Durante años, Sarkhan Vol se ha dejado guiar por la voz que oye en su cabeza: los susurros de Ugin, el dragón espíritu, que finalmente lo han llevado hasta el portal de fuego en la tumba de Ugin. Aunque Sarkhan aún no lo sabe, cuando cruzó la entrada, viajó 1280 años en el tiempo, hacia el pasado de Tarkir.

Sarkhan ha dejado atrás el Tarkir que conocía, donde los dragones se habían extinguido, y también ha dejado atrás a Narset, su amiga y semejante, quien falleció a manos del vengativo Zurgo. Ahora, Sarkhan se encuentra en el Tarkir del pasado... y está solo.


Oscuridad.

Silencio.

Donde ahora solo percibía un latido, antes había visto una llama abrasadora y oído un rugido ensordecedor.

El rugido lo había emitido él mismo; había surgido de su boca, que seguía abierta para respirar con intensidad... solo que ahora exhalaba en silencio. Era como si hubiesen privado de voz a sus pulmones y el mundo hubiese desaparecido bajo sus pies.

Hacía apenas unos instantes, había cruzado corriendo los huesos de Ugin, para abalanzarse sobre las llamas. Sin embargo, ahora yacía en la oscuridad, en medio de la vasta tundra de los Temur. Ya no había huesos brillantes enterrados. ¿Y las llamas?

Sarkhan se giró y observó el camino que había recorrido.

Ya no había ningún portal de llamas.

Zurgo no estaba allí. Ella tampoco.

Narset...

Sarkhan respiró con dificultad.

Ella no tendría que haber muerto.

―¿Por qué? ―logró decir su voz. El dolor que transmitía resonó en la silenciosa noche―. ¿Por qué tuvo que morir?

No hubo respuesta.

No hubo absolutamente nada, lo cual abrumó a Sarkhan. El susurro incesante, el flujo eterno de las palabras de Ugin en su cabeza... ¡La voz había desaparecido!

El inesperado silencio lo desconcertó. Sin el apoyo de los susurros del dragón, Sarkhan se tambaleó. Cargó el peso sobre su bastón, pero este no podía mantenerlo en pie como habían hecho las palabras de Ugin.

El mundo se inclinó y Sarkhan, sin aliento, avanzó pesadamente por el terreno nevado.

Ilustración de Eytan Zana

La nada que había ante él y el vacío de su interior eran angustiantes.

―¡Ugin! ―gritó.

Esperó una respuesta, pero no la hubo.

―¿Dónde... estás? ―se le atragantaron las palabras―. ¿Dónde... estoy?

Nada.

El vértigo se apoderó de él y cayó de rodillas. El bastón repiqueteó contra la roca que había atada en él; el fragmento de edro extraído del Ojo de Ugin seguía brillando en aquella oscuridad, por algún motivo. Sarkhan lo recorrió con los dedos temblorosos. Ugin estaba allí, tenía que estarlo; siempre lo acompañaba. Sarkhan volvió a rogar en susurros que lo ayudase.

Nada.

Nada.

―¡No! ―gritó con frustración. ¿Cómo era posible que no hubiese respuesta? ¿Cómo era posible que el dragón, justo entonces, después de tantos pesares, de tantos mundos, de tantos años, de todo aquello...? ¿Cómo podía haberlo abandonado precisamente entonces?

»¡Háblame! ―gritó Sarkhan, que se aferró la cabeza, como tratando de convencer a la voz para que volviese―. He cruzado el portal. ¿No era eso lo que me pedías? ¡Claro que sí! ¡Sé que tengo razón! Entonces, ¿por qué me has abandonado?

En aquel silencio, lo único que obtuvo por respuesta fue el eco de su propia voz, que amenazó con asfixiarlo.

Empezó a tirarse de la cabeza pero lo único que consiguió fue arrancarse jirones de pelo. El dolor le surcó la piel, pero no hubo más respuesta. En su mente, lo único que había era una quietud tranquila.

―¡Ja! ―brotó un amago de risa, que rompió el silencio y luego dio paso a un arrebato de histeria.

»¡No puedes hacerme esto! ―exclamó. Resultaba irónico que hubiese querido deshacerse de los susurros durante tanto tiempo, para echarlos en falta ahora que ya no estaban―. ¿Me oyes? ¡No puedes callarte ahora! ―Se restregó una mano húmeda por la boca y esparció su saliva―. Ella murió para que yo llegase aquí.

¿Para que llegase a dónde?

Solo el dragón lo sabía.

―¿Por qué? ¿Por qué me has guiado a este lugar? ¿Dónde estoy? ¡Háblame!

De repente, estalló un trueno. ¿Sería una respuesta? Sarkhan levantó la mirada y el paisaje lo dejó anonadado.

