La Hora de la Eternidad
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El Dios Faraón ha regresado y las Horas transcurren según la profecía. Las Horas de la Revelación, la Gloria y la Promesa han desatado una catástrofe sobre Naktamun y la Hora de la Eternidad está a punto de sembrar un terror inimaginablemente personal entre los habitantes de la ciudad.
Ahora se había justificado la fe.
Nylah nunca había comprendido a los devotos ni compartido la necesidad constante de proclamar su fe. Los dioses caminaban entre el pueblo y su divinidad no requería fe para creer: solo ojos para ver, manos para tocar y orejas para escuchar. Las palabras pronunciadas por los dioses reverberaban en toda la ciudad y su presencia divina era más apreciable e irrefutable que ningún otro fenómeno.
Nylah nunca había comprendido la fe. La consideraba una debilidad, un simulacro de devoción para los débiles de carácter. ¿Qué sentido tenía la fe cuando los dioses eran tan notablemente reales?
Sin embargo, ahora creía.
El regreso del Dios Faraón apenas había tenido cabida en sus pensamientos a lo largo de su vida. Aún le quedaba mucho que aprender, mucho que entrenar. Quería ser la mejor, al igual que todos los demás. ¿De qué servía pensar en lo que aguardaba tras las pruebas, cuando las pruebas eran su máxima aspiración? Ningún amante, hijo o amigo había durado mucho en su vida. Nadie podía competir con su ambición. Sí, los dioses merecían su devoción, pero el entrenamiento era su oración diaria. Su meta final era que la consideraran digna. Por ello, rechazaba toda competencia para ese objetivo.
A pesar de todo, su corazón se había acelerado cuando las puertas del paraíso se abrieron. Cuando supo que algún día se había convertido en el presente, que la eternidad estaba aquí. Había estirado el cuello, ansiosa por ser testigo de la gracia divina... Mas esta no había sido revelada tras aquellas puertas: solo el horror.
Nunca había apreciado la belleza de su ciudad hasta que se la habían arrebatado. El majestuoso Luxa, antes azul como el cielo estival, se había teñido de rojo sangre y se había llenado de peces muertos e inmundicia. Las nubes de langostas habían consumido árboles y jardines y devorado a pequeños animales, dejando solo huesos a su paso.
Incluso los dioses estaban muriendo. El poderoso Rhonas. El astuto Kefnet. La hermosa Oketra. La ambiciosa Bontu. Todos habían caído y su divinidad se había marchitado, sustituida por la mortalidad.
¿Qué dios puede ser una deidad si también puede fallecer?
El pensamiento más retorcido de Nylah se formó inesperadamente. "Los dioses no han superado su prueba. Merecían morir".
Una pausa momentánea. Entonces, el abismo se extendió y la llamó. "Todos lo merecemos".
La idea no la horrorizó. En lugar de ello, encendió una ascua en su interior, un calor que la reconfortó en ese momento, en el final del presente y el comienzo de la eternidad que se les había prometido. Su ciudad estaba siendo destruida; sus dioses, aniquilados; su gente, separada. Y ella nunca había creído con tanto convencimiento como entonces.
"Debemos ser juzgados. Sin prueba no puede haber honor. Sin sacrificio no puede haber gloria. Sin muerte no puede haber vida". La letanía de los sacerdotes nunca había calado en ella, pero entonces se aferró a cada palabra como si fuesen balsas en una riada. Aquella era su prueba, el horror que debía superar para ser considerada digna.
La palabra vibraba en su corazón. Digna.
Los numerosos ángeles del cielo, que habían supervisado el caos y la violencia sin interferir, echaron la cabeza hacia atrás y extendieron los brazos y las alas. Sus ojos se encendieron con un brillo verde enfermizo mientras proclamaban al unísono:
―¡Los eternos! ¡Los eternos han llegado!
Nylah se encontraba junto a la entrada del mausoleo principal, el lugar de descanso de los muertos dignos. Mientras los ángeles repetían su clamor, las puertas del mausoleo se abrieron.
Del interior surgió una silueta temible, colosal como un dios, envuelta en oscuridad y con cabeza de escarabajo. Detrás ella, siguiendo a la implacable divinidad oscura, marchaba un ejército.
