Hace muchas eras, los devoradores de mundos conocidos como los eldrazi fueron sellados en Zendikar por tres Planeswalkers: el dragón espíritu Ugin, el vampiro Sorin Markov y la Litomante, sobre quien sabíamos poco hasta ahora.

Hoy nos remontaremos a una época antigua, a un acontecimiento que tuvo lugar hace más de 6 000 años, a un plano cuyo nombre se ha perdido en la historia.

 

Hoy conoceremos a la Litomante.

 


 

Una muralla de piedra surgió de la tierra árida, rodeando el pequeño campamento en lo que había sido una llanura abierta y vulnerable. La superficie era lisa y la estructura contaba con almenas elegantes.

 

Nahiri, conocida como la Litomante, examinó su obra y frunció el ceño. Estaba bien hecha y se habría mantenido en pie durante siglos, si las condiciones fuesen buenas.

 

Sin embargo, la situación distaba de serlo.

 

Apenas quedaban unos cien refugiados. Al día siguiente, tendrían que trasladarse de nuevo, o se arriesgarían a que los atacasen aquellas... cosas, fuesen lo que fuesen. Eran abominaciones, seres de pesadilla, y Nahiri ni se molestaba en odiarlos; ¿qué diferencia habría si lo hiciese?

 

―¿Podemos hablar un momento, Nahiri?

 

La voz entrecortada y seca se oyó a espaldas de Nahiri, lo bastante cerca como para que ella hubiese tenido que oír a aquel hombre aproximándose y notar su aliento en el cuello. Sin embargo, caminaba como si fuese un gato y carecía de hálito. La idea de que su boca estuviese tan cerca del cuello de Nahiri hizo que ella se estremeciese. Al fin y al cabo, era un vampiro.

 

No obstante, Nahiri era consciente de que él se encontraba allí, porque estaba pisando directamente la roca. El vampiro no lo sabía, pero él mismo le había dicho que no revelase todas sus habilidades a nadie, ni siquiera a sus amigos... y Nahiri no tenía claro si él lo era.

 

Se giró para mirar directamente a Sorin Markov: vampiro, Planeswalker como ella, protector del plano de Innistrad y lo más parecido que tenía a un amigo en aquel lugar tan alejado de su mundo natal.

 

Formaban un dúo llamativo y los refugiados, todos humanos de cabellos morenos y tez rubicunda, se mantenían bastante lejos. El pelo de Sorin era tan blanco como el de ella, pero su piel tenía un tono gris ceniciento, mientras que la de Nahiri era alabastrina. Lo que daba a Sorin un aura todavía más sobrenatural eran sus ojos: eran negros en vez de blancos y los iris emitían un brillo perturbador.

 

Sorin Markov | Ilustración de Michael Komarck

 

Cruzaron las fogatas donde cocinaban los refugiados para llegar a la linde del campamento, donde la muralla de Nahiri se unía a un saliente de piedra. Subieron por él y observaron los alrededores desde la muralla. El sol estaba descendiendo hacia las pequeñas colinas que había ante ellos y las abominables siluetas que había en el valle iban desapareciendo en las sombras, para alivio de ambos.

 

―Has levantado el campamento por ellos ―dijo Sorin―, otra vez. Creo que ya es hora de dejar que se las arreglen por sí mismos.

 

―No ―protestó Nahiri―, hemos venido a salvarlos.

 

―Tú has venido a salvarlos ―objetó Sorin―. Yo estoy aquí para detener a esas criaturas en este mundo, antes de que se propaguen por otros, como el mío... o el tuyo.

 

En lo profundo del valle, junto al río, las siluetas oscuras se retorcieron. Los sonidos de vida en el campamento enmudecieron.

 

―No soporto verlos sufrir ―dijo ella.

 

―Entonces, dales la espalda y piensa en lo más importante.

 

Nahiri se giró para echar un vistazo al campamento. Algunos de los refugiados observaban a los dos Planeswalkers.

 

―¿Y qué es lo más importante? ―preguntó en voz baja―. ¿Sabes cómo derrotarlos?

