El Planeswalker Gideon Jura tiene un problema: solo hay uno como él. Zendikar es un mundo asolado por los monstruos extraplanares conocidos como los Eldrazi. En su primer viaje al plano, Gideon fue testigo de la devastación que estaban causando y juró que regresaría con ayuda. Ningún Planeswalker prestó atención a su llamada, pero él se niega a abandonar Zendikar a su suerte. En Rávnica, Gideon ha encontrado espíritus afines en la disciplinada Legión Boros, pero la política del plano favorece a aquellos que están asociados con un gremio y Gideon cree que debe intervenir en nombre de los ciudadanos que no gozan de la protección de los gremios. Zendikar de día. Rávnica de noche. Gideon es incapaz de dar la espalda a aquellos que le necesitan, pero los problemas podrían estar alcanzando un punto álgido en ambos planos.


Zendikar

Gideon tenía los músculos doloridos y le costaba respirar. El polvo le abrasaba los pulmones, le obstruía las fosas nasales y hacía que los ojos le llorasen. Tenía arenilla dentro de los párpados y pestañeó desesperadamente para limpiarla.

La notaba incluso en la lengua. Reunió la saliva que le quedaba en la boca y escupió en la hierba alta que asomaba entre el suelo polvoriento de los alrededores.

Tenía que terminar pronto.

El monstruoso Eldrazi se cernía sobre Gideon. Era casi el doble de alto que él y su torso se alzaba sobre una masa de gruesos apéndices de carne que se deslizaban pesadamente sobre la hierba alta. Al igual que muchos de los seres que Gideon había combatido durante las últimas semanas, este también tenía la cara casi totalmente cubierta con una especie de máscara lisa y de textura ósea. Aunque no tenía ojos, la cabeza se giró para seguir los movimientos de Gideon. Fue un gesto desconcertante, carente de malicia, odio o ira.

Los Eldrazi no se parecían a ninguno de los oponentes a los que Gideon se había enfrentado hasta entonces. Se movían tanto con fluidez como con torpeza y eran obstinados a la vez que indiferentes. No tenían un lenguaje corporal que leer ni daban indicios sobre su comportamiento. Lo único que podía hacer Gideon era mantenerse fuera de su alcance.

Algunos apéndices salieron disparados contra él. Gideon respondió con las cuatro hojas metálicas y flexibles de su sural. Dio un tirón hacia atrás con el brazo y las cuchillas restallaron, amputando uno de los zarcillos. En vez de sangre, del órgano brotó un cieno viscoso y pegajoso que impregnó el arma de Gideon, dificultando su movimiento.

"Torpe", se maldijo a sí mismo.

Otro de los zarcillos lo alcanzó en las costillas antes de que pudiese esquivarlo. Lo había visto venir, pero Gideon solo tuvo tiempo para apretar los dientes y anticipar el golpe mientras unas ondas de luz protectora recorrían reflexivamente su cuerpo para encajar el impacto sin sufrir daño. Al menos, de momento.

Los alrededores estaban cubiertos de trozos de un edro caído y hecho añicos, una de las incontables piedras de ocho caras que Gideon había visto en el plano. Había algo en ellas que hacía que los Eldrazi reaccionasen. Nadie supo explicarle por qué, pero muchos zendikari portaban pequeños edros como amuletos protectores o hacían puntas de lanzas y flechas con ellos. Los kor incluso se pintaban el cuerpo con patrones que imitaban los intrincados grabados de los edros. Para Gideon, lo que más importaba en aquel momento era que los trozos de edro eran pesados y dentados.

Llanura | Ilustración de Vincent Proce

Necesitaba ganar algo de tiempo. Al menos unos segundos.

Más zarcillos. Gideon saltó a la derecha y se contorsionó para esquivar aquellas extremidades que se retorcían y trataban de apresarlo. Rodó por el suelo y el monstruoso Eldrazi replegó los apéndices para lanzar un nuevo ataque.

Por fin lo tenía.

Era el momento que necesitaba.

Gideon se levantó de un salto y cargó directamente contra el desconcertante ser, que descendió hacia él más rápido de lo que una mole de aquel tamaño debería moverse.

―¡Se acabó! ―rugió Gideon.

Extendió las hojas de su sural para atrapar un trozo de edro que remataba en punta. Cuando el Eldrazi se abalanzó sobre él, Gideon tiró del edro y la piedra se estampó contra la máscara ósea. No hubo ningún grito de agonía. No brotó ningún chorro de sangre. Solo se oyó un crujido seco cuando la fuerza combinada del tirón de Gideon y el impulso del Eldrazi hicieron que la piedra antigua se clavase en el monstruo. Poco después, el ser se desplomó y dejó de moverse.

Gideon liberó las hojas del sural y se dejó caer al suelo. La sangre le seguía corriendo por las venas a toda presión y, con el repentino silencio de los alrededores, notó lo fuerte que le palpitaban las sienes. Tenía la cara cubierta de polvo y sudor, pero el calor del sol le proporcionó alivio y sonrió.

