HUATLI

Art by Yeong-Hao Han
Ilustración de Yeong-Hao Han

El Sol Inmortal se desvaneció ante las miradas de todos, y Huatli, Tishana, Vona y Angrath se despeñaron hacia la sala inferior.

Los cuatro se estrellaron contra el suelo y chocaron unos con otros, quedando sin aliento por unos instantes.

Huatli dejó escapar un gemido y se incorporó. Notaba que tenía magulladuras y torceduras por todo el cuerpo, pero también se sentía... más ligera, de algún modo. Lanzó una mirada a Angrath, que parecía estupefacto, y ambos levantaron la vista hacia el techo. Donde apenas unos segundos antes estaba el Sol Inmortal, ahora solo había un agujero.

El minotauro se puso en pie soltando una vigorosa carcajada y lanzó una mirada feroz a todos los presentes.

—¡ODIO ESTE PLANO Y ESTA CIUDAD! ¡Y VOSOTROS, ASÍ OS MURÁIS RETORCIÉNDOOS SOBRE VUESTRAS TRIPAS! —Su cuerpo desprendió un fulgor anaranjado—. ¡HASTA NUNCA, IMBÉCILES DE MEDIO PELO! —exclamó antes de abandonar el plano.

Tishana se quedó mirando al sitio donde Angrath había estado un momento antes. Se volvió hacia Huatli, confundida y alarmada.

—Ha desaparecido... —dijo la tritón, atónita.

—Igual que el Sol —confirmó Huatli llanamente. El Sol Inmortal y la barrera se habían desvanecido. Tal vez fueran la misma cosa, al fin y al cabo.

—¡¿Dónde está?! —chilló Vona al fijarse en el agujero del techo. La vampira siseó con rabia y dio un pisotón en el suelo—. ¡¿Adónde ha ido?! ¡¿Cuál de vosotras lo tiene?!

—¿Qué ocurre? —se oyó la voz lejana de Mavren Fein, aún retenido en la sala superior—. No veo nada desde aquí.

—¡EL SOL HA DESAPARECIDO! —respondió Vona, angustiada—. ¡Lo hemos perdido!

Desde abajo se escucharon una exclamación de incredulidad y un lamento quejumbroso. Huatli estaba demasiado exhausta como para reírse de lo infantiles que sonaban. Entonces, Calzón el trasgo y Malcolm la sirena se asomaron por el agujero.

—¡¿DÓNDE ESTAR SOL?! —chilló Calzón.

—Me temo que ya no se encuentra aquí —explicó Tishana.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Malcolm a Calzón en voz baja.

—¿Salir volando? —propuso el trasgo.

—Sí, creo que sería lo mejor.

—¡PUES A VOLAR! —chilló Calzón, que se agarró de un salto a la cabeza de su compañero. Malcolm permaneció quieto un instante, ladeando la cabeza como si estuviera escuchando algo.

»¡A VOLAAAR! —insistió el trasgo.

La sirena dejó a un lado lo que había captado su atención, desplegó las alas y levantó el vuelo. Entretanto, Huatli se puso en pie y ayudó a Tishana a levantarse. Ambas echaron un vistazo a la estancia en la que habían aterrizado. En un rincón había montones de hojas secas y trozos de tela; semejaba una especie de lecho para una criatura gigantesca. Además, la sala tenía el mismo olor rancio que impregnaba el resto de Orazca. Un portón conducía al exterior, pero daba la impresión de que la luz y el aire fresco no entraban en aquel lugar desde hacía siglos.

Tishana hizo un gesto con la mano y Huatli escuchó un ruido sordo en la cámara superior, seguido de un quejido. Al cabo de unos instantes, Mavren Fein descendió por el agujero del techo y aterrizó junto a Vona.

De pronto, una sombra apareció en el portón, perfilada contra la luz del ocaso.

—¿Lo hemos perdido, hijos de la noche? —preguntó la sombra.

Huatli reconoció al instante de quién se trataba e intuyó que los demás también lo habían hecho, pues Tishana apretó los puños al tiempo que Vona y Mavren Fein se postraban ante la recién llegada.