 

Sorin permaneció quieto como una estatua y observó desde lo alto la oscuridad que se propagaba en el campamento.

 

―No ―respondió.

 

Sus rasgos afilados se habían ensombrecido. ¿Sentía culpabilidad por su fracaso? ¿O sería desprecio por la debilidad de aquella gente? Nahiri se preguntaba si tan siquiera querría saberlo.

 

―Podemos plantarles cara ―dijo Sorin―. Juntos, quizá logremos volver las tornas, pero no podemos proteger a esta gente al mismo tiempo.

 

―De eso ni hablar ―se negó Nahiri―. Por lo que sabemos, puede que estas sean las últimas personas vivas en este plano. Tenemos que salvarlas. Debemos intentarlo.

 

―De acuerdo ―dijo Sorin en voz demasiado alta―. Quedémonos y llevémoslos de la mano mientras sucumben; dejemos que esos monstruos se marchen a devorar otros mundos. Seguro que a esta gente le reconfortará mucho saber que al menos lo intentamos.

 

Nahiri se volvió hacia los refugiados. Ya no estaban pendientes de los Planeswalkers, sino que tenían los ojos puestos en hacer lo que les permitiesen sus manos temblorosas. Todos, menos una persona.

 

La chica tendría unos quince años y su mirada era fría.

 

Nahiri quería decirle algo, lo que fuese, con tal de consolarla un poco. Sin embargo, no le salieron las palabras. No podía prometer que se salvarían ni que ganarían. No podía prometer nada, excepto que lo intentarían, pero tras el arrebato de Sorin, aquel mensaje habría parecido carente de significado.

 

Se alejó del vampiro y bajó por el saliente de piedra. Luego se encaminó hacia la joven de mirada fría y dura.

 

―¿Cómo te llamas? ―le preguntó.

 

―Lian ―dijo la chica.

 

―¿Sabes utilizar una espada?

 

Lian asintió. Estaba desarmada.

 

Nahiri extendió una mano hacia una roca cercana y dejó que un antiguo conjuro despertase en su interior, un hechizo que había aprendido cuando aún era mortal y joven. Había metal en la piedra y aquella roca era todas las piedras. Hundió la mano en la roca viva, que se derritió y borboteó alrededor de su pálida mano.

 

Algunos de los refugiados se quedaron atónitos. Sorin frunció el ceño. La joven se limitó a observar.

 

Nahiri convocó al metal de la piedra y sintió que en su mano se depositaba la empuñadura de una espada. Tiró de ella y extrajo una elegante arma de la roca fundida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La levantó durante unos instantes y reflejó la luz del sol poniente, dejando que se disipase el calor de la forja, hasta que por fin se volvió fría al tacto. Luego se la tendió a Lian.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

―Este es tu mundo ―dijo Nahiri―. Esta piedra y esta tierra son tuyas y debes luchar por ellas. Si no crees que puedes confiar en nosotros, no lo hagas.

 

Lian empuñó la espada y comprobó su peso y su equilibrio.

 

―Vamos a morir todos, ¿verdad? ―preguntó en voz baja.

 

―No lo sé ―contestó Nahiri―, pero si vais a hacerlo, al menos podéis morir luchando.

 

Lian asintió.

 

Nahiri volvió junto a Sorin.

 

―Qué bonito ―comentó él, esta vez lo bastante bajo como para que solo ella lo oyese.― Supongo que es mejor tener falsas esperanzas que ninguna.

 

―Cualquier esperanza es mejor que ninguna, siempre.

 

Sorin frunció el ceño, pero antes de que pudiese responder, la tierra empezó a temblar. Nahiri trastabilló, pero se mantuvo en pie. Habían sentido pequeñas sacudidas a lo largo del día, pero ninguna había sido como aquella.

 

El fondo del valle estaba totalmente ensombrecido y los cuerpos retorcidos y fibrosos del enemigo se movían en él, formando una masa de colores enfermizos y siluetas deformes. Sin embargo, estaban inusualmente quietos; fue la primera vez que sucedió en las semanas que Sorin y Nahiri llevaban luchando contra ellos. Luego, los engendros se volvieron hacia el oeste, hacia el sol poniente, y empezaron a mecerse.