Algo se acercaba por la derecha. Eran muchos y se movían rápidamente hacia su posición entre la hierba alta. Desde donde estaba, vio alrededor de una docena de personas cruzando el campo repleto de edros caídos. La mayoría eran kor, pero Gideon se fijó en que también había elfos, humanos e incluso un par de trasgos. El grupo lo encabezaba un kor especialmente corpulento. Como muchos otros, tenía el pálido torso y la frente cubiertos de tatuaje blancos angulares, y portaba dos ganchos afilados que estaban unidos por una cadena. Corría agachado y las diversas cuerdas de escalada que llevaba en el cinturón se mecían a cada paso.

―¡Munda! ―lo llamó Gideon. En cuanto lo oyeron, todo el grupo se echó al suelo excepto el líder kor, que permaneció alerta y quieto, frunciendo el ceño como solía hacer. Giró la cabeza para distinguir de dónde procedía la voz que había dicho su nombre entre la hierba alta.

―Estad atentos, muchachos ―dijo mirando de soslayo a los demás. Habló con un tono jocoso que sorprendió a Gideon, ya que el kor tenía un carácter severo―. Un Gideon acecha en estos campos y parece estar protegiendo sus trofeos.

―Me alegro de verte, amigo mío ―lo saludó Gideon yendo a su encuentro con una amplia sonrisa; imaginaba que ellos también habían tenido una buena caza. Munda, conocido como la Araña por su destreza para atrapar y apresar a los Eldrazi con sus cuerdas, era un luchador astuto y bravo y se había ganado la simpatía de Gideon inmediatamente.

―Lo mismo digo. ―Señaló el cadáver del Eldrazi con una de sus armas―. No podrías haber llegado en mejor momento ―bromeó como solían hacer, ya que siempre había nuevos peligros a los que enfrentarse―. Parece que no has estado perdiendo el tiempo. Gracias por encargarte de este. Nosotros acabamos de destruir a uno, pero eran cuatro. ¿Has visto al resto?

Gideon señaló despreocupadamente con el pulgar por encima del hombro, hacia detrás del cadáver del Eldrazi.

―Preparaos ―indicó a los otros mientras miraba a Gideon con cierto recelo. Subió al cuerpo del Eldrazi para tener mejor visión. Desde allí, oteó la llanura y divisó a sus presas, dos moles de color magenta y azul que yacían sin vida sobre la hierba dorada.

»Venid a ver esto, gente. Así es como se hace. ―Bajó de un salto y sus soldados se acercaron a contemplar la obra de Gideon.

Munda posó una mano en el hombro de Gideon y este supo que se habían acabado las frivolidades―. Nos han dado una noticia esta mañana. Bala Ged ha caído y lo han destruido. Todo el continente. No queda nada.

―Como Sejiri... ―dijo Gideon evitando la mirada de Munda y observando la hierba que se mecía con la brisa.

―Como Sejiri ―confirmó el kor―. Los supervivientes van a desembarcar en la costa. El comandante Vorik ha enviado a Tazri y a su banda para escoltarlos a Portal Marino, pero...

―Temes que no sea suficiente.

―Se avecinan más problemas, Gideon.

Aquello era una certeza. No era la profecía de un agorero, sino un hecho inevitable del que sus hombros caídos y sus ojos enrojecidos llevaban días advirtiéndole.

―Allí estaré ―afirmó Gideon. Munda le tendió un pellejo de agua, un pequeño obsequio que Gideon aceptó como un gesto de camaradería. Los zendikari eran gentes realistas, producto de un plano donde la supervivencia dependía de la habilidad, la voluntad y el ingenio. De ello nacieron diversos pueblos que reconocían el valor de los pequeños detalles. Un trago de agua fresca para aliviar una garganta sedienta era un deleite que debía agradecerse.

Alrededor de ellos, los guerreros de Munda empezaron a montar el campamento. Uno de los trasgos se arrodilló junto a un caparazón de escuto volteado y preparó en él una modesta fogata para cocinar. Los demás montaron guardia o intentaron descansar lo mejor que pudieron sobre la fresca hierba.

―¿Cuánto llevas sin dormir? ―preguntó Munda.

Gideon no lo tenía claro. Llevaba un tiempo considerable sin entregarse al placer de cerrar los ojos y dejar reposar la mente. De pronto, la comodidad de una cama le pareció un recuerdo lejano―. Días ―fue lo único que pudo afirmar con cierto grado de certeza.

―Quédate con nosotros y duerme ―sugirió el kor―. Tienes que descansar.

―Gracias, pero aún no puedo. ―Sabía que los problemas eran inminentes. Allí ya los estaban teniendo, pero Zendikar no era el único plano en conflicto.


Rávnica

La llovizna que llevaba más de un mes cayendo sobre Rávnica no hizo mucho para impedir el incendio en la Calle Hojalata, al igual que había sucedido la noche anterior en la Calle Fundición.

