Los sueños del condenado
El demonio Ob Nixilis es un ser misterioso. No conocemos sus orígenes: no tenemos claro ni su procedencia ni si ha sido siempre un demonio. Lo que sí sabemos es esto: antaño, era un Planeswalker, hasta que hace milenios fue privado de su chispa y quedó atrapado en el plano de maná salvaje que es Zendikar. Desde entonces, paso a paso, ha estado trazando un plan para recuperar su poder y escapar.
Durante la trama de Magic 2015—Duels of the Planeswalkers, una pequeña parte de ese plan ha dado sus frutos. Ahora, el antiguo y quizá futuro Planeswalker prepara la siguiente fase...
Los demonios no duermen.
Recuerdo el acto de dormir, por supuesto, y recuerdo cómo me sentí al principio, como pequeño premio de consolación, cuando descubrí que ya no necesitaba sacrificar un tercio de mi vida por culpa de mis penosas limitaciones como ser mortal. Este cuerpo apenas siente dolor. No siente cansancio. Pero eso me ha dado más tiempo en solitario para sentir mi cólera. Yo era un tirano. ¡SOY un tirano! Mas sufrí dos derrotas sucesivas. La primera me privó de mi cuerpo. La segunda, de mi chispa de Planeswalker.
Cuando era joven, me consideraba invencible. Creía haber demostrado que lo era. Al fin y al cabo, conquistar tu primer mundo es el paso más difícil. Después, mi poder crecía a medida que sometía plano tras plano, apoderándome de cualquier cosa que facilitase la siguiente invasión. Cuando descubrí el Velo, me pareció un premio demasiado magnífico como para ignorarlo. Qué ingenuo fui. Un arma así acaba destruyendo a quien lo posea, inevitablemente.
En las profundidades de la tierra, el demonio trabajaba en silencio. Su caverna solo estaba iluminada por el tenue brillo de las escrituras rúnicas grabadas en las docenas de edros alineados en las paredes. Rotó uno de ellos unos pocos grados y pronunció un breve encantamiento. Las runas se encendieron con un brillante tono naranja, pero la luz se desvaneció tras unos instantes. El demonio rotó un segundo edro, repitió el hechizo y observó cómo las runas volvían a iluminarse. Aquella vez, el destello duró un margen de tiempo ligeramente mayor, apenas perceptible. El demonio arañó unas anotaciones en el suelo de piedra con su garra de obsidiana y pasó a un tercer edro.
Haber conocido la libertad del Multiverso, y que luego me la arrebatasen, es como haber sido sepultado. Sé que existe un sinfín de mundos de los que adueñarme, donde puedo beber de fuentes de un poder inimaginable... Pero ya no están a mi alcance. Ya no hay nada a mi alcance. Estoy atrapado en este asqueroso y pequeño plano, apoltronado sobre esta colonia de insectos temerosos, ni siquiera aptos para que manden sobre ellos.
Cuando asumí hasta la última repercusión de aquel hecho, por primera vez deseé dormir. Quería cansarme, reposar, poner fin al tormento, aunque solo fuese durante unas míseras horas. Eso jamás ocurrirá.
En ese caso, ¿cómo podía aprovechar el tiempo? Los seres de este mundo apenas merecen mi interés. Los humanos son unos cobardes vagabundos. Los he cazado y atormentado. Me aburren. Los elfos son primitivos, pero al menos resisten y luchan. Sus huesos se parten como las aves que solía cazar hace tantos siglos y planos. Y luego están los trasgos, pero incluso aplastarlos uno tras otro termina por perder su encanto. Bueno, la mayoría de él. No negaré que emiten un sonido muy gracioso. Después, los kor. Me evitan. Los evito. Lo hago porque en todos sus rostros engreídos y blanquecinos la veo a ella.
La autoproclamada protectora de Zendikar. Nahiri.
En las profundidades de la tierra, un poder se agitó. Unas líneas de magia enterradas bajo incontables toneladas de roca cobraron vida poco a poco y se abrió un pasadizo. Una luz verde pálida brillaba desde las profundidades y el demonio plegó las alas todo lo posible, para pasar apretujándose por el angosto camino.
¿Habrá algún lugar más miserable que Zendikar en toda la Eternidad? Este mundo me atrajo como a muchos otros. Su maná es abundante y poderoso. Este lugar es una trampa. Pensaba que el poder que conseguiría aquí me permitiría eliminar mi maldición, quemar esta infección y recuperar mi aspecto. Pero no tuve ocasión de descubrirlo. En cuanto logré orientarme, ella me atacó.