Santa Elenda se aproximó en silencio. Sus ojos dorados transmitían tristeza mientras observaban el vacío que antes ocupaba el Sol Inmortal. Entonces bajó la mirada en dirección a Vona, que temblaba con una emoción que Huatli no conseguía interpretar. ¿Asombro? ¿Culpa? ¿Una mezcla de ambas?

—¿La bestia se lo ha llevado de nuevo? —preguntó Elenda.

Vona levantó la cabeza. Su rostro parecía el de una niña confundida.

—Santa Elenda, no entiendo a quién os referís —balbució.

—A la bestia azur —añadió Elenda—. ¿Se ha llevado el Sol Inmortal?

—El Sol se ha esfumado delante de todos nosotros —intervino Huatli, que de repente sintió cuatro miradas clavadas en ella—, pero antes he visto una criatura enorme que se alejaba volando.

Santa Elenda guardó silencio y reflexionó durante unos segundos, cabizbaja.

—De modo que ha desaparecido para siempre. —Alzó la mirada y asintió—. Comprendo.

La vampira les dio la espalda y comenzó a caminar en dirección a la salida, pero Mavren Fein se levantó con premura y la interrumpió:

—¡Aguardad, Santa Elenda! ¡Debéis partir en su busca! ¡Nuestra sagrada misión es recuperar el Sol Inmortal!

Elenda se volvió hacia él con una sonrisa afable y negó suavemente con la cabeza.

—No, hijo mío. Ahora somos libres. Ha desaparecido para siempre. ¿No percibes el cambio en la ciudad?

—El poder que yacía aquí ha sido liberado —intervino Tishana—. La magia de Orazca continuaría sometida mientras el Sol Inmortal estuviera presente, pero ahora fluye con tanta libertad como mi río homónimo.

Vona separó la rodilla del suelo y se levantó de golpe, como si el pavimento quemase repentinamente. En un abrir y cerrar de ojos, se plantó delante de Elenda y comenzó a chillar.

—¿Desde cuándo estáis aquí? ¿Cuánto tiempo lleváis en este sitio? ¿Cuánto? ¡¿Cuánto?!

Elenda no se inmutó lo más mínimo.

—Mi viaje concluyó hace siglos, cuando hallé esta ciudad.

—¿Por qué? —Vona temblaba de ira y se detuvo para recuperar la compostura antes de continuar—. ¿Por qué traicionasteis a nuestro pueblo? ¿Por qué nos negasteis la auténtica inmortalidad?

—Nuestro propósito nunca ha sido encontrar la inmortalidad, hija mía. Habéis olvidado lo que éramos, lo que somos. No recordáis por qué regresé a Torrezón hace tanto tiempo para otorgar el don. Nuestra orden debía custodiar el Sol Inmortal, no emplearlo. Este poder oscuro que aceptamos en nuestro interior, los horrores que causamos... Todo ello debía concedernos la fuerza para encontrar el Sol Inmortal y vigilarlo, con el fin de impedir que cayera en manos de individuos como Pedro el Maligno; gente que utilizaría el poder del Sol con fines egoístas. Lo que ilumina el camino hacia la salvación son nuestra humildad y respeto por las fuerzas superiores a nosotros, no el Sol Inmortal. Cuando al fin descubrí esta ciudad, tuve la certeza de que no debía perturbarla. El Sol Inmortal se encontraba mucho más a salvo aquí de lo que jamás había estado en Torrezón. Por fin comprendí el propósito de mi sacrificio: utilizar mi poder y permanecer como centinela en este lugar. Por ello decidí enclaustrarme, aguardar a que otros miembros de nuestra orden hallaran Orazca. Entonces podría mostrarles el camino... y ser definitivamente libre.

Temple of Aclazotz
Templo de Aclazotz | Ilustración de Daarken

—No es verdad —protestó Vona—. No puede serlo.

Mavren Fein solo escuchaba, cabizbajo y afectado por la vergüenza y la confusión. Elenda continuó su relato.

—Yo busqué en las profundidades de mi devoción y encontré la iluminación en mi sacrificio. ¿Qué has hallado tú? ¿En qué se ha convertido mi gente?

—En los conquistadores de Torrezón —espetó Vona—. ¡Erigimos un imperio en vuestro honor!

—Los imperios son perecederos. Deberías entenderlo como inmortal que eres, niña —afirmó Elenda dedicando a Vona una mirada de desprecio.

