Historia anterior: Revelación

En su lucha por el poder, Tezzeret se ha autoproclamado Gran Cónsul y ahora tiene a la ciudad de Ghirapur en un puño. Sin embargo, hay quienes se niegan a tolerar su tiranía. Los inventores renegados planean asaltar la planta de éter central. Esta victoria se traduciría en energía para sus inventos... y su levantamiento.


Ghirapur se reinventaba constantemente. Los edificios se derribaban cada poco tiempo y se reconstruían más robustos, más altos, con mejores materiales y técnicas más desarrolladas. Casi todos los barrios y plazas habían pasado por una renovación o una reparación en los últimos años. Ghirapur dejaba poco margen para la historia y menos aún para la nostalgia. En la mayoría de los barrios, el polvo olía a construcción y sudor. Nunca se llegaba a permitir que el olor a madera vieja y a latón deslustrado se asentaran. Ghirapur apenas toleraba el deterioro.

Pero había excepciones. Callejones angostos donde muchas sombras parecían converger, puntos para los que nunca llegaban a autorizarse permisos de renovación, zonas que la mayoría de la gente evitaba por costumbre. Chandra Nalaar seguía de cerca a su madre mientras se adentraban en una de aquellas calles olvidadas, con los cabellos ocultos bajo una capucha y los ojos clavados firmemente en el suelo que pisaba.

Concealed Courtyard
Patio oculto | Ilustración de Jung Park

―Este lugar no ha cambiado desde hace décadas. ―La voz de Pia Nalaar era suave y tranquila―. Siempre ha pertenecido a una familia etergénita que lo ha mantenido intacto. Kiran y yo... solíamos venir. Hace mucho tiempo.

―¿Por qué hemos venido, mamá? ―preguntó Chandra sin levantar la vista.

―Gonti evita que las patrullas del Consulado se acerquen a este sitio. Aquí encontraremos simpatizantes para nuestra causa. ―Pia levantó la cabeza hacia una entrada sin detalles distintivos y respiró el aroma a aceite, humo y especias. La puerta se abrió con facilidad, girando sobre unas bisagras bien engrasadas, y un diluvio de sonidos y luz fluyó hacia el exterior.

Chandra se retiró la capucha al entrar en el local. Dentro encontró más de una veintena de mesas bajas y redondas, dispuestas en un amplio semicírculo alrededor de una pequeña tarima. Todas ellas estaban rodeadas de cojines y banquetas, dotadas de lámparas pintorescas y ocupadas por gente de todo tipo conversando en voz baja.

En el escenario, un músico tocaba la cítara suavemente bajo el brillo de unas lámparas tenues; era más una parte del ambiente que el centro de atención del local. Pia lo saludó al entrar, levantó dos dedos y el músico asintió en respuesta.

―Mira a tu alrededor, Chandra ―dijo Pia con una sonrisa―. Son algunos de los mayores inventores, pilotos y pensadores de toda Ghirapur. Siguen lamentándose por lo que ocurrió en la Feria y necesitan una chispa que los avive. Son inconformistas por naturaleza, pero necesitamos instigar una auténtica revolución.

―Ya lo pillo ―asintió Chandra―. ¿Qué vas a hacer? ¿Darles una charla? ¿Azuzarlos un poco? Parece un buen plan.

―En realidad, ya están muy acostumbrados a verme ―continuó Pia―. Soy la líder de los renegados, como habrás oído. Pero ellos aún están indecisos y necesitan escuchar un discurso diferente. Quiero que lo des tú.

Chandra abrió la boca, pero no supo qué decir. La cerró, la abrió y probó de nuevo.

―Mamá, no. Yo no... Eso de las charlas inspiradoras no es lo mío, en serio. Para empezar, ¿qué voy a decirles? Si ni siquiera me conocen.

―En eso te equivocas. Te conocen; saben lo que ya has hecho por nosotros y de dónde procedes. ―Pia hizo otro gesto al músico de la cítara, que terminó su canción e hizo una reverencia ante los modestos aplausos que recibió antes de salir del escenario―. Solo tienes que decirles lo que sientes. Ellos ya tienen motivos suficientes, lo que necesitan es que alguien encienda su llama.

―Ya, pero... ―Chandra calló cuando se dio cuenta de que todos los rostros del local se habían vuelto hacia ella. Los había esperanzados, abatidos, enojados e inexpresivos, pero la mayoría de ellos sonrieron, aunque fuera ligeramente, al reconocer quién era―. Vale, encender sus llamas, vamos allá ―murmuró para sí misma mientras subía con cuidado a la tarima.

»Buenas, soy, eh... Bueno, supongo que me conocéis. Soy Chandra Nalaar. La hija de Pia. ―Hizo una pausa―. Y... de Kiran. ―Estuvo a punto de enmudecer, pero tomó aliento cuando oyó susurros y vio asentimientos entre la multitud.