Fuego derrumbador | Ilustración de Karl Kopinski

―Las guerras de bandas de trasgos son un auténtico problema, Jura ―dijo Dars Góstok, un capitán de la Legión Boros, mientras Gideon y él observaban un almacén vacío que estaba siendo pasto de las llamas. Se habían arriesgado a entrar en busca de supervivientes, pero solo encontraron los cuerpos chamuscados de seis trasgos―. Esta es la primera de muchas represalias ―añadió el capitán limpiándose la capa de ceniza del rostro―. Las alcantarillas se van a llenar de más que de agua en los próximos días, te lo aseguro.

Aquello había sucedido hacía dos días y, tal como Dars había predicho, la cifra de trasgos muertos fue en aumento.

El origen de todo había sido un asesinato: el de Dargig, un contrabandista de armas especializado en explosivos. Tenía fama de ser un bocazas, pero también resultaba que era el menor de los infames Hermanos Exterminio.

Por lo que Dars explicó a Gideon, habían encontrado a Dargig en un callejón paralelo a la Calle Hojalata, muerto sobre un charco de sangre y con un tajo en la garganta. Corría el rumor de que otro jefe criminal trasgo llamado Krenko había perpetrado el crimen durante una entrega de armas que se había torcido.

Hermanos Exterminio | Ilustración de Kev Walker

A la noche siguiente, una serie de explosiones sembró el pánico en el distrito y muchos de los almacenes de Krenko quedaron reducidos a cenizas. Aquella era la forma de los Exterminio de declarar la guerra, y Krenko respondió igual de entusiasmado.

Gideon había solicitado en persona que la Cámara del Pacto entre Gremios interviniese, lo que básicamente se reducía a añadir su nombre y su gremio al final de una larga lista de espera.

El Pacto viviente. Jace Beleren. Un Planeswalker.

El humano que había resuelto el enigma del Laberinto implícito y se había convertido en la personificación del tratado mágico que impedía que los gremios de Rávnica se destruyesen unos a otros.

Aquellos trasgos no pertenecían a ningún gremio. Si el conflicto solo era entre las bandas callejeras, la mayoría de las facciones se limitarían a observar tras la seguridad de los portales de su gremio.

Sin embargo, mientras la guerra de bandas continuase, la población sin gremio, los sinportal, estaría en peligro.

Aquello era inaceptable.

Ilustración de Richard Wright

Justo después de medianoche, la pesada puerta de hierro del barracón se abrió de golpe y la conmoción despertó a una decena de legionarios boros que dormían en sus literas. Algunos echaron mano de sus armas y entonces vieron a Gideon en el umbral de la entrada, con el pelo empapado cubriéndole los hombros.

―Falsa alarma, es Jura ―indicó uno de los soldados.

―Y traigo un regalo ―añadió Gideon arrojando al suelo un bulto que cargaba bajo un brazo. Se trataba de un trasgo maniatado que mostraba una sonrisa llena de dientes afilados y amarillentos a la tenue luz de las lámparas. Era Krenko. El trasgo observó a los soldados, el lugar donde se encontraba y luego otra vez a los soldados, que lo miraban con incredulidad.

―Bonita guarnición, peleles ―dijo Krenko sin dejar de sonreír―. No es Casa Solar, desde luego, pero tendré que conformarme.

Gideon entró cojeando; su pie derecho dejaba huellas de sangre a cada paso que daba.

―Imagino que has ido por tu cuenta a meterte en algún lío, Jura ―afirmó Dars, que llegaba desde una habitación contigua.

―Espero que no te gustase la comida del Milenario. ―El Milenario era un restaurante de altísima categoría que se había construido en el exclusivo mirador del mismo nombre. Desde que Krenko había crecido en el mundo del hampa de Rávnica, se sabía que frecuentaba aquel establecimiento, así que Gideon fue directo allí.

―Siempre tenían todo reservado ―respondió Dars―. Supongo que no estaba él solo comiendo el postre, ¿no?

―No, no precisamente.

―No tendrías que haber ido sin ayuda, pero reconozco que estoy impresionado, y no es muy habitual.

―Ojalá me hubiese ido mejor. ―Gideon se quitó las grebas y se remangó la pernera derecha por encima de la rodilla. Se había envuelto el muslo con una de las servilletas de tela del Milenario, pero ya estaba empapada y no ayudaba mucho a vendar las heridas―. Ese mal bicho me ha clavado un puñal en la pierna.

―Dos veces ―recalcó Krenko con tono triunfal y una risa sibilante.

―Mientras tú te ríes, tus trasgos están muriendo en las calles ―replicó Gideon lleno de furia.

Dars le puso una mano en el hombro―. Deberías ir a que te vea un sanador.

―Sí, supongo que... ―respondió Gideon, pero sus palabras dejaron de oírse cuando un tragaluz del elevado techo estalló en pedazos. Gideon y Dars se giraron a tiempo de ver un pequeño objeto alargado cayendo al suelo. Mientras daba vueltas en el aire, Gideon vio que uno de los extremos brillaba con un tono anaranjado.

