Piedad
El trasgo. El apestoso trasgo. El gordo y apestoso trasgo… Sidisi estaba recostada en su trono, con la frente descubierta, sin la corona: aquel maldito trasgo se la había quitado directamente de la cabeza. Sidisi no había logrado centrarse en muchas más cosas durante los últimos meses; siempre pensaba en el trasgo y en lo que le haría a él y a su clan cuando los atrapase. Se había convertido en una obsesión. Uno a uno, sus consejeros más allegados la avisaron de que sería imprudente dejarse llevar por la venganza ciega, y uno a uno, todos sucumbieron a su destino en las fauces de la Madre Cocodrilo, en el corazón del foso del Templo Kheru.
―Jhinu ―siseó la reina―, tengo hambre. Tráeme mis manjares.
La propia Sidisi había tomado la corona por la fuerza en el pasado, arrancándola directamente de la cabeza recién decapitada del anterior kan. Como todos los líderes sultai, ella también había demostrado sus dotes para el engaño y la crueldad, y había forjado su propio destino. Cuando arrojó a los fosos el cadáver de su precursor, lo hizo como señal de lo que depararía a todos los aspirantes al trono. La purga de rivales en potencia que llevó a cabo durante sus primeros años como kan sirvió para que todos temiesen atentar contra ella y se sometiesen, lo cual llevó a una era dorada de calma en la política sultai. Sin embargo, la corte del Templo Kheru estaba inusualmente silenciosa. Sidisi no tenía claro si los nobles y mercaderes que solían llenar los salones temían la famosa ira de su reina, si estaban formando ejércitos propios para destronarla, o si simplemente habían muerto. Había arrojado a muchos a los fosos. Sí, a muchos…
―Mi reina ―dijo un hombre calvo y demacrado mientras se inclinaba ante ella y guiaba a un sibsig sin brazos que tenía un bol de fruta clavado en la cabeza―, espero que esto sea de vuestro agrado.
Jhinu había formado parte de la clase mercantil y pertenecía a una de las familias más opulentas de todo el territorio sultai. Aquel hombre había tratado de ganarse el favor de Sidisi con el fin de monopolizar las labores de recolección de impuestos en el río Niraj. Para ello, había presentado a su reina las cabezas de tres trasgos que, según él, habían sido los que le arrebataron la corona. Aquel primate no sabía nada sobre la magia de los ráksasa ni que, para la reina de los Sultai, las bocas de los muertos podían hablar tan bien como las de los vivos. Los tres trasgos no sabían nada de la corona: solo eran desertores que se habían ahogado tratando de cruzar el Niraj para robar comida en las granjas de la otra orilla. Las argucias y los engaños eran el pan de cada día en el mundo de la política, pero había que pagar un precio elevado si se descubrían. Sidisi dejó vivir a Jhinu para recordar a todos que había destinos peores que la muerte.
―Dime, Jhinu ―dijo Sidisi mientras cogía una uva y se la tragaba entera―, ha pasado bastante tiempo desde la última vez que algún pariente tuyo trató de negociar por tu vida. ¿Es que ya no les importas o que no queda ninguno?
―Es… es porque os temen, mi reina ―explicó Jhinu―. No desean ofenderos con ofertas indignas de vuestra magnificencia.
―¿Por qué? ¿Qué le sucedió al último pariente que trajo oro y joyas? ―preguntó mientras seleccionaba entre la fruta y arrojaba al suelo las piezas que no deseaba.
Jhinu miró hacia un sibsig que estaba encadenado a una columna y sostenía un estandarte sultai, a la izquierda de la sala.
―¿No tienes más hermanos? ―quiso saber Sidisi―. Juraría que tenías al menos dos.
Jhinu se fijó en el sibsig que había traído con él a la estancia.
―Ah, ya sé ―dijo Sidisi fingiendo que había recordado algo―: creo que al otro lo envié a las jaulas de los mandriles.
―Mi primo… ―aclaró Jhinu―. El que mandasteis a vigilar las jaulas era mi primo.
―Vaya ―se lamentó Sidisi, cogiendo otra uva y llevándosela a la boca―, pues si no queda nadie que desee negociar por tu vida, quizá ya no me sirvas para nada. Tal vez debería deshacerme de ti y arrojarte a los fosos.
―¡No, no, mi reina! ―suplicó Jhinu postrándose ante ella―. ¡Lo siento, tengo más parientes! ¡Enviaré más mensajes! ¡Seguro que alguien más vendrá a por mí!
―Que así sea ―dijo Sidisi―. Ahora que estoy formando mi ejército, he enviado a mucha menos gente a los fosos. Un gusano como tú no se merece una segunda piel.
―¡L-lo siento! ―volvió a disculparse Jhinu mientras se alejaba de la kan―. Por favor, por favor… Tengo más reclutas para que los examinéis.
Sidisi le ordenó con un gesto que los trajese ante ella. Cuando empezó a formar su ejército, la reina solicitó que todas las provincias sultai enviasen al cinco por ciento de su población para reclutarla. Primero se mandó a los indeseados, los criminales y los indigentes, muchos de los cuales apenas valían para alimentar a los cocodrilos de los fosos, y menos aún para formar la vanguardia del mayor ejército sultai del último milenio. Para demostrar su indignación ante la calidad de aquel tributo, Sidisi realizó una segunda proclama: esta vez, todas las familias debían enviar a sus primogénitos. Aquella petición provocó rechazo, pero Sidisi envió emisarios ráksasa a las provincias que no obedecieron y enseguida se aplacó cualquier riesgo de sublevación. Cuando llegó la nueva remesa, Sidisi ordenó que enviasen a los más fuertes ante ella para que pudiese inspeccionarlos en persona. Los mejores de los mejores formarían parte de su guardia personal; serían guerreros no muertos capaces de protegerla contra incursiones como la que habían perpetrado aquellos miserables trasgos.