Había miles de muertos, todos revestidos de un material metálico de tono azul brillante. Habían sido humanos y minotauros, naga y aven. Resultaban imponentes, incluso si no eran más que tendones y huesos envueltos en una coraza de lazotep más hermosa que cualquier joya. A pesar de su falta de carne y músculos, Nylah reconoció a un gran número de campeones y aspirantes recientes de las pruebas: el minotauro Bakenptah, que había atravesado una columna de piedra con su hacha para vencer a su oponente final; la gran hechicera Taweret, a quien muchos consideraban la maga más poderosa de la última década. Mirase adonde mirase, Nylah veía campeones reconocibles y muchos otros que aparentaban haberlo sido.
Los campeones fallecidos portaban armas afiladas y relucientes. Todos ellos se movían con una agilidad que insinuaba que no habían perdido ni un ápice de la destreza y la fuerza que los había conducido a sus antiguas victorias.
Aquellos eran los eternos, los muertos dignos. Aquel era el destino de quienes se convertían en campeones.
El corazón de Nylah latía con envidia. Ese era el destino que siempre había deseado. El que aún deseaba. El dios escarabajo pasó a su lado sin reparar en ella, a diferencia del ejército de dignos que le sucedía.
Sus ojos brillaban con una llama dorada y sus rostros estaban petrificados en sonrisas sombrías. Cuando alzaron sus armas, Nylah vio el reflejo del crepúsculo en los filos de las hojas. Se le echaron encima mientras gritaba con éxtasis, deseando volverse una con ellos para toda la eternidad.
―¡Ahora creo! ―chilló a sus deseados congéneres. El acero se clavó repetidamente en su carne como besos fríos, como bienvenidas al otro lado de la gloria, con una mordacidad que no se podía imaginar, sino solo sentir. Solo vivir.
"Ahora creo", pensó con cada mordisco. Sus hermanos la rodearon y apuñalaron, apuñalaron, apuñalaron... "Ahora creo".
Ahora se había recompensado la fe.
Asenue iba a perder.
No porque fuesen más hábiles que ella, aunque sus adversarios estuvieran entre los mejores guerreros a los que nunca se había enfrentado, campeones expertos que no habían perdido facultades tras la muerte. Ella misma era una maestra en su mejor momento de forma y adiestramiento.
No porque luchase en desventaja contra dos oponentes. Había elegido su estilo de combate con dos armas precisamente por su utilidad para enfrentarse a varios contrincantes. Incluso se sentía exultante mientras desviaba golpes, esquivaba y respondía, notando que sus muñecas eran una extensión de su mente y sintiendo cómo sus músculos se relajaban y tensaban para sobrevivir y realizar otra parada, lanzar un nuevo tajo y respirar una vez más. "Respira otra vez".
No, iba a perder aquella lucha porque era humana. Y ellos no lo eran.
Los hombros le dolían. Los pulmones le ardían. Las piernas le temblaban. Recordó una advertencia de su antigua instructora de combate.
―¡Vuestros músculos más importantes no están en los brazos ni en los hombros ni en la espalda, hatajo de ineptos! ¡Están en las piernas! ¡Si se os cansan las piernas, daos por muertos!
Las piernas de Asenue estaban muy muy cansadas.
Iba a perder. Iba a morir.
Tarde o temprano. Pero no ahora. No ahora mismo. "Respira otra vez".
Apenas minutos antes, miles de criaturas de pesadilla con armaduras azules y rostros de calavera habían irrumpido en las calles de Naktamun masacrando a todo el que encontraran en su camino. Los ángeles los habían llamado "eternos". Asenue había visto morir a camaradas de simiente, amigos y conocidos, todos ellos víctimas de las armas de los invasores.
"Os quiero, ahora en el fin, tanto si os conozco como si no. Os quiero a todos".
Aquel amor la había empujado al combate. La gente había muerto en el asalto inicial, seguía muriendo mientras huía despavorida, moría rogando a sus dioses. Los eternos mataban sin cesar, sin un ápice de compasión que detuviera sus armas.