—Santa Elenda —intervino Huatli—, te ruego que regreses a Torrezón junto a los tuyos y dejéis Ixalan en paz. Tus seguidores no comprendieron el propósito que deseabas encomendarles y mutilaron tu recuerdo en tu ausencia. Debes ser tú quien cuente tu historia, no ellos.

Elenda se acercó a Huatli, que no pudo evitar sentirse diminuta en comparación con aquella leyenda.

—Eres sabia, poetisa guerrera Huatli, y tu futuro estará al servicio de mundos allende el nuestro. Bendito sea tu camino.

Embargado por la emoción, Mavren Fein lloraba sin disimulo cuando al fin se puso en pie.

—Llevadme ante la reina Miralda —ordenó Elenda secamente.

—¡Ve por tu propio pie! —siseó Vona—. No eres una san...

La protesta de Vona se vio interrumpida cuando Mavren le lanzó un raudo zarpazo a la mejilla. La vampira gruñó de dolor y dirigió una mirada asesina al hierofante, que alzó su arma.

—¡No oses faltar al respeto a la Santa viviente! —le advirtió Mavren.

—¡Faltaré al respeto a quien me plazca! —bramó Vona encarándose con él.

Finalmente, Elenda perdió la paciencia. La santa chasqueó los dedos con fuerza y las rodillas de Vona cedieron. La conquistadora estrelló el rostro contra el suelo como si lo hubiera hecho por voluntad propia y gruñó con la cara apretada contra el mosaico dorado del piso.

—Me llevarás ante la reina Miralda —reiteró Santa Elenda con un tono aterrador.

Vona se levantó despacio cuando recuperó el control de su cuerpo y se pasó un pulgar por la mejilla herida. Mavren y ella se irguieron y caminaron en dirección a la salida, mudos de vergüenza, y los tres vampiros desaparecieron en la noche.

Huatli soltó un suspiro largo y tembloroso.

La cámara estaba en silencio y Tishana tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Hemos encontrado Orazca y la paz ha vuelto a Ixalan.

—¿Qué significa eso, ahora que el Sol Inmortal ha desaparecido? —preguntó Huatli levantando la vista hacia el techo.

—Significa que la ciudad ha sido liberada. Hay magia antigua entre sus muros, una magia que el Imperio del Sol imbuyó en toda piedra y baldosa. Sigue siendo un lugar repleto de poder.

La mente de Huatli comenzó a trabajar a toda prisa. Recordó las historias de los emperadores antiguos, de las conquistas y batallas de antaño, de la crueldad con la que siempre se retrataba a los Heraldos del Río en aquellos relatos. Pero ahora conocía a Tishana. Sabía que, si ellos hubieran contado las historias, no se les recordaría de aquel modo.

—Orazca no pertenece a nadie —afirmó Huatli—. El derecho del Imperio del Sol es antiguo, pero no refleja las realidades de la propiedad. Deberíamos compartirla.

—¿En verdad lo piensas? —preguntó Tishana mirándola fijamente.

—Sí, esa es mi opinión. Regresaré a Pachatupa y ofreceré mi consejo al emperador. Me escuchará si le digo que los Heraldos del Río están dispuestos a negociar. —Huatli miró con complicidad a la anciana—. ¿Lo estáis?

El semblante de Tishana era inescrutable. Tras una larga pausa, la tritón asintió.

―Sí, lo estamos.

—Gracias, sabia Tishana —dijo Huatli con una reverencia—. Sé que volveremos a vernos.

—Yo también lo creo, poetisa guerrera. Entretanto, ayuda a otros a contar sus historias.

—Lo haré. Adiós, amiga mía.

Se dieron la mano al despedirse y Huatli se dispuso a salir de la torre. Mientras caminaba, una idea acudió a su mente. Se acercó a una pared y apoyó una mano en la superficie con curiosidad e inquietud. "¿Funcionará?".

Buscó las líneas de poder de la ciudad y transmitió una petición.

El rugido triple de un dinosaurio anciano retumbó en los alrededores y Huatli sonrió.


Pachatupa parecía minúscula al verla desde aquella altura.

El viaje de vuelta había sido maravillosamente breve gracias a las prodigiosas zancadas de su nueva montura. Aunque a Huatli le preocupaba cómo desmontaría desde allí arriba, estaba contenta de regresar con un dinosaurio anciano como prueba de que Orazca había despertado.