 

De pronto, un ser imposiblemente grande emergió tras las colinas al otro extremo del valle. Era imponente, descomunal, extraño y horripilante a la vista; un coloso de hueso blanco y tentáculos fibrosos.

 

Ulamog, la espiral infinita | Ilustración de Aleksi Briclot

 

La tierra volvió a temblar. El titánico ser se giró. Se dirigía hacia ellos, y mientras se movía, los seres pululantes del valle salieron disparados a toda velocidad, como fragmentos de hierro al alinearse con un imán.

 

―¡Preparaos para luchar! ―gritó Nahiri.

 

Los refugiados estaban quietos. Todos miraban lo que había tras ella, en lo alto, hacia la distancia infinita entre lo que consideraban cierto y lo que les estaban diciendo los ojos. ¿De qué servirían las armas y las tácticas contra un dios furioso y deforme?

 

―¡Vamos! ―gritó Lian.

 

Los refugiados se pusieron en marcha, empuñaron las armas, desmontaron el campamento y se prepararon para luchar o para huir. Los padres aferraron a sus hijos. Un hombre con la pierna rota se incorporó apoyándose en una lanza.

 

El temblor se había vuelto constante, el suelo daba sacudidas. Las nubes se desplazaban hacia la monstruosidad del horizonte como si esta las succionase. Algunos trozos de tierra comenzaron a flotar en sus alrededores y luego se descomponían.

 

La primera oleada de horrores gorgojeantes llegó al campamento. Chillaban y gritaban, gimoteaban y aullaban; era una oleada de mandíbulas chasqueantes, garras cortantes, tentáculos fustigantes y cabezas pálidas y sin ojos. Los seres más pequeños eran del tamaño de perros; los mayores eran tan grandes como edificios y avanzaban con torpeza entre la horda. Los pequeños se estamparon y apilaron contra la muralla y treparon unos por encima de otros para escalarla.

 

Nahiri desenvainó su espada. Sorin se situó a un lado y Lian se puso al otro. Los tres se prepararon para hacer frente a la avalancha de carne y demencia.

 

Sorin hizo un gesto con la mano y una docena de engendros se convirtieron en polvo. Nahiri se concentró y una multitud de ellos se hundió en el terreno rocoso. Sin embargo, siempre había más y más, y el mayor de todos era como un vórtice que tiraba de todo: sus cuerpos, sus mentes e incluso su magia. Nahiri notaba que su maná era absorbido en cuanto hacía acopio de él.

 

El suelo tembló con más fuerza aún y a Nahiri se le pusieron los pelos de punta. El sol poniente iluminaba la silueta del monstruo que tenían ante ellos... No, no era solo el sol. Era una luz, una luz terrible que ningún mundo debería ver jamás. De pronto, se abrió una grieta que partió la muralla de Nahiri, y también brillaba con la misma luz sobrenatural. Nahiri se concentró para cerrarla, pero no ocurrió nada.

 

No era una fisura en la tierra: era una fisura en el mundo.

 

El plano estaba desmaterializándose.

 

―¡¿Qué es eso?! ―gritó Lian. Tenía la cara ensangrentada, pero seguía en pie y continuaba blandiendo la espada.

 

―Eso ―dijo Sorin con un tono extrañamente tranquilo― es el fin.

 

La luz se volvió insoportable. Como si estuviese a una gran distancia, la gente que habían protegido durante semanas lanzó un grito apenas audible, y luego todos dejaron de gritar y fueron borrados del mapa. Nahiri sentía que su cuerpo se elevaba mientras la mismísima tierra empezaba a descomponerse.

 

Todo es polvo | Ilustración de Jason Felix

 

―¡Nahiri! ―gritó Sorin―. ¡Se acabó!

 

Detrás de ella, Sorin desapareció hacia la nada. Nahiri trató de agarrar a Lian, pero la joven había desaparecido, arrebatada por unas sombras en la luz. La espada que había blandido seguía allí, flotando en el aire cegador.

