado, y más allá... No podía ser...

Narset dio un paso atrás y trastabilló, pero conservó el equilibrio. Estaba allí. Sabía exactamente qué tenía ante ella, aunque era la primera vez que veía aquel lugar. Allí, en la lejanía, estaba el más majestuoso de los santuarios: Ojo del Dragón. Y posado en el lugar más elevado estaba el señor dragón Ójutai, el Gran Maestro. Narset lo reconoció en cuando lo vio, aunque estuviese muy lejos. Podía distinguir la silueta de su cuerpo elegante y fuerte perfilada contra el sol.

Ilustración de Filip Burburan

―Amplía tus conocimientos.

¡Era su voz! Narset se quedó embelesada. Lo que oía en su mente era la voz de Ójutai, pero ¿cómo era posible? Se encontraba muy lejos. Además, no hablaba en dracónico.

―Encuentra la verdad.

Una vez que comprendió qué estaba oyendo, prestó atención y escuchó su auténtica voz. Era más compleja que cualquier cosa que hubiese descubierto jamás: se trataba de una fusión de gruñidos, chasquidos, repiqueteos, rasguños, crujidos, castañeteos, gemidos, graznidos, bramidos y puede que incluso rugidos. Sin embargo, para ella tenían sentido; de algún modo, su mente curiosa podía interpretarlos.

Mientras escuchaba el sonido que le llegaba desde la lejanía, se dio cuenta de que el Gran Maestro debía de estar impartiendo sus lecciones. Narset había oído decir que el dragón instruía a sus discípulos todos los días desde su nido, pero nunca había creído que llegaría a escuchar sus enseñanzas.

―¡Ja, ja! ―Levantó los brazos, repleta de alegría―. ¡Es increíble!

El dragón giró la cabeza en dirección a Narset y ella se encogió por instinto. ¿Estaba observándola?

―Este es el principio ―dijo él.

¿Estaba hablándole a ella?

―Puedo mostrarte el camino.

―¿A mí?

―Te has embarcado en un viaje en busca de conocimientos y sabiduría ―afirmó Ójutai.

―Sí ―confirmó Narset. Él la entendía. El Gran Maestro comprendía lo que ella había intentado explicar a su madre durante tanto tiempo.

―Has venido al lugar adecuado. Yo sé todo lo que se puede saber. ―El dragón hinchó el pecho con orgullo―. E instruiré a todos aquellos que estén dispuestos a aprender.

―Lo estoy ―respondió, aunque sabía que era extraño pensar que las palabras del dragón iban dirigidas a ella, y solo a ella. La voz de Narset no era más que un susurro―. Quiero aprenderlo todo. ―Centró la mirada en la silueta de Ójutai y, aunque no era más que una mota en el horizonte, en aquel momento se sintió más próxima a él de lo que jamás se había sentido con nadie―. Quiero ser tu alumna ―dijo―. Por favor, permíteme aprender de ti.

El dragón asintió.

Narset lo vio. No había sido un efecto luminoso: Ójutai, el mayor dragón de aquellas tierras, le había dado su consentimiento. Ella sería su discípula y él, su maestro. Narset iba a aprender todo lo que se puede saber.


Y aprendió. Aprendió muchísimas cosas.

A partir de aquel día, Narset se sentía ansiosa por ir al mercado, más que temerosa. A su madre le parecía razonable que ella esperase fuera, para evitar que tirase nada al suelo y su familia acabase teniendo que comprar manzanas para una buena temporada. A cambio, Narset debía cargar con las bolsas cuando regresasen a casa. Lo más lejos que podía ir era hasta el lugar donde el río curvaba y se perdía de vista, pero aquel sitio ofrecía unas vistas perfectas. Desde allí, podía ver la silueta de Ójutai sin obstáculos en medio y oír claramente su voz desde más allá del agua.

Durante los tres años siguientes, Narset estudió, se entrenó y practicó bajo la tutela distante del Gran Maestro. Bebió de la antigua sabiduría de los dragones y de sus interminables fuentes de conocimientos. Aprendió que, de todos los dragones del mundo, Ójutai era el más anciano, sabio y poderoso. Y era su maestro.