Un denso cúmulo de nubes luminosas se había formado en el cielo. Las nubes seguían creciendo, hasta parecer una inmensa cordillera que surcaba todo el horizonte. Con un estallido intenso, un rayo de luz verde surgió por una de las cumbres, y luego otro, y otro, y otro. Los relámpagos siguieron surgiendo y los truenos resonaron, generando un fenómeno que pareció incendiar la noche.

De repente, todas las nubes estallaron. Un torrente de gélida lluvia cayó sobre Sarkhan y le golpeó la cara y los ojos, pero él no apartó la mirada. Tampoco habría sido capaz de hacerlo aunque quisiese, puesto que las nubes habían cobrado vida y empezaban a moverse.

Los riscos y las cumbres se abalanzaron unos sobre otros, empujándose y luchando, en busca de una posición. Se lanzaron tajos con sus largas colas, se dieron dentelladas y rasgaron el firmamento con sus afiladas garras.

Sarkhan creía que estaba viendo... No, era imposible. Entrecerró los ojos y los protegió con la mano. Sí... ¡La vista no le engañaba! ¡Aquel espectáculo era real!

¡Estaba viendo unas alas!

Los amplios apéndices escamosos batían cada vez más fuerte contra la tormenta, generando oleadas de truenos graves y retumbantes. Se esforzaron por cobrar forma, se retorcieron para surgir del caos. El resto de la silueta emergió tras las alas, abriendo las fauces y emitiendo un rugido ensordecedor.

¡Un dragón!

Ilustración de Véronique Meignaud

Sarkhan recogió su bastón y trató de ponerse en pie, pero volvió a caer de rodillas. Le faltaba el aliento y tuvo que apretarse el pecho, porque el corazón le latía tan fuerte que podría partirle las costillas.

La tempestad dio a luz a un segundo dragón, y luego a un tercero.

Eran asombrosos, deslumbrantes, magníficos... Aquellas bestias eran distintas a todas las que jamás había visto.

Los ojos de Sarkhan se colmaron de lágrimas, que se mezclaron con la lluvia que le corría por las mejillas. El Planeswalker pestañeó para limpiarse los ojos: las lágrimas le nublaban la visa y él quería presenciar aquel fenómeno... Tenía que verlo.

Las grandes bestias juguetearon; aún eran crías que estaban aprendiendo a moverse. Surcaron el cielo y entrechocaron sus cuernos vigorosamente... ¡Tenían cornamentas! Sarkhan rió con regocijo: ¡los dragones de Tarkir tenían cuernos!

Dragones en Tarkir...

Aquello parecía imposible.

Era una visión, un sueño; tenía que serlo.

Sin embargo...

Sarkhan trató de recuperar la compostura y posó una mano en las rocas nevadas. Recogió el aguanieve blanca y húmeda, la depositó entre los dedos y la apretó hasta que la mano se le entumeció.   

Si aquello fuese una visión, ¿podría haber sentido el frío?

¿Los sueños podían entumecer los dedos?

Un chillido procedente de las alturas le perforó los tímpanos. Era un sonido palpable, tan real como aquella nieve.

Sarkhan volvió a admirar a las fantásticas criaturas que cubrían el cielo. Ya había una docena; no, dos docenas... Tampoco: eran más.

Sus alas batían en la noche y enviaban ráfagas de viento cargado hacia Sarkhan, que aspiró la corriente fresca, impregnada del olor de las bestias. El aroma lo inundó y le llenó los pulmones, le envolvió el alma. Entonces, reconoció la verdad: eran dragones, auténticas bestias, y estaban ante él.

―¿Adónde? ―preguntó en susurros, aunque no planteaba la cuestión a la voz de su cabeza ni esperaba una respuesta, porque ya la sabía. Narset se la había dicho. Estaba escrita en los pergaminos antiguos: "Mira hacia el pasado y abre la puerta que te llevará ante Ugin".

El portal de fuego.

Había abierto la puerta.

La había cruzado.  

La puerta lo había llevado al pasado, al lugar en el que se encontraba.

Al Tarkir de antaño. Al Tarkir de los dragones.

―Gracias, Ugin ―dijo hinchando el pecho.

En las alturas, las nobles bestias del cielo rugían, y Sarkhan Vol alzó la voz para unirse al coro.


Sarkhan se olvidó de cuánto tiempo había estado siguiendo la trayectoria de los dragones, que volaban en círculos, jugando entre ellos. Podría caminar a su sombra eternamente sin lamentarlo. Aquella era su senda: la senda que le había indicado Ugin, la senda para sanar el plano. "Aquí. Ahora. Ayudar.".

Los dragones sabían cómo hacerlo.