»Seguro que algunos lo conocisteis. ―Más asentimientos―. Supongo que... Apuesto a que algunos llegasteis a conocerlo mejor de lo que yo pude. Y ¿sabéis qué? ¡Que eso es imperdonable! ¿Cómo es posible que vosotros conocierais a mi padre y yo no pudiera? ¿Que vosotros tuvierais la oportunidad de trabajar con él, de charlar con él, de reír con él... y yo no? Me lo arrebataron. También a mi madre. Y cuando ella decidió devolver el golpe, vosotros... Vosotros os limitasteis a dejar que lo hiciera. A ella le habían arrebatado mucho, ¿cómo no iba a luchar? Pero ¿y vosotros? No lo hicisteis. Dejasteis que luchara sola porque no os habían arrebatado lo suficiente.

La multitud levantó un poco la voz. Algunos clientes parecían ofendidos, pero ninguno se levantó para marcharse. Chandra continuó.

―Pues bien, ahora os han arrebatado el resto: vuestro trabajo, vuestros esfuerzos, vuestras herramientas... Todo. Os lo han quitado todo porque eso es lo que les place. Y vosotros seguís aquí sentados; comiendo, bebiendo, quejándoos y sin hacer nada. ¿Qué os han arrebatado? ¿Qué más tienen que arrebataros?

El murmullo general cesó de pronto. Chandra lanzó una mirada feroz a aquel mar reflectante de ojos y lentes, de caras molestas o impasibles.

―Olvidadlo ―masculló―. Seguid a lo vuestro.

La gente se levantó de los asientos y comenzó a discutir. Chandra bajó de la tarima dando pisotones.

―Lo siento, mamá. Ha sido mala idea. Yo no valgo para...

―Shh ―chistó Pia antes de sonreír y apoyar una mano en el hombro de su hija―. Espera y verás.

―¡Eh, tú! ―Una joven furiosa se acercó a Chandra a zancadas, señalándola con un dedo acusador―. Vale, siento lo de tu padre, pero ¿qué podemos hacer nosotros? Me han quitado mi nave. Era lo único con lo que podría hacerles frente. ¿Quieres que luche? Pues dime cómo.

Chandra cerró los puños y estuvo a punto de espetarle una contestación, pero Pia la contuvo apretándole el hombro. Chandra apretó la mandíbula y sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca.

―A mí me han dejado sin herramientas. ¡Mi taller está vacío! ―exclamó un enano entrado en años. La multitud se unió a la protesta que había iniciado la joven.

―¡Yo llevaba tres años trabajando en mi generador y se lo llevaron, junto con toda la documentación y los prototipos! ¡No me queda nada!

Toda la clientela se puso en pie y comenzó a discutir y descargar su rabia. La llama había prendido en cuestión de minutos y el local amenazaba con iniciar un disturbio en las calles. La multitud casi se había olvidado de Chandra, que se escabulló con su madre hasta un rincón, un tanto sorprendida.

―Bueno... ¿Qué hacemos ahora?

―Ahora tenemos que... ―Pia no terminó la respuesta―. Vaya, vaya. Esto sí que no me lo esperaba.

Junto a dos guardaespaldas bien armados, un etergénito que lucía un conjunto extravagante entró en la sala desde una estancia en la parte trasera. Con un gesto suyo, la muchedumbre se calmó casi al instante; un escalofrío de temor había apagado la rabia.

―Por favor, haya calma, amigos míos ―pidió el ser sin alzar la voz―. Sabéis tan bien como yo que en este establecimiento abogamos por la paz y la armonía. En circunstancias normales, invitaría a las causantes del alboroto a marcharse ―dijo volviéndose hacia Pia, y la luz de sus ojos se atenuó momentáneamente―. Sin embargo, vuestras protestas no me han dejado indiferente. Admito que algunos de vuestros argumentos son razonables y creo que puedo ofreceros una forma de mejorar vuestra situación. Acompañadme, si sois tan amables. ―Hizo un gesto a Pia, Chandra y algunos clientes selectos para que entraran en la parte de atrás. Al mismo tiempo, los guardas se apostaron en la entrada y llevaron las manos a la empuñadura de sus armas; no las desenvainaron, pero el mensaje había quedado claro. Chandra miró a su madre y preguntó sin palabras si había llegado el momento de marcharse... por las malas. Pia negó con la cabeza.

Casi como corderitos, Chandra y los demás siguieron al etergénito a la estancia trasera. Uno de los guardaespaldas accionó un mecanismo oculto en la elegante moldura de la habitación y una puerta estrecha se entreabrió, revelando un túnel que daba a unas escaleras descendentes. El etergénito pasó primero sin dar más explicaciones.

El pasillo era angosto, pero estaba bien iluminado con lámparas de éter. En vez de encontrarse con el aire húmedo y con olor a moho que cabría esperar de un pasadizo subterráneo, aquel era cálido y estaba impregnado del aroma de media docena de estilos de gastronomía distintos.

―Sé que lamentaré preguntarlo, pero ¿adónde nos llevas? ―quiso saber la joven de antes, que no paraba de juguetear con las mangas de su vestido y de mirar las paredes con cierto recelo.

―¿Aún no lo has intuido? Voy a presentaros a la persona más segura de toda Ghirapur, en el lugar más seguro de todos. Y vamos a llegar a un acuerdo con el que evitaremos que la situación de la ciudad continúe empeorando.