 

Nahiri se maldijo en silencio, agarró el arma y abandonó aquel mundo.

 


 

Zendikar. Su hogar.

 

Era el punto de encuentro que habían acordado, un lugar seguro donde ningún otro Planeswalker podría entrometerse. Aquel plano estaba bajo la protección de Nahiri.

 

Sorin no se había ofrecido a reunirse en Innistrad. Probablemente le preocupase que aquellas monstruosidades pudiesen seguirlos hasta allí. Era demasiado precavido, pero puede que la cautela fuese algo natural a su edad. Había vivido al menos durante un milenio y Nahiri a veces se preguntaba cómo habría sido conocerlo en su juventud.

 

Se sentaron en silencio en los alrededores de un asentamiento temporal kor, en las tierras altas y escabrosas de Akoum. Descansaron y restablecieron los vínculos que les proporcionaban maná. Si Sorin sentía el más mínimo pesar por cómo habían acabado las cosas, su rostro no lo dio a entender. Nahiri se aferró a la espada, el último vestigio de aquel mundo fallecido.

 

Montaña | Ilustración de John Avon

 

―Nahiri ―dijo Sorin―, tenemos compañía.

 

Ella también lo sintió, una especie de presión en el aire que significaba que algo iba a emerger del éter. Se puso en pie de un salto, con el corazón acelerado.

 

―¡Nos han...!

 

―No ―la interrumpió él―. No es tan inmenso, aunque es grande.

 

Entonces, junto a ellos se materializó él: un majestuoso dragón etéreo que brillaba con una luz blanca y azulada. Dos cuernos planos y curvos adornaban su cabeza por los lados y por detrás, su cuerpo emanaba una neblina y unas delicadas alas se plegaban con elegancia en su espalda. Era enorme, de más de diez metros de longitud, pero se había manifestado a cierta distancia de ellos y su porte daba a entender que tenía intenciones pacíficas. Aun así, Nahiri desenvainó su espada.

 

―Te has percatado ―dijo el dragón luminoso― de que tenemos un problema.

 

―No hables por todos, dragón ―respondió Sorin, poniéndose en pie―. El problema lo tenemos nosotros, no tú. Y Zendikar está bajo la protección de ella.

 

―Yo también te saludo, Sorin de Innistrad ―dijo cordialmente el dragón―. Al contrario de lo que afirmas, este problema atañe a todo individuo, en todas partes.

 

Luego dirigió su enorme cabeza hacia Nahiri.

 

―Soy Nahiri, guardiana de Zendikar ―se presentó. Observó los ojos inescrutables del recién llegado y trató de no parecer asustada―. Seas quien seas, estás aquí porque yo lo consiento.

 

―En efecto ―dijo el dragón, haciendo una reverencia―. Es un placer, Nahiri de Zendikar; agradezco tu hospitalidad.

 

Luego se volvió hacia Sorin.

 

El vampiro frunció el ceño aún más.

 

―Nahiri, te presento a Ugin, el dragón espíritu. Es viejo como el tiempo mismo y dialogar con él resulta de lo más agradable.

 

"Me recuerda a cierta persona", pensó Nahiri.

 

―Intuyo que os conocéis ―dijo ella.

 

―Hemos colaborado amistosamente en el pasado ―comentó Ugin.

 

―Pero no en el reciente ―dijo Sorin―. ¿Qué quieres, Ugin?

 

―Vuestra ayuda ―respondió el dragón.

 

Ugin alzó una garra y conjuró una pequeña imagen fantasmal del ser titánico que habían visto en el horizonte de aquel mundo condenado.

 

―Estabas vigilándonos ―se percató Nahiri―, pero no nos ayudaste.

 

―Hay todo un Multiverso de gente a la que ayudar ―objetó Ugin― y multitud de formas de hacerlo. Mientras vosotros tratabais de plantar batalla, yo observaba y aprendía con el fin de detener a estas criaturas a largo plazo. Los tres compartimos este objetivo.

 

―Ese es mi objetivo ―dijo Nahiri―. No sé qué pensar sobre la ética de alguien que contempla la destrucción de todo un mundo como si fuese un proyecto de investigación.