―Mostrádmelo.

Las bestias debieron de escucharle, pues aceleraron el vuelo y fijaron un rumbo.

Sarkhan apuró el paso y corrió por las tierras nevadas; el camino era difícil, se cortaba abruptamente, y él avanzaba con dificultad. No paraba de tropezar con rocas y ramas, puesto que tenía la mirada fija en el cielo, en vez de en la tierra; se negaba a apartar la vista de las maravillosas criaturas que volaban por encima de él.

Notaba que los dragones estaban cansados y hambrientos. Se mordisqueaban el cuello entre ellos y lanzaban dentelladas a las colas de los demás. Los dos que lideraban la prole se habían enzarzado en combate, volando en círculos, siseando y bufando para demostrar quién era el dominante.

Sarkhan disfrutaba viéndolos volar, pero al mismo tiempo, se daba cuenta de lo insignificantes que eran. Percibía que algo se acercaba, algo mucho más imponente. El poder de las crías aún era nuevo para ellas, limitado; no era nada comparado con el de la criatura que se avecinaba.

Sarkhan se afianzó contra el tocón de un árbol caído, cuando de pronto surgió ella. Había nacido de los zarcillos tenebrosos del cielo nocturno; era la dragona más majestuosa que Sarkhan había visto en su vida.

Ilustración de Karl Kopinski

Su bestial rugido, ensordecedor y omniaudible, inundó toda la tundra de Tarkir.

Como si fuesen un solo ser, las crías desviaron su atención hacia la majestuosa dragona y las riñas cesaron ante la mirada de sus grandes ojos amarillos. La dragona voló alrededor de las crías, oliéndolas y lanzando mordiscos. Las estaba poniendo a prueba, acogiéndolas.

Una vez que estuvo satisfecha, gruñó y se situó al frente de la prole. Las crías se pusieron en formación detrás de ella.

La dragona volvió a rugir y partió la noche en dos.

Sus dragones, puesto que le pertenecían sin duda alguna, respondieron con aullidos y chirridos agudos.

Se había establecido el orden y se había comunicado un propósito. La dragona había acudido para liderarlos. Ahora, comenzarían a cazar.

Sarkhan siguió corriendo hasta el borde de un acantilado y observó el descenso coordinado de los dragones hacia las profundidades de un valle. Se tumbó boca abajo justo en el borde del risco; aquel era el lugar perfecto para contemplar la incursión.

En la cuenca del valle había un pequeño asentamiento. Las siluetas enloquecidas ya habían empezado a dispersarse; sin lugar a duda, habían oído el rugido de la dominante, el rugido que había envuelto la noche. Sin embargo, no había sido un rugido de advertencia, sino de fatalidad irreversible. No importaba lo rápido que corriesen las víctimas, porque jamás podrían huir de los dragones.

Los dragones descendieron como un diluvio de flechas llameantes. El aliento ígneo de la dominante lideraba la carga, seguido de las breves llamaradas de las crías, que ponían a prueba sus dones para aprender a dominarlos.

Luego, aterrizaron y empezaron a morder y a desgarrar. Hincaron los dientes, blandieron los cuernos y golpearon despiadadamente con las colas. 

Era como un baile, una actuación coreografiada. Cada cierto tiempo, volvían a levantar el vuelo y a descender sobre el asentamiento para lanzar otro ataque y acabar con una nueva presa.

¡Qué poderío!

Sarkhan se deleitó con el paisaje. Así tenían que ser los mundos. Así tenía que ser Tarkir.

Aquello era glorioso.

Una de las crías que levantaron el vuelo llegó a la altura de Sarkhan, que no apartó la vista de aquel intenso y ardiente ojo amarillo.

En ese instante, el dragón entró en contacto con la esencia de Sarkhan. Le dio la bienvenida a aquel mundo, a aquella prole.

Sarkhan comenzó a transformarse inconscientemente, sin consentirlo, pero se regocijó por volver a sentir las alas en los hombros, las fauces afiladas y compactas, y la emoción de ver el mundo desde la perspectiva de un dragón.

Dio un pisotón con sus afiladas garras y estiró las alas. Iba a unirse a la caza. En aquel lugar y en aquel momento, Sarkhan Vol por fin volaría junto a los dragones de Tarkir.

Batió las alas y se dispuso a levantar el vuelo, pero se detuvo poco después. Una brillante garra mágica surcó el cielo como un relámpago escarlata y se hundió en el costado de la cría que trataba de ganar altura.

El joven dragón chilló de dolor y cayó en picado junto a Sarkhan, para luego desplomarse en el suelo.

La garra roja volvió a arremeter contra él, pero esta vez rajó implacablemente el estómago del dragón, esparciendo sus tripas sobre la nieve.

