Con contribuciones de Mel Li, Kelly Digges, Alison Luhrs, Doug Beyer y Chris L'Etoile.

Historia anterior: Marionetas

Tezzeret ha sido derrotado. Dovin Baan ha desaparecido. El puente entre planos de Rashmi, una amenaza para toda la vida en el Multiverso, ha sido destruido y la inventora ha jurado a su amiga Saheeli Rai que no reproducirá su obra. Ahora, tanto los Guardianes como los habitantes de Kaladesh deben decidir el camino que desean seguir... Si todavía les queda un camino que recorrer.

Para Chandra y Pia, reunidas después de doce años pensando que habían perdido a toda su familia, los días son demasiado breves.


Las instalaciones de Dhund eran una colmena de túneles subterráneos enroscados alrededor de su corazón, bajo la ciudad de Ghirapur. Allí, decenas de informantes, soldados y prisioneros habían convivido en una situación difícil bajo la atenta mirada del señor de la sumisión, Dhiren Baral.

Al menos, así había sido hasta hacía pocas semanas.

Tras una investigación exhaustiva a lo largo de un rastro de labios sellados y manos untadas, el nuevo Consulado por fin había descubierto el alcance de las actividades secretas de Dhund. Poco después, el gobierno había redactado, aprobado y puesto en marcha los planes de reforma.

La mayoría de informantes y soldados habían sido destinados a nuevos puestos por toda la ciudad, mientras que otros habían terminado bajo arresto. Cientos de prisioneros, la mayoría de ellos magos y renegados que habían "desaparecido" tiempo atrás, habían sido liberados en cuestión de horas. Los pasillos de la prisión habían vibrado con los agudos chirridos de las puertas sin engrasar de las celdas, que casi habían ahogado los ensordecedores gritos de alegría de los ciudadanos recién liberados. Todos ellos se habían marchado sin mirar atrás, abandonando lo poco que tuvieran en sus celdas.

A continuación, los capataces habían iniciado la demolición controlada de las instalaciones, a excepción del módulo central, donde aún estaban encerrados los pocos prisioneros restantes. Los potentes martillos neumáticos de los trabajadores habían agujereado las costillas abovedadas de los techos. El granito y el latón de la estructura se habían desplomado con unos estruendos atronadores que habían sacudido distritos enteros de la ciudad.

En cambio, ahora los pasillos estaban desiertos. La reconstrucción se había interrumpido durante dos días festivos en los que Ghirapur se había engalanado de luces y colores. Los festejos celebraban el cambio de liderazgo en el nuevo Consulado, un gobierno que prometía respetar los intereses de los renegados. Un gobierno que incluía a la mismísima líder renegada, Pia Nalaar.

El nuevo gobierno, como había asegurado la cónsul Padeem a las masas con un entusiasmo raro en ella, sería un... "inmenso" avance para Ghirapur.

Dos ritmos de pisadas llenaban el vacío de los restos de Dhund mientras Pia y Chandra Nalaar recorrían los pasillos en ruinas hacia el centro de las instalaciones. A través de los agujeros del techo veían explosiones de brillantes tonos turquesas y remolinos de partículas metálicas que iluminaban el cielo: eran los fuegos artificiales de los desfiles.

—¡Menudos colores! ¿Cómo los han conseguido? —dijo Chandra con admiración—. Ni siquiera en la Fortaleza Keral hacían espectáculos así.

—¿La Fortaleza Peral? —preguntó Pia ladeando la cabeza.

Keral. Es... una larga historia. Luego te la cuento.

—Suena intrigante. —Pia dio un besito a su hija en la mejilla—. En cuanto a los colores, solo hay que añadir un poco de polvo de cobre a la mezcla. Seguro que Oviya puede conseguirte un saco entero.

Unos amplios haces de luz crepuscular penetraban en la penumbra del subsuelo. En las alturas, unas pasarelas arqueadas servían de soporte a una invasión de enredaderas de jazmín y madhavi. Algunos montículos de tierra derrumbada sobre el suelo dañado ofrecían refugio a las plántulas que brotaban allí abajo, cuyas semillas habían llegado flotando en las brisas primaverales.

Chandra echó un vistazo al interior de una celda abierta y se fijó en las cosas que había dejado allí su antiguo ocupante: una mesa de madera con marcas, una vela medio consumida y un par de pequeñas esposas para magos, adaptadas a las muñecas de un niño. Chandra recorrió con los dedos la superficie de filigrana de las esposas, percibiendo la textura amarga de sus recuerdos.

En el pasillo, Pia tanteó el exterior de una tubería de éter con las yemas de los dedos, enguantados en metal. Nada. Llevaba horas vacía, puede que incluso días. Abrió un panel y dentro solo encontró una voluta residual de éter que le encendió las fosas nasales antes de disiparse.

—Lo han redirigido —confirmó con satisfacción—. Camino de Sueldafirme, como habíamos acordado. —Garabateó su firma en una gráfica que lucía la insignia del Consulado.

—Mamá, empiezas a hablar como... —dijo Chandra asomando la cabeza desde el interior de una celda—. Ya sabes... —añadió con un carraspeo.

—Jovencita... —empezó a decir Pia fingiendo molestia.

—... la Cónsul de Abastecimiento —recitó Chandra. Su intento de hablar con formalidad se vio frustrado por una sonrisita burlona.

—Uf... —suspiró Pia, ahora molesta de verdad—. En mi cabeza no sonaba tan mal, pero dicho en voz alta... Anda, ven y echa una mano a Mamá Cónsul.

Las dos se ayudaron mutuamente a trepar sobre los restos de una pasarela derrumbada.

—¿Qué sentiste al reunirte con los otros cónsules? —preguntó Chandra mientras se arrodillaba para retirar una fragante enredadera de jazmín que crecía junto a la pasarela. Cortó una ramita y se la guardó en la muñeca para llevarla consigo.

Miedo.

—¿En serio? —se extrañó Chandra—. Cuesta creerlo después de haberte visto durante la revuelta. ¡Fuiste una maldita heroína! —Chandra enmudeció por un segundo y se puso colorada—. ¡A-aún lo eres! Es solo que... Si yo fuese una gran luchadora como tú... no querría cambiar.

—¿Cambiar? —Pia paladeó la palabra cuando salió de sus labios. "¿Podría recordar los tiempos anteriores a ser la líder renegada?", pensó. "¿Antes de huir de la ley? ¿Antes de que nos pusieran el apelativo de renegados?".

Pia miró de refilón a su hija mientras cruzaban un haz de luz solar que tiñó los cabellos y la armadura de Chandra de un refulgente tono dorado. Seguía siendo su querida hijita... pero también se había convertido en una persona completamente distinta. Chandra, una destructora de titanes, un faro de maná y luz que había estallado fuera del Chapitel de Éter. Una revolucionaria. Una mujer adulta.

—Luchar es lo único que recuerdo —dijo Pia con una risa intranquila—. Pero el mundo ha cambiado. Al menos, espero que lo haya hecho. Yo cambiaré con él y aprenderé cosas nuevas.

Doblaron una esquina y regresaron a las sombras de la prisión. De repente, volvía a ser la Chandra de siempre, con la armadura abollada y arañada y con un trozo del repollo de anoche enganchado en los pelos enredados y encrespados. Pia se lamió la punta de un índice y quitó con mano experta los indecorosos restos de verdura.

El pasillo terminaba abruptamente en el centro intacto de la prisión, el antiguo y amargo corazón de Dhund. Allí, el techo era alto, estrecho y sin ventanas, severo como un puño apretado.

Ante ellas había una gruesa puerta de latón. La reja de metal desgastado estaba bruñida por el uso y cubría un panel de cristal que permitía ver el interior. Junto a la puerta había una placa reciente con un formulario: nombre, fecha de encarcelamiento y turnos de guardia. No se habían registrado visitas.

—Ya he comprobado el flujo de éter. Ahora... —Pia dejó la frase en el aire y se volvió hacia Chandra—. No tienes por qué acompañarme si no quieres.

Chandra dio un repentino y fuerte abrazo a su madre.

—Lo sé, pero quiero pasar todo el tiempo posible contigo. Nadie me separará de ti. —Chandra hundió el rostro en los cabellos de Pia, con aroma a aceite y manzanilla—. Estaré a tu lado, mamá.

Una capa acuosa y cálida nubló la vista de Pia. "Llevaba doce años esperando volver a oír eso", pensó mientras retiraba la humedad con un pestañeo.

Pia se separó de su hija, expulsó lentamente el aire de los pulmones y abrió la reja.

Detrás del cristal había una celda espaciosa e impecablemente limpia. A diferencia de los cubículos de los otros pasillos, este no contenía efectos personales. No contenía nada... excepto a su único ocupante.

Tal vez fuese por la falta de armadura, máscara y armas, pero aquel hombre parecía mucho más pequeño de lo que ambas recordaban.

Una túnica sencilla de tela cubría la figura corpulenta del prisionero. Tenía las manos apresadas por unos grilletes dorados para magos.