―Así que nos llevas ante Gonti ―concluyó la joven. Nada más oírlo, Chandra se plantó donde estaba.

¿Qué? Ah, no. De eso ni hablar. Gonti ya nos la jugó una vez. Nos largamos de aquí ―amenazó levantando un puño al rojo vivo―, aunque tenga que abrirme paso.

―¿Piensas usar la piromancia en un pasillo estrecho e inflamable? ―preguntó el etergénito ladeando la cabeza de manera socarrona―. No estáis en una situación tan desesperada. Además, ya hemos llegado. Podéis plantear vuestras objeciones directamente a Gonti. ―Entonces abrió una puerta oculta que reveló un despacho de lujo. A la cabeza de una larga mesa de juntas, otro etergénito les aguardaba con las manos entrelazadas ante sí.

―Habéis tardado más de lo que esperaba, y el tiempo es muy valioso para nuestra especie. Tomad asiento.

Algunos miembros del grupo entraron en el despacho, pero Chandra permaneció en el umbral.

―Nos enviaste a una trampa del Consulado. ¿Por qué debería fiarme de ti?

―Calma, amiga mía. Y gracias. Rara vez tengo la ocasión de corregir a un humano por su falta de visión. Lo que hice fue incitarte a actuar. Te obligué a descartar la planificación meticulosa. Lo que quedó fue la determinación. Y aquí estás ahora, dispuesta a actuar con determinación. ¿Quieres hacer el favor de sentarte? ―Gonti señaló una silla libre; Pia ya se había sentado en la contigua.

»Veamos si he entendido bien ―continuó Gonti, apoyando la barbilla en las manos―. No tenéis herramientas. Tampoco tenéis naves. Ni siquiera tenéis éter. Os han quitado todo lo que podríais utilizar como arma contra el Consulado.

Gonti hizo un gesto hacia atrás y un guarda abrió un portón, revelando un almacén resplandeciente.

―Por fortuna, yo tengo cierta maña apartando las manos del Consulado de mis pertenencias.

Art by Darek Zabrocki
Ilustración de Darek Zabrocki

»Como mayor coleccionista de lo excepcional en toda Ghirapur, considero que poseo todo lo que necesitaréis para vuestro levantamiento. ―Gonti se puso en pie e hizo una elegante reverencia en dirección a Pia―. La pongo a vuestra disposición en aras del... interés público.

―Déjate de chorradas ―le espetó Chandra―. ¿Qué nos costará tu ayuda?

―Supongo que eso dependerá de lo útiles que demostremos ser los unos para con los otros, ¿no crees? ―Los ojos de Gonti brillaban como las estrellas en invierno.


Art by Chris Rahn
Ilustración de Chris Rahn

Sram mascaba pensativamente sus pequeños alicates mientras observaba a través de las ventanas inclinadas de la sala de control de la planta de éter central. Las tuberías que recorrían las instalaciones iluminaban las grúas y pasarelas que tenía ante sí. En una ocasión, una elfa había descrito la planta de éter como el corazón latente de Ghirapur. Una metáfora un tanto melodramática, pero bastante acertada.

Mientras vigilaba el funcionamiento de la maquinaria, una de las tuberías parpadeó y su brillo se atenuó.

―Pérdida de presión en la intersección doce ―informó uno de los edificadores de Sram.

El ingeniero había hablado en tono calmado, pero la sala de control bullía de nervios. Aquella era la cuarta intersección que "se averiaba" en toda la noche y el segundo incidente que Sram presenciaba con sus propios ojos.

―Redirigidla a la trece y la nueve ―solicitó Sram―. No deis la orden de reparación todavía.

Los equipos de mantenimiento que habían enviado a arreglar las dos primeras averías no habían detectado nada inusual. A raíz de ello, un mensajero del Consulado había ido en busca de Sram una hora antes para comunicarle que las instalaciones sufrían un problema desconocido y que se requería su asistencia, como arquitecto jefe de la planta de éter. De modo que allí estaba, mascando sus alicates y a la caza de indicios de avería o sabotaje, en lugar de bebiendo un buen tazón caliente de leche de cúrcuma antes de acostarse.

Se suponía que el abastecimiento debía ser un trabajo aburrido. Los operarios de la planta dirigían el suministro de éter de la ciudad adonde fuera necesario. Las instalaciones del Consulado tenían prioridad, seguidas de los diversos distritos en función de sus necesidades. Lo ideal sería que el éter se distribuyera equitativamente para que todo el mundo estuviera conforme. En cambio, cuando se comenzó a construir el recinto de la Feria de Inventores, la proporción destinada a los barrios "abandonados" se redujo por decreto del Consulado, y entonces fue cuando comenzaron las protestas tanto de Sram como de los ciudadanos. Solo era una medida de emergencia, se había dicho a sí mismo. Solo temporal, sin duda.

Sin embargo, desde el inicio de la opresión, la distribución "de emergencia" se había convertido en una práctica estándar. Peor aún: se había convertido en una práctica política. Los barrios recibían o no recibían éter a discreción del Consulado, pero todos tenían menos del habitual. Por contra, los edificadores de la planta habían recibido órdenes de aumentar el suministro de las instalaciones del Consulado.