Una mecha.

―¡Es una bomba! ―gritó Gideon, y apartó a Dars de un empujón. Atrapó el artefacto antes de que cayese al suelo, se agachó y se apretó la bomba contra el abdomen. Unas espirales de luz mágica dorada surcaron su piel y se preparó para la explosión. Se quedó de rodillas unos instantes, con los ojos cerrados con fuerza.

No ocurrió nada.

Poco a poco, Gideon abrió los ojos y vio que el objeto que tenía entre las manos era un cilindro de cristal con un tapón de latón.

―¡Peinad la zona! ―La orden de Dars rompió el silencio―. ¡Quiero saber qué está pasando!

Gideon se puso de pie y giró el recipiente para examinarlo.

―¿No ha estallado? ―preguntó Dars.

―No es una bomba. Hay algo dentro. ―Gideon quitó el tapón, extrajo un pergamino enrollado del tubo de cristal y lo desplegó. Era un mensaje escrito con letra muy legible por una mano experta. El contenido pretendía ser lo más claro posible.

»"Krenko ha matado a nuestro hermano" ―empezó a leer―. "Si ha de hacerse justicia, nosotros seremos los ejecutores. Entregádnoslo o reduciremos el territorio boros a escombros. Tanto vosotros como vuestros seres queridos estaréis en peligro si ignoráis este mensaje. ¿Merece la pena correr riesgos por Krenko? Tenéis hasta mañana a esta hora para decidirlo. Atentamente, Rikkig y Gardagig, los Hermanos Exterminio".

No tenía tiempo para algo así. No en aquel momento. Gideon tenía que regresar a Zendikar. Arrojó con fuerza el cilindro vacío contra el suelo.

―Os toca decidir, chicos ―se burló Krenko.

―¡Lleváoslo de aquí! ―ladró Dars―. Metedlo entre rejas.

―Ya ves lo que hay, Jura ―dijo Krenko mientras los soldados se lo llevaban a rastras―. Los boros no quieren entregarme a los Exterminio. ¿Qué vas a hacer?


Zendikar

Tal como había dicho Munda, los supervivientes de Bala Ged desembarcaron en la costa. No eran más que unos trescientos, a primera vista. Sin embargo, no eran el tipo de refugiados débiles y desvalidos que creía Gideon. Parecían luchadores curtidos por lo que habían visto y tristes por la gente que habían perdido, pero decididos a seguir adelante. Y como había dicho Munda, necesitaban ayuda.

La cuestión era que a él también le habría venido bien que le ayudasen.

Con el escudo lleno de rasguños y el sural desplegado, Gideon se plantó en el estrecho camino serpenteante que atravesaba las colinas de piedra caliza cercanas a la costa.

Llanura | Ilustración de Véronique Meignaud

El suelo tembló y las vibraciones despertaron un dolor en las heridas de la pierna.

Tenía que centrarse. Ya habría tiempo para ocuparse de Rávnica cuando terminase lo más inmediato.

Detrás de él, los supervivientes siguieron a la vanguardia de Tazri y subieron por un camino que llevaba a un brezal abierto. Captó un movimiento en las alturas y levantó la vista hacia las paredes del acantilado, donde vio a Munda y a algunos de sus hombres clavando unas pesadas estacas de hierro a unos cinco metros por debajo de la cima.

Iban a tener que apresurarse.

Uno de los kor del acantilado dejó de martillear, silbó bien alto para que le oyesen y señaló frenéticamente en dirección a la costa. Los Eldrazi habían llegado. Gideon solo tenía una misión: ganar tiempo para que Munda y los suyos hiciesen su parte. Podía frenar a los Eldrazi o destruirlos; no importaba, con tal de que los supervivientes pudiesen seguir siendo eso.

Tazri había dicho que algunos eran expertos en los Eldrazi y los estaban llevando al Faro de Portal Marino. Si era cierto, tenían que asegurarse de que llegasen.

Los primeros monstruos aparecieron en el camino. Gideon echó hacia atrás las hojas del sural y las separó, preparado para blandirlas en cuanto fuese necesario. Allí estaba él, interponiéndose entre lo que quedaba de Bala Ged y una marabunta de Eldrazi que recorría el cañón sobre sus incontables extremidades afiladas y sus escurridizos apéndices.

Ya los tenía encima.

Gideon hizo volar las hojas del sural, que se extendieron en toda su amplitud y silbaron en el aire como una única cuchilla que acabó con numerosos engendros. Aprovechó el impulso para lanzar un golpe con el escudo, clavando el borde dentado en la carne de otro engendro.

Saltó hacia atrás para esquivar un gran zarcillo que pretendía aplastarle el cráneo y respondió apresándolo con las hojas del sural. Luego dio un ligero tirón. Las hojas se clavaron en la carne blanda y Gideon tiró con fuerza para atraer al monstruo y golpearlo con el escudo. Sin embargo, el apéndice entero se partió como si se hubiesen desprendido de él. El repentino impulso hizo que Gideon perdiese el equilibrio y las heridas del muslo le ardiesen. Trastabilló y las hojas del sural salieron volando sin control. Una de ellas lo rozó en la mejilla y le marcó una línea roja desde la comisura de la boca hasta la oreja.