A continuación, se oyó un rugido y una enorme bestia se abalanzó sobre el dragón: era el felino dientes de sable más grande que Sarkhan había visto nunca. El combate terminó incluso antes de haber empezado.

Sarkhan se quedó de piedra.

―¡Vamos! ¡Huid! ―gritó una voz humana, imponiéndose al clamor de la matanza. Los oídos dracónicos de Sarkhan la percibieron, pero el mensaje carecía de sentido.

»¡Yo los retendré! ―Aquella vez, el hilo de palabras y el tono decidido y firme le devolvieron la consciencia humana.

Sarkhan se giró hacia el origen del grito, mostrando los dientes.

Ilustración de James Ryman

 ―¡Daos prisa! ―gritó una humana desde el centro del valle. Llevaba armadura, una piel de mastodonte le rodeaba el cuello y unos cuernos de dragón le protegían los hombros y los brazos. Ella era la que blandía la garra escarlata.

Mientras ordenaba a los demás que se refugiasen, hundió el arma en el ala de otra cría que estaba devorando a un humano.

El joven dragón se sobresaltó. El instinto le dijo que huyese, pero no pudo levantar el vuelo con el ala desgarrada y comenzó a graznar y a aletear desesperadamente.

La guerrera no perdió el tiempo. En cuanto el dragón se giró hacia ella, le cortó el rostro desde el ojo hasta la mandíbula y la bestia se desplomó sacudiéndose de dolor.

―¡No! ―gritó Sarkhan, que había recobrado su aspecto humano. Las fauces, las alas y el ímpetu dracónicos habían desaparecido; aquella mujer y su bestia se los habían arrebatado.

La humana y su felino se volvieron para acabar con otro dragón, pero no lograron asestar el golpe, puesto que la dominante inundó el valle nevado con una incesante lluvia de fuegodragón.

La mujer escapó de las llamas.

Los supervivientes se dispersaron.

La dominante rugió para que las crías alzasen el vuelo.

Y así, con una oleada de chillidos y batir de alas, la prole desapareció en la noche.

Sarkhan se tambaleó y unas emociones oscuras recorrieron su cuerpo; un fuego colérico le hizo hervir la sangre. Iba a matar a la guerrera; acabaría con ella por aquella afrenta.

Echó mano a su cimitarra y se dispuso a saltar risco abajo, pero algo lo contuvo.

Era una voz. "Cuando los dragones vivían, existía el equilibrio". Era una voz tranquila y amable. "El plano no sentía dolor". Una voz llena de sabiduría. "Cuando los dragones vivían, todos los habitantes de Tarkir eran más majestuosos".

Aquellas palabras lo calmaron.

Observó a la guerrera, la única persona que permanecía en el valle. Estaba usando la brillante garra roja para grabar un símbolo en una gran roca.

La ira de Sarkhan se convirtió... ¿en qué? ¿En asombro? ¿En entusiasmo?

Era majestuosa, más majestuosa que ningún otro humano que hubiese conocido. Era una superviviente... ¡No, una conquistadora que se había enfrentado a los dragones! ¡Había luchado contra ellos! A Sarkhan se le erizó el vello.

Siguió observando a la guerrera del valle, que continuaba marcando las rocas para proclamar su victoria.

Se había ganado el derecho a realizar aquel ritual.

Ilustración de Winona Nelson

―Este lugar es como habías dicho. Los clanes son más fuertes; los humanos, más majestuosos ―dijo Sarkhan volviéndose hacia Narset―. Es perfec... ―Pero ella no estaba a su lado.

Sarkhan asimiló la nueva oleada de dolor.

Ella no tendría que haber muerto.

Debería estar allí para ver el mundo. Merecía admirarlo.

Y así sería. Sarkhan decidió en aquel instante que haría lo necesario para que sucediese. Haría todo lo que estuviese en sus manos para asegurarse de que Narset, cuando volviese a nacer en Tarkir, pudiese ver a los dragones que la estaban esperando.

Sarkhan imaginó el nuevo destino de Narset y sonrió. Prosperaría junto a los dragones, sería más fuerte y majestuosa. Y no moriría a manos de Zurgo, puesto que aquello aún no había sucedido: no se habían cometido errores ni había nada de lo que lamentarse.

El pasado ya no era el pasado. Tan solo había... desaparecido.

Se había ido para siempre. 

Sarkhan sintió que la carga de los años ya no le oprimía los hombros. Quizá fuesen cientos o miles de años, pero él no lo sabía: se habían desvanecido en cuanto cruzó el fuego de Ugin.

Ahora tenía un nuevo porvenir ante él.

Era un nuevo comienzo para un nuevo Tarkir: su Tarkir.


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