 

―¿Qué has averiguado sobre ellos? ―preguntó el vampiro, ignorando a Nahiri.

 

Fantástico: los adultos habían empezado a hablar entre ellos. Sorin ya había hecho lo mismo otras veces, cuando ambos se encontraban con otros Planeswalkers. Aun así, se fiaba bastante del juicio de su compañero, de modo que prestó atención a las palabras de Ugin.

 

―Esos seres se llaman eldrazi ―explicó el dragón― y devoran mundos enteros. No son auténticos Planeswalkers, pero pueden desplazarse con libertad de plano en plano. Son organismos vivos y, según parece, proceden de la Eternidad Invisible; son las únicas criaturas así que se conocen. Si nadie las detiene, suponen una amenaza para todos los mundos.

 

―No pueden representar un peligro para todos los mundos ―objetó Sorin―, porque el Multiverso es infinito.

 

―Estoy seguro de que no lo crees así ―argumentó Ugin―. Si hubiese una infinidad de planos, ¿para qué salvar cualquiera de ellos? ¿Por qué no trasladarse a otros mundos antes que los eldrazi? Mas no es el caso: el Multiverso no tiene confines, pero su contenido es finito. Pensar de otro modo sería como considerar que nada es relevante. Cuando seas tan anciano como yo, comprenderás que el nihilismo es un lujo que no te puedes permitir.

 

Sorin frunció el ceño, pero no dijo nada. Puede que realmente creyese aquella afirmación de que, con el tiempo, se volvería más sabio.

 

―¿Y cómo podemos detenerlos? ―quiso saber Nahiri.

 

―Eso nos plantea un dilema ―respondió Ugin―. Los eldrazi son seres oriundos de la Eternidad. Lo que visteis destruyendo aquel plano no era más que una representación, una sombra de éter viviente proyectada en el espacio tridimensional.

 

Nahiri trató de imaginar cómo sería el éter viviente, pero su mente solo pensaba en la cosa que había eclipsado el sol. Desde luego, parecía una entidad sólida.

 

―He aquí la cuestión ―prosiguió Ugin―: si les plantásemos cara en la Eternidad Invisible, dispondrían de la plenitud de su poder en un entorno donde incluso a nosotros nos resultaría difícil sobrevivir. Sin embargo, si derrotásemos solo a sus extensiones físicas, lo cual tampoco resultaría sencillo, como habéis comprobado, no lograríamos nada, puesto que sus auténticas formas se hallan en el éter.

 

―Tenemos que averiguar cómo destruirlos ―dijo Sorin.

 

―Quizá no resulte posible y, ciertamente, no sería sensato hacerlo ―objetó Ugin.

 

―Están destruyendo un mundo tras otro ―protestó Nahiri, que posó una mano en la empuñadura de la espada―. ¿Sería sensato dejar vivas a estas cosas?

 

―¿Entiendes lo que son, Nahiri de Zendikar? ―inquirió el dragón, que bajó su enorme cabeza para mirarla a los ojos―. ¿Sabes si habitan en alguna ecología invisible o qué pasaría si los destruyésemos? ¿Merecen morir? ¿Acaso tu ética se aplica solo a los seres que puedes comprender? ¿Eres capaz de responder a alguna de estas preguntas?

 

Acto seguido, se dirigió a Sorin.

 

―Y tú, Sorin, precisamente tú deberías saber que es necesario dar con un equilibrio.

 

Nahiri interpretó aquel comentario como un reproche, pero no conocía tan bien el pasado de Sorin como para estar segura.

 

―Todas esas dudas que planteas no son más que hipótesis ―comentó el vampiro―. De hecho, si tu mundo estuviese en peligro, imagino que no sugerirías cautela con tanta parsimonia.

 

Aquello también parecía un reproche. Ugin no había mencionado cuál era su plano natal, ¿o sí?

 

―¿Qué sugieres que hagamos? ―preguntó Nahiri―. Dices que quieres detenerlos sin acabar con ellos; seguro que tienes un plan.