Un millar de palabras se arremolinaban en la mente de Pia, pero solo pudo pronunciar una.

—Baral.

Dhiren Baral se volvió hacia la reja. Las consecuencias de la batalla en la planta de éter saltaban a la vista. En su cuero cabelludo enrojecido apenas quedaban mechones de pelo dispersos. Su cuerpo estaba más cubierto de cicatrices que de piel; tenía largas tiras de ellas en las extremidades, como amasijos rosados con manchas carmesí y púrpura.

—Así que los inspectores os envían a vosotras para llevarme a mi ejecución en la arena —dijo Baral con su voz áspera y cavernosa—. Qué apropiado. Yo hacía lo mismo con todos los otros magos.

—La arena ya no existe —negó Pia—. Tampoco los inspectores. Tu condena empieza y termina aquí.

—Eso es ridículo. La seguridad del Consulado y de toda Ghirapur depende de los inspectores. ¿Quién más podrá perseguir a los monstruos?

—Nadie, porque jamás ha habido monstruos —replicó Pia.

—Esto es obra de Baan, ¿verdad? —gruñó Baral—. Esos burócratas cobardes no tienen ni idea de la... escoria que acecha entre ellos. ¡Qué bien vivían mientras yo los mantenía a salvo durante tantos años! Me deben una muerte en la arena. Quiero lo que merezco.

—Lo que tú quieras no importa —respondió Pia llanamente—. Lo importante es hacer justicia. Se acabaron los inspectores, la caza de magos y las ejecuciones públicas. Ya no vivimos en ese mundo.

—Qué sabrás tú sobre "ese mundo". —La voz de Baral se convirtió en un graznido—. ¿Naciste para tener que vivir en la sombra? ¿Para ser un bicho raro?

—Yo, sí —intervino Chandra asomándose a la ventana de la celda.

Desde el otro lado, Baral soltó con esfuerzo una risa sibilante.

—¡Pero si es el pequeño monstruo! Tú y yo tenemos asuntos pendientes.

—No vuelvas a hablarle así a mi hija —le espetó Pia, con los músculos tensos como las cuerdas de una cítara.

—Ya sé cómo podemos poner fin a esto —continuó él sin dejar de dirigirse a Chandra—. Haz las cosas bien por una vez y ayuda a tu mami a no ensuciarse las manos. Piénsalo: tu hoja en mi cuello; mi expresión de dolor cuando reduzcas este cuerpo maltrecho a cenizas. —Los ojos azules de Baral centelleaban en sus cuencas ensombrecidas.

—Chandra, no tienes por qué quedarte a escuchar esto —dijo Pia amablemente—. Él no es nadie para nosotras.

Baral aplastó la cara contra la ventana y estampó un puño en el cristal.

—Ajusta las cuentas. Carne por carne: mi cadáver por el de tu padre... —Una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro.

El aire en torno a Chandra titiló y crepitó. Sus manos se tensaron y se apretaron en sendos puños.

—Un monstruo por otro —añadió Baral. Su sonrisa estiró hilos de cicatrices hacia sus arrugadas mejillas.

—¡No soy un monstruo! —Los puños de Chandra descargaron una llovizna de chispas anaranjadas sobre el suelo.

Pia estrechó a su hija por los hombros y gimió al sentir el calor que desprendían.

—No, no eres un monstruo. Tu padre y yo hemos dedicado nuestras vidas a quienes amamos. A ti, Chandra.

Pia clavó una mirada impasible en Baral.

Él jamás lo entenderá.

Chandra bajó la vista hacia las manos mientras las últimas chispas danzaban hacia el suelo y se extinguían. El calor había intensificado el embriagador perfume de la rama de jazmín que llevaba en la muñeca. Sus pequeñas flores eran pálidas como estrellas en la oscuridad.

—Aguas tranquilas. Un farol que vaga... —murmuró Chandra mientras rozaba con los dedos los pétalos de jazmín.

Cerró los ojos y aspiró lentamente el aroma durante unos segundos.

—Mamá, ¿recuerdas la vieja cantera a la que solíamos ir? La que había en las afueras de la ciudad... —Su voz sonaba melancólica, distante.

Pia dudó por un momento y luego asintió, un poco insegura.

—Algún día tenemos que volver —dijo Chandra con el mismo tono ausente.

Entonces miró a Baral a los ojos y su expresión se endureció.

—Que te den —le espetó—. No te debo nada.

La sonrisa crispada de Baral se resquebrajó y se desdibujó.

—¡No! Yo cómo tiene que acabar esto —siseó mientras las espeluznantes venas púrpuras de su cuello palpitaban contra la fina piel. Unos destellos de luz azul chisporrotearon y se extinguieron en sus manos apresadas.

—Mi hija y yo no volveremos a verte —afirmó Pia—. Te quedarás aquí y caerás en el olvido. —Cerró la reja de la celda de un portazo—. Esto es tu fin, no el nuestro.

Se oyeron ruidos sordos al otro lado del cristal: los puños del antiguo inspector golpeaban la ventana inútilmente.

Chandra arrancó una flor blanca de la rama de jazmín y la dejó al pie de la puerta.

—¿Qué es eso? —preguntó Pia.

—Es de parte de... una amiga ―explicó Chandra.

Pia estrechó la mano de su hija y la apretó con fuerza mientras ambas daban la espalda a la celda. Frente a ellas, la luz del sol bañaba los pasillos en ruinas. Los aullidos de la voz detrás del cristal eran diminutos en el vasto vacío de Dhund. Pocos pasos después, el sonido de los festejos en las calles ahogó todo lo que habían dejado atrás.


En el patio trasero del ático de Yahenni, Gideon estaba sentado en un banco curvo y sonreía.

Los amigos y aliados que compartían la mesa tenían un aspecto fúnebre. En el piso de arriba, Yahenni se estaba preparando para morir.

No, lo que se preparan son los cadáveres. Yahenni se estaba vistiendo para su propio velatorio. A juzgar por la música amortiguada que llegaba de arriba, su penúltima fiesta por fin estaba a punto de comenzar, después de un largo aplazamiento.

No parecía un momento apropiado para sonreír, después de todas las batallas en las hermosas calles de Ghirapur, de la huida de Tezzeret, de las imprudencias, temeridades y... Bueno, de Chandra, en general. Y ahora, la vida de Yahenni tocaba a su fin. A pesar de todo, incluso en aquel patio donde solo sus amigos podían verle, Gideon sonreía.

Cuando tus camaradas caen, llevas su armadura a casa. Pero ¿y si con su último aliento, o con su equivalente, tus camaradas te piden que sonrías mientras lo haces?

Entonces, sonríes. Das ejemplo a los demás. No finges: lo haces con sentimiento, tanto si quieres como si no.

Nissa guardaba silencio. Al menos pensaba ir a la fiesta, lo que era un avance. Ya había curvado hacia arriba un lado de la boca, aunque fuese por la fuerza; eso también era un avance.

Jace y Liliana se sentaban juntos enfrente de Gideon, al otro lado de la mesa, y fingían ignorarse mutuamente. Jace estaba pensativo y trazaba patrones en la mesa con un dedo, inquieto. Liliana estaba echada hacia atrás y daba pequeños sorbos a una bebida que se había llevado del piso de abajo; incluso su habitual sonrisa altanera parecía un poco vacua.

Por último estaba Ajani, sentado junto a Gideon. Sus facciones felinas le resultaban ilegibles, pero tenía los anchos hombros caídos, las orejas gachas y el ojo azul perdido en algún lugar muy muy lejano.

"Cuando lloras la pérdida de alguien, no dejas atrás a esa persona", había dicho Hixus una vez a Gideon. "La llevas contigo. Pero cada persona solo puede resistir hasta cierto punto".

Un pequeño meteoro aterrizó en el banco junto a Gideon y estampó en la mesa un vaso lleno de un líquido espeso, entre amarillo y naranja.

—¡Te he traído lassi! —anunció la jovial Chandra—. Ya han servido la comida, ¡tienes que probar esto!

Gideon bajó la vista hacia ella y la piromante se sonrojó: en la otra mano tenía un segundo vaso de lassi... que ya estaba medio vacío.

—Toma, es... bueno para la salud —insistió Chandra—. Tiene yogur y más cosas.

Gideon probó un sorbo.

—Gracias, está muy rico.

Estaba muy rico. Muy dulce, pero rico.

Nissa y Jace no estaban de humor para probarlo. Ajani no podría beberlo. A Liliana quizá le hubiera gustado, pero ya tenía una bebida. Y Chandra, al ofrecerle la bebida a él, había mencionado directamente a los beneficios para la salud sin hablar del sabor. Poco a poco, seguían conociéndose mejor unos a otros.

—Por cierto —continuó Chandra—, Depala dice que faltan unos diez minutos para la entrada triunfal de Yahenni. Vamos a estar todos allí, ¿no?

—Claro que sí —aseguró Gideon.

Los demás asintieron con diversos grados de sinceridad.

—Es lo mínimo que le debemos a Yahenni —dijo Nissa.

Gideon carraspeó antes de tomar la palabra.