Asenue se había lanzado al combate y había atraído la atención de dos eternos, pero un sinfín de ellos continuaron marchando por las calles y prosiguieron con la matanza. Como mínimo, podría detener a aquellos dos.
Sin embargo, parecía que ni siquiera lograría eso. No sucumbiría bajo sus filos; al menos, no fácilmente. No acabarían con ella enseguida... pero eran demasiado hábiles como para derrotarlos. En los alrededores, otros guerreros se unían a la batalla en las calles, pero Asenue oía sus respiraciones entrecortadas, el entrechocar del acero y sus últimos estertores.
Nadie acudiría a socorrerla.
Pero su salvación no importaba. Por cada instante que luchaba, otra persona no moría y tenía un momento más. Un momento para sobrevivir, para buscar refugio.
"Tiene que haber algún lugar seguro, ¿verdad? Tiene que...". No era el momento de pensar en eso. "Respira otra vez".
Unos minutos antes, una eternidad antes, el pánico había amenazado con abrumarla. Era fuerte y hábil y estaba acostumbrada a luchar durante horas día tras día como parte del entrenamiento. Pero nunca había combatido sin descanso, sin un solo momento de respiro ni contra oponentes más rápidos, más fuertes y que no sudaban ni se fatigaban ni cometían errores.
El pánico había crecido en su interior hasta que descubrió su nuevo mantra. Entonces, su respiración se había calmado, el dolor de los hombros se había alejado de sus pensamientos, el fuego de los pulmones se había aplacado y sus piernas habían seguido moviéndose sin parar, sin parar, sin parar, impulsadas por pura fuerza de voluntad.
"Respira otra vez".
Asenue vio a una, dos, tres personas huyendo a toda prisa entre los escombros de un edificio, ilesas. No tuvo tiempo de desearles buena suerte ni de pensar que ojalá sobrevivieran para ver un nuevo amanecer. Le dolía respirar. Le dolía moverse. Tenía las piernas demasiado cansadas.
"Respira otra vez. Respira otra vez. Respira... otra...".
―¡Makare! ¡Makare! ―Desesperado, Genub gritó el nombre de su amada al cielo rojo oscuro. A lo lejos vio a los asesinos de armadura azul, cuyas grotescas siluetas eran una mofa de sus antiguos seres. Sabía que enfrentarse a ellos suponía morir, pero si no lograba encontrar a Makare, aceptaría la muerte gustosamente.
Se habían prometido el uno a la otra meses atrás, pronunciando las dos sinceras palabras que estaba prohibido decir. Los sacerdotes lo consideraban una ofensa contra el Dios Faraón, pero a los enamorados no les importaba. Para ellos no había nada comparable al amor que se profesaban: ni las pruebas, ni sus camaradas de simiente ni el mismísimo Dios Faraón.
Aquella noche lejana, en la pacífica arboleda donde se habían encontrado, los grandes ojos castaños de Makare se habían convertido en la única luz que deseaba seguir.
―Siempre estaré a tu lado, Genub ―había dicho ella. Genub no sabía cómo podrían conseguirlo, cómo podrían continuar juntos y evitar las pruebas, pero en aquel momento no le había importado.
―Siempre estaré contigo, Makare. ―Al afirmarlo, se había sentido más convencido de que lo harían realidad. Su amor era más verdadero que ninguna otra cosa en Naktamun.
Y ahora, Makare había desaparecido. Tras la muerte de Oketra, alguien había gritado que encontrarían refugio en un viejo templo en las afueras de la ciudad. Habían corrido junto a un gran número de fugitivos y el corazón de Genub se había desbocado de terror mientras estrechaba con fuerza la mano de su amada.
"Mientras sigamos juntos...". Se había aferrado desesperadamente a aquel pensamiento. Si estaba con ella, todo iría bien.
Entonces, la multitud había comenzado a chillar cuando los eternos aparecieron por todas partes, marchando con espadas, hachas y guadañas en alto. Una de ellos, una antigua naga, había saltado y aterrizado serpenteando ante Genub y Makare; su repentino hechizo de fuego azul había desintegrado a dos personas que corrían a la cabeza del grupo.