 

―Podemos apresarlos ―sugirió Ugin. Luego conjuró otra ilusión, que esta vez mostraba un esquema de una red imposiblemente compleja con miles de nodos y cientos de curvas suaves―. Mi idea es confinarlos en un plano, utilizar sus manifestaciones físicas a modo de ancla y obligarlos a sumirse en un letargo. A diferencia de intentar destruirlos, puede que este plan funcione. Además, eso me daría tiempo para estudiarlos sin permitir que destruyan otros mundos.

 

―¿Crees que puedes detenerlos a todos? ―se asombró Nahiri.

 

―Efectivamente, a los tres ―contestó Ugin.

 

―¿Tres? ―lo interrumpió Sorin―. Ponte al día, dragón: hemos luchado contra miles de ellos.

 

―Habéis luchado contra extensiones ―explicó Ugin haciendo un gesto despreocupado con una garra―, meros órganos de un ser mayor. Solo hay tres eldrazi sueltos en el Multiverso. Si desapareciesen, su progenie se atrofiaría y moriría, como si fuese una mano o un pie. Debemos atraer a los tres hacia un plano y atraparlos en él.

 

―¿Ese plano serviría como sacrificio? ―preguntó Sorin.

 

―Estaría en peligro, desde luego ―respondió el dragón―. No obstante, el método con el que apresaremos a los eldrazi hará que entren en un estado de inactividad. Si tenemos éxito, el mundo que los confine resultará dañado, pero no destruido. Si fracasamos, efectivamente, estará condenado, pero ya habría sido así de todos modos.

 

―¿Y qué plano pretendes... poner en peligro? ―preguntó Nahiri.

 

Ugin miró alrededor y su cabeza enastada recorrió el paisaje rocoso de Akoum.

 

Montaña | Ilustración de Véronique Meignaud

 

―Debería ser grande ―afirmó―, rico en maná y escasamente poblado. Preferiblemente, un lugar en el que pudiésemos establecer una base de operaciones, un mundo que no estuviese bajo la protección de otros Planeswalkers y donde uno de nosotros pudiese vigilar a los eldrazi durante su letargo.

 

Allí estaba la cruda realidad. Después de toda aquella charla acerca de hacer lo correcto...

 

―Innistrad no cumple esos requisitos ―comentó Sorin―. ¿Qué hay de tu plano natal, sea el que sea?

 

―Tampoco es adecuado ―se opuso Ugin―. Podríamos buscar un mundo que reuniese las condiciones, pero tardaríamos tiempo y otros planos desaparecerían entretanto. Lo mejor sería comenzar de inmediato.

 

Los dos Planeswalkers ancianos se volvieron hacia Nahiri. Ugin permanecía impasible. Los brillantes ojos anaranjados de Sorin pestañeaban lentamente, como los de un felino que acecha a su presa.

 

Nahiri aferró la espada que había forjado con la tierra del mundo desaparecido.

 

―No.

 

―Nahiri... ―dijo Sorin con lo que ella consideraba que era su tono de padre molesto―. Has visto lo que hicieron con aquel lugar. Puedes evitar que vuelva a suceder. Ya has oído a Ugin: si tenemos éxito, Zendikar sobrevivirá.

 

―¡Pero correrá peligro! ―protestó Nahiri―. ¡Resultará dañado! ¿Qué me da el derecho de arriesgar las vidas de todos los seres que viven aquí?

 

―¿Y qué te da el derecho de no hacerlo? ―preguntó Ugin―. Como ya he explicado, podemos poner en peligro un mundo para salvar a todos los demás. Todos los planos, incluyendo el que utilizaríamos, ya corren peligro ahora mismo. La decisión es obvia.

 

El dragón bajó la cabeza para mirarla a los ojos.

 

―Si prefieres no poner en riesgo tu mundo, podemos dedicar tiempo a buscar otro plano adecuado para nuestro cometido. Si hubiese un Planeswalker defendiéndolo, lo convenceríamos para que cooperase; por la fuerza, si fuese necesario. Si no estuviese protegido, comenzaríamos sin más.