"Torpe", se acusó Gideon por su error. El cansancio empezaba a hacer mella. Cuando notó la sangre que le corría por la mandíbula, se maldijo por buscar excusas. Debería haber previsto aquella posibilidad. Al igual que había sucedido con el puñal de Krenko.

Tenía que volver a Rávnica. Aquello le estaba llevando mucho tiempo. ¿Cuánto más iba a tardar Munda?

No era el momento de pararse a pensar.

Los engendros seguían abalanzándose contra él y sus máscaras pálidas llenaban su campo de visión. Se fijó en ellas; parecían parodias grotescas de rostros humanos sin rasgos. Gideon sintió que aquellos semblantes inexpresivos contradecían de algún modo la meticulosidad con la que los Eldrazi lo destruían todo. Contemplarlos era un horror, ya que carecían de raciocinio. Aquellos seres no eran salvajes como los ogros gruul ni sádicos como las brujas sangrientas rakdos. Tampoco eran temerarios como los trasgos de Krenko. Aquel razonamiento avivó a Gideon, le hizo olvidar el dolor de las heridas e insufló vida a sus agotadas extremidades: no tenía por qué contenerse.

"No te contengas".

Las hojas del sural restallaron sin descanso y los cuerpos de los Eldrazi empezaron a cubrir las botas de Gideon; pronto hubo decenas de engendros muertos en los alrededores. Los músculos le ardían. Las sienes le palpitaban. Los Eldrazi seguían cayendo en cuanto se acercaban. Gideon les mostró los dientes, una expresión a medio camino entre una amenaza y una sonrisa.

Tres silbidos agudos se oyeron entre el ruido de la batalla. Había llegado el momento. Gideon respondió con tres silbidos idénticos.

Por encima de la carnicería, Gideon vio a una mujer que dio un paso más allá del borde del cañón. Flotó allí unos instantes y luego voló ágilmente hacia el centro del desfiladero, donde extendió los brazos hacia ambos lados.

―Me temo que el resto no es cosa mía, sabandijas ―dijo Gideon saltando para esquivar el golpe de un engendro.

Choque tambaleador | Ilustración de Raymond Swanland

Dos arcos eléctricos surgieron de las manos de la maga con un destello cegador y alcanzaron las estacas de hierro que sobresalían de las paredes. La energía centelleante hundió los cuerpos metálicos en la quebradiza piedra y estalló con una sucesión de truenos ensordecedores. Un ruido parecido al de un hueso gigante al partirse recorrió el cañón y surgieron grietas en los lugares donde habían clavado las estacas, hasta que las dos paredes de piedra blanquecina se derrumbaron sobre los Eldrazi.

Gideon dio media vuelta y echó a correr para no quedar sepultado bajo la avalancha. Cuando las rocas se estrellaron, la tierra tembló. Gideon no consiguió mantener el equilibrio y cayó al suelo. Una densa nube de polvo y piedras pulverizadas lo cubrió todo y Gideon hundió la cara en el pliegue del codo para no asfixiarse.

Oyó movimientos cerca. Se levantó hasta apoyarse sobre las extremidades y entreabrió los ojos en medio de la polvareda para intentar distinguir siluetas o movimiento.

No había tiempo para aquello. Tenía que volver a Rávnica.

Más ruido de movimientos, esta vez acompañados de los sonidos de apéndices eldrazi estrujándose. Pero también había otros, y aquellos los conocía bien. Gritos de guerra. Espadas silbando. Munda.

Gideon se levantó y, cuando la nube de polvo empezó a disiparse, las siluetas y los colores volvieron a distinguirse. Corrió hacia el ruido y preparó el sural, pero cuando encontró a Munda, el kor estaba atado a sus cuerdas de escalada y arrancando uno de sus ganchos de un engendro muerto. Las rocas despedazadas cubrían el fondo del cañón y habían sepultado completamente el camino, además de a innumerables Eldrazi. Una docena de kor acompañaba a Munda y se afanaba en rematar al puñado de engendros que habían sobrevivido.

―No podrías haber llegado en mejor momento, amigo mío ―dijo Gideon con una sonrisa fatigada.

Por fin podría volver a Rávnica. Aún tenía tiempo para detener a los Hermanos Exterminio, aunque no demasiado.

Sin embargo, la sonrisa de Gideon desapareció en cuanto vio una seriedad en el rostro de Munda que era inusual incluso en él―. ¿Qué sucede, Munda?

―Una gran hueste de Eldrazi se dirige a Portal Marino.


Rávnica

La lluvia había empapado la venda de la mejilla, que acabó combándose y dejando al descubierto el profundo corte de su propio sural. Tendría que ocuparse de ello más tarde. Los prisioneros estaban cerca, en alguna parte. Lo primero era lo primero.