Huatli detuvo a Zacama y le pidió con amabilidad que la depositara en el suelo. Zacama no era inteligente, pero, de algún modo, comprendía que tenía un nombre propio y se lo había enseñado a Huatli a través de su vínculo mágico. Guiar a Zacama era distinto de dirigir a cualquier otra montura; se parecía más a encauzar un río entero que a virar un bote, pero Huatli le había pillado el truco después de algunos ensayos y errores.

Ahora veía su ciudad natal desde las alturas, divertida al observar su escala relativa. La urbe se parecía más a una aldea de juguete que a la metrópolis que era en realidad. Una multitud se había congregado en la plaza del Templo del Sol Ardiente y todos levantaron la vista con asombro al ver llegar a Huatli, de pie sobre la cabeza derecha de Zacama.

El descenso fue menos elegante de lo que le habría gustado, pero cuando bajó al suelo, el emperador Apatzec ya la estaba esperando.

Apatzec se enfureció cuando Huatli dejó ir a Zacama, haciendo temblar la tierra con cada pisotón del dinosaurio anciano.

—Supongo que has encontrado Orazca —aventuró él.

—En efecto —confirmó ella con una sonrisa—. Dentro de un momento me reuniré con vos en el templo, emperador —añadió tras ver el rostro de Inti en medio del gentío.

Apatzec asintió y comenzó a subir las escaleras que conducían al templo. Sus ojos nerviosos aún observaban a Zacama alejarse por encima de las copas de los árboles en la lejanía.

Inti estaba con sus padres y los tres miraban a Huatli con las expresiones más eufóricas que ella había visto jamás.

La familia entera corrió a abrazar a Huatli, que se echó a reír mientras más y más primos se abrían camino entre la gente para acribillarla a palmadas y abrazos de felicitación y alegría.

La bombardearon a preguntas y se deshicieron en halagos hacia ella, y Huatli no pudo evitar ruborizarse por la atención recibida. Aunque llevaba toda una vida preparándose para tratar con las multitudes, aquel regreso a casa le resultó abrumador. Al cabo de un rato, Inti por fin llegó de nuevo junto a ella.

—Tengo que hablar con el emperador —le explicó Huatli, y su primo la miró con total seriedad.

—Has regresado a lomos de un dinosaurio anciano de tres cabezas. ¡Más le vale otorgarte el título! ¡No vuelvas sin ese casco en la cabeza, poetisa guerrera!

Huatli sintió un nudo en el estómago. Se había olvidado del título.

—¡Tú puedes, prima! —la alentó Inti mientras la sujetaba por los hombros, le daba la vuelta para empujarla hacia las escaleras y levantaba un puño en alto—. ¡Cuéntale al emperador tus gestas de heroína!

Huatli sonrió y comenzó a ascender hacia el Templo del Sol Ardiente.

Cuando llegó al final de la escalinata, un pequeño grupo de guardias la esperaba para guiarla hasta la residencia del emperador. Aquella formalidad era inquietante y Huatli siguió de cerca a la escolta. De pronto, empezó a dudar cómo reaccionaría el emperador. ¿Y si el relato no lo complacía? Huatli dejó las incertidumbres a un lado. No importaba que el emperador se sintiera satisfecho o no: tenía que saber la verdad.

Los guardias le cedieron el paso situándose a ambos lados de ella y Huatli entró en la sala de reuniones de Apatzec. Las paredes estaban cubiertas de efigies de todos los héroes del Imperio del Sol. Hombres y mujeres célebres, guerreros, chamanes y poetas guerreros de renombre, campeones ilustres cuyas historias conocía de memoria.

"La verdad la decide quien cuenta las historias", pensó Huatli con un escalofrío.

El emperador Apatzec se encontraba en el extremo opuesto de la sala. Huatli se aproximó y se postró ante él. Tras el saludo, Apatzec le indicó que se levantara y tomara asiento. Huatli reparó en el casco del poeta guerrero, que descansaba en la mesa que tenía delante.

—Has cumplido la tarea que te encomendé —afirmó Apatzec con un tono más que orgulloso—. Mañana celebraremos la ceremonia para entregártelo de manera oficial.