Con su dragón como guía, Narset estudió el rasgo dracónico de la astucia y agudizó su mente resolviendo enigmas y acertijos. También ejercitó su cuerpo observando la silueta de Ójutai e imitando sus movimientos. La joven entrenaba siempre que tenía tiempo libre y pronto aumentó su fuerza, su resistencia, su equilibrio y su destreza. Las bolsas que cargaba al regresar del mercado no tardaron en parecerle ligeras cuales cestas de algodón. Además, si hubiese querido volverlas más livianas, conocía hechizos que le permitirían hacerlo. Su mente curiosa adoraba la complejidad de la hechicería: había tantos componentes variables que tener en cuenta, tantos conceptos y estratos con los que familiarizarse... Y Narset se entregó a aquel cometido. Aprendió a utilizar la magia del mundo como habían hecho los dragones de Tarkir durante siglos.

Ilustración de Lake Hurwitz

Gran parte de la inquietud que sentía se sosegó, pero no lo hizo completamente. Sus adentros todavía se agitaban cuando pensaba en lo lejos que se encontraba del Santuario del Ojo del Dragón. Aunque sabía que estaba cerca de Ójutai en muchos aspectos, la distancia física que los separaba era enorme. Le habría gustado entrenar junto al Gran Maestro en su nido y todos los días se lo suplicaba en silencio.

―Ójutai, mi dragón ―dijo sosteniéndose boca abajo sobre una mano en la orilla del río, mientras observaba a Ójutai―, mi mayor deseo es aprender todo lo que vos enseñáis. ―Y reunió valor para decir lo siguiente―. He progresado mucho, pero sé que podría aprender mucho más estudiando a vuestro lado. Si me ayudáis a llegar junto a vos, seré para siempre vuestra discípula más devota.

―Saludos, alumna. ―La voz la sobresaltó. No se trataba de Ójutai, ni de un dragón, pero procedía de las alturas.

Si no hubiese entrenado la capacidad de concentración y el equilibrio, habría salido rodando por el suelo. No obstante, consiguió controlar su centro de gravedad y girar sobre sí para ponerse de pie, tambaleándose solo mínimamente cuando posó el pie izquierdo. Bajó la mirada hacia el tobillo y lo maldijo por lo bajo; era uno de sus puntos débiles y solía negarse a cooperar cuando entrenaba.

―Impresionante.

Narset dio media vuelta y se encontró con una alta y majestuosa aven que había aterrizado muy cerca.

―Yo en tu lugar ejercitaría ese tobillo ―dijo, bajando el pico hacia el pie izquierdo de Narset―. A menudo, las cosas que percibimos como nuestras peores imperfecciones se convierten en nuestras mejores cualidades.

Narset se quedó boquiabierta. Aquella aven vestía una túnica que reconocía... ¡Era la túnica de los dragonhablantes!

―Veo que te he molestado y me disculpo por ello ―prosiguió―. Normalmente, no interrumpiría los ejercicios de un alumno, pero traigo un mensaje urgente de...

―Ójutai... ―la interrumpió Narset sin pensar, pero se dio cuenta nada más hacerlo. La túnica de la dragonhablante no era la de un miembro cualquiera de aquel linaje; los patrones del tejido y los adornos eran inconfundibles. Narset palideció e hizo una profunda reverencia―. Dragonhablante Ishai...

Ilustración de Zack Stella

―Oh, así que me reconoces. ―Narset levantó la mirada y vio que Ishai ladeaba la cabeza―. Una vez más, impresionante.

―Vos sois... ―Narset se incorporó y estuvo a punto de caer sobre la elegante aven―. Vos sois su... Y estáis... bueno... aquí, hablando conmigo. ¡La dragonhablante de Ójutai está hablando conmigo! ―Narset chilló de alegría e inmediatamente se tapó la boca con las manos. No podía creer que se le hubiese escapado un gritito delante de la dragonhablante de Ójutai.

―Así es, joven, he venido a hablar contigo ―Ishai cacareó una risita amable―. Ójutai... ―pronunció su nombre en un acento dracónico correcto, batiendo las alas para añadir el énfasis adecuado― se ha fijado en tu dedicación. Todos lo hemos hecho. Estás en boca de todo el Santuario del Ojo del Dragón.

―El Santuario... ―Narset sintió un escalofrío en la frente y una oleada de calor en el rostro, y luego una de frío, y luego de ambas cosas a la vez. Se quedó sin aliento y se mareó.