Genub no recordaba qué había sucedido después de eso, solo que había corrido y corrido. El terror no había dejado lugar para ningún otro pensamiento. Cuando se detuvo a respirar, Makare no estaba allí.
Le había fallado. La había abandonado.
―¡Makare! ―gritó girándose bruscamente a un lado y a otro, desesperado por encontrarla.
"¡Ahí está!". Cruzó a toda prisa una plaza en ruinas, hacia sus inconfundibles cabellos castaños y su atuendo con ribetes broncíneos. Mientras corría a socorrerla, vio al grupo de eternos que comenzaba a rodearla, pero nada lo detendría esta vez, incluso si tenía que luchar contra todos ellos.
Cuando estiró un brazo para tomarla de la mano y emprender la huida juntos, Makare se volvió hacia él. La hermosa luz castaña de sus ojos se había convertido en un gélido resplandor azul. En su mirada no había rastro de amor. Solo entonces, Genub reparó en el hacha que Makare empuñaba, manchada con trozos de carne sangrienta, y luego en la hechicera naga que susurraba al oído de su amada.
Makare levantó el hacha y Genub pensó que aquello era imposible, que podría hacerla volver en sí y romper el hechizo que la había embrujado. Aún podían ser libres. Aún podían estar juntos.
―¡Makare, soy yo! ―Lo único verdadero en el mundo era el amor que se proferían―. ¡Makare! ―Tenía que hacerla volver, tenía que romper el encantamiento―. ¡Makare!
El hachazo cayó con fuerza, sin vacilar. Su arma no fue la única que perforó la carne de Genub, pero sí la primera. Cuando el acero descendió, la última imagen que vio fue una sonrisa en el rostro de su amada.
Kawit debería haberse rendido tras la muerte de Oketra.
Su diosa había formado parte de su vida desde el principio. La amabilidad, la ternura y la presencia de la deidad la habían ayudado a mejorar constantemente como persona. Conocer a Oketra, venerarla y disfrutar de su luz habían sido unas constantes tan verdaderas como los soles del cielo... Hasta que la luz de Oketra se había apagado, extinguida por el aguijón venenoso de un escorpión abominable.
Kawit debería haber sentido desesperación y pánico. Sin embargo, lo único que sentía era rabia, una furia ardiente y consumidora que calcinaba todas las dudas y el miedo en su fulgor incandescente.
Se había arrodillado junto a Oketra mientras la savia vital de la diosa la abandonaba; sus ojos ya se habían tornado grises y apagados. No había más vida en la plaza. La mayoría de la gente había huido ante la llegada de los eternos, pero Kawit permanecía allí. Lo único que deseaba era ver a su diosa una última vez. Un grupo cada vez mayor de ungidos se reunía en torno a la deidad, aplicando aceite en su piel y vendándola para prepararla de cara al destino que quisiera que aguardase a las divinidades caídas.
En medio del proceso, ningún muerto prestó atención a Kawit cuando recogió una de las flechas de Oketra, lo bastante larga como para semejar una lanza en manos de la humana. Aunque ya no estaba imbuida con la luz divina de Oketra, Kawit aún sentía una energía vibrante en su interior, un eco de la presencia de la diosa.
Era una guerrera devota de Oketra, orgullosa y poderosa. Y aquel día vengaría a su deidad.
Oyó un chasquido retumbante a sus espaldas y se volvió a tiempo de ver a un eterno minotauro cargando contra ella a toda velocidad, hacha en mano. Kawit apenas consiguió levantar su nueva lanza para detener la embestida.
El minotauro se estrelló contra la punta de la lanza y Kawit sintió un estallido de poder. Con un destello de luz blanca, el minotauro se desintegró y el poder de Oketra redujo a polvo la armadura de lazotep.
Kawit se quedó de pie, jadeando mientras su furia continuaba medrando. No la saciaría hasta acabar con el último de los eternos.
Y entonces lo vio.
Primero fueron los cuernos, la larga silueta curva que sus ojos conocían tan bien. Aquellos cuernos estaban por todas partes y sabía que solo podían pertenecer a una entidad.
Aquel era el mismísimo Dios Faraón.