―Disculpe, edificador principal ―llamó su asistente, Rajni.

―¿Hrm? ―gruñó Sram.

―El Cónsul Kambal ha venido a hablar con usted ―comunicó Rajni.

Un cónsul no se arrastraría fuera de la cama por unas averías. Se trataba de otro asunto.

Sram dejó de mascar, se quedó pensativo por un momento y decidió dejar los alicates en la boca.

Entonces llegó Kambal, el Cónsul Kambal, con sus ojos astutos y una comitiva de asistentes que lo rondaban como moscardones. Un fuerte olor a attar de alcanfor y sándalo impregnó la sala; debía de haberse empapado la capa de perfume. Aunque fuese más bien bajito en comparación con otros humanos, Kambal seguía superando a Sram en altura y se notaba que disfrutaba con ello.

―Cómful... ―saludó Sram sin quitarse los alicates.

El mostacho de Kambal se crispó, para disfrute de Sram.

Sus superiores siempre decían que mascar cosas mientras pensaba era su peor vicio: era poco profesional, antihigiénico, tosco e irrespetuoso con su cargo y sus herramientas. Ahora, Sram era el edificador principal y la mayoría de sus antiguos superiores se habían jubilado o se habían estancado en puestos intermedios. Ahora, la mayoría de ellos respondían ante Sram.

Kambal, el Cónsul de Abastecimiento, era el único de ellos que seguía dándole órdenes. El desprecio de Sram por aquel hombre solo era comparable al evidente desdén que Kambal sentía por Sram.

―Edificador principal... ―respondió Kambal―. No contaba con verte trabajando en el turno de noche.

Sram se quitó los alicates de la boca.

―Averías ―gruñó―. Y yo no contaba con que el Cónsul de Abastecimiento se dignaría a venir a hablar con el supervisor del turno de noche, si se me permite decirlo.

―He venido por un asunto urgente ―dijo Kambal―. Quería discutirlo en persona.

Señaló la pared interior de la sala de control, donde un diagrama de flujo etéreo mostraba el abastecimiento en diversas zonas de la ciudad. Gran parte de los barrios de Ghirapur tenían una luz tenue o estaban apagados. Las instalaciones del Consulado resplandecían.

―Hace unas horas ―continuó Kambal―, esta planta recibió una solicitud de suministro desde el Chapitel, pero fue ignorada.

―No la ignoré ―replicó Sram―. La leí muy detenidamente y deduje que debía tratarse de un error. Respondí con una consulta. En cuanto reciba la orden correcta, podré...

―No había ningún error, edificador principal ―interrumpió Kambal―. Llevaba la firma del mismísimo Gran Cónsul.

Sram no pudo contener un bufido.

―Con el debido respeto, cónsul, ¿has leído la solicitud? Pedía un desvío constante, indefinido y a un índice que agotaría los depósitos de la ciudad en menos de una semana. Era un error.

―No, edificador principal: era una orden.

Sram sabía por experiencia propia que ambas cosas rara vez se excluían.

―Cónsul, tendríamos que cortar el suministro de la mayoría de la ciudad. Incluso el de otras instalaciones oficiales. No tengo autorización para...

―Confío en tu pericia para que hagas los ajustes necesarios ―le cortó Kambal―. Autorización concedida.

De modo que aquel cabrón baboso había ido en persona para obligarlo a obedecer una orden descabellada.

―Kambal, no. Me niego a hacerlo. Sería una negligencia.

―Te he dado una orden, edificador principal ―insistió Kambal―. Cúmplela o lo hará algún otro.

―La quiero por escrito ―protestó Sram―. Quiero un documento oficial. Con tu firma.

Con el mostacho retorcido, Kambal le lanzó una mirada fulminante por un momento que se hizo interminable.

Entonces, la sala de control sufrió una sacudida.

―¿Qué rayos...?

―¡Explosión en la intersección nueve! ―alertó un edificador.

―Maldita sea... ―gruñó Sram al girarse hacia la ventana. Un rocío azulado y deslumbrante iluminó la noche antes de disiparse―. ¡Informe de situación!

Los edificadores lo bombardearon con detalles técnicos sobre picos de presión, desvíos de emergencia y alcance de los daños.

―¿Qué ha ocurrido, Sram? ―exigió saber Kambal.

―Fuera de aquí ―le contestó―. Ahora mismo.

Kambal se quedó perplejo.

―Ya hablaremos sobre el asunto del abastecimiento ―le advirtió―. Hasta entonces, defiende estas instalaciones.

Eso sí que no necesitaba ordenárselo.

Kambal se dio a la fuga y desapareció escaleras arriba con sus asistentes. Sin duda, una aeronave aguardaba en el tejado. Mejor así, un incordio menos.

La sala de mando sufrió otra sacudida y, esta vez, el fogonazo azul de la explosión iluminó toda la sala. Esa había estado más cerca. ¿La veintitrés?

―¡Explosión en la veintitrés!

"Eres bueno, viejo zorro", pensó Sram.

La sala de control se había sumido en el caos. Las alarmas sonaban sin descanso. Los edificadores desplegaban equipos de reparación y coordinaban los desvíos del flujo de éter. El personal de seguridad informaba de numerosos ataques.