 

―¿Y qué nos da ese derecho? ―volvió a preguntar Nahiri―. Entiendo que merezca la pena poner en peligro un mundo para salvar a los demás. Si podemos detener a esos eldrazi, quizá... quizá sea nuestro deber hacerlo, pero ¿qué nos da el derecho a escoger qué mundo tendrá que soportar esa carga?

 

―¿Qué alternativa nos queda? ―quiso saber Sorin―. ¿Pretendes que lo sometamos a votación?

 

―Por eso he escogido Zendikar ―explicó Ugin con calma―: porque cuenta con una protectora, alguien que ya ha escogido llevar las riendas de su destino y hacer lo correcto.

 

―¿Y si me negase? ―preguntó Nahiri―. ¿Me "convenceríais" por la fuerza?

 

―No ―respondió Ugin―, porque necesito que me ayudes.

 

Nahiri y Sorin se quedaron mirando al dragón luminiscente.

 

―Vosotros dos poseéis habilidades de las que yo carezco ―explicó Ugin―. Además, esta tarea es demasiado abrumadora para un solo Planeswalker, por muy poderoso que sea. Ellos son tres y nosotros seremos tres. Juntos, podemos salvar toda la existencia.

 

Nahiri se arrodilló y palpó el suelo con la mano. Akoum era una región altamente volcánica y la tierra palpitaba con el latido de los movimientos de magma. Extendió su alcance hasta las suaves colinas de Ondu, los ríos de Tazeem y las tierras abrasadoras y sulfúricas de Guul Draz. Podía sentir todo Zendikar, pero sus habitantes eran un misterio para ella; sus pisadas en la superficie de la tierra viva eran silenciosas.

 

Explorar | Ilustración de John Avon

 

Recordó aquellas fisuras en el mundo, la luz blanca que surgía de la nada y el vacío que dejaba tras de sí.

 

Tarde o temprano llegarían allí si nadie los detenía. Llegarían y, cuando lo hiciesen, ella no podría defender su mundo. Si los confinase en cualquier otro plano para salvar el suyo, ¿sería capaz de perdonárselo? Si tomase esa decisión, el aire de su querido hogar se impregnaría para siempre de un hedor a culpabilidad.

 

Zendikar era fuerte, resistiría a los eldrazi el tiempo necesario para encerrarlos. Zendikar sería su prisión y Nahiri, su carcelera; un mundo y una Planeswalker resistirían tenazmente para proteger a todos los demás.

 

Se puso en pie y admiró la belleza del terreno accidentado de Akoum.

 

―¿Cuál es el plan?

 


 

Ugin se había preparado a conciencia. Había diseñado un sistema para confinar a los eldrazi utilizando una red cuidadosamente detallada de líneas místicas y nodos mágicos. Lo que necesitaba era a alguien capaz de construirla.

 

Nahiri tenía un don para construir lo que fuese.

 

Les llevó cuarenta años de trabajo casi constante. Una a una, Nahiri utilizó la tierra para extraer piezas de piedra labradas hasta el más mínimo detalle: Ugin las bautizó como edros y aquel fue el nombre que siguieron dándoles. Nahiri llenó de piedras los cielos de Zendikar y Ugin grabó en ellas las runas dracónicas que las sostendrían en el aire y atarían a los eldrazi a aquel lugar.

 

Los edros no eran solo una trampa, sino también un cebo, pues emitían pulsos de energía mágica que atraerían a los eldrazi como la sangre atraía a los vampiros. Poco a poco, con lentitud e ignorando los demás mundos, según Sorin, los eldrazi se dirigían hacia Zendikar.

 

Nahiri hizo correr la voz por todo el plano para alertar sobre lo que se avecinaba. Avisó a los tritones, a los kor, a los humanos y a los elfos. Los surrakar susurraban unos a otros en las profundidades burbujeantes acerca de la llegada de unos dioses monstruosos y los ángeles de Zendikar patrullaban los cielos entre los edros prestando suma atención.

 

Ilustración de Eric Deschamps

 

Cuando llegaron los eldrazi, Zendikar se había preparado mejor que ningún otro mundo lo había estado jamás.