Era inmenso, mayor que cualquier dios. Un extraño huevo dorado flotaba entre sus cuernos serpentinos. Y era un dragón. Su mente dudó por un segundo y se preguntó si no se trataría de un farsante, de una fuerza maligna que había suplantado al Dios Faraón. ¿Aquel impostor había causado la destrucción de la ciudad y convertido el Luxa en sangre? ¿Aquel impostor había provocado la muerte de su querida y bella diosa?
La lucidez de su ira le proporcionó la respuesta, y esta la golpeó con tal fuerza que Kawit comprendió la verdad inmediatamente.
"Ese dragón no es un impostor: es nuestro Dios Faraón. Es el ser al que hemos venerado toda nuestra vida". El estómago se le revolvió y la sangre le hirvió en la cabeza.
Kawit rugió su desafío a los cielos oscuros y alzó su lanza contra el Di... No, aquel nombre ya no tenía sentido: contra el dragón.
―¡Te mataré! ―proclamó antes de salir corriendo hacia él a toda velocidad.
Su grito atrajo la atención de un gran grupo de eternos que corrieron, serpentearon y volaron a interceptarla.
"Oketra, velad por mí. Otorgadme fuerza". Kawit no sabía a quién rogaba en realidad, pero eso no menguó la confianza que Oketra le proporcionaría.
Y la diosa respondió. Un escudo brillante y ondulante envolvió a Kawit, una manifestación tangible del poder y el amor de Oketra. Los eternos se estrellaron contra la barrera y salieron despedidos mientras Kawit continuaba cargando contra el dragón.
"Oketra, ayudadme a abatir a mi enemigo". Kawit arrojó la lanza y esta voló con una velocidad y una precisión que sabía que no podría conseguir por sí misma. El arma centelleó en el cielo como si hubiera salido disparada del arco de la diosa y continuó su trayectoria hacia el cuello del dragón desprevenido.
Los eternos que la rodeaban seguían arremetiendo en vano contra el escudo de fuerza. El amor de Oketra la protegía. Kawit vengaría a la diosa ese mismo día.
En el último instante posible, el dragón giró la cabeza hacia el proyectil y este se detuvo de repente en pleno vuelo. La lanza cayó en picado, neutralizada, y se partió en dos al golpear la roca.
El dragón observó por un segundo el arma rota y entonces habló con una voz retumbante cual tempestad.
―En otro mundo, niña, en un momento distinto... ―Entonces hizo una pausa y le dedicó un instante de atención―. Quizá me habrías resultado útil. ―No había odio ni cólera en su mirada, sino un divertimento frío. Finalmente, le dio la espalda y continuó su camino, olvidando que aquella humana había existido.
Aquel desinterés consiguió lo que una granizada de furia no había logrado. Kawit se desmoronó bajo el peso de la indiferencia del dragón, atónita al comprender cuántas cosas de su vida había destruido él sin emoción alguna. Morir desgarrada con furia y decisión habría sido más compasivo.
Cayó de rodillas casi inconscientemente y su escudo empezó a desvanecerse. Parpadeó una última vez y entonces desapareció.
Los eternos se aproximaron, pero Kawit no tenía fuerzas suficientes ni para gritar.
Amenakhte oyó pasos, pisadas ligeras en lugar del tintineo del metal contra la piedra, y pensó que podría resultar seguro decir una palabra. En cuestión de minutos, no sería capaz de articular nada en absoluto.
―Ayuda... ―masculló con la boca llena de sangre, que gorgoteó junto con la palabra, apenas comprensible. Quizá sería más fácil morir, pero entonces recordó al niño que se ocultaba debajo de él, al valiente y astuto joven que incluso ahora permanecía en silencio, prudente para no llamar la atención de los asesinos.
Mientras la sangre manaba de su boca, Amenakhte se dio cuenta de lo sediento que estaba, de cuánto bien le haría un trago de agua. "Todo irá bien. Solo necesito un poco de agua".
―Ayuda ―repitió con más fuerza y claridad. Pronunciar la palabra requirió un mayor esfuerzo que cualquier otra cosa que había hecho aquel día, incluso si únicamente en la última hora había luchado por toda una vida.