Ilustración de Michael Komarck

Gideon embistió contra la vieja puerta. Las bisagras cedieron al instante y se precipitó junto con algunas astillas hacia la oscuridad de la sala. El dolor de la pierna se agudizó con el impacto y Gideon respiró con fuerza por la boca para no gritar. Un olor tanto dulzón como cáustico le llenó las fosas nasales. Era el mismo olor de Gardagig, al que había interrogado para que revelase la ubicación del escondrijo de su hermano.

Era olor a explosivos.

"Con cuidado".

―No veo a Krenko contigo ―dijo una voz baja y grave desde detrás de una pesada mesa de trabajo abarrotada de cosas―. ¿Puedo suponer que no lo has traído?

―Lo único que puedes hacer es venir conmigo por las buenas, Rikkig.

Un gruñido entrecortado llenó la habitación; Gideon supuso que era una risa. Luego oyó un movimiento. Una lámpara que colgaba del bajo techo reveló una extraña y corpulenta silueta que al principio sorprendió a Gideon, pero luego se volvió más nítida. Tenía la altura de un trasgo e iba revestida con un grueso traje acolchado. Llevaba un casco parecido al de un caballero, pero tenía unas lentes cubriendo la visera.

―Qué arrogantes sois los boros. Arrestáis a Krenko y encima queréis privarnos de nuestra venganza. ―Tenía algo en la mano. Un frasco de cristal, por lo que dejaba ver la lámpara. Una bomba. Y Rikkig llevaba armadura contra explosiones―. Krenko será nuestro, pero ahora el distrito arderá por...

"Se acabó". Tenía que terminar cuanto antes.

Gideon clavó en el suelo la pierna herida y pateó la mesa lo más fuerte que pudo. El mueble se deslizó con tanta fuerza que empotró al trasgo contra la pared. Rikkig soltó un gemido de dolor y se quedó sin respiración. Entonces se desplomó sobre la mesa de trabajo y la bomba se escurrió entre sus dedos.

Gideon saltó para intentar atraparla, pero sus extremidades eran más pesadas y lentas de lo normal. Vio la bomba caer a cámara lenta y solo tuvo tiempo para girarse e interponerse entre Rikkig y el punto donde el delicado recipiente de cristal iba a estallar contra el suelo.

Cuando se produjo la explosión, una luz dorada recorrió el cuerpo de Gideon y lo protegió contra los escombros que salieron volando por todas partes. Durante unos segundos, el estruendo de la explosión fue absoluto y ahogó todos lo demás sonidos, hasta que se disipó y Gideon empezó a oír un pitido agudo y constante.

Había fuego por toda la sala.

Le resultó difícil centrarse, pero oyó que Rikkig tosía y trataba de liberarse de la presión de la mesa de trabajo. Gideon se giró hacia él, tiró de la mesa y el trasgo se desplomó en el suelo. Gideon se cernió sobre él.

―Los boros no arrestaron a Krenko: fui yo. También he detenido a tu hermano. Y ahora he venido a por ti.

Gideon oyó unos gemidos amortiguados y pensó que se trataba de Rikkig, que estaba tendido boca abajo y se cubría la cabeza con las manos. Pero entonces, un grito confirmó que se equivocaba―. ¡Ayuda! ―Eran los prisioneros. Gideon miró alrededor hasta que se fijó en una estantería de madera oscura que estaba repleta de artilugios e ingredientes para fabricar bombas. El fuego se acercaba al pie de la estantería y amenazaba con prenderle fuego y hacer estallar los productos volátiles. Cómo no, los gritos procedían de detrás.

"Imprudente", se culpó. "Y estúpido".

Gideon dejó a Rikkig en el suelo y corrió hacia la estantería. Apoyó el hombro en ella y empujó. El sudor se le acumuló en la punta de la nariz y la barbilla y todos sus músculos le rogaron que parase, pero el pesado mueble no cedió ni un palmo. Gideon cerró los ojos para protegerlos del humo que llenaba la habitación y empezó a tener dificultades para respirar.

Las fuerzas comenzaron a fallarle cuando, de pronto, la estantería se deslizó poco a poco. Gideon abrió los ojos y vio a Dars y a otro legionario boros que habían acudido en su ayuda. Juntos, los tres empujaron hasta dejar al descubierto un estrecho pasadizo redondo.

Gideon se apoyó contra la estantería y sufrió un ataque de tos―. Prisioneros... ―logró indicar a los soldados, que entraron por el pasadizo.

Dars se quedó con Gideon.

―¿Tenéis a Rikkig? ―preguntó Gideon.

El capitán negó con la cabeza.

Gideon echó un vistazo a la habitación. El trasgo había desaparecido. Luego miró a Dars―. Me habéis seguido.

―Está claro que hemos hecho bien. No tenías por qué venir solo, Gideon. Los boros luchamos como una legión porque algunas cosas nos superan por separado.

―Ya le tenía, Dars.

―Lo encontraremos. Como una legión, lo encontraremos. Ahora, descansa.