―Respira, joven. ―Ishai, la dragonhablante de Ójutai, levantó un ala para sujetar a Narset.

Ella le hizo caso e inspiró larga y profundamente. Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas.

―Me congratula ver tu entusiasmo ―aseguró Ishai dándole una ligera y tranquilizadora palmada en el hombro―. Y Ójutai se alegrará con mayor razón, si es que aceptas venir.

―¿A... a Ojo del Dragón? ―susurró Narset.

―En efecto ―confirmó Ishai―. Para estudiar bajo la tutela del Gran Maestro.

―¿De verdad? ―Narset había clavado los ojos en los de Ishai.

―Por supuesto ―respondió ella sosteniendo la mirada.

Aquello era real. Estaba sucediendo de verdad. Por fin había llegado aquel momento, por fin iba a viajar a la cima de la montaña. Por fin iba a conocer cara a cara a su mentor. Por fin iba a aprender todo lo que se puede saber.

La única respuesta que pudo dar Narset fue asentir.


Su primer encuentro era todo lo que ella había esperado, todo lo que había soñado... Lo era todo. Cuando Ójutai se presentó, Narset devolvió el saludo en dracónico y el Gran Maestro sonrió. La joven volvería a ver aquel gesto muchas más veces durante los próximos años. Mientras entrenaba junto a los demás pupilos en el Santuario del Ojo del Dragón, la mirada del dragón solía fijarse en ella. Aquello fortalecía a Narset, quien daba lo mejor de sí cuando él la observaba. Y Ójutai sonreía cuando ella se esmeraba.

A menudo, Narset también creía que las palabras de Ójutai iban destinadas solo a ella. Era como si los dos conversasen en privado y los demás solo escuchasen a escondidas. Nadie más podía comprender el auténtico significado de lo que hablaban entre ellos, ya que nadie poseía una mente como las de Ójutai y Narset, ni siquiera los sabiocelestes. Ella no pretendía ser arrogante: no era más que un hecho. Su mente se asemejaba más a la de una dragona que a la de una humana. Ella aprendía más y antes que ningún otro pupilo del Santuario y, cuanto más aprendía, más cercana se sentía a su maestro.

Ilustración de Chase Stone

Mientras recordaba el pasado, reconoció que su etapa en el Santuario fueron los mejores años de su vida. En aquella época, había sido más feliz que nunca, porque afrontaba desafíos, reconocían su valía y se sentía satisfecha. Su inquietud había dejado de perseguirla y estaba en paz. Y aunque no viajase físicamente, sabía que había emprendido una senda y se dirigía a donde estaba destinada a ir; estaba convirtiéndose en quien estaba destinada a ser. Ójutai la guiaba y no pasaba un día sin que ella agradeciese aquel obsequio a su dragón.

Narset progresaba más rápido que ningún otro discípulo, ascendiendo entre las filas del Santuario del Ojo del Dragón, subiendo desde los balcones inferiores hacia las terrazas superiores, hasta que un día Ójutai la convocó a su nido privado. Ójutai interrumpió las lecciones para hacerlo, solicitando su presencia después de que ella derrotase en combate de práctica a su igual, Taigam. Mientras ascendía la última escalinata, Narset sentía en la espalda la mirada furiosa de Taigam. Él llevaba mucho más tiempo en el Santuario. Narset sabía que Taigam ansiaba lo que ella había conseguido, pero también comprendía que no podría hacerlo hasta que purificase su objetivo, hasta que aprendiese a buscar la sabiduría en vez del poder.

Dejó a un lado las reflexiones sobre Taigam y despejó los pensamientos antes de subir el último peldaño hacia el nido de Ójutai. Era el paso más importante que había dado jamás.

―Narset, discípula mía, ha llegado el momento. Tu sed de conocimiento es tu mayor virtud. Te has vuelto fuerte, poderosa y sabia porque nunca has dejado de buscar la iluminación. ―El dragón le sonrió satisfecho. Narset sabía qué la esperaba, y por unos gloriosos instantes, todo le pareció perfecto―. En este momento te concedo el título de Maestra, que has conseguido con tanto esmero, y con él te otorgo todo el honor y la responsabilidad que conlleva. ―Ójutai inclinó la cabeza y depositó su gigantesca garra en el hombro de la joven.