―Permita que le presente el tributo de la provincia del Niraj ―dijo Jhinu.
Sidisi observó a los reclutas desde el trono. Parecían guerreros fuertes, en la flor de la vida. Sus segundas pieles no presentarían los defectos con los que nacían los sibsigs inferiores: rodillas y hombros débiles y mandíbulas incapaces de arrancar la carne del hueso.
―Un momento. ¿Por qué me has traído a este cachorro? ―protestó Sidisi, que se detuvo en medio de la inspección. En la fila de atrás había un joven de unos trece años―. ¿Se trata de una broma, Jhinu? ¿No dijiste que habías examinado esta remesa tú mismo?
―Le aseguro, mi reina ―se justificó Jhinu―, que todos ellos son guerreros fuertes y que la servirán bien.
―¡No oses mofarte de mí, primate! ―exclamó Sidisi asestando un latigazo con su cola al bol de fruta, que cayó al suelo del palacio junto con la cabeza del sibsig―. Sé que Niraj es tu provincia natal y no toleraré que me envíe a un mocoso como este.
―Mi reina ―rogó Jhinu arrodillándose―, si lo examina de cerca, le aseguro que verá que es tan fuerte como cualquiera de estos otros hombres.
―Sé que aún te quedan parientes ―amenazó Sidisi a Jhinu mientras se levantaba del trono y se acercaba a él―, y si no, tendrás amigos y socios. Como vuelvas a desobedecerme, buscaré por todo el imperio y borraré todo rastro de la gente que te conocía, y tu nombre jamás volverá a pronunciarse.
Jhinu levantó la cabeza y asintió. Sidisi vio por el rabillo del ojo que el joven había dudado medio segundo antes de abalanzarse sobre ella. No iba preso: sus cadenas no estaban atadas a nada, solo eran una farsa. El chico era veloz como pocos de aquellos simios, casi parecía una serpiente. Probablemente fuese un Jeskai traído a la fuerza, o quizá se hubiese presentado voluntario para participar en el atentado. La pausa dio a Sidisi el instante necesario para reaccionar y, con una velocidad sobrenatural, agarró a Jhinu por las piernas usando la cola y lo arrojó contra el joven. Jhinu gritó mientras los dos rodaban por el suelo de mármol del palacio. El joven trató de reincorporarse, pero la cola de la reina lo aferró por el cuello. Luego intentó echar mano al puñal, pero no logró alcanzarlo.
Jhinu seguía en el suelo y respiraba con dificultad; unas líneas negras se extendieron rápidamente por la zona donde el puñal lo había cortado durante la refriega. Sidisi reconoció aquel veneno: se llamaba Aliento de Sílumgar y se elaboraba con la esencia destilada de cientos de tallos de unas orquídeas que solo florecían una vez cada década en el corazón de los pantanos de Objung. Se trataba de un veneno tan extraordinario y caro como eficaz. El efecto era doloroso, lento y totalmente incurable. Un solo arañazo habría sido suficiente para matarla después de días o semanas de agonía, durante las que se habría podrido por dentro. Aquello era un ataque personal.
―Tenías razón, Jhinu ―dijo Sidisi justo antes de romperle el cuello al joven y arrojarlo al suelo―: este chico era fuerte. Será digno de estar en mi guardia personal.
―No… no dejaré que me derrotes ―la amenazó Jhinu retorciéndose de dolor―. Pagarás por… por lo que nos has hecho… a mi familia y a mí.
―Admito que te subestimé ―reconoció Sidisi, pasando la cola por la frente húmeda y temblorosa de Jhinu―. Creía que eras un necio y un inútil, pero solo acerté en lo primero. Has de saber que me has recordado algo: me he vuelto demasiado descuidada. ―La reina recogió el puñal y lo hundió completamente en el pecho de Jhinu―. Aunque me encantaría ver cómo te retuerces de dolor durante varios días, no volveré a cometer un error así.
Sidisi regresó a su trono con la cabeza alta y su propósito muy claro. Había recordado la grandeza de los dragones y la crueldad que les había permitido dominar el mundo durante tanto tiempo. Dejar que Jhinu viviese para verlo sufrir habría sido una muestra disimulada de piedad. La piedad, el mayor de los pecados, había estado a punto de costarle la vida a Sidisi. Era una emoción que jamás volvería a mostrar en lo más mínimo.
Si el trasgo hubiese ido armado con una lanza o una flecha, quizá le hubiese podido asestar un golpe mortal. Por suerte para Sidisi, los Mardu adoran la guerra más que la victoria. La kan sultai sabía que su ejército aún no estaba completo. Necesitaba reunir unas huestes como las que no se habían visto desde los tiempos de Tasigur; una legión de sibsigs que cubriría toda la estepa y avanzaría incansablemente contra los Mardu hasta que sus caballos muriesen de agotamiento. Uno a uno, arrasaría todos los campamentos que encontrase en el camino y reanimaría a los muertos ella misma si fuese necesario, para que se uniesen a la ofensiva incesante contra sus antiguos camaradas. Pronto, el gran orco Zurgo sería su mayor trofeo y adornaría su palacio. Quizá lo convirtiese en una bandeja, o puede que en una silla.
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