Huatli se quedó mirando la pieza de armadura y una sensación extraña se apoderó de ella.

El casco estaba hecho en acero plateado y ámbar dorado y cálido. Era hermoso. Y por fin iba a ser suyo después de tantos años de estudio, de tantos obstáculos superados, de tanta pompa, solemnidad y preparación. Sin embargo, Huatli ya conocía todas las historias cuando era una adolescente, ya había vencido a decenas de adversarios antes de cumplir los dieciocho. Y ahora podía viajar a otros mundos si lo deseaba. ¿Qué más le aportaría realmente el ganarse algo tan intrascendente como un título?

Apatzec se sentó al otro lado de la mesa y sirvió dos tazas de xocolātl.

—Cuéntame cómo descubriste Orazca, poetisa guerrera —pidió antes de dar un sorbo a su taza.

Huatli respiró hondo y comenzó su relato.

No intentó decirle lo que le gustaría escuchar: le contó lo que era cierto.

Huatli le habló del valor y la sabiduría de Tishana, de cómo se habían adentrado en la jungla y seguido el rastro de la vampira durante días. Hizo hincapié en que los Heraldos del Río no deseaban reclamar sus antiguos territorios, sino expulsar a las fuerzas que habían invadido tanto sus tierras como las del Imperio del Sol. Compartió con Apatzec la historia de Angrath y le reveló la existencia de otros mundos, e incluso el relato de Santa Elenda y la paz que había encontrado mediante el servicio y el sacrificio. Explicó al emperador que el Sol Inmortal había desaparecido, pero que el poder de Orazca perduraba. Y, sobre todo, le comunicó que la ciudad ya no les pertenecía.

—Os suplico que lleguéis a un acuerdo con los Heraldos del Río —rogó Huatli—. Colaboremos con ellos para hallar la paz.

El emperador Apatzec guardó silencio en su asiento. Miraba su copa vacía y sus ojos de color caoba la estudiaban de arriba abajo mientras sopesaba la respuesta. Al cabo de un rato, la enunció lenta y deliberadamente:

—Esa no es la historia que quiero que cuentes mañana.

Huatli tragó saliva y asintió. Había tenido la sensación de que Apatzec respondería así.

—En cuestión de semanas tomaremos la fortaleza meridional de Adanto —siguió objetando el emperador—. Necesito que el relato de mañana sea de inspiración y conquista. Orazca es nuestra, y si el pueblo ve al dinosaurio en el que has llegado y escucha una historia acerca de colaborar con los Heraldos del Río, no contaré con el apoyo necesario para nuestra campaña militar.

Una pequeña llama de furia se encendió en el corazón de Huatli.

—Después de todo lo que os he revelado, ¿aún creéis que eso es lo más importante?

—Tú misma has afirmado que Mavren Fein y la Asesina de Magán son monstruos.

—Monstruos a los que ha reprendido su propia deidad. La fortaleza de Adanto estará vacía cuando lleguemos. ¡La Iglesia querrá que Elenda regrese de inmediato! —exclamó Huatli con un gesto de reprobación.

—Entonces será más fácil reclamar el territorio —insistió Apatzec, inflexible.

—¿Incluso si los Heraldos habitaban esas tierras antes de que llegase la Legión?

—Así es —aseveró Apatzec—. El imperio no puede prosperar si no nos expandimos.

—¡El imperio tiene la oportunidad de vivir en paz!

Huatli se dio cuenta de que había posado una mano en el casco del poeta guerrero. Sorprendida, bajó la vista y se encontró con los ojos fulminantes de Apatzec. El emperador se levantó y la miró con impaciencia.

—La ceremonia se celebrará según lo planeado, pero no habrá discurso. Yo transmitiré al pueblo lo ocurrido en Orazca.

Huatli estaba furiosa y no se molestó en disimular su aversión.

—Los poetas guerreros tienen el derecho de dirigirse al público. No guardaré silencio en favor de vuestras maquinaciones.

—No, Huatli, lo harás en favor del Imperio del Sol. —Apatzec le dio la espalda y se encaminó hacia sus aposentos—. La ceremonia tendrá lugar mañana a mediodía. Ve con tu familia y cuéntale la buena noticia. —El emperador se marchó sin decir una palabra más.