Narset también inclinó la cabeza y estrechó con su pequeña mano la garra del dragón; ni siquiera trató de limpiarse la cálida lágrima que le corría por la mejilla. Tenía quince años y era la Maestra más joven que Ójutai había nombrado jamás. Había alcanzado la cima.

Se giró para ver el mundo desde la cumbre del Santuario del Ojo del Dragón. Se dio cuenta de que era la primera vez que no tenía que levantar la vista para ver el nido de Ójutai.

Le pareció extraño.

Más abajo, los pupilos los vitoreaban... o al menos la mayoría lo hacía. Los sabiocelestes volaban alrededor de ella en señal de celebración y los relucientes estallidos de magia de Ójutai danzaban y jugueteaban en el cielo.

Ilustración de Willian Murai

Así que ya estaba... Lo había logrado. Había alcanzado su meta...

De pronto, Narset empezó a sentir un pitido en lo profundo de su mente.

Ya no había ningún sitio al que ir.

Ya no quedaba nada que aprender.

Narset se consternó y la ilusión del momento comenzó a desaparecer. De repente, estaba atrapada. La vista se le nubló y el sudor le cubrió la frente. En su mente, había regresado al mercado.

Ójutai la miraba desde arriba con orgullo. Narset comprendió que esperaba que hablase, que le diese las gracias y lo celebrase. Pero lo único que podía hacer era luchar contra el impulso de huir. Aunque aquel pensamiento la conmocionó, no pudo evitar pensar que la culpa era del dragón. Le parecía que aquel momento tendría que ser diferente, que tendría que haber algo más. Le había prometido que lo sabía todo, pero el todo no podía tener un fin así. Quería echarse a llorar. Su viaje no podía haber concluido.

Ahora se preguntaba si el dragón sabía lo que ella iba a hacer. El sabio Ójutai, el Gran Maestro que lo sabía todo, ¿podía él prever que Narset huiría? Ella no tenía intención. Nunca lo habría abandonado a propósito. Quería decírselo. Ahora podría hacerlo, si creyese que él la escucharía.

―Lo siento ―susurró desde el otro lado del agua.

No hubo respuesta.


Aunque Narset luchó durante casi un año contra la inquietud que había regresado, no hizo más que empeorar. Sus adentros crepitaban como una tormenta y estaban destrozándola. Tenía que ponerse en marcha, tenía que irse. Como no podía seguir ascendiendo, Narset decidió bajar de la montaña.

El descenso fue más rápido de lo que esperaba. En cuanto echó a correr, no redujo el ritmo. Cuando llegó al fondo, siguió adelante, porque sus piernas no querían detenerse.

Continuó corriendo hasta que descubrió una entrada oculta en un recoveco de la montaña. Estaba sellada, pero aquello no la detuvo mucho tiempo; lanzó un hechizo para abrir la puerta. Al otro lado, encontró un pasadizo y unas escaleras que descendían. Las siguió hasta llegar a una plataforma que le ofrecía otras escaleras, y también bajó por ellas.

Continuó bajando, bajando y bajando a través de pasadizos serpenteantes y reptando por túneles medio derrumbados. Podría haber seguido adentrándose más y más en las profundidades de la tierra, estudiando las rocas y familiarizándose con la arena y el limo, pero pronto se encontró con el final del túnel.

La inquietud se había calmado y, antes de que pudiese volver a clavar sus garras en ella, Narset vio que había otro sitio al que ir. ¡Allí había una sala con estanterías repletas de pergaminos! Podía leerlos; los pergaminos la llevarían a nuevos sitios y le enseñarían más cosas.

Se abalanzó desesperadamente sobre el pergamino más cercano, apenas prestando atención al lugar donde estaba. Debía de tratarse de un antiguo archivo: un lugar del que ella solo había oído hablar en leyendas, un lugar que Ójutai había prohibido. No le importaba ni podía importarle: lo único que sentía era la necesidad de buscar, de descubrir y de saber.

Ilustración de Chase Stone

Con todo el cuidado que podía tener en su ansioso estado mental, Narset desenrolló el pergamino más largo. Era quebradizo, pero estaba intacto y lleno de palabras: palabras gloriosas que transmitían historia, conocimientos y sabiduría. Se arrodilló en el polvoriento suelo de ladrillo, desplegó el texto ante sí y comenzó a leer. Se sentía como si hubiese vuelto a ponerse en movimiento.