—Ya que estamos reunidos y tenemos algunos minutos antes de ir, deberíamos tratar ciertos asuntos, por si terminamos separándonos durante la celebración.

Se puso en pie y alzó el vaso de lassi.

—Por los amigos que hemos perdido. —Se volvió hacia Ajani—. Y por los que hemos conocido.

El grupo murmuró con aprobación.

Gideon posó una mano en el hombro del leonino.

—Los cinco estamos unidos por un juramento. Todos nosotros, cada uno por nuestras propias razones, hemos jurado mantener la guardia. Contra las amenazas. Contra los villanos. Aquí hemos encontrado uno. Uno contra quien ya montabas guardia.

Miró a los demás en busca de su beneplácito. Nissa, Jace y Chandra asintieron. Liliana se encogió de hombros.

—Nos honraría contar contigo entre nuestro grupo —afirmó Gideon.

El hombre felino dejó escapar un suspiro.

—En caso de...

Y guardó silencio. Gideon trató de no parecer demasiado expectante para no influir en su decisión. Tenía que hacerlo por voluntad propia.

—Acepto —dijo Ajani con llaneza—. Será... un honor. ¿Debo hacer un juramento?

La pregunta arrancó una sonrisa a Jace.

—Es bastante improvisado. —Se llevó los dedos a la sien—. Puedo mostrarte los fundamentos, si quieres.

Ajani asintió y una de sus orejas se levantó de golpe cuando Jace susurró las instrucciones telepáticamente. Entonces, el leonino bajó la cabeza.

—He visto... —empezó a decir, pero entonces se le quebró la voz.

Liliana apartó la mirada, repugnada. O avergonzada.

—No tienes por qué hacerlo ahora —ofreció Nissa.

—No —respondió Ajani—. No. Esto es lo apropiado.

El leonino respiró hondo.

—He visto tiranos cuyas ambiciones no conocen límites. Seres que se proclamaban dioses, o magistrados, o cónsules, pero que solo pensaban en sus propios deseos, no en los de aquellos a quienes gobernaban. Naciones enteras engañadas. Civilizaciones llevadas a la guerra. Gente que solo intentaba vivir en paz... a la que hicieron sufrir. Gente que... murió.

La mano izquierda de Ajani apretó con fuerza el dobladillo de su capa. Gideon se fijó en que las puntadas lucían el estilo característico de Bant. Además, era demasiado pequeña para el leonino. ¿Qué y a quién llevaría consigo el gran felino?

—Nunca más —aseguró Ajani—. Hasta que todos encuentren su lugar, mantendré la guardia.

Hubo rumores de concordia y aprobación.

—Gracias —dijo Ajani—. Y ahora, como has dicho, hemos topado con villanos. ¿Qué pensáis hacer al respecto?

Liliana les había relatado su conversación con Tezzeret y había mencionado un plano llamado Amonkhet.

—Tenemos que detenerlos —respondió Gideon—. Tezzeret es demasiado peligroso como para dejarlo libre y, por lo que habéis dicho, Nicol Bolas es aún peor.

—Odio estar de acuerdo contigo —dijo Liliana—. Me perturba.

Gideon se lo tomó como una chanza. Era mejor que sentirse ofendido.

—Debemos hacer algo —secundó Jace a ambos—. Puede que hayamos destruido el puente entre planos de Tezzeret, pero las maquinaciones de Bolas están a otro nivel. Trame lo que trame, seguro que tiene planes de contingencia, porque... ―Calló de pronto―. Porque yo lo haría. Y él es mucho más inteligente que yo.

Gideon sintió un escalofrío. El único ser del que Jace había hecho un comentario similar hasta entonces era Ugin, otro dragón anciano cuyas intenciones, aunque aparentemente menos egoístas que las de Bolas, resultaban en extremo inhumanas.

Gideon se dirigió a Liliana.

—¿Qué sabes acerca de Amonkhet?

Liliana pestañeó lentamente, tan sorprendida como dejaba ver. "Sí, confío en que nos informes", pensó Gideon.

—Me temo que no mucho —respondió ella—. El dragón ejerce un control total sobre el plano. Por lo que sé, él mismo lo creó.

—¿Lo creó? —preguntó Nissa con incredulidad—. ¿Tan poderoso es?

—"Antaño éramos dioses" —recitó Liliana—. Eso me dijo una vez. Antes de que las cosas cambiaran, los Planeswalkers más poderosos podían hacer prácticamente lo que les placiera y algunos incluso creaban sus propios mundos. Yo no llegué a hacerlo, he de decir.

—O sea, que Amonkhet es un lugar muy desagradable —dijo Chandra—. Da igual. Yo digo que vayamos allí y demostremos a ese dragón lo que ocurre cuando te metes con mi hogar.

—No —sentenció Ajani.

Cinco miradas se volvieron hacia él.

—No podemos adentrarnos en la guarida de Nicol Bolas y esperar derrotarlo —argumentó el leonino—. Ya luché contra él en una ocasión. Incluso gané. Pero solo fue porque Bolas estaba tratando de dominar unas fuerzas mágicas caóticas a la vez que se enfrentaba a mis habilidades aún desconocidas para él.

—Lo sorprendiste con la guardia baja —observó Jace—. Es lo que proponen hacer los demás.

—¿Dices que lo derrotaste? —preguntó Chandra.

—Hice trampas —reveló Ajani—. Ahora me conoce y sabe de qué soy capaz. Además, en aquella ocasión luchamos en un caos etéreo conocido como el Remolino, un lugar completamente hostil para los dos. Vosotros pretendéis plantarle cara en un lugar donde dispone de todo su poder. Es una mala idea, incluso aunque no haya tomado medidas específicamente contra nosotros.

—No eres el único que se ha enfrentado a él y vive para contarlo —dijo Jace—. Es un telépata increíblemente poderoso y le tengo tanto miedo como el que más, porque sé de qué es capaz. Pero, Ajani, no sabes de qué somos capaces nosotros e intuyo que él también lo desconoce.

—Yo entré en una de sus guaridas —añadió Liliana—, pero aquí estoy.

Jace se puso en tensión al oírlo, pero no dijo nada. ¿Todavía ocultaban algo?

—No necesitamos derrotarlo en una confrontación directa —continuó Liliana—. Podemos frustrar sus planes, separarlo de sus secuaces.

—Hay otra alternativa —afirmó Ajani—. Nicol Bolas tiene muchos enemigos y nosotros tenemos muchos amigos que podrían acudir en nuestra ayuda. Dadme tiempo para reunir a algunos de ellos y partid en busca de vuestros aliados. Descubriremos qué trama Bolas en realidad y buscaremos el mayor punto débil de sus planes.

Aquel argumento agradó a Gideon. También agradaría a Jace. Estaba claro que Ajani sabía lo que hacía.

—En eso llevas razón —valoró Jace—. No sabemos nada sobre los planes de Bolas. Quizá deberíamos reunir información sobre Amonkhet y traer a nuestros aliados de otros...

En el piso de arriba, todo el mundo coreó el nombre de Yahenni. Había llegado el momento.

Las miradas del grupo convergieron en Gideon.

—He escuchado tus argumentos —dijo al leonino—. Los de ambos. Pero creo que no tendremos una oportunidad mejor para enfrentarnos a Bolas.

—Volverá un mundo entero en vuestra contra —protestó Ajani alzando la voz y poniendo las orejas planas—. ¡Haréis que muera gente!

Gideon no se amedrentó. Por el rabillo del ojo, vio a Jace encogerse.

Un felino enojado de unos ciento cuarenta kilos se puso en pie y miró a Gideon desde arriba. ¿Se sentiría Jace igual cuando él mismo se enfadaba?

—Lamento el arrebato —se disculpó Ajani.

—Te entiendo perfectamente —respondió Gideon—. No fingiré que es una decisión fácil.

El ojo azul claro de Ajani miró a todos uno a uno.

—Por favor, no vayáis a Amonkhet. Todavía no. Permaneced aquí o id a otra parte en busca de aliados. Mañana podemos elegir un lugar de encuentro. Nos reuniremos allí dentro de pocas semanas, presentaremos a nuestros aliados, compartiremos opiniones y trazaremos un plan.

Permaneció de pie, en silencio.

—Agradecería pasar unos minutos a solas antes de la fiesta.

Ajani se alejó de la mesa, pero Chandra se levantó y corrió a darle un fuerte abrazo, que el felino le devolvió.

—Me alegro de que estés con nosotros —dijo ella—. Das unos abrazos de primera. Incluso eres más grande que Gid, y hasta... más peludo.

Liliana dejó escapar una risita.

—Y tú eres un tierno y reconfortante fuego del hogar —respondió Ajani—. La vida de tu madre sería fría sin ti, candelita.

La sonrisa de la piromante se desvaneció y Ajani se marchó. Chandra se dejó caer en el banco junto a Gideon.

—Bueno... —dijo él en voz baja—. ¿Qué pensáis vosotros? ¿Ajani tiene razón? ¿Necesitamos más información y aliados antes de ir a Amonkhet?