Durante su asalto, en ningún momento reflejó ni una emoción. Puede que mostrase un mínimo atisbo de compasión. Jamás me había enfrentado a una magia constrictora como la suya. Aquello ni siquiera fue un combate, y no pude ni gritar mientras me vinculaba al edro.
En aquel momento, todo cesó.
Las paredes del pasadizo se estrecharon y la piedra llovió sobre la espalda del demonio. De repente, los muros empezaron a aplastarlo. Las profundidades de Zendikar habían detectado a un intruso y la mismísima piedra trataba de acabar con él. El demonio ganó un poco de tiempo acurrucándose entre las paredes y murmuró un hechizo. La vitalidad de la piedra se había drenado, la fuerza que le daba vida se había disipado y la roca se detuvo formando una esfera perfecta alrededor del demonio, que estaba agachado. A través de unas minúsculas grietas, el brillo verde seguía atrayéndolo. Empezó a cavar.
Mi encierro concluyó. La llamada de aquellos mundos lejanos había desaparecido. Junto con ella, también se había desvanecido todo mi poder. Cuando por fin logré salir del interior la tierra, los huesos de mis hombros se habían atrofiado. Mis alas eran inútiles y se desprendieron pocos días después. La cosa que ella había puesto en mi interior me había vuelto pequeño. Débil. Eso es algo que jamás perdonaré. Algún día me vengaré por esa afrenta.
Aquello sucedió hace siglos. Nunca la he vuelto a ver. Sin embargo, en mi mente contemplo su rostro como si fuese ayer.
Algunos de los vampiros de este lugar han vivido durante tantos siglos, pero han tenido la sensatez de volverse locos o de olvidar. ¿Sabría ella que, con este castigo, mi mente se conservaría? Con el tiempo, comprendí que el edro que había en mi interior era un objeto con un gran poder.
El poder. El idioma universal.
El demonio estuvo semanas dando zarpazos a la piedra. Pasaba los días arrancando poco a poco las partes de las capas más densas. El aire escaseaba en el diminuto refugio de piedra, apenas repuesto gracias a una pequeña esfera con runas que le había arrebatado a un comerciante tritón. En dos ocasiones, se detuvo para dejar que sus garras volviesen a crecer. Cuanto más se acercaba al origen del brillo, más rápido se curaba.
He estudiado los edros durante siglos. Conozco su magia mejor que nadie, con la excepción de quien los crease. Y cuando algún Planeswalker se acercaba a este lugar, procuraba presentarme ante él. Los visitantes que llegan a un mundo desconocido necesitan un guía; necesitan información. Yo los ayudaría con gusto. Han venido docenas durante incontables años. Les hablaba sobre mi condición. Dejaba que la información llegase más allá de los límites de este vertedero. Como era de esperar, un niñato arrogante por fin mordió el anzuelo.
Una de las lecciones más importantes que debe aprender un tirano es que, cuando los demás creen que son más listos que él, hay que dejar que sigan pensándolo. Que lo hagan, justo hasta el momento en el que dejan de pensar. Tras una interminable espera, un orgulloso aprendiz de Planeswalker llegó hasta mí con la intención de destruirme y extraer el edro. Cientos de años de planificación habían dado sus frutos aquel día, y yo solo podía centrarme en luchar con la intensidad justa como para no levantar sospechas. Jamás había dudado de que llegaría aquel día.
Mientras yacía en el pantano, lo único que podía hacer era contener las carcajadas.
En las profundidades de la tierra, el demonio estiró el brazo para asir la pequeña esfera de vida. Retiró una mota de tierra y una diminuta florecilla de brillo verde y dorado brotó de ella, en la palma de la mano. Irradiaba poder, calor y vitalidad. Los antiguos pasadizos se abrieron en dos y él los recorrió con cautela de camino a la superficie, mientras sus carcajadas resonaban contra las paredes.
Los eldrazi y su progenie siguen causando estragos. Es imposible no admirar la eficiencia con la que exterminan y corrompen. De vez en cuando, sopeso lo que podría lograr con un ejército así. No importa. Algún infeliz vendrá a luchar contra ellos. No pueden evitarlo; los héroes son como hormigas que se abalanzan sobre los restos de un dulce. Cuando lleguen, necesitarán saber lo que yo sé. Los edros se crearon para esto: son un arma sin parangón, y puede que yo sea el único que sabe cómo funcionan.
Pero también sé para qué más se pueden usar.
El poder está volviendo a mí. Sentí que este mundo se agitó cuando Bala Ged fue destruido. En aquel momento, pude volver a oler el Multiverso. Mi chispa de Planeswalker está al alcance. Sé lo que tengo que hacer. ¿Y el único precio para recuperar mi chispa es la completa destrucción del mundo que más odio de todos?
Puede que los demonios no durmamos.
Pero soñamos.