Los antiguos pergaminos contenían relatos sobre el pasado de Tarkir, pero Narset no conocía aquella historia. Aunque había elementos que concordaban con las enseñanzas del Gran Maestro, también había partes sueltas que las contradecían y eso le llamaba la atención. Los detalles resultaban perturbadores: había clanes que servían a sus kans, no a los señores dragón, y se mencionaban tipos de hechicería y magia desconocidos para Narset. Por último, los pergaminos daban a entender que ya había dragones antes de que naciese Ójutai.

¿Acaso el Gran Maestro no era el dragón más anciano de Tarkir? ¿No era el más sabio? ¿No era el que lo sabía todo?

Aquella idea arraigó en la mente de Narset. Tenía que descubrir la verdad. Tenía que saber si habría más cosas que aprender.

Cuando terminó de leer los pergaminos de los archivos subterráneos de Ojo del Dragón, decidió buscar más en otros lugares. Volvió a subir corriendo las escaleras y salió a la luz... solo para chocar contra el torso duro y musculoso de Taigam.

―Sabía que estabas ahí abajo ―espetó Taigam.

―Déjame pasar. ―Narset no iba a soportar su desprecio, no en aquel momento.

―Sabes tan bien como yo que ahí abajo hay cosas impropias para los discípulos de Ójutai, sobre todo para aquellos con el título de Maestro... ―afirmó arrastrando la última palabra.

―Taigam, quítate de en medio, por favor. Tengo que irme. ―La inquietud empezaba a manifestarse en el interior de Narset. El ardiente impulso de descubrir la verdad era una fuerza que la empujaba desde dentro. No podría resistir mucho más.

Ilustración de Jason A. Engle

―No me dejas elección: tendré que denunciar tu blasfemia. Has traicionado a Ójutai. Has escogido seguir una senda oscura y el Gran Maestro te castigará por ello.

―¡Pues que lo haga! ―Narset desató su poder y salió corriendo a toda velocidad, dejando atrás a Taigam e ignorando sus gritos.


Narset recordaba exactamente aquella sensación. Era la misma que la había impulsado de joven para pasar por debajo del puesto de melones, por encima de los cestos de pan y a través de la cortina que la condujo a la libertad. Era la misma sensación que la había guiado durante su entrenamiento, hacia la cima del Santuario del Ojo del Dragón y el nido de Ójutai. Era la misma sensación que crecía en su pecho, empujándola a que dejase de aferrarse, a que diese el salto, a que se marchase caminando.

Odiaba aquella sensación. Lo único que le había causado en toda su vida era dolor. Pero ningún dolor era comparable a que la hubiese empujado a descubrir la verdad sobre Ójutai.

Después de encontrar el archivo de Ojo del Dragón, Narset sucumbió a la inquietud y dejó que guiase sus actos. Tenía sed de más, siempre ansiaba más. Había más conocimientos en alguna parte, podía sentirlo y estaba desesperada por descubrirlos.

Encontró más archivos bajo el monte Cori y en Rueda del Río, y en ellos había más pergaminos. A partir de sus palabras, compuso un relato más preciso sobre aquella historia alternativa de Tarkir. Aprendió que había un dragón espíritu llamado Ugin, que era el origen de toda la magia del plano y de las tempestades de dragones. También aprendió que hubo un tiempo en el que los clanes estaban en conflicto y los dragones guardaban las distancias.

Todo aquello la fascinaba.

Tendría que haber bastado, pero no fue así. Narset buscó más.

Y lo que halló fue el archivo bajo la Fortaleza de Dirgur.

A diferencia de los demás archivos, aquel no estaba bien conservado. Daba la impresión de que lo habían saqueado y destruido hacía muchísimo tiempo. Parte de ella esperaba que estuviese totalmente vacío; algo en su interior le decía que, si continuase indagando, encontraría algo que no sería de su agrado.

Durante la cuarta semana de búsqueda, se topó con el que parecía ser el único pergamino que quedaba en el archivo. Estaba encerrado en una sala en las profundidades de la montaña, sellada tras una pesada puerta. Narset se quedó mirándolo largo tiempo. Le costaba creer que hubiese encontrado algo allí. Entonces, con los dedos temblorosos y el corazón acelerado, extendió la mano hacia él.

Desenrolló el pergamino en el suelo, invocó una llama fría en los dedos para tener luz y empezó a leer.