Hubo un momento de silencio sepulcral.

—No —dijo Chandra por fin—. Hemos vencido a tres Eldrazi y a Tezzeret. Podemos ir allí y darle duro a ese dragón.

—Opino lo mismo —secundó Liliana—. La idea no me entusiasma, pero con Bolas maquinando y Tezzeret suelto, no esta... No estaremos a salvo en ninguna parte.

—También creo que no conviene esperar —terció Jace—. Confío en el buen juicio de Ajani y sus temores están justificados, pero se equivoca. Nicol Bolas es más astuto que nosotros. Dediquemos el tiempo que dediquemos a prepararnos, él lo hará mejor. Tienes razón, Gideon: esta es nuestra oportunidad. En cuanto Tezzeret le diga lo que ha ocurrido aquí, perderemos la única ventaja que tenemos.

Jace y Chandra estaban de acuerdo en algo. Eso sí que era perturbador.

Gideon miró a Nissa.

—No estoy segura —dijo ella—. No conozco a Nicol Bolas. Tampoco conozco Amonkhet. Pero... nos conozco a nosotros. Si todos creéis que podemos lograrlo, yo también creeré en ello.

—Ajani tiene miedo, Gideon —añadió Liliana—. Cree que tuvo suerte cuando sobrevivió a su enfrentamiento con el dragón y le aterra volver a plantarle cara.

"¿Miedo?", pensó él. Si Liliana no percibía la angustia del leonino, Gideon no faltaría a la intimidad de Ajani hablando de ello.

—No sigas por ahí —le dijo—. No asumas que conoces las cosas por las que ha pasado.

Los ojos violetas de Liliana se clavaron en él.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —intervino Jace para cambiar de tema por Liliana.

—Sí —confirmó Gideon—. Sean cuales sean los planes de Nicol Bolas en Amonkhet, los llevará a cabo tanto si intervenimos como si no. No seremos de ayuda a nadie si nos mantenemos al margen. También creo que tienes razón, Jace: no podremos averiguar qué trama el dragón antes de que él adopte medidas contra nosotros.

Gideon se puso en pie.

—Mañana elegiremos un punto de encuentro. Nos reuniremos allí con Ajani... después de enfrentarnos a Nicol Bolas.

—Venga, pues se acabó la discusión —dijo Chandra—. ¡Todos a la fiesta! ¡Sonreíd!

Gideon la siguió escaleras arriba con una sonrisa en el rostro.


Me acicalo por última vez.

Mi amable, atenta y querida Depala me pone mi capa favorita y la abrocha con mi prendedor favoritísimo. El sol poniente ilumina el baúl dorado en el rincón opuesto de mis aposentos y la luz cálida se refleja por toda la estancia. Las motas de polvo atrapan la penumbra (qué puesta de sol tan encantadora para una despedida) y el único ruido que se escucha en la habitación son los suaves ronquidos de la hiena de Depala (Cigüeñal es una buena chica, vaya si lo es). Me quedan cuatro horas de vida y mi penúltima fiesta (totalmente preparada) comenzará en cuanto baje por las escaleras.

—Listo —me asegura Depala tras ajustar el prendedor—. Tienes un aspecto fabuloso, Yahenni.

—Como siempre, cariño —resuello.

La risa de mi mejor amiga suena un poco vacía. Su sonrisa es triste.

—Ha llegado mi hora, Depala —afirmo.

—Me preocupaba que nunca llegaras a decirlo.

Supongo que a mí también me preocupaba un poco.

—¿No quieres posponerlo? —pregunta con la frente arrugada.

―No. El beneficio a corto plazo no compensa las repercusiones a la larga, etcétera, etcétera.

—Tú y tus inversiones...

Al fin sonríe de verdad. No necesita saber nada más. No merece la pena conseguir unos pocos días cada pocos días si voy a sentir que muero igualmente. Incluso si solo matara seres que no fueran personas, sé que nunca podría sacarme de la cabeza el recuerdo antiguo de los gritos de mi amiga. Yo decido quién quiero ser, con mis propias condiciones. Y no quiero ser alguien que mata para vivir.

Die Young
Tempus fugit | Ilustración de Ryan Yee

—Enfrentémonos a la música, cariño.

La sonrisa de Depala se ensancha hacia las mejillas y mi amiga va a buscar los soportes para las piernas. Me levanta (seguro que a estas alturas peso menos que un bandar) y me coloca sobre ellos. Entonces ajusta las correas alrededor de lo que queda de mis piernas y vuelvo a estar de pie ante la puerta.

El marco se cierne sobre mí.

Es de buena madera oscura e incluso puedo ver mi reflejo en el barniz.

Nunca me había fijado en lo grande que era la puerta.

Depala se acerca para abrirla. Se detiene. Siento que proyecta una pregunta tentativa, en silencio. La entiendo. Me he mentalizado. Asiento.

Mi amiga abre la puerta y estoy a punto de caer hacia atrás ante la tormenta de emociones que me golpea.

¡FELIZ PENÚLTIMA, YAHENNI!

Me zambullo en un monzón de júbilo afrutado y floral. El amor de mis amigos me impregna y no puedo evitar reír de placer.

Mi familia etergénita se acerca primero. Celebramos breve y silenciosamente nuestra dicha compartida. La conversación empática es agradablemente rápida y privada. Nuestro apoyo alimenta nuestro amor mutuo. Las familias etergénitas son, ante todo, ciclos sin fin que nunca dejan de nutrirse a sí mismos. Son la energía más limpia que pueda existir.

Cuando echo un vistazo alrededor, por fin percibo cuánta gente ha acudido. Mi casa está llena hasta la bandera. La música en directo llega desde el patio inferior y vibra con la alegría colectiva que solo se puede experimentar en una penúltima fiesta.

Creo que es un momento adecuado para realizar las buenas acciones del día. Saco una lista del bolsillo. La fiesta enmudece y me mira mientras me yergo (mááás o menos) en el centro de la sala.

—¡A mi familia etergénita...! —anuncio—. ¡Le dejo la mitad de mis ahorros!

Mis parientes gritan de alegría y se dan palmadas en la espalda mientras proyectan hacia mí un tímido "aydeverdadquenoteníasporquéperoGRACIAAAAS" con regustillo a pan recién horneado.

Con la voluntad en un puño, señalo hacia la multitud con lo que queda del otro (dos dedos menos, ¡faltan tres!).

—Y la otra mitad de mis ahorros es... ¡para ti, humano o humana de buen comer, con la bufanda roja!

La persona aludida se sobresalta junto a la mesa del banquete, con la boca llena de gulab jamun, y se señala tímidamente.

—¿Eres Sana Ahir, de diecinueve años? ¿Lograste el tercer puesto en la categoría de diseño aeronáutico? —confirmo.

Mientras asiente despacio, sus ojos empiezan a hacer chiribitas.

—¡Maravilloso! ¡Pues la otra mitad de mis ahorros queda destinada a tu investigación!

¡Ay, pobre, que casi se me desmaya de la emoción! La multitud estalla en un coro de risas y regocijo. Somos un bucle infinito de sensaciones positivas.

Percibo una presencia familiar subiendo por las escaleras y pido a dos parientes que traigan a los recién llegados hasta mí. La multitud empieza a dispersarse por la fiesta y, momentos después, recibo los apoyos de la vanguardia conocida como los Guardianes (los guardianes de qué exactamente, eso ya no he llegado a preguntarlo). Camino hacia ellos y cargo mi peso sobre el soporte izquierdo.

Chandra viene en cabeza. Estrena un sari nuevecito, aunque las galas hacen poco por disimular los moratones y cortes de las batallas recientes. Aun así, sonríe con orgullo y agotamiento. Una lectura rápida me revela que ha estado en otras penúltimas fiestas y sabe que son ocasiones alegres.

Los demás, en cambio... Uf. Chandra no debe de haberles explicado muy bien en qué consiste una penúltima fiesta. Jace y su olor a lluvia desprenden un "HOLA, ME SIENTO INCÓMODO" tan intenso que todos los émpatas de la sala se han vuelto para echar un vistazo. El felino bípedo de atrás (pobre, tiene el corazón lleno de una angustia todavía reciente) parece listo para romper a llorar en cualquier instante. Los demás se encuentran visiblemente incómodos, aunque Gideon está un tanto más aclimatado.

—¡Menudas caras traéis! —resuello en tono jocoso—. ¿Se ha muerto alguien o qué?

A Liliana le ha hecho gracia, pero los otros solo ponen muecas raras.

Suelto una risita y parte de la cara se me cae a trozos.

El enorme felino en la retaguardia del grupo se acerca y se arrodilla hasta mi altura.

—Me llamo Ajani. ¿Podemos hacer algo por ti en este momento de necesidad?

Oooh, qué ricura.

—Estáis en mi fiesta, así que debéis obedecer mis normas. Quiero que todos os divirtáis mientras me despido de todo el mundo. ¡Tenéis que pasarlo bien! ¡Eso es lo más importante!

Ajani asiente con sinceridad y percibo la sonrisa de Chandra incluso antes de que la manifieste.