Sram volvió a meterse los alicates en la boca y se concentró. Pensó en el método de sabotaje. La nueve y la veintitrés. No eran cruciales. Tampoco eran daños irreparables, incluso teniendo en cuenta el tamaño de las explosiones. Los renegados no habían empezado con buen pie si pretendían interrumpir las operaciones de la planta.

Si era lo que pretendían.

La nueve y la veintitrés eran objetivos pésimos para sabotear la planta. Eso las convertía en blancos ideales para abrir brechas en la fachada sin destrozar nada importante.

―Apagad todo ―masculló con los alicates en la boca―. Cortad el suministro.

―Cortando el suministro ―le confirmaron.

Tal vez fuese una incursión para desviar el suministro y las explosiones solo pretendían atraer a los guardas mientras los saboteadores drenaban todo el éter posible. En ese caso, los renegados habían subestimado lo fácil que era cerrarles el grifo.

Sram se dirigió a Kailash, otra enana que dirigía las fuerzas de seguridad de las instalaciones. Se quitó los alicates de la boca.

―Comandante, puede que esas explosiones hayan abierto brechas en nuestras defensas.

―Entendido ―asintió ella.

Una edificadora, una vedalken con el pelo casi rapado, se giró en su silla.

―El sistema de bloqueo no responde ―informó―. El suministro continúa abierto.

―¿Es eso posible? ―dudó otro edificador, un joven humano que acababa de terminar su formación.

Sram cerró los ojos e imaginó los planos de la planta. A veces soñaba con ellos.

―Hay una forma ―confirmó―. Atascando las compuertas de cierre.

―Pero ¿cómo? Las compuertas están dentro de las tuberías ―insistió el joven. Los chavales recién salidos de la academia conocían los planos casi tan bien como Sram, pero aún no conocían el oficio.

―¿Cuánto tiempo puede aguantar la respiración un etergénito? ―le preguntó Sram.

―Los etergénitos no respiran.

―Premio ―dijo Sram. Una vez, años atrás, había descubierto a un etergénito que vivía en las tuberías de éter. Tenía que admitir que había sido muy audaz―. ¡Cortad el bombeo, vamos!

Esa medida era bastante más drástica. Tardarían horas en volver a arrancar las bombas, pero las medidas drásticas parecían justificadas.

Los edificadores gritaron confirmaciones y la sutil y omnipresente vibración de las bombas cesó poco a poco. Entonces se oyeron otros sonidos: chirridos metálicos y pulsos de baja frecuencia. ¿Combates?

―Comandante, ¿cuál es nuestra situación de seguridad?

―Han conseguido entrar ―respondió Kailash―. Es lo único que sé. Algo está derribando nuestros tópteros de transmisión. Dependemos de mensajeros.

La gente de Sram y Kailash informaba sin parar, atropellándose mutuamente en medio del sonido de la batalla.

―Tienen una especie de arma de pulsos...

―Cierre confirmado, redirigiendo...

―... autómatas se vuelven contra nosotros...

―¡Las compuertas no responden!

―... artilugios nunca vistos.

―... sin lanzallamas, pero echaba fuego por las manos...

―... etergénitos en las tuberías y...

―¡Los Puñomaza! ¡Reforzad la puerta!

Sram se asomó a la ventana y vio que había movimiento en la plataforma sur: varios renegados estaban preparando una máquina que nunca había visto. Un haz de luz apuntó hacia la ventana y entonces se oyeron dos estampidos, buuum, buuum...

Sram se tiró al suelo justo antes de que dos arpeos del tamaño de virotes de balista reventaran la ventana de la sala de control y provocaran una lluvia de cristales. Los edificadores se pusieron a cubierto como buenamente pudieron.

Los cables de los arpeos se tensaron y tres dedos articulados se clavaron en la pared. Con un breve y molesto chirrido, uno de los arpeos se atornilló a la pared. A pocos pasos, el segundo arpeo hizo lo mismo.

Sram atrapó el que tenía más cerca y echó mano de los alicates, dispuesto a desmontar aquel trasto. Sin embargo, el dispositivo le dio una descarga eléctrica lo bastante potente como para entumecerle los dedos y disuadirle de seguir hurgando en él.

Entonces oyó un zumbido fuerte y se arriesgó a echar otro vistazo por la ventana.

En medio de la oscuridad, un pequeño vagón se deslizaba hacia la sala de control, suspendido entre los dos cables. En él había una decena de renegados que portaban armas y herramientas que Sram ni siquiera pudo identificar.

La puerta de seguridad terminó cediendo ante los golpes de los Puñomaza y los renegados entraron en la sala de control, respaldados por los autómatas insurrectos del Consulado. Kailash y sus tropas cayeron luchando.

El vagón se estampó contra la pared de la sala de control y los renegados desembarcaron. En cuestión de segundos, todos los miembros del personal de Sram tenían al menos dos armas amenazándoles, tres en el caso de él. Muchos renegados le conocían. Sabían que él había cortado el suministro de éter de sus vecindarios durante la crisis actual. Entendía que le guardasen rencor.