El pergamino tenía manchas y la caligrafía parecía trazada con prisa, como si el autor supiese que el tiempo apremiaba. A medida que Narset leía el contenido, entendió el porqué.

El pergamino describía una cumbre entre los antiguos kans, ocurrida hacía mucho tiempo.

Ilustración de Yeong-Hao Han

Narset aprendió que los kans tenían la esperanza de acabar con los dragones para salvar a sus clanes. Leyó acerca de sus desacuerdos y sus intenciones. Y descubrió el nombre de una figura importante: el sar-kan, un hombre, un dragón, un kan, la persona que había salvado al dragón espíritu y, con ello, a todos los dragones de Tarkir. Y entonces aprendió una última cosa, una última verdad. La cumbre se había interrumpido repentinamente cuando dos dragones y sus estirpes atacaron a los kans reunidos. Uno de aquellos dragones fue Ójutai.

Cuando leyó el nombre de su maestro, Narset enderezó súbitamente la espalda y sus manos se tensaron. El frágil papel quebró entre sus puños. Al mismo tiempo, algo en su interior también quebró. Sintió que algo había eclosionado en su pecho, como un huevo. Fuese lo que fuese aquella cosa, resultaba cálida y densa, y estaba expandiéndose por el torso, para luego recorrer todo su cuerpo. Y de pronto, algo tiró de ella con una fuerza que nunca había sentido y se la llevó de Tarkir.

Narset tenía otro mundo ante sí. Un nuevo mundo. Un mundo inexplorado. Era tan prometedor... Allí habría conocimientos, posibilidades, lugares a los que ir.

Era maravilloso.

Y Narset estuvo a punto de ir.

Pero en el último momento, volvió a aferrarse.

Narset estaba jadeando y estremeciéndose, y entonces se desplomó sobre el último pergamino de Tarkir.


Todavía no se explicaba exactamente por qué no se había ido.

Después de aquella experiencia, sentía que la fuerza tiraba de ella casi en todo momento. Habría sido muy fácil dejarse llevar. Habría sido lo más correcto. Sin embargo, se resistió. En cambio, lo que hizo fue explorar hasta el último rincón de Tarkir, convencida de que había más cosas que aprender y encontrar.

Ahora había cerrado el círculo, puesto que había visto todo el mundo y sido testigo de todos sus secretos. Finalmente, regresó a la orilla del río.

―Siempre debemos dedicar tiempo a reflexionar sobre lo que hemos aprendido. ―Una voz áspera hizo que Narset levantase la vista.

Era Ójutai.

Su dragón, su maestro, perfilado contra los primeros rayos del sol naciente. Había salido de su nido para impartir la lección matutina.

Ilustración de Steve Prescott

―¿Y bien? ¿Qué has aprendido? ―preguntó girando la cabeza hacia ella.

Estaba mirándola.

―¿Qué has encontrado?

Estaba hablándole.

Narset tembló por dentro. Durante todo aquel tiempo, creía que había renegado de ella, como había prometido Taigam. Era una hereje. Lo había desobedecido.

―¿Qué es lo que conoces?

Puede que Taigam se equivocase. Ójutai quizá siguiese siendo su maestro. La pregunta resonó en la mente de Narset. ¿Qué era lo que conocía? Conocía Tarkir. Conocía todo lo que había que conocer: su belleza, sus maravillas y sus imperfecciones. Y a menudo, aquellas imperfecciones eran sus mejores cualidades. Sonrió a su dragón. Él era parte de Tarkir; gracias a su presencia, la tierra, sus gentes y la historia eran mejores. El mundo era más fuerte, más perfecto. Ahora podía apreciarlo.

―He aprendido la verdad ―susurró.

Ójutai asintió y Narset sabía que, aunque no podía verlo, también le sonreía. Una sensación cálida y de paz recorrió su cuerpo―. Una vez que reflexionemos, debemos seguir adelante ―dijo Ójutai―. Lo único que uno necesita es...

―Buscar la iluminación ―afirmó Narset uniendo su voz a la de él.

―Pues siempre hay más cosas que aprender. ―Y con aquello, Ójutai desplegó las alas y voló hacia el cielo.

―Gracias ―se despidió Narset, y los vientos de Tarkir se llevaron su mensaje cuando dejó de aferrarse.

Narset trascendente | Ilustración de Magali Villeneuve