—¿Quieres que te eche una mano? —me pregunta.

—¿Para despedirme de la gente?

—¡Para divertirte!

Reflexiono sobre ello durante un segundo entero.

—Venga, por qué no.

—¡Pues te vienes conmigo!

Chandra se agacha como una centella y me sube a sus hombros. Mis soportes caen al suelo y suelto un grito de diversión.

—¿Adónde vamos, artista de la pista? —me pregunta sonriendo con todo el rostro.

—¡ADELANTE! —grito señalando a la multitud al otro lado de la sala.

Chandra me lleva a caballito durante unos minutos. A veces echa a correr y otras finge perder el equilibrio, pero no deja de chillar conmigo en ningún momento. Cuando empieza a quedarse sin aliento, bosteza de cansancio y me deja en manos de Gideon, que me lleva bajo el brazo como si fuese un saco de verduras mientras nos reímos a carcajada limpia. El grandullón me entrega a Depala, quien me lleva corriendo de un lado a otro con los brazos en alto.

Durante los viajes por toda la sala, no paro de desternillarme y continúo anunciando mi testamento.

—¡Depala, cariño, tú te quedas con mi cartera de inversiones!

Mi amiga lo celebra estampándome un beso en la mejilla que me queda y luego me pasa otra vez a Gideon.

—¡Oviya, vieja fiera, a ti te dejo mi automotor! —En alguna parte entre el gentío, señora Pashiri grita que lo cuidará con esmero.

Después de un buen rato yendo de aquí para allí y despidiéndome de todos, capto un olor empático a flor de naranjo. Señalo a Gideon hacia el origen del aroma y el humano me deja en un sillón junto a Nissa, que sonríe con timidez.

—¡Nissa! Nissanissanissa, ¿a que tú también quieres llevarme en volandas?

La elfa niega con la cabeza.

—Prefiero sentarme contigo. ¿Sientes dolor?

—Un poco —confieso—, pero no tanto como para no ignorarlo.

Me mira de arriba abajo y levanta una mano. Una corriente de energía que me resulta familiar fluye hacia mis piernas casi desintegradas. Suspiro de alivio. Es tan agradable como la última vez. No me sana... pero ayuda.

Percibo algo extraño agitarse en el interior de ella.

A Nissa no le entusiasma hablar, lo que no tiene nada de malo. Puedo deducir del silencio de mi amiga todo lo que necesito, mientras ella continúa canalizando éter.

Notas superficiales: tristeza, confianza, flor de naranjo (normal en su aroma psíquico) y una corriente fresca (qué curioso, esto parece nuevo).
Cuerpo principal: miedo cenagoso y antiguo. Una mácula blanquecina y antinatural en los bordes.
Notas fundamentales: jungla profunda y familia. No, no familia. ¿Afinidad? Un vínculo sin palabras, pero sin el desafío y la brillantez electrizante de ser una persona.

Cierro mis sentidos. Le entristece perderme porque ha tenido pocas amistades como la mía.

No. Eso es incorrecto. No ha tenido ninguna amistad como la mía.

Puedo sentir que antaño, hace mucho tiempo, Nissa desconfiaba de la gente que no comprendía. Es un eco lejano, pero puedo percibir cuánto miedo sentía y cómo ese miedo le impedía acercarse a los demás.

Hasta que conoció a los Guardianes. Hasta que me conoció a mí.

Agradezco que no tratara conmigo evocando estas sensaciones remotas. También agradezco que no me utilizase como un cuenco en el que derramar la culpa por sus acciones del pasado. Ella prefiere resolver sus problemas por cuenta propia, sin necesitar mi aprobación. Otras personas menos fuertes la habrían buscado, pero ella jamás se lo plantearía. Ella observa y crece por sí misma, con la meta de ser mejor persona.

Es extraordinaria.

El flujo de energía se interrumpe. Mi dolor ha desaparecido y Nissa me mira con una sonrisa, sin ser consciente de lo que he aprendido.

—Se nota que estás mucho más a gusto en las fiestas —comento con retintín.

—No dan miedo cuando te familiarizas con ellas —dice encogiéndose de hombros.

Su respuesta podría parecer subconsciente, pero entiendo lo que intenta decir.

—Me he dado cuenta... de que quiero conocer mejor las cosas que no he visto nunca —continúa—. Si las comprendo, no tendré miedo de ellas.

Su corazón es una enramada de humildad y flores de naranjo.

—Quiero darte algo —le digo en voz baja. El humor de Nissa se avinagra—. Sé que odias los regalos, pero eso es absurdo, así que acepta esto.

Busco debajo de mi camisa y saco un collar con un colgante.

—La cadena es de oro de las montañas. Y supongo que el zafiro del centro del colgante también procede de Lathnu. No lo lleves a la vista, no vaya a ser que algún mangante intente quitártelo.

Nissa recoge el collar entre sus delicadas manos. Después de pasárselo por la cabeza, lo esconde bajo el cuello de su abrigo.

—Es una tradición dar este tipo de cosas a alguien que añora su hogar —resuello. Percibo cuánto significa el gesto para ella y me deleito en nuestro pequeño bucle de optimismo.

—Gracias, Yahenni. Ojalá tuviera algo que ofrecerte a cambio.

—Puedes darme lo que quieras, siempre y cuando no tenga que llevarlo a cuestas.

Reflexiona por unos segundos.

—¿Te gustaría oír un secreto?

—Por supuesto.

Ante mí veo a una elfa con una sonrisa traviesa, pero detrás de su rostro percibo un inmenso árbol de felicidad íntima que medra ante la expectativa de la revelación.

—Tu mundo es uno entre un mar infinito de ellos.

¿Eh?

—Es un único granito de tierra en un campo interminable. Y cada uno de esos granitos es un mundo distinto.

Sus emociones vibran con sinceridad. Todo lo que dice es cierto. ¿Cómo...?

—Hay algunas... personas... que pueden viajar entre esos mundos.

Me ha mirado con complicidad al decir la palabra "personas". Sinceridad, sinceridad, sinceridad cobriza y cálida. ¿Qué me está...?

—Esas personas viajan a lugares muy lejanos y muy distintos de sus hogares. También comprenden que todos somos partes minúsculas de un todo inmenso y complejo. Sin embargo, el espacio entre esos mundos, la sustancia que une cada uno de esos universos, es la misma sustancia que compone a los etergénitos. Lo que te compone a ti existe mucho más allá de Kaladesh. eres lo que une el Multiverso.

Por un momento, me quedo sin palabras. Necesito asimilar la magnitud de lo que Nissa acaba de revelarme. Por fin encuentro una respuesta.

Lo sabía.

Omniscience
Omnisciencia | Ilustración de Jason Chan

Nissa sonríe. Levanto la vista con asombro hacia el techo. Me siento insignificante. Me siento sobresaliente. Me siento como si hubiera recibido el regalo más importante de mi vida.

—Entonces... ¿de dónde eres en realidad? —consigo preguntar por fin.

—El mundo del que provengo se llama Zendikar.

—¿Hay etergénitos en Zendikar?

—No, pero hay seres elementales que son similares a tu especie. También hay vampiros que guardan cierto parecido, pero tus semejantes y tú sois mucho más agradables.

—Y ¿cómo es el paisaje?

—Allí, la tierra camina.

—¡¿QUÉ?!

Hablamos, hablamos y hablamos. Al final, Nissa se fatiga de tanto charlar. Todo este tiempo, mi cabeza ha dado vueltas por la emoción de este triunfo. He logrado que esta increíble persona alejada de su hogar se sienta tan a gusto como para compartir conmigo el más increíble de los secretos. ¡Qué gran victoria!

Veo a Depala por el rabillo del ojo y recuerdo lo que debo hacer. Depala trae a mi familia etergénita para que me lleve a la azotea una última vez.

—Nissa, me temo que debo despedirme. Te invito a hacerme compañía en la azotea, si quieres.

Sus sentimientos son una catarata de emociones.

—No —responde finalmente—. Debería quedarme aquí. Adiós, Yahenni.

Sentada en el sofá, parece muy pequeña. Esculpo en mi mente la imagen de ella mientras se gira para mirarme.

—Hasta la vista, cariño.

Nissa sonríe con tristeza y mi mente queda atrapada en el remolino del regalo que me ha dado. Qué obsequio tan increíble para una penúltima fiesta...

Mi familia levanta mi silla, me imbuye de condolencias y compasión y me lleva a la azotea.

La Panconexión describe una resplandeciente curva cerúlea en el firmamento. Cientos de astros brillan intensamente sobre las luces de la ciudad y mis seres más queridos se han sentado en torno a un lecho vacío, aguardando mi llegada. Es un cielo increíble, un lienzo de tonos violetas y azules, éter y estrellas. Una noche preciosa para una despedida.

La familia que me rodea proyecta consuelo y paz. Sus sentimientos hacen efecto y me sumo en una sensación de sosiego. El universo es inmenso y yo soy una parte ínfima de él. Nissa me ha hecho el mayor regalo que jamás he recibido.