Una renegada bajó del vagón y se quitó las lentes; era una mujer de cierta edad que desprendía un aire de liderazgo. Sram la había visto luchar en la arena.

Se puso derecho antes de dirigirse a ella.

Pia Nalaar
Pia Nalaar | Ilustración de Tyler Jacobson

―Pia Nalaar. Así que tú estás al mando de todo esto.

Pia se rio, pero sin malicia alguna.

―Nadie está al mando ―corrigió―. Pero tenéis algo que es nuestro y hemos venido a recuperarlo.

Sram echó un vistazo a la sala de control, destrozada y llena de renegados.

―Nalaar ―dijo en voz baja―, mis trabajadores no son soldados. Me preocupa que algunos de los tuyos puedan estar resentidos por nuestra... distribución en tiempos recientes.

―Lo están ―afirmó ella―, pero os trataremos con respeto. Te doy mi palabra.

―En ese caso, me rindo ―dijo Sram―. La planta de éter es vuestra.

"Por ahora".


¿Cuánto tiempo haría falta para arrebatar el control de la planta de éter a las fuerzas del Consulado? Rashmi no estaba segura, pero el equipo de asalto de los renegados se había marchado hace horas y tenía la sensación de que regresaría en cualquier momento, ya fuera triunfante o derrotado. En cualquier caso, Mitul y ella no disponían de mucho tiempo para terminar la aeronave.

La iluminación en el cavernoso almacén era tenue, en parte para ahorrar éter (que no tardaría en agotarse si los renegados no se hacían con la planta de éter) y en parte para no atraer la atención de las patrullas aéreas del Consulado.

En medio de aquel espacio enorme y sombrío se encontraba la inmensa aeronave, casi tan grande como el propio almacén: la Perdición de Tezzeret.

Art by Christine Choi
Ilustración de Christine Choi

La aeronave era crucial para el plan de los renegados: capturar la planta de éter, utilizar el suministro para alimentar la Perdición de Tezzeret y lanzar un asalto aéreo contra el Chapitel del Consulado. Los renegados iban a derrocar a aquel monstruo y destruir el puente entre planos.

El puente entre planos... Así era como llamaban ellos, los Planeswalkers, como se los había presentado Saheeli, al transportador de materia de Rashmi. Utilizaban el término como palabra malsonante; cada vez que la pronunciaban, una onda de inquietud se propagaba por donde estuvieran. Murmuraban entre ellos las atrocidades y el caos que podría causar Tezzeret con el invento de Rashmi en sus manos. Cada situación era más nefasta que la anterior.

Por eso estaba ella allí. Si la aeronave que estaba ayudando a construir les permitía destruir el puente entre planos, ya no sería responsable de la amenaza que su propia creación podría representar para todos los mundos que había visto ahí fuera.

Y entonces lo abandonaría todo. Guardaría sus herramientas y dejaría de inventar. Aquella aeronave sería la última de sus creaciones que se utilizaría para hacer daño.

A la luz mortecina de la lámpara que Mitul sostenía sobre el compartimento del motor, Rashmi usaba su llave inglesa para asegurar el soporte del condensador. Cada rotación fijaba también la sensación de conclusión que se asentaba en su interior. Faltaban tres pernos.

―Rashmi... Si no deseas continuar dedicándote a esa línea de investigación eterlógica, he estado buscando otra propuesta. Se trata de una rama más teórica. ―La voz de Mitul tanteaba la consciencia de Rashmi. No había dejado de hablar en todo aquel rato, comentándole que esperaba investigar otros ámbitos junto a ella. Los Planeswalkers les habían hecho prometer a ambos que abandonarían el desarrollo del transportador de materia. Desde entonces, Mitul se había volcado en la búsqueda de un nuevo proyecto―. La progresión del éter a través del tiempo es un concepto sorprendentemente inexplorado. Considero que podríamos hacer grandes progresos en dicha materia. ¿Qué opinas?

―Tal vez ―masculló Rashmi sin comprometerse. Levantó la vista hacia los ojos sinceros de su amigo. Separarse de él sería lo más doloroso de todo, pero si quería encontrar un nuevo camino, uno que no condujese al dolor y la destrucción, no tenía alternativa―. ¿Tienes un buen juego de llaves inglesas, Mitul?

―¿Qué tamaño necesitas? ―El vedalken se giró hacia la mesa de trabajo cercana, dispuesto a ayudar, como siempre―. ¿O de agarre curvo, quizá?

―No, no me refiero a eso. ¿Tienes tu propio juego?

―Oh... ―Mitul ladeó la cabeza, confuso―. Siempre uso las tuyas. ―Carraspeó, un poco avergonzado―. Espero que no te importe.

―Claro que no ―respondió ella rápidamente―. Sigue utilizándolas, no hay problema. ―Le regalaría sus llaves. Le daría todas sus herramientas. No había otras manos en las que prefiriese imaginar sus herramientas una vez que se marchara.

Solo faltaba un perno.

Rashmi se estiró hacia la parte de atrás del soporte, pero su mano empezó a temblar. Intentó estabilizarla; no era el momento de cometer errores. Sin embargo, lo que se estremecía no era su mano: era el suelo del almacén. El temblor se intensificó hasta que pareció que una manada de gigantes iba a entrar por la puerta. Eran los renegados. Estaban de vuelta.