Alguien le dio la vuelta y ahogó un grito. Amenakhte miró a su salvadora, pero tenía la vista nublada. Solo pudo distinguir que se trataba de una humana, no de un eterno del ejército que había segado las calles.
―Por favor... ―Tosió y escupió más sangre―. Por favor, salva al niño.
Había intentado escapar de la muerte. Todos lo habían intentado, pero las langostas, la destrucción de la Hekma, la caída de los dioses... Había sido demasiado. El mundo, todo lo que creían sobre él, les había sido arrebatado en cuestión de un día.
Así que huyeron. Y entonces descubrieron el auténtico terror de las Horas, el auténtico significado del regreso del Dios Faraón. Los eternos caminaban entre ellos, innumerables como las langostas, homicidas como el dios escorpión y despiadados como debía de ser el propio Dios Faraón. Sus hojas centelleaban, sus hechizos estallaban y sus víctimas morían.
Amenakhte era grande y poseía los hombros anchos y el torso fuerte de un guerrero, pero no era hábil luchando y nunca había sido valiente. Los eternos mataban indistintamente a fugitivos y a quienes presentaban batalla, y Amenakhte había sido presa del miedo hasta que vio al niño llorando en plena calle.
No era su hijo. Estaba seguro. Había visto a su hijo una vez, pocos años antes, aunque aquellos encuentros fortuitos solían ser irrelevantes y nadie hablaba de ellos. Sin embargo, se había fijado en los hombros anchos del niño y en su abundante cabello moreno, tan parecido al suyo. "Ese joven es mi hijo". Su corazón había rebosado orgullo aquel día, a pesar de que no podía compartirlo con nadie; ni siquiera con la madre del pequeño, a quien rara vez veía.
El niño que había visto llorando en las calles no tenía cabellos morenos ni hombros anchos y fuertes, pero algo había conmovido a Amenakhte como en el día en que había reconocido a su propio hijo. Los eternos habían comenzado a marchar por ambos extremos de la calle, con sus armas reflejando la luz de los soles y sus pies metálicos resonando duramente contra la piedra.
Amenakhte había corrido hacia el niño para llevárselo y ponerlo a salvo, pero los eternos estaban por todas partes y sus hojas habían descendido sobre él. Solo había tenido tiempo de interponerse entre el diluvio de acero y el niño para protegerlo de todas las puñaladas.
"Seré tu escudo, pequeño".
Había sufrido todas las perforaciones, todos los cortes, pero ¿acaso no era ancho de hombros? ¿No era de constitución fuerte? Con cada puñalada, había pensado en el niño que protegía y su única esperanza había sido mantenerlo con vida.
Tras unos segundos que habían parecido una eternidad, la violencia había cesado y el estruendo metálico se había alejado. Amenakhte no se había atrevido a moverse por temor a atraer de nuevo a los eternos, pero pronto había descubierto que no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. El niño había permanecido en silencio, sin dejarse vencer por el pánico. Ni siquiera ahora se movía. "Qué valiente y astuto. Te salvaré, joven".
Y ahora, la mujer estaba allí y Amenakhte dejaría al niño en sus manos. Entonces podría morir finalmente.
La mujer no dijo nada, pero se arrodilló a su lado y le estrechó una mano. Tenía los dedos cálidos y suaves. Eran casi tan agradables como un trago de agua. Amenakhte levantó la vista hacia su rostro y, aunque no podía verla bien, sabía que era hermosa.
―¿Salvarás... al niño? ―Era extraño, pero las palabras fluían con más facilidad que antes; brotaban como la sangre. La mujer asintió y, aunque lo veía todo borroso, Amenakhte distinguió que estaba llorando.
"No sientas lástima por mí", quiso decir. "Vamos, llévate al pequeño". Sin embargo, sus labios se negaban a moverse.
La mujer se inclinó sobre él y le susurró al oído.
―El niño está... Estará bien ―sollozó ella―. Yo lo... Lo salvaré.
Al igual que sus manos, su voz era cálida y líquida, cual gota dorada de miel lamida del panal. Amenakhte notó que su vista se atenuaba e intentó beber del rostro de ella, de su hermoso rostro, un último rayo de sol antes de caer en la noche vasta, oscura y eterna.
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