Miro a los ojos de los seres queridos que me rodean. Les he ofrecido todo lo que he podido ofrecer y su alegría inunda hasta la última parte de mí. Nuestro ciclo está completo.

Me despido amablemente de mis congéneres. Me tomo mi tiempo, siento todo lo que ellos sienten en agradecimiento, disfruto de cada individuo mientras les miro y les deseo lo mejor. Nadie llora y todo el mundo promete emplear mi legado para ayudar a los próximos etergénitos que se manifiesten. Utilizo mis últimas fuerzas para bajar la mano y rascar a la hiena de Depala detrás de las orejas. Todo el mundo es feliz. Todo el mundo sonríe. Todo el mundo promete continuar festejando cuando me vaya.

Siento la corriente de mi ciudad mientras se eleva hacia la próxima eternidad. Pienso en el granito de tierra al que llamo hogar y en los mundos infinitos más allá de todo lo que conozco.

Mis amigos dicen que todo irá bien. Ha llegado el momento. Ya puedo soltarme.

Y así hago.

Me estremezco

y me libero

(es maravilloso)

Me disipo en el cielo infinito

y,

triunfalmente,

toco a mi fin.


—Tendría que haber vuelto antes —dijo Chandra.

La piromante cargaba con una cesta llena de plaquetas cerámicas mientras acompañaba a su madre, que llevaba su caja de herramientas. Desde un andén de la estación de Aradara, Pia señaló hacia una callejuela y las dos se encaminaron hacia allí.

—No fue culpa tuya. Además, no habrías podido... regresar en cualquier momento.

—La verdad es que sí. —Chandra tragó saliva.

—Mm. —Su madre levantó la caja de herramientas al doblar una esquina—. Bueno, tampoco lo sabías.

—Pero debería haberlo imaginado. No sé cómo, pero... Tendría que haber sentido las vibraciones maternas a través del éter.

—¿También puedes hacer eso? —se extrañó Pia.

—¡Claro que no!

—Vaya. En fin, es una lástima. Mis vibraciones maternas habrían podido ser muy reconfortantes.

—Sí que lo habrían sido... —Chandra pegó un puntapié a una piedra.

—Entonces, ¿qué puedes hacer? ¿Qué se siente... al ser como tú? Puedes viajar lejos de casa. ¿Cómo es posible?

Chandra rio tristemente.

—Se lo has preguntado a la persona equivocada.

—Pero... puedes hacerlo fácilmente, ¿verdad? Como cuando usas tu fuego.

—No es como mi fuego. Bueno, no exactamente. Pero puedo ir a otros mundos. Soy capaz de hacerlo desde aquel día en la arena. Es un don distinto. —Chandra notó que su madre la miraba fijamente. No era por su preocupación maternal, sino por su interés como ingeniera de tópteros. Su madre siempre había disfrutado desmontando máquinas y viendo cómo funcionaban—. ¿Quieres saber cómo funciono?

—Solo pregunto si podrías darme unos planos detallados.

—No es una cuestión mecánica. Es más bien... como cuando desenfocas la mirada y distingues patrones que no estaban ahí antes.

Su madre bajó los hombros, decepcionada.

—O como cuando no prestas atención a los ruidos en la estación de tren y, por un momento, todos se sincronizan y componen una melodía.

—Las metáforas no sirven para hacer planos —se quejó Pia.

—Es lo más preciso que puedo decirte —dijo Chandra encogiéndose de hombros—. No sé por qué soy así ni cómo llegué a serlo.

Doblaron otra esquina y encontraron el lugar. El mural de Kiran. El mosaico deteriorado mostraba un antiguo retrato del padre de Chandra; era uno de los muchos mosaicos de inventores conocidos que había por la ciudad, probablemente creados por algún admirador. Era lo más parecido que tenían a una tumba, a un lugar donde su recuerdo perduraba en la ciudad.

El retrato tenía puntos vacíos y grietas debido a la falta de cuidados durante años. Chandra dejó la cesta en el suelo y se puso manos a la obra, seleccionando plaquetas de los tonos adecuados.

Pia las partió con sus alicates y les dio las formas correctas. Aplicó masilla en los huecos con un dedo enguantado y Chandra colocó las teselas en su sitio.

Trabajaron en silencio durante un tiempo. No hubo lágrimas. De hecho, Chandra disfrutó con la sencillez del trabajo manual. Le resultó agradable ayudar a su madre y ensuciarse las manos para reconstruir algo en medio de Ghirapur. Era una labor creativa sin interrupciones. Cuando Chandra encajó una pieza rectangular y completó una de las cejas de su padre, hizo una pausa y lo miró a los ojos.

—Voy a quedarme —dijo.

―¿Qué?

—Quiero quedarme. Aquí, en Kaladesh. Contigo.

—Creía que... —dudó Pia—. Me darías una gran alegría, hija, pero no crees que...

—Viviré aquí y volveremos a estar juntas. —Chandra rellenó un hueco en las lentes de Kiran con una tesela roja—. Como una familia.

Su madre guardó silencio durante tanto tiempo que Chandra dejó de prestar atención al mosaico y se volvió hacia ella.

—¿Qué pasa, mamá?

El rostro de Pia semejaba una cortina cerrada.

—No vuelvas a hacerme pasar por ello, Chandra.

—¿A pasar por qué?

—Mi corazón solo puede resistir hasta un límite.

—Mamá, por eso quiero quedarme.

—No te quedarás. No me digas eso. Estás complicando las cosas más de lo necesario.

—¿Complicando qué? —Chandra estampó una pieza en el pecho de su padre con tanta fuerza que la partió.

Así es nuestra familia ahora. —Pia señaló a Chandra y a sí misma con los alicates—. Esta eres tú, esta soy yo y así somos cuando nos reunimos: una madre y una hija que viene de visita.

—No. No volveré a marcharme. Jamás.

—No digas eso. ¡No lo digas! —protestó Pia levantando la voz. Suspiró y se dejó caer entre las plaquetas. Recogió una plateada con los alicates y la apartó con cuidado—. Chandra, soy tu madre. Por supuesto que me encantaría que te quedaras más tiempo. Pero las dos sabemos que este lugar se ha quedado pequeño para ti. No soportaría que me mintieses sobre esta nueva etapa de tu vida. Una pequeña parte de mí moriría cada día al pensar que te retengo aquí.

Chandra sintió un nudo irritante en la garganta.

—No puedo ir, mamá. Tengo que ir... pero no puedo.

—Puedes, porque eres una viajera —replicó Pia señalándola con los alicates—. Así que te marcharás, volverás a visitarme otra vez y las dos nos pondremos al día. Y a tu padre, aquí presente. Podemos dejar de ser una familia de separaciones y convertirnos en una familia de reencuentros.

Chandra estaba furiosa con las lágrimas que asomaban en sus ojos.

—No pienso decir esa palabra.

Su madre se irguió y se volvió un feroz, enojado y ligeramente bajito pilar de amor.

—Chandra Nalaar, vas a decirme adiós. Vas a decírmelo diez veces a la cara y vas a aferrarte al poder de esa palabra. ¿Me entiendes?

—Mamá...

—Me niego a anclarte aquí con la preocupación de que no soporte oírla. No privaré de tus dones a todos esos mundos que los necesitan. Ni tampoco iré al otro lado de este edificio a preparar teselas y construir otro maldito monumento a alguien que he per... —Pia se detuvo y se tapó la boca con una mano temblorosa.

—¿Qué...?

—Hay... otro mosaico. De ti. De cuando tenías once años.

Las lágrimas corrieron por las mejillas de Chandra.

—¿Por qué?

—Te lo he dicho. Es un monumento. ¿Crees que algún admirador anónimo levantó este? Yo hice los dos, el de tu padre y el tuyo. En cuanto salí de Dhund. Para así tener un lugar en el que deciros adiós a ambos.

Chandra enmudeció. Simplemente, se dejó caer en los brazos de su madre y la estrechó.

Pia fue la primera en separarse con una sonrisa. Estudió a Chandra con ojo de ingeniera, alisó la bufanda que su hija llevaba a la cintura y ajustó la correa que sostenía una de sus hombreras.

—¿Cuándo tienes que marcharte? —le preguntó con entusiasmo.

—Pronto.

—¿Muy pronto? —Retiró un mechón de la cara de Chandra y se lo colocó detrás de una oreja; una excusa disimulada para acariciarle la mejilla.

—Sí —respondió ella frotándose los ojos—. Nos vamos a Amonkhet, un sitio en el que nunca he estado.

—Tendrás que hablarme de él cuando regreses.

Chandra observó el mosaico. Aún tenía huecos y partes agrietadas.

—Papá no está terminado.

—Pero nos estamos quedando sin teselas. Lo terminaremos la próxima vez.

—Puede que tarde un poco en volver.

—Así tendré tiempo para cocer más plaquetas.

—¿Podemos trabajar en el mío también? La próxima vez, digo.

La sonrisa de su madre hizo que las mejillas se le llenaran de arrugas de alegría. Pia se quitó las lentes, estrechó la mano de su hija y la miró a los ojos con expectación.