―¡La planta de éter es nuestra! ―El grito resonó hasta el techo. Las enormes puertas del almacén se abrieron con un gemido grave.

―Lo han conseguido. ―Los ojos de Mitul se abrieron con reverencia. Se había entregado a la causa renegada con una pasión y una determinación que ella admiraba. Rashmi asintió y se obligó a sonreír.

―¡Renegados! ―llamó la voz de Pia Nalaar desde el otro lado de la aeronave―. ¡Renegados, acercaos! ―Mitul miró a Rashmi con cara suplicante.

―Ve con ellos ―dijo la elfa―. Terminaré esto y me uniré enseguida.

Mitul dudó.

―¡Esta victoria es nuestra! ―exclamó Pia entre vítores.

Rashmi podía ver la chispa en los ojos de Mitul. Quería estar allí. "Ve", le dijo con un gesto. Eso sería más fácil que despedirse. Se marcharía antes de que pudieran llamarla a proa. Saheeli le había pedido que participara en la ceremonia de botadura, pero era lo último que Rashmi deseaba. Había llegado el momento de irse.

―Te guardaré un sitio. ―Mitul sonrió y se marchó corriendo de la popa. Rashmi levantó una mano y le dijo adiós en silencio.

―Hoy nos hemos enfrentado a nuestros opresores ―continuó Pia desde el otro lado del almacén― y les hemos demostrado que somos más fuertes. ―Estalló un clamor triunfal―. Pero nuestra lucha no ha terminado. Solo acaba de empezar. La victoria en la planta de éter nos ayudará a cumplir nuestra próxima meta.

―¡Derrocar a Tezzeret! ―exclamó alguien. Otras voces se unieron al sentimiento justo cuando, con un último giro de la llave, Rashmi terminó su labor. Había llegado la conclusión.

―Tezzeret no puede seguir donde está ―continuó arengando Pia―. Es un embustero y un tramposo que se ha hecho con el poder a base de manipulaciones. Es un tirano y no podemos tolerar que siga gobernando. ¡Expulsarlo está en nuestras manos!

La respuesta fue ensordecedora.

―Y lo conseguiréis ―susurró Rashmi. Cerró y aseguró el compartimento del motor; la Perdición de Tezzeret estaba terminada.

Usó el borde de sus faldas para limpiar el aceite y el polvo de la filigrana dorada. "Buena suerte". Tras un último apretón, se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo de repente. Una marca de la escotilla había llamado su atención. La curiosidad la venció y se inclinó hacia la marca, entrecerrando los ojos para distinguir qué era. Había una insignia en el metal, una insignia que no había visto antes de limpiar la capa de suciedad. Eran dos letras, grabadas cuidadosamente por una mano de artista: K. N.

Rashmi contuvo el aliento. Kiran Nalaar. Tenía que ser él. El difunto marido de Pia, el inventor que había diseñado la nave hacía tantos años. Rashmi recorrió la insignia con los dedos, limpiando suavemente el resto del aceite y el polvo, como si su gentileza pudiera compensar el propósito de aquella creación. "Lamento en qué se ha convertido tu obra". Apoyó los dedos sobre las letras. "Sé lo que se siente cuando algo que has creado se utiliza para hacer daño".

Una voluta de energía etérea surgió de la filigrana y un remolino azul claro impregnó la vista de Rashmi. El corazón le dio un vuelco. Conocía aquella sensación. Era la más maravillosa que había vivido jamás. Solo la había experimentado en otra ocasión, mientras examinaba el prototipo del refinador de éter de Avaati Vya en el Museo de la Invención. Un panel decía "No tocar", pero Rashmi no había podido contenerse. Había acariciado el acabado metálico y, sin darse cuenta, el espíritu de la inventora la había inundado por dentro.

Así eran los proyectos del corazón: los inventores que entregaban el alma a su labor dejaban una pequeña parte de sí mismos en sus creaciones. Las manos de Kiran habían sido las primeras en moldear aquel metal; su mente había concebido aquel diseño. Y ahora, su esencia fluía a través de lo que había creado.

Rashmi se inundó de su espíritu. De su amor por volar, por surcar los cielos de la ciudad sin que nada le limitara. De su pasión por crear, por inventar cosas que jamás se habían visto. De su entusiasmo por saltarse los límites y asumir riesgos. Y de algo más, algo que Rashmi no se esperaba: el deseo ardiente de Kiran de defender la libertad para crear. De plantar cara a quienes trataban de poner límites a la innovación. De defender el espíritu de la inventiva que tanto apreciaba.

Se sintió como si hubiera dejado de respirar y su corazón hubiese dejado de latir. Entonces, cuando los sentidos regresaron a ella súbitamente, trastabilló al romper el contacto con la aeronave. Las imágenes persistentes del remolino azul danzaban detrás de sus ojos, desequilibrándola. Dos manos la ayudaron a mantenerse en pie.

―Te reclaman. ―Era Mitul―. Quieren que subas a la plataforma.