"Todavía no".


Zendikar

Cuando se produjo el ataque contra Portal Marino, ocurrió con semejante velocidad y contundencia que la milicia del lugar se vio abrumada. Los Eldrazi entraron por ambos extremos del dique. Algunos incluso emergieron del mar y escalaron el propio dique. Eran demasiados. El comandante Vorik había dado la orden de evacuar, pero progresaban muy despacio. Lo mismo le sucedía a Gideon. Llevaba cuatro días sin dormir. ¿O habían sido cinco? Lo cierto era que había logrado cerrar los ojos algunos minutos en el trayecto desde el campamento del comandante hasta Portal Marino. Entonces, ¿por qué estaba tan agotado?

"Ahora no".

Gideon forcejeaba contra una gruesa viga de madera que lo había atrapado en el suelo de un edificio que estaba derrumbándose, pero no conseguía liberarse. La viga le había caído encima cuando un Eldrazi saltó sobre él y le asestó un potente golpe que le hizo atravesar la pared del edificio.

"No es momento de detenerse".

Las únicas partes del cuerpo que no tenía atrapadas bajo la viga eran el brazo izquierdo y la cabeza. Usó los dientes para soltar las tiras de cuero del broquel. Cuando se lo quitó del antebrazo, lo introdujo lo mejor que pudo entre la coraza y la viga. Hizo palanca con todas sus fuerzas; solo tenía que separarla un poco. Un gruñido se convirtió en un rugido y la viga se movió. Gideon se deslizó hacia un lado y se liberó de la viga.

Se puso en pie con esfuerzo. Una de las heridas del muslo se había abierto de nuevo, o tal vez ambas, y la sangre le corría pierna abajo. Recogió el broquel, volvió a ajustárselo en el antebrazo izquierdo e inspeccionó las ruinas del lugar. Había trozos de muebles rotos por todas partes y platos de cerámica hechos añicos. Era el hogar de alguien. Y aquel iba a ser el destino de Portal Marino. Le habían dicho que se trataba del mayor asentamiento de todo Zendikar. Era una pequeña franja de civilización construida sobre el antiguo dique blanco que daba nombre a Portal Marino, y los Eldrazi estaban reduciendo a polvo el lugar y a sus habitantes.

Gideon respiró hondo y se dirigió a la puerta derruida que lo devolvería a la matanza del exterior. Cuando se acercó al umbral, alguien entró a toda prisa y pasó corriendo junto a él. Gideon tuvo que apartarse a un lado para no chocar.

―Rápido, necesito que me ayudes ―dijo la recién llegada con un tono más autoritario que de súplica. Era una tritón. Estaba sangrando por una herida sobre el ojo y llevaba a alguien consigo; era una humana, que colgaba sin fuerzas en los brazos de la tritón. Las dos llevaban armadura: la tritón, una coraza de placas y escamas con forma de conchas marinas, como era típico de su gente, y la humana, un peto de acero. La tritón tenía una lanza cruzada a la espalda. Estaba claro que las dos ya conocían los horrores de los Eldrazi.

Gideon ayudó a la tritón a apoyar a su compañera inconsciente en los restos de una pared y entre ambos le quitaron la armadura abollada que debía protegerla. Bajo el acero, la piel de la mujer se había convertido en una cáscara marchitada y erosionada, similar a la textura ósea y esponjosa de color ceniza de la ruina eldrazi. Gideon lo había visto antes. Era lo que pasaba cuando los Eldrazi absorbían la energía del mundo. No se trataba de una herida. La mujer había muerto en cuanto los Eldrazi le dieron alcance.

La tritón también sabía lo que significaba, porque se quedó de piedra y cayó de rodillas junto al cuerpo inerte, con la mirada perdida.

―¿Cómo se llamaba? ―preguntó Gideon arrodillándose junto a ella.

―Kendrin ―respondió mientras posaba una mano en la frente de la fallecida.

―Tendrás que llorar a Kendrin más tarde. Ahora hay que escapar de aquí.

―No lo entiendes... ―La tritón giró la cabeza hacia Gideon―. No tenemos tiempo. Huimos de Bala Ged de puro milagro. Vimos cómo destruyeron el continente.

―Estabais entre los supervivientes que llegaron ayer.

―Sí. Kendrin estaba a punto de hacer un descubrimiento. Lo llamaba "el enigma de las líneas místicas". Los edros, los Eldrazi, la relación entre ambos... Estaba muy cerca de averiguarlo. Decía que todo apuntaba hacia el Ojo y que teníamos que venir aquí para consultar los registros del Faro sobre el Ojo.

―¿Solo tienes que llegar hasta el Faro? ¿Allí está lo que buscas?