Chandra se obligó a decir la palabra, para así poder pronunciarla una y otra vez, junto con su antónimo, en los días y años venideros.


Los ríos celestes la transportaban como a una mota de polen.

Grandes corazones latían en las profundidades del cielo y componían lentas sinfonías de felicidad. Sin palabras, expresaban la aparición del sol por encima de los cúmulos de nubes, la nitidez de las estrellas en las cumbres nevadas, el conocimiento de que una nueva vida crecía en el vientre, protegida y paciente, esperando a que llegara su primer aliento de luz.

Sin cuerpo, vagó entre los cantantes mientras escuchaba su melodía. Sus voces retumbaban constantemente entre las nubes y las corrientes, componiendo sueños compartidos de ingravidez, lluvia y recuerdos.

Un ojo del tamaño de una casa pestañeó. Una curiosidad radiante la inundó, como el reflejo de la luz solar más allá del confín de todas las cosas.

Hay algo nuevo en nuestro cielo —cantó una voz en el idioma de las sensaciones y la vitalidad, con latidos acelerados, músculos trémulos, aliento contenido y cien matices de azul—. Cuán maravilloso sería descubrir algo que aún no conocemos.

En otro lugar, una vibración captó su interés. Descendió por el cielo vertiginosamente.

Aguzó el oído y oyó unas pisadas en el suelo metálico; su olfato captó un aroma a comida frita y sudor y, finalmente, abrió los ojos.

Chandra se acercaba desde el otro lado de la plataforma del Chapitel, con las extremidades fatigadas y frotándose unas marcas grises bajo los ojos.

—Qué tal, Nissa. Creía que estarías durmiendo.

La curvatura y las ondulaciones de la música dieron paso a los ángulos agudos del habla oral. Las palabras salieron de ella como garabatos y arañazos.

—Perdón —se disculpó con voz ronca—. Estaba...

Chandra se sentó en cuclillas a un brazo de distancia y sus ojos del color del alba se fijaron sin parar en diversos puntos del rostro de Nissa. Observó el rostro de Chandra, cálido y colorado con una vida nerviosa y agitada, pero no percibió capacidad para comprender lo que ella hacía. No podía explicarlo mediante contextos similares. No tenía palabras para hacerlo.

—Estaba escuchando a las ballenas celestes —dijo de todos modos, ya que le pareció importante.

—¿Qué? —Chandra se extrañó y miró hacia arriba—. ¿Dónde están?

Nissa percibió las espirales y el flujo de las corrientes de éter. Giró la cabeza y comprobó el rumbo cambiante de las ballenas.

—Hacia el este y a muchos días en dirección sur. Ellas están viendo el amanecer.

Chandra bostezó con tal intensidad que la mandíbula le tembló y los ojos se le llenaron de un velo acuoso.

—Pues sí que tienes buen oído.

—En realidad, estaba con ellas.

—Pero si estás aquí mismo.

Nissa tomó aire y lo transformó en sonidos.

—Puedo sentir las líneas místicas. O corrientes de éter. Cuando medito o, simplemente, me siento a descansar... entro en armonía con ellas. Mi percepción y mis pensamientos se evaden. Me vuelvo una con el mundo.

Chandra se meció apoyándose en los tacones y sus dedos juguetearon nerviosamente sobre las rodillas.

—Qué espeluznante. ¿Es una cosa que hacéis los elfos? ¿O los zendikari? Si meditase, ¿yo me evadiría así?

—No. —Nissa apartó la mirada; sentía que sus mejillas se acaloraban—. Es algo... que hago yo.

Chandra se levantó de golpe y sus cabellos soltaron chispas.

—¡P-perdón! ¡No quería ofen...!

—No te marches, por favor —pidió Nissa levantando una mano hacia ella.

Los dedos de Chandra temblaban, superpuestos al cielo violeta.

—He vuelto a molestarte. —Su pelo chisporroteaba y crepitaba. Unas auroras anaranjadas refulgían en su cuero cabelludo—. Parece que siempre te hago enf...

—¡N-no es verdad! —la corrigió Nissa cerrando los ojos con fuerza y obligándose a pronunciar palabras como garabatos.

Chandra se volvió hacia ella y controló su respiración, incapaz de mirarla a los ojos. Nissa alivió con saliva el desierto que tenía en la garganta.

—No estoy acostumbrada a hablar. Viví alejada de otras personas durante... décadas. Zendikar me acompañaba. Nos comprendíamos a un nivel más profundo que el de las palabras. No... No sé cómo hablar contigo. Intento aprender a hacerlo.

Chandra levantó la vista. Tenía los ojos muy abiertos, sorprendidos.

—¿Que no sabes cómo hablar conmigo?

—Cometeré errores —admitió Nissa—. Elegiré las palabras incorrectas. Interpretaré mal las tuyas. Actuaré de forma extraña y no sabré cuándo lo hago. Pero si puedes ser paciente conmigo, me gustaría ser... —Ondas de melodías celestes surgieron dentro de ella; sinfonías de color y calor, movimiento resonante y aliento compartido. Las calmó, las redujo a lo mínimo y moldeó palabras angulosas que apenas eran una sombra comprensible de la verdad—. Tu amiga.

Las manos de Chandra, cálidas como nidos de aves, se aproximaron y estrecharon las suyas.

—La verdad... —resopló, y la comisura de sus labios se curvó temblorosamente hacia arriba—. Creo que eres muy buena eligiendo palabras.

—He pasado la tarde entera pensando cómo decírtelo.

Chandra se rio, pero el gesto concluyó en otro bostezo. Soltó las manos de Nissa para taparse la boca.

—Agh, perdona.

Las sombras bajo los ojos de Chandra se habían vuelto más profundas. Nissa hizo un gesto hacia el espacio que había a su lado.

—¿Aún te interesa aprender a meditar? Este es el lugar más tranquilo de la ciudad.

—No sé... —Chandra se llevó una mano a la nuca—. Es nuestra última noche aquí y pensaba que podría llevaros a dar una vuelta. Habrá carreras aéreas y fuegos artificiales, también conozco un restaurante en Bomat donde hacen un undhiyu de rechupete y he visto a una chiquilla que vende nieve con sabor a mango. ―Hizo una pausa―. Pero supongo que nada de eso te gustaría, ¿verdad? Demasiado gentío y ruido...

—Iría de buen grado —respondió Nissa, pero Chandra se había puesto a caminar en círculos y sus botas repiqueteaban en el suelo como gotas en las hojas de los árboles.

—La señora Pashiri me dijo que fuese contigo, las dos solas, para ver sitios bonitos y no solo aquella prisión y su maldita trampa. —Chandra frunció el ceño—. Y también insistió en que me pusiese un sari. Hasta me había buscado uno, así que me puse en plan "¿cómo voy a subir los tropecientos mil escalones del Chapitel con eso puesto?". Vaya sugerencia más... Espera, ¿cómo has dicho?

Nissa sintió las comisuras de los labios levantarse por sí solas, sin el pensamiento consciente de "ahora debería sonreír".

—Iría de buen grado.

Chandra se quedó mirándola desde arriba.

—¿Que qué? —dijo en un derroche de elocuencia.

—Me gustaría conocer tu hogar.

—Creía que...

—Que sentiría ansiedad. Es cierto —admitió mientras enredaba con los dedos en el regazo—. Necesitaría... mantenerme lejos del bullicio y estar tranquila. Pero te acompañaría y no estaría sola.

—Vaya —se sorprendió Chandra—. Bueno, aún es temprano. Podríamos ir a cenar a última hora. O a beber algo, tal vez.

—Oh, tengo algo para ti —recordó Nissa. Se estiró hacia atrás para recoger la taza tapada que había comprado por la tarde, antes de que el sol descendiera bajo las nubes.

—¿Qué es? —preguntó Chandra, que se dejó caer junto a ella.

—No estoy segura. —Nissa retiró la tapa y olisqueó el brebaje—. El señor que la vendía me aseguró que es una bebida con efectos tranquilizantes. —Ofreció la taza a Chandra, que volvía a disimular un bostezo con el dorso de una mano—. Me temo que se ha enfriado. El vendedor dijo que es mejor tomarla tibia.

—Vaya, menudo problema —dijo Chandra con una sonrisita, antes de sostener la taza sobre una palma refulgente. Inspiró con curiosidad el vapor de la bebida—. Es leche endulzada. Lleva... pistacho, almendra y cardamomo. —Los ojos de la piromante resplandecían en la oscuridad—. Papá me preparaba esto cuando me costaba dormir.

Nissa ladeó la cabeza; no comprendía si aquello era bueno o malo. Finalmente, Chandra bebió despacio, sonrió y se frotó los ojos.

—Está muy rica.

—Chandra, quiero que imagines algo.

—¿Como cuando meditas? —preguntó ella mientras dejaba la taza a un lado—. ¿Tengo que sentarme como tú?

—Como estés más cómoda.

Chandra intentó pasar una pierna por debajo de la otra, pero puso una mueca de incomodidad y empezó a quitarse partes de la armadura y las dejó a un lado, en una pila de acero bruñido.