Rashmi trató de hallar su voz para protestar, pero sus sentidos seguían embotados y su mente aún daba vueltas. Mitul la acompañó hasta la proa de la nave y la ayudó a subir las escaleras de la plataforma. Pia le tendió la mano y le dio la bienvenida.

―Y aquí está ella, la gran ingeniera Rashmi, para botar nuestra aeronave. ―Mientras la multitud estallaba en aplausos, Pia pasó un brazo por los hombros de Rashmi―. Ella ha vivido más dificultades de las que la mayoría de nosotros podría imaginar. El propio Tezzeret la retuvo prisionera, pero Rashmi luchó para recuperar su libertad. ―Aquel mensaje obtuvo más gritos de apoyo―. Creo que se merece el derecho a botar la nave que causará la perdición de Tezzeret. ―Pia le entregó una botella de cristal llena de éter reluciente―. Haz los honores. ¡Acabemos con ese monstruo!

Los gritos de "¡a por él!", "¡abajo el tirano!" y "¡La Perdición de Tezzeret!" atrajeron la mirada de Rashmi hacia la multitud. Había muchísima gente, un mar de rostros pendientes de ella. Rashmi devolvió la mirada a los renegados. Pero entonces, no los vio como tales. Lo que vio eran inventores. Todos y cada uno de ellos estaban allí porque creían en el espíritu de la inventiva. El mismo espíritu que ella había sentido a través de Kiran. El espíritu que seguía vibrando en su interior, apasionado y brillante.

En aquella aeronave y aquella revolución había más de lo que Rashmi se había permitido ver. Había dejado que su miedo la cegara. Se había convencido de que aquella causa era puramente destructiva. No podía estar más equivocada.

―Adelante ―insistió Pia, y Rashmi se acercó un paso al borde, aferrando la botella para que no se escurriera entre sus dedos sudorosos.

―Hola. ―Su voz se quebró y sonó débil en el amplio y frío espacio del almacén. Probó de nuevo, esta vez más fuerte―. Hola. ―Nadie respondió. Se aclaró la garganta―. Voy a botar esta nave, como Pia ha pedido, pero considero que antes debemos darle un nombre nuevo.

La multitud pareció incomodarse y empezó a murmurar. Pia miró a Rashmi por el rabillo del ojo y le dedicó una sonrisa exagerada, rogándole que hiciera lo que debía hacer.

Pero aquello era lo que debía hacer.

―La Perdición de Tezzeret... ―continuó Rashmi―. Suena bien. Sobre todo para mí, os lo aseguro. ―Hubo algunas risitas secas―. Y es un nombre acertado. Es lo que nos proponemos: acabar con la tiranía de ese monstruo. Y vamos a conseguirlo. Vamos a conseguirlo.

Se oyó algún vítor que otro.

―Pero en el fondo, ese no es el auténtico motivo por el que ninguno de nosotros estamos aquí. No hemos venido a luchar, a derrocar ni a destruir. Vamos a hacerlo porque debemos. Porque es necesario para defender lo que nos importa. Y eso es lo que realmente queremos hacer. Estamos aquí para salvar nuestra ciudad. Para defender su espíritu: el espíritu de la inventiva. Eso es lo que está en peligro. Nosotros somos inventores. Creamos. Construimos. Aportamos cosas a este mundo; no se las arrebatamos.

Hubo algunos gritos de apoyo que repitieron las palabras de Rashmi.

―En el fondo, todos sabemos quiénes somos. Pero si necesitáis que os lo recuerden, pensad en el hombre que diseñó esta nave: el gran inventor Kiran Nalaar. ―Todas las miradas se volvieron al mismo tiempo hacia la mujer que estaba junto a Rashmi. Pia se irguió a su lado―. Nadie encarna el espíritu de la inventiva tanto como lo hizo Kiran Nalaar. Él vivía para crear. Creía en el derecho a la libertad de expresión para todo el mundo. Inventó esta nave no para destruir, sino para descubrir. Y mi mayor esperanza es que, cuando esta lucha termine, cuando hayamos derrocado al monstruo y hayamos vencido, la nave de Kiran volará como un símbolo de esperanza. Llevará su espíritu, nuestro espíritu de la inventiva, a todos los rincones del mundo. Por eso, esta aeronave será el Corazón de Kiran ―proclamó Rashmi alzando la botella de éter―. Para que jamás olvidemos quiénes somos. ―Finalmente, rompió la botella contra la proa de la nave y la sustancia mística y azulada se esparció por el metal dorado y reluciente.

Los aplausos y vítores fueron ensordecedores y las lágrimas asomaron a los ojos de Rashmi. Pia apoyó las manos en los hombros de ella.

―Gracias. Muchísimas gracias. ―Estrechó la mano de Rashmi y la alzó en medio de un aplauso estruendoso.

―¡Por el espíritu de la inventiva! ―proclamó una voz entre la multitud. Rashmi la reconoció de inmediato y vio a Mitul con el puño en alto. Sus miradas se cruzaron y sonrió a su amigo, consciente de que no tendría que despedirse de él. Eran inventores, investigadores del floreciente ámbito de la abstracción temporal del éter, y no permitirían que Tezzeret se lo arrebatara.


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