 

 

Ver a un titán eldrazi en la lejanía había sido pavoroso, una abominación. Contemplar a los tres juntos frente a frente era una imposibilidad.

 

De hecho, el que habían visto Sorin y Nahiri, el ser colosal al que Ugin denominaba Ulamog, era el menor de ellos. El titán conocido como Kozilek se abrió paso a través de los campos de edros, como si fuesen grandes e inútiles hojas de obsidiana que flotasen alrededor de lo que parecía su cabeza. Por encima de ellos, en todos los sentidos, estaba Emrakul, una torre horripilante de carne entramada y tentáculos ganchudos que pendían sobre la tierra partida.

 

Ugin desató su aliento de fuego fantasmal, abrasando a la progenie eldrazi con llamas invisibles. Sorin contrarrestó el drenaje vital de los vástagos con sus propias habilidades, absorbiendo su fuerza antes de que pudiesen arrebatar demasiada vida al mundo. Los habitantes de Zendikar plantaron cara a los linajes de la progenie, pero estaba claro que, si la invasión se prolongase, acabarían sucumbiendo.

 

Los titanes eran imprudentes, carecían de raciocinio, y seguían avanzando inexorablemente hacia el nexo de la red de edros: el origen de la llamada que los había atraído allí, el ojo de la tormenta.

 

Nahiri estaba esperándolos en la cámara subterránea que Sorin y ella habían bautizado como el Ojo de Ugin. Para el vampiro, probablemente fuese una burla. Para el dragón, quizá fuese un motivo de orgullo, pero era difícil saberlo. Para ella, era un mensaje: "Acuérdate, dragón. Esta idea ha sido tuya".

 

Se sintió una gran distorsión en el maná y, de pronto, Sorin y Ugin aparecieron junto a Nahiri. La tierra temblaba y las paredes cristalinas del Ojo cantaban con una vibración acompasada.

 

―Están en posición ―indicó Ugin.

 

Los tres Planeswalkers concentraron su tremendo poder en un único punto, una piedra que servía de nexo con todos los demás edros gracias líneas invisibles de fuerza y maná.

 

Bóveda peligrosa | Ilustración de Sam Burley

 

Entonces, todos los edros del plano brillaron y se situaron en nuevas posiciones. La red estaba adoptando su forma definitiva. Desde la helada Sejiri hasta el mar de Silundi, Zendikar se estremeció por el esfuerzo.

 

Y entonces, todo terminó.

 

Los tres aliados sellaron la cámara con una cerradura mística, una cerradura que solo se podría abrir con la ayuda de tres Planeswalkers, y juntos emergieron a la superficie del mundo medio devastado.

 

Destacando sobre las tierras altas de Akoum, los tres eldrazi permanecían inertes, petrificados, rodeados de una red de edros flotantes. Nahiri conocía aquella tierra: ya estaba reaccionando, creciendo sobre los enormes eldrazi como una postilla sobre una herida. Las fauces de Akoum los tragarían y los habitantes de Zendikar erradicarían a su progenie en el plano. Zendikar había sobrevivido; el mundo estaba desfigurado, pero entero, y sus gentes aprenderían a vivir bajo la sombra de los edros.

 

―Enhorabuena, Nahiri ―dijo Sorin―. Esto ha sido labor tuya. Tú has hecho el sacrificio.

 

Los tres se asegurarían de que la cerradura resistiría y de que los titanes permanecerían encerrados. Sorin y Ugin quizá la ayudarían a exterminar a la progenie eldrazi de aquellas tierras, o al menos eso esperaba. Después, tarde o temprano, los dos Planeswalker ancianos se marcharían y ella permanecería allí, junto a los eldrazi.

 

Levantó la vista hacia las silenciosas figuras pétreas. Las murallas de piedra ya reptaban por ellas. Puede que cayesen en el olvido un milenio más tarde y que la destrucción que habían provocado se convirtiese en leyenda, pero Nahiri y la mismísima tierra jamás los olvidarían.

 

―Esto ha sido labor nuestra ―dijo―. La mía acaba de comenzar.

 

Ilustración de Igor Kieryluk