―No, veníamos de allí, pero no queda nada. Nos atacaron al salir. Además, la experta era Kendrin, no yo. Yo solo tenía que protegerla durante sus expediciones... pero he fracasado. ―Dio un puñetazo a la pared de piedra y, un segundo después, la pared entera pareció estallar hacia fuera como si la estuviesen absorbiendo. La tritón habría acabado igual si Gideon no la hubiese sujetado por la mano. Unos apéndices enormes aparecieron y arrancaron el resto de la pared, dejando a la vista su origen: un Eldrazi monstruoso y sin rostro que estaba acabando de trepar por el dique. Los apéndices continuaron su labor devastadora y aplastaron la piedra hasta reducirla a polvo.

Agitamiento antiguo | Ilustración de Vincent Proce

Gideon y la tritón se encaramaron a una montaña de escombros que habían sido el segundo y el tercer piso del edificio. Desde allí, Gideon pudo ver la destrucción que se extendía de un extremo del dique al otro. Muchos edificios estaban en ruinas y muchos más habían sido arrancados completamente de la superficie, de modo que el agua en ambos lados arrastraba los escombros dique abajo.

Los zendikari eran gentes duras e incluso entonces seguían luchando en diversos emplazamientos defensivos. Llevaban todo el día matando Eldrazi, pero no sería suficiente. La realidad era que Portal Marino estaba perdido. Aquella resistencia no bastaba.

Arrasacaminos de Ulamog | Ilustración de Goran Josic

Sin embargo, la tritón había dicho que su compañera Kendrin conocía una respuesta. El enigma de las líneas místicas. Aquella noción ardió en el interior de Gideon y de pronto estalló en llamas. Luchar para impedir algo no era lo mismo que luchar para conseguir algo. El misterio de Kendrin podría ser una solución. Aquel podría ser un punto de partida.

Solo necesitaban a otro experto.

―¿Cómo te llamas? ―preguntó Gideon mientras cada uno saltaba a un lado para esquivar un zarcillo que cayó con fuerza entre ellos.

―¿En serio? ¡¿Ahora?!

―Voy a buscar a alguien que pueda ayudar, pero después tendremos que encontrarte.

La tritón arrojó su lanza contra el Eldrazi cuando este asomó por el borde del dique, camino de la vivienda destrozada. La lanza se clavó con un crujido y se hundió en la máscara sin rasgos. Los ojos de la tritón destellaron con una energía roja y la herida del Eldrazi empezó a silbar y echar humo―. Soy Jori En ―dijo entre dientes al ver que los apéndices seguían agitándose con fuerza.

―Jori En, ve al campamento del comandante Vorik. Tienes que sobrevivir. Te encontraré.

Gideon blandió su sural inmediatamente y lo enganchó a la lanza de Jori En, que seguía alojada en el cuerpo del Eldrazi. Saltó de la montaña de escombros y, en pleno vuelo, accionó en su antebrazo el mecanismo de retracción del sural. Sin embargo, en vez de recoger las hojas del arma, se impulsó hacia la lanza de Jori y embistió el rostro del Eldrazi con tal fuerza que lo precipitó por el dique hacia el mar.

Envuelto en una maraña de apéndices, Gideon cayó con el monstruo.

"Concéntrate".

Tenía que librarse del Eldrazi para que no le arrastrase al fondo del océano. Intentó liberar las hojas del sural que seguían aferradas la lanza, pero el Eldrazi daba vueltas sin parar y Gideon se separó del arma. Estaba en caída libre y continuaba atado al monstruo. Lo único que podía hacer era prepararse para el impacto.

El Eldrazi chocó primero y todo el cuerpo de Gideon se cubrió de ondas de luz dorada cuando atravesó la superficie del mar. El Eldrazi se hizo pedazos al instante y Gideon se hundió zarandeándose en las aguas agitadas. Luchó para orientarse en medio del caos de agua y trozos de Eldrazi.

Finalmente, emergió y tomó una bocanada de aire. Con sus últimas fuerzas, nadó hacia los escombros que se acumulaban en la base del dique. Encontró los restos de una mesa de madera y se agarró a ellos. El ruido de la matanza le llegaba desde las alturas, por encima del sonido de las olas. Gideon levantó la cabeza para ver que los Eldrazi trepaban hacia Portal Marino como una marabunta. No había tiempo que perder.

Tenía que encontrar a un experto.

Cerró los ojos y sintió el mundo desvaneciéndose alrededor de él. El frío del mar desapareció y sus pies pisaron un suelo adoquinado. El sonido de las olas dio paso al bullicio de la ciudad. Conocía aquellos sonidos. Eran los sonidos de Rávnica.


Rávnica

Magullado y ensangrentado, Gideon llegó a la escalinata de piedra que conducía a la Cámara del Pacto entre Gremios. Zendikar seguía en peligro. La fuerza de las armas no bastaría para lograr la victoria. Tenía que haber alguna otra solución. ¿Podría ser el enigma de las líneas místicas que había mencionado Jori? En ese caso, ¿quién mejor para la tarea que la persona que había resuelto el Laberinto implícito de Rávnica?

El Pacto viviente.

El Planeswalker Jace Beleren.

Gideon subió un peldaño, luego intentó subir el siguiente... pero la gravedad le venció y se desplomó.