Huatli lanzó una mirada al casco del poeta guerrero y se enfureció más de lo que ya estaba. Finalmente, abandonó el templo y bajó por las escaleras.


Huatli decidió visitar a sus tíos antes de regresar al barracón.

Sus parientes la elogiaron, la felicitaron y le ofrecieron una mesa repleta de tamales de liebre y crestacuerno con cuatro salsas distintas. La familia se dio un banquete y todos hicieron cientos de preguntas a Huatli, que las respondió encantada. Sus tíos y decenas de primos se sentaron alrededor de ella para escuchar su historia. Hubo exclamaciones de sorpresa y vítores, y los primos mayores ayudaban a los más jóvenes a expresar las preguntas que tenían, pero, sobre todo, la familia escuchaba con entusiasmo. Huatli creía que la mayoría de las dudas tendrían que ver con Orazca, pero lo que más fascinaba a todos era el descubrimiento de los viajes entre los planos.

Al principio no creyeron lo que Huatli les contaba, pero entonces lo demostró desvaneciéndose y reapareciendo momentos más tarde con una roca de otro mundo entre las manos, lo que dejó atónitos a todos los presentes.

Cuando Huatli describió lo que había visto al otro lado (un arroyo pedregoso en un bosque lleno de zarzas), su tío no pudo contener el entusiasmo.

—¡Ni se te ocurra quedarte aquí para ser la mascota del emperador! ¡Tienes que visitar todos esos sitios, Huatli!

El resto de la familia secundó la propuesta con euforia y su tío le revolvió el pelo cariñosamente. Su prima más pequeña reía y hacía gorgoritos al ver el jolgorio general. Sin embargo, la sonrisa de Huatli se desvaneció.

—Pero soy la poetisa guerrera. Mi deber es quedarme.

—¡Lo gue debes haceg es aprendeg hisdoguias y guelados! —terció Inti con la boca llena de calabacín, y tragó el bocado antes de continuar—. ¿Para qué quieres contar solamente historias de aquí, si también puedes ir a otros sitios?

La familia entera aplaudió la idea y Huatli sonrió con timidez y un poco nerviosa.

—Además, por lo que nos has contado sobre el emperador, su decisión no va a cambiar —continuó Inti—. Tu destino no está aquí.

Su primo era la persona en la que más confiaba. La opinión de Inti siempre le parecía sensata. Huatli respiró hondo y asintió.

—Me marcharé durante una semana.

—¡Esa es mi niña! —la apoyó su tía, que se levantó de un salto—. Espérate aquí, que voy a buscarte ropa limpia.

—¡Yo te preparo las provisiones! —añadió Inti mientras empezaba a meter tamales en un saco.¬

—¡Y no te irás sin el casco de poetisa guerrera! —El tío de Huatli y uno de los primos más traviesos levantaron los puños con decisión—. ¡Ahora mismito te lo traemos!

—¡P-pero si voy a regresar pronto! —balbució Huatli, aunque la queja se perdió entre la alegría contagiosa de su familia.

Las siguientes horas fueron un jolgorio.

Huatli recibió y repartió besos y abrazos, y le dijeron que esperase allí mientras su tío y varios primos se colaban en el Templo del Sol Ardiente para traerle el casco de poetisa guerrera. Tras varias horas de nervios y tensión, sus parientes volvieron sanos y salvos, con Inti luciendo el casco y una sonrisa de oreja a oreja.

Al alba siguiente, Huatli se despidió de todos. Prometió que solo se ausentaría una semana y que se ocuparía de hablar con el emperador cuando regresara. Su tía no lloró, a diferencia de su tío, y Huatli no repitió sus despedidas con ninguno de sus primos, pero sí sus abrazos.

El último en despedirse fue Inti. Su primo le colocó el casco y le dedicó una sonrisa.

—Eres la poetisa guerrera y tu deber es reunir historias, pero nadie dice que solo puedan ser las nuestras. —Inti la abrazó y se apartó sin dejar de sonreír.

Huatli apretó las correas de su mochila y sonrió a su familia.

—¡Hasta la vista! ¡Volveré pronto!

Sus parientes le dijeron adiós con la mano y Huatli buscó la chispa de su interior.

La vista se le iluminó con la luz del sol de mediodía y Huatli dio un paso hacia otro mundo.


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