—¿Y si echo a volar entre las ballenas celestes? —aventuró con una sonrisa burlona.

—En ese caso, yo te sujetaré —respondió Nissa, completamente seria. Cerró los ojos—. Quiero que imagines un río.

—¿De qué tipo?

—Estrecho, de aguas rápidas. El río corre entre rocas y rompe contra ellas. El rocío forma pequeños arcoíris.

—¿De qué color?

Nissa enarcó las cejas sin abrir los ojos.

—¿Los arcoíris? Son todos i...

—No, las aguas. El río. ¿Están turbias, claras o...?

—Como prefieras. Imagina que corre ante ti, dejando espuma en la orilla que está a tus pies.

—¿Qué calzado llevo?

—No im... Estás descalza.

—¿Qué hay en la orilla? ¿Árboles? ¿O estoy en un desfiladero?

—Shh.

―Pero...

Shh. —Aguardó. Silencio―. Escucha...

—Ya me callo —susurró ella muy bajito.

—Chandra... Escucha el sonido de mi voz. Escucha el viento, las aguas que fluyen sobre las rocas, blancas y salvajes. El río se vuelve más ancho. Más profundo. A medida que se expande, las aguas se ralentizan. El rocío deja de salpicar y el caudal se calma. El estruendo se vuelve un murmullo.

Había elegido un río porque Chandra tenía recuerdos reconfortantes de flotar en el agua. Su respiración ya se había calmado y su corazón frenético como el de un pajarito se había tranquilizado.

—Adéntrate en el río —susurró Nissa—. Con pasos lentos. Las aguas se separan alrededor de tus pies, silenciosas y brillantes bajo el sol. Un paso tras otro. Te refrescan. Los tobillos. Las rodillas. La cintura. Hay barro suave bajo tus pies.

Hablaba despacio, con el ritmo de los latidos. Su madre le contaba historias de aquella manera cuando las expulsaban de un nuevo campamento joraga, cuando Nissa tenía pesadillas o cuando las flores que brotaban para saludarla hacían que los demás elfos murmurasen y la señalasen supersticiosamente. Historias de montañas que se alejaban flotando, silenciosas bajo la luz de las estrellas. De árboles que dejaban caer sus frutos a los pies de los huérfanos y los apartaban de los báloths impetuosos. Historias en las que el mundo no era un camino de espinas y dientes, sino un jardín infinito de milagrosas hermosuras que aguardaban a alguien que las escuchase.

Se las había contado muchos años antes de que ella comprendiese que eran historias de animistas, olvidadas, reprimidas y tachadas de herejía. Historias que ningún otro ser vivo recordaba ahora, excepto ella.

—Separa los dedos de las manos y deja que el agua fluya entre ellos. Ya cubre tu pecho. Recuéstate hacia atrás. Déjate llevar por ella. No pesas nada. Flotas bajo las nubes. Guarda silencio. Tranquila. Solo respira.

Escuchó con atención. Chandra respiraba lenta y profundamente. Desprendía calor a su lado. No reaccionaba al largo silencio.

Nissa se expuso de nuevo a la naturaleza de Kaladesh.

El éter la elevó sobre las calles salpicadas de colores vibrantes. Las multitudes paseaban y correteaban por puentes y plazas que palpitaban con música y risas y brillaban de alegría. Pequeños artilugios salían disparados hacia el cielo desde el río, dejando estelas de chispas silbantes para luego crepitar y estallar en flores de llamas rojas y amarillas. La gente a la orilla del río estaba boquiabierta y gritaba de asombro.

En las sombras de las calles, entre las torres resplandecientes, el éter se movía de forma extraña.

Formó un remolino que se hundió y descendió en espiral hacia un callejón apartado de los festejos. Se dejó llevar hacia abajo con él y proyectó la consciencia hacia los brotes que se abrían camino entre las grietas de los adoquines. Con su ayuda, la vegetación emergió como una alfombra de flores nocturnas.

Las volutas de éter fluían desde rincones lejanos de la ciudad, orillas remotas del cielo y la inmensidad cegadora que había más allá de Ghirapur. Las energías convergieron, se comprimieron y estallaron en una nube luminosa de tonos azules: cielo de media mañana, laguna profunda, raíz de montaña, hielo marino, ojo de infante. Una exhalación del mundo, una nueva y joven estrella que titilaba rápida, feroz y constantemente.

Los confines de la nube se oscurecieron y solidificaron.

La estática crepitante de su interior se convirtió en un suave chisporroteo.

La entidad procedente del éter se miró las manos y luego bajó la vista hacia las flores de Nissa.

Hola, joven. Te doy la bienvenida al mundo. —No sabía si el ser comprendería las vibraciones de las raíces y las hojas.

Pero entonces bajó las manos hacia un brote, como si fuera la llama de una vela. Del chisporroteo de energía surgieron patrones espontáneos y extrañamente familiares.

T-tú. ¿Tú? Tienes olor. Hueles como si... Hueles a... flor de naranjo. —Hizo una pausa y unos destellos de pensamientos recorrieron como relámpagos sus extremidades—. ¿Qué es un naranjo?

Una vertiginosa sensación de déjà vu se apoderó de ella.

Tienes una maravillosa aventura por delante —dijo al ser.

¿Qué debería hacer? —dudó el ser tras una breve reflexión.

¿Qué haría ella si volviera a disponer de todo su tiempo? ¿Si no se encogiese ante las luces, el ruido o el contacto ni se expresase con gestos y movimientos extraños para los demás?

¿Cómo podía decir a aquella nueva vida que riera y llorara sin reservas ni remordimientos? Que cantase a las estrellas y las aguas, o que no lo hiciera; que amara sin dudas ni recelo; que atesorase cada momento con sus seres queridos; que perdonase cualquier transgresión arrepentida; que bailara cuando se lo propusieran; que disfrutara de los silencios largos en grata compañía; que saludase cada amanecer y cada rostro pensando "esto será una aventura"; que fuese valiente, amable y confiase en los demás...

... como Chandra.

El retoño aguardaba, parpadeante. Sin embargo, ¿por qué habría alguien de seguir los pensamientos de ella?

No temas seguir lo que dicte tu corazón —dijo Nissa.

No entiendo por qué habría de tener miedo.

A media Ghirapur de distancia, su cuerpo dejó escapar una risa en el crepúsculo.

En ese caso, espero que siempre te intrigue.

Percibió vibraciones en el extremo del callejón; podía sentirlas a través de la fina red de sus raíces.

¡Hay otra gente como yo! —dijo el retoño.

Más etergénitos rodearon a su congénere, ayudaron a que se sostuviera sobre sus nuevos pies y compartieron un abrazo. El callejón se llenó de saludos, vibraciones de aromas y energías sin color. El resplandor de cada cuerpo despertaba afinidad en el resto.

¡Te damos la bienvenida a la familia! ¡Nos aguardan días maravillosos y has llegado en el momento ideal para disfrutarlos!

El grupo se alejó mientras conversaba en destellos efímeros de ideas. Al final del callejón, el retoño se giró de nuevo hacia sus flores.

Live Fast
Carpe diem | Ilustración de Ryan Yee

Ti... Tienes... —Agitó la cabeza, como tratando de liberar un pensamiento—. Tienes unos ojos preciosos... cielo. —Una risa medio familiar llenó el aire.

PAM.

Nissa despertó de golpe en su propio cuerpo.

Chandra se había desplomado sobre ella. Tenía la cabeza de su amiga apoyada en el hombro y algunos mechones cobrizos le hacían cosquillas en la nariz. Chandra respiraba lentamente por la boca... y le estaba llenando el brazo de babas.

Nissa había logrado su propósito: Chandra necesitaba dormir. Tendrían tiempo para meditar en el futuro. Ahora, los pensamientos relacionados con el agua quizá ayudaran a extinguir los fuegos de las pesadillas. Y si fuera necesario, Nissa estaría allí, dispuesta a ayudar.

Sin embargo, no estaba cómoda en aquella postura. El brazo ya se le había dormido.

Con cuidado, Nissa levantó a la templada y ligera Chandra y maniobró para colocar la cabeza en el regazo. Chandra se agitó en sueños, se puso de lado y se hizo un ovillo, acercando las rodillas al pecho y colocando las manos debajo de la mejilla. Entonces, sus labios se separaron y unos ronquidos industriales retumbaron por toda la plataforma.

Ghirapur celebraba su renovación entre música, luz, color y miles de variedades de comida. Las hogueras que resplandecían en las plazas y los parques proyectaban sombras entre bailarines que lucían alegres pinturas. Las multitudes de los puentes vertieron sacos de tinte en el río Vinday, que se convirtió en un sinuoso arcoíris. Las calles estaban repletas de gente que danzaba y festejaba en armonía, saludándose unos a otros entre risas, gritos, lágrimas de alegría, brazos abiertos y perdón.

Entretanto, en la quietud del cielo, Nissa velaba por el sueño de Chandra.

Le